Oriol Neira y Stefano Puddu - Mientras tanto
Introducción
Aunque
el decrecimiento haya adoptado como símbolo al caracol, imagen de la
lentitud, lo cierto es que si alguna idea ha tenido una difusión
rápida, en tiempos recientes, es precisamente ésta. Palabra
desconocida hasta hace poco, está entrando con fuerza en el lenguaje
político y sobretodo en el sentido común. Una organización como
Ecologistas en acción acaba de proclamar al 2009 como el año del
decrecimiento con equidad, el año de “menos, para vivir mejor”.
Y mucha falta que nos hace.
Si
esta música ha llegado a sonar tan fuerte, es porque muchas voces se
están uniendo, de forma espontánea y tal vez imprevista, en la
amalgama de un canto coral. La reflexión y la experiencia concreta
de los distintos movimientos (pacifista, ecologista, feminista,
altermundialista...) que desde hace al menos medio siglo han ido
cuestionando el rumbo de nuestro sistema-mundo, parece que está
encontrando bajo el paraguas del decrecimiento un posible punto de
intercambio y de acción compartida. Por esta razón, esta entrevista
tiene un planteamiento más bien polifónico: porque el conjunto de
timbres y de acentos es el que mejor define la especificidad de este
fenómeno.
Como
suele pasar, la elección de los entrevistados responde a criterios
parciales, tal vez contingentes, siempre discutibles y por supuesto
mejorables: hubiera podido ser más extensa, incluir actores locales,
no echar en falta voces femeninas... En este caso, hemos dado
espacio, en primer lugar, a Serge Latouche, el economista y ensayista
francés que más ha escrito en los últimos años sobre este tema,
además de ser un conferenciante incansable, constantemente en
movimiento entre la geografía francesa, italiana y, recientemente,
también española; ha sido una conferencia suya en Barcelona, en
marzo de 2007, la que ha llamado la atención por primera vez de los
medios de comunicación (entrevista a la contra de la Vanguardia,
9.03.2007). De alguna forma, con él teníamos que empezar. Después
hemos querido tomar el pulso del debate académico con Mauro
Bonaiuti, economista e investigador italiano quien, como estudioso de
Georgescu-Roegen —el primer teórico de la bioeconomia— conoce el
posicionamento doctrinario de los economistas y sus resistencias,
teóricas y prácticas, ante los planteamientos de la economía
ecológica y su forma de interpretar la crisis actual. Jean-Louis
Prat, por su parte, es un “objecteur de croissance” procedente
del Conflent, la región que se considera al mismo tiempo sur de
Francia y norte de Cataluña; filósofo, gran conocedor del
pensamiento de Cornelius Castoriadis, participó en un encuentro
sobre decrecimiento que se celebró en Sant Miquel de Cuixà , cerca
de Prados (Pirineo catalán), el mes de abril de 2008. Su reflexión,
en este caso, ayudó a dirimir, entre otras cosas, una duda que se ha
planteado desde distintos foros de Internet, más o menos
malintencionados, acerca de posibles complicidades entre el
decrecimiento y ciertos personajes de la nueva derecha. Los últimos
dos entrevistados son otros italianos: uno es Paolo Cacciari (hermano
del conocido filósofo Massimo Cacciari, alcalde de Venecia en
repetidas ocasiones), un político comprometido y cercano a los
movimientos sociales, que nos ayuda a ver los elementos de
continuidad y los puntos de ruptura con la tradición histórica de
la izquierda, empezando por el nudo del trabajo, todavía pendiente;
el otro es Enrico Euli, filósofo y polemista de matriz noviolenta,
una voz extremadamente lúcida y crítica a la hora de desmitificar
las falsas imágenes no sólo de los oponentes, sino sobretodo de
nosotros mismos.
Todas
las entrevistas han sido realizadas a mediados del verano de 2008, y
nos llama la atención que algunas afirmaciones premonitorias, que en
aquel entonces parecían atrevidas en exceso, ahora casi se quedan
cortas ante lo que ha pasado desde el septiembre hasta hoy. Los
acontecimientos se precipitan y la realidad está pasando por delante
de la reflexión teórica.
La
fortuna de la palabra decrecimiento depende, en buena medida, de su
eficacia iconoclasta, al atacar directamente el centro del sistema,
el sancta sanctorum
de los dogmas economicistas: la necesidad de un crecimiento constante
—es decir, sin límites—, como finalidad y requisito para que
éste funcione. Tamaño planteamiento se traduce inevitablemente en
una curva exponencial de crecimiento que garantiza al sistema un
destino de colapso. Sólo es cuestión de tiempo. Ya nos alertaron a
principio de los años 70, cuando aún quedaba margen de maniobra
para un cambio de rumbo. Pero lo único que se ha hecho ha sido
apretar más el acelerador. Es así como nuestras sociedades
opulentas han llegado a tener una huella ecológica desproporcionada,
que ya alcanza, o tal vez supera, el planeta entero. Con lo cual se
demuestra la imposibilidad de extender nuestra forma de vida a los
demás países (nos harían falta muchos planetas como éste, y sólo
tenemos uno), al mismo tiempo que se hace patente la vinculación
entre injusticia económica e insostenibilidad ecológica.
