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Acrecimiento

El proyecto del decrecimiento o acrecimiento es un reto político para construir, tanto en el Norte como en el Sur, sociedades convivenciales que ahorren y sean autónomas. Si en el Norte el decrecimiento es claramente la reducción de los niveles de consumo, en el Sur es el intento de un desarrollo que, eliminando los obstáculos que impiden que las sociedades avancen, igualmente desemboque en un decrecimiento sereno, convivencial y sostenible.

Así, Latouche propone: «Sería necesario que imaginásemos el infierno como un lugar de abundancia inaccesible y el paraíso como un lugar de frugalidad compartida. En el infierno, reina la más increíble «riqueza», pero todo o casi todo se pierde porque no puede ser consumido; en el paraíso, las provisiones son mucho menos abundantes, pero cada uno tiene finalmente suficiente: es la alegre ebriedad de la austeridad compartida.

Pasar del infierno del crecimiento insostenible al paraíso del decrecimiento convivencial supone un cambio pregón de los valores en los que creemos y sobre los que hemos organizado nuestra vida . Y es que mientras los ricos celebran, los pobres aspiran. Un solo dios, el progreso; un solo dogma, la economía política; un solo edén, la opulencia; un solo ritmo, el consumo; una sola plegaria: Crecimiento nuestro que estás en el cielo... En todas partes, la religión del exceso reverencia a los mismos santos – desarrollo, tecnología, mercancía, velocidad, frenesí–, persigue a los mismos herejes –los que están fuera de la lógica del rendimiento y del productivismo–, dispensa una misma moral –no tener nunca suficiente, abusar, nunca es poco, tirar sin moderación y después volver a comenzar y así una y otra vez».

Poner en marcha políticas de acrecimiento exige una verdadera desintoxicación colectiva del crecimiento y recuperar los valores, reconstruyendo nuestro imaginario con valores de mejora de las condiciones sociales, de estar bien juntos y atreverse a poner en marcha aquello que Latouche llama espiral virtuosa de las ocho «R», es decir: redistribuir, reducir, reciclar, restituir, reestructurar, reconceptualizar, reevaluar, relocalizar. Unas hacen falta con más fuerza en el Norte, y al Sur le hace falta, además: romper, renovar, reencontrar, recuperar.

En definitiva, es evidente todo esto exige un cambio de paradigma que no es sencillo, pero solo siendo conscientes de que es necesario lo podremos impulsar. En realidad, el consumo implica menos calidad de vida para quien no puede acceder y utilizar «esclavos» para satisfacer nuestros deseos. Comprar barato a menudo es sinónimo de asumir que en algún lugar alguien está perdiendo, como por ejemplo el que trabaja muchas horas por cuatro céntimos, sea en China o al lado de casa. El valor de las cosas no es tanto su precio como su utilidad, y estamos rodeados de cosas inútiles o que dan un servicio muy limitado, como pasa con el coche, que a menudo pasa más horas aparcado que no siendo utilizado. La economía del dinero no es la única economía posible.

El valor del intercambio

Hay que despedirse del fetichismo del crecimiento, en el Norte, pero también en el Sur

Michael R. Krätke

Todos