Javier
Almodóvar y Nerea Ramírez - El Ecologista
Hay
más dispositivos conectados a Internet que habitantes en el planeta.
Aunque
se tiene una percepción de inmaterialidad en todo lo relacionado con
Internet, lo cierto es que el funcionamiento de esta red exige una
ingente cantidad de energía y materiales.
En
1960, J. C. R. Licklider anticipaba la necesidad del trabajo
computacional en red. Años más tarde, siendo director de
investigación de ciencias del comportamiento de mando y control en
la ARPA (Advanced Research Projects Agency, agencia dependiente del
Departamento de Defensa de EE UU), envió un memorando que está en
los orígenes de ARPANET, la madre de Internet.
1966,
Robert Taylor, también directivo en ARPA, propuso enlazar entre sí
los ordenadores de grupos de investigación para compartir recursos
más fácilmente y ser resistente a fallos, de tal modo que si un
ordenador de la red fallaba, los demás podrían seguir trabajando,
por ejemplo, ante la posibilidad de un ataque nuclear. Esto también
permitía una red de comunicaciones pública más rápida y flexible
que las existentes.
1969,
se transmite el primer mensaje a través de ARPANET.
2013,
se estima que hay más dispositivos conectados a Internet que
habitantes en el planeta (algunas estimaciones hablan de 15.000
millones de dispositivos de todo tipo).
Al
hablar en tono normal usamos una potencia de 0,00001 W, y un grito
requiere una potencia unas tres veces superior. Toda forma de
comunicación requiere energía y un medio físico para poder
suceder. Además de los ordenadores, teléfonos y demás dispositivos
desde los que nos conectamos a la Red, hacen falta vastas
infraestructuras a escala intercontinental para que Internet
funcione. Hacen falta, por ejemplo, centros de interconexión que
alojan servidores informáticos y kilómetros de cableado de cobre y
fibra óptica, que permiten a los operadores conectarse con los
grandes cables de fibra que entran y salen de la Península.
A
nivel mundial, existen varios centros como este, en los que se
redistribuye la señal y por los que pasa buena parte del tráfico
diario. Si uno de estos centros resultase dañado, las comunicaciones
por Internet se verían severamente afectadas. Además de las
funciones de interconexión, estos centros también permiten
almacenar datos. La metáfora de la nube, no puede estar más alejada
de la realidad a la que alude. Las fotos y vídeos que subimos a la
Red no flotan en el aire, sino que se almacenan en los servidores de
estos centros.
Además
de estos centros de datos, el mundo está cosido por 900.000 km de
cables submarinos. El 99% de las comunicaciones entre continentes
sucede en forma de pulsos de luz bajo el océano a través ellos. Hay
cables que cruzan desde Alemania a Corea del Sur y de Reino Unido a
Japón, otros que conectan el Ártico o las islas del Pacífico, y
cables que circundan África entera. Por tierra, las líneas de cable
siguen el trazado de las autovías, las líneas de ferrocarril y
antiguas líneas de telégrafo a lo largo y ancho de todo el mundo.
Por el espacio, una red de satélites completa la red física para
que Internet suceda. Toda esta infraestructura física crece al ritmo
que aumenta el uso de Internet. Por su propia naturaleza
descentralizada, y su enorme complejidad, no existe un mapa de la Red
como sería posible trazar un mapa de carreteras.
Cuando
accedemos a la Red desde casa, el recorrido típico de la señal que
contiene los distintos paquetes de información generados por el
protocolo TCP/IP, va desde nuestro ordenador al punto de acceso del
edificio (el RITI), y desde ahí a las centrales de las operadoras y
a la central telefónica. A su vez, las operadoras se conectan entre
sí y llegan a los centros neutros, donde se enlazan con las grandes
redes denominadas Tier 1. En la Península, las principales
conexiones con la Red global están en Conil (Cádiz) y Estepona
(Málaga), por donde pasan dos de los mayores cables
intercontinentales. Otras conexiones importantes son las que pasan
por Pirineos y la conexión con Lisboa.
Quizás
no sea una exageración afirmar que la virtualidad de Internet es la
metáfora de nuestro tiempo: ocultar la realidad tras la apariencia.
Si uno presta atención a la apariencia, Internet nos permite visitar
lugares sin viajar, hablar con gente sin acercarnos, comprar cosas
sin desplazarnos… en definitiva, estar sin estar. Visto así,
Internet es virtual, pero esa apariencia oculta más que muestra.