La
Cumbre de Río en el año 1992 sirvió para que la humanidad, y
especialmente los responsables políticos y los poderes económicos,
reconocieran públicamente el problema, aunque también fue una
oportunidad perdida porque el rumbo que se tomó siguió la estela
del “crecimiento sostenible”, un intento de salvar el sistema con
pequeños retoques que al fin y al cabo han redundado, con menos
tiempo de lo esperado, en el tópico de “pan para hoy y hambre para
mañana”. Este barniz verde que se quiso dar al capitalismo no solo
ha demorado una toma de decisiones comprometida con las generaciones
futuras, con el agravamiento de las condiciones sociales y
ambientales que esto supone, sino que ha supuesto el llamado “efecto
rebote”, es decir las consecuencias en el aumento del consumo
producto del ahorro generado por el uso de tecnologías más
eficientes. En aquel momento, los que denunciaron el error del camino
tomado, fueron tachados de apocalípticos y en el mejor de los casos
de utópicos o visionarios. Pensadores y activistas como Serge
Latouche, Mauro Bonaiuti, Joan Martínez Alier, etc. tuvieron muy
claro que la salida de Río fue en falso, una huida hacia delante, y
que más bien temprano que tarde el problema volvería a aflorar con
más virulencia. Era solo una cuestión de tiempo que la idea del
decrecimiento asomara de nuevo.
Confluyen
aquí dos posturas críticas hacia el optimismo desarrollista basado,
explícita o implícitamente, en el crecimiento ilimitado: por un
lado se afirma que esto es imposible, en un planeta limitado; y por
otro se demuestra que, a parte de injusto, es globalmente indeseable.
Porque hay que prestar atención en todo lo que perdemos a partir de
lo que ganamos, un ejercicio crítico en el cual han sido maestros
pensadores como Ivan Illich, Cornelius Castoriadis, André Gorz...
—para citar sólo algunos. Analizar el malestar del progreso, la
creciente inquietud del individuo en medio de la hipertrofia de lo
superfluo, ha sido la tarea a través de la cual estos y otros
autores han intentado detectar los síntomas de desequilibrio
patológico en un sistema aparentemente triunfante. Y el obstáculo
más significativo, con el que se ha tenido que librar la batalla más
dura, es la conquista del imaginario colectivo. Latouche ha repetido
hasta la saciedad que una parte importante de la miopía que no nos
permite ver la gravedad del problema es que tenemos el imaginario
colonizado por el economicismo.
Pero
sin duda, los hechos son implacables y nos acaban mostrando cual es
la situación real. Cada vez más aumenta la percepción de estar
viviendo en un momento crítico de la historia: primero con la alarma
del cambio climático, luego al reventarse la burbuja inmobiliaria,
finalmente con el terremoto financiero de otoño y ahora con la
perspectiva del cenit del petróleo y la crisis energética que
vendrá a continuación; ya no hay duda de que estamos instalados en
una crisis multidimensional de envergadura planetaria, que pone de
manifiesto una fallida global del sistema y nos sitúa en una
encrucijada inédita, que nos obliga a repensarlo todo en un tiempo
demasiado corto y mientras se mantiene la inercia de la aceleración
que aún lleva nuestro tren de vida. En conjunto, son elementos que
dibujan un escenario de catástrofe, como también subrayan varios de
los entrevistados, que se preguntan como mitigar sus efectos más que
esperar que aún pueda evitarse.
Aún
y así, no sabemos del cierto lo que pasará en los próximos años,
porque esto depende, al menos en parte, de lo que haremos mientras
tanto. Estamos en un momento de transición y el primer paso sería,
como mínimo, ser conscientes de ello, y tomarselo muy en serio. Hace
falta imaginar el nuevo y transitar hacia ello. Teniendo en cuenta
que el nuevo escenario tendrá que asumir como marco una clara
consciencia de los límites. Hay que construir un imaginario
compartido basado en la suficiencia y el equilibrio, que tendrá que
ser ecológico también en sus relaciones sociales y políticas,
aparte de las económicas. Pero, previamente, habrá que hacer un
ejercicio de autolimitación en todas aquellas realidades y
situaciones que ya se han excedido —como es el caso, también, de
la nuestra.
Es
aquí donde volvemos al símbolo del caracol y sus enseñanzas, que
no se limitan a la lentitud. Ivan Illich —citado por Serge Latouche
en su Petit traité de la
décroissance sereine, de próxima
publicación también en nuestro país— nos explica que el caracol
construye la delicada arquitectura de su concha añadiendo una tras
otra unas espiras cada vez más largas, hasta que de repente se para
y empieza a crear unas circunvoluciones decrecientes. Si una sola de
su espiras siguiera creciendo más, según las proporciones de su
geometria, la concha se haría de golpe dieciséis veces más grande.
Más que contribuir al bienestar del animal, este crecimiento le
causaría un peso excesivo. Tendría que dedicar demasiadas energías
y recursos únicamente para compensar los inconvenientes de este
sobredimensionamiento. La sabiduría del caracol consiste en saber
que, si se supera un cierto límite, los problemas causados per un
crecimiento excesivo se multiplican con una progresión geométrica,
mientras que su capacidad biológica sólo alcanza, en el mejor de
los casos, una progresión aritmética. Tal vez este ejemplo nos
enseñe el camino para pensar una sociedad del decrecimiento, al ser
posible serena y convivencial.
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