Quizás nunca como hoy hemos sido menos conscientes de las
implicaciones que tiene cada uno de nuestros actos y de eso que Anny
Leonard llama la historia de las cosas. ¿Cuál es esa realidad que
la virtualidad de Internet nos impide ver? Su fisicidad, su
infraestructura, la ingente demanda de recursos materiales y
energéticos que su uso y expansión requieren.
Simbiosis
hombre-máquina, subir datos a la nube, construir granjas de
ordenadores, protegerse contra virus... El uso de Internet, y de las
TIC en general, está plagado de metáforas biológicas para
referirse a una realidad cuya naturaleza está bien alejada de la
Naturaleza, pero cuyos impactos a escala planetaria no son nada
metafóricos, aunque sí difíciles de cuantificar en su totalidad
por la complejidad y extensión de estas tecnologías.
Navegar,
pero a motor
Hablamos
de navegar por Internet y pareciera que nos moviésemos sin más
ayuda que la del aire en las velas. Lejos de esa realidad, navegar
por Internet supone consumo de energía, y no poca, en su gran
mayoría procedente de la quema de combustibles fósiles, tanto
durante su uso como en la construcción de los dispositivos y las
infraestructuras para transportarlos. Es decir, que cada vez que
hacemos clic o mandamos un correo electrónico estamos produciendo
CO2 y como los usuarios de Internet son millones (se calcula que más
de 2.000 millones en el mundo), la cantidad de CO2 emitida es
bastante relevante.
El
Centro para la Eficiencia Energética de las Telecomunicaciones
(CEET) [2]
y el Bell Laboratory calculan que Internet produce 850 millones de
toneladas de CO2 al año. Según estos centros, las tecnologías de
la información y la comunicación, producen alrededor del 2% de las
emisiones globales de CO2, la misma proporción que la industria de
la aviación o que un país como Alemania. De acuerdo con un estudio
publicado en la revista Environmental Science & Technology los
investigadores esperan que en 2020 estas emisiones de efecto
invernadero se dupliquen [3].
Según otro estudio de The Climate Group, el 48% procede del gasto
energético de los centros de datos que almacenan la información
(los grandes servidores que cada vez se llevan a zonas más frías
para precisamente consumir menos energía en la refrigeración), el
14% por las redes que transportan los datos, y un 38% por el usuario
final.
Un
correo electrónico [4]
implica la emisión de 4 g/CO2 y uno con un adjunto pesado 50
g/CO2... solo hay que imaginar la cantidad de correos electrónicos
que se mandan por minuto a nivel mundial.
Si
en el cálculo de esta huella de carbono se incluyesen las emisiones
asociadas a los procesos de fabricación de los dispositivos
informáticos o del cableado que rodea los países y pasa por debajo
de los océanos o el transporte de todos estos componentes, las
cifras de emisiones de CO2 se dispararían aún más.
Whatsappeando
metales
Solo
con los recursos necesarios para hacer los elementos terminales de
toda esta cadena (ordenadores, móviles, tabletas...) podemos
hacernos una idea de lo que esa virtualidad no nos deja ver:
baterías, pantallas, circuitos... todos ellos construidos con
metales y tierras raras cuya extracción lleva aparejados problemas
ambientales y sociales.
Entre
estos minerales se encuentra el conocido coltán, del que se extrae
el tantalio, un recurso finito del que el 80% de sus reservas se
encuentran en la República Democrática del Congo. Con este mineral
se crean condensadores electrolíticos que permiten hacer
dispositivos resistentes al calor para los smartphones, las pantallas
de plasma, consolas, reproductores, portátiles y tabletas.
Para
las baterías se usan esencialmente el níquel, el cobalto y el
litio. La economía de Zambia depende casi exclusivamente del
comercio de cobalto y cobre con China y EE UU. El níquel procede en
su mayoría de minas de Canadá, Cuba y Rusia. Las minas de litio se
centran en Latinoamérica, en Chile (35% de la extracción mundial),
Bolivia y Argentina (triángulo del Litio), también en China. La
principal fuente de litio son las salmueras, espacios donde ya se han
constatado violaciones de los derechos de las comunidades indígenas
de regiones salineras de Argentina o Bolivia además de los impactos
ambientales que supone la extracción del carbonato de litio
(sobreexplotación de agua, contaminación de suelos, agua y
aire...). En los próximos años la demanda de litio puede duplicarse
por el desarrollo de los vehículos eléctricos.
Para
los más modernos dispositivos, como las pantallas táctiles, se
suman otros muchos elementos químicos conocidos como tierras raras.
Los principales productores son Mongolia y China, aunque esta última
ya ha empezado a reconocer que se le están acabando las reservas y
está empezando a presionar a otros países para que incrementen su
capacidad de extracción.
El
platino también se encuentra en las pantallas de cristal líquido y
en los discos duros. Su extracción implica taladrar en la roca a
gran profundidad en condiciones de poca luz y ninguna protección.
Miles de familias se han visto desplazadas de sus casas en Sudáfrica
para hacer sitio a las empresas que extraen el metal.
En
los circuitos, tanto de nuestros móviles como de nuestras líneas
ADSL, el cobre va sustituyendo al aluminio en la fabricación de
chips al conducir mejor la electricidad. Chile y Perú representan el
45% por ciento del mercado mundial y con perspectivas de aumentar
esta producción un 75% en los próximos años.
Falta
soldar todos los componentes mediante el estaño que se extrae en
China, Malasia, Perú, Bolivia, Brasil y sobre todo Indonesia, con
graves impactos ambientales y para las personas que trabajan en las
minas, y conectar los circuitos con oro, el componente más habitual
de los conectores de circuitos electrónicos. Como en el caso del
estaño, la extracción del oro también conlleva graves problemas
ambientales pues para separar el oro de la roca se usa cianuro,
resultando el vertido de varias toneladas de cianuro al día. La
dosis letal es de 200-300 gramos, el proceso es acumulativo y se
absorbe a través de la piel. Aunque la técnica ha sido prohibida en
muchos países, el 90% de las 2.500 toneladas de oro que se producen
anualmente en el planeta siguen siendo extraídas mediante
cianuración.
La
maldición de la abundancia, así se viene llamando a esta paradoja
que lleva la miseria a los territorios más ricos.
Cambio
“climático”
Más
allá de su indiscutible impacto ambiental, Internet ha supuesto un
cambio significativo para los movimientos sociales, un cambio cuya
significación y alcance es difícil de evaluar. Acostumbradas como
estamos a una manera de entender la política como la articulación
de un discurso acabado que aspira a dar respuesta a todos y cada uno
de los problemas (incluso si se trata de falsas respuestas o un
simple ejercicio de simulación), Internet supone un desafío a esta
forma de entender la política y la movilización social.
Las
redes han supuesto una oportunidad de articulación en red de la
inteligencia colectiva. Hasta qué punto es posible esta articulación
en una red tan basta, es difícil de calibrar. Lo que es evidente es
que las metáforas habituales para comprender la política no valen
para entender lo que sucede en las redes. Hay quienes, como Amador
Fernández Savater, empiezan a hablar de cómo se organiza un clima
para referirse a un cierto estado de cambio en cuya articulación
Internet está jugando un papel fundamental.
Internet
ha cambiado, quizás, verticalidad por horizontalidad; profundidad
por superficialidad: si hace cuarenta años un puñado de libros
condensaban las ideas de cambio, hoy hay que saltar de página en
página para atesorar ese conjunto de ideas de cambio, unas ideas que
en muchos casos se presentan con el lenguaje de nuestro tiempo: el
lenguaje de la publicidad. Internet reclama atención, concentración
para no perderse, pero sobre todo tiempo, muchísimo tiempo.
En
una cultura dominada por la inmediatez del click para saltar de una
página a otra, se corre el peligro de confundir la militancia con el
me gusta de Facebook, o con el compartir un enlace; de reducir el uso
de la Red al intercambio de información breve y simple con nuestros
contactos, gente con la que apenas compartimos tiempo real. El
peligro aquí es compartir la indignación en lugar de la acción. La
oportunidad aquí es precisamente poder condensar en acción toda esa
indignación que se une gracias a la Red.
Una
Red virtual a la vez de evasión y de construcción alternativa de la
realidad y de la identidad propia. Una Red real que genera
injusticias sociales y ambientales a la vez que genera espacios de
transparencia y descentralización de poder. Una Red que nos aleja de
la realidad de los territorios imbuyéndonos en la virtualidad de las
pantallas mientras permite la coordinación de luchas para plantarle
cara precisamente a esa realidad.
Notas
Y si me pongo a desarrollar software decrecentista, los partidarios del decrecimiento me van a ayudar?
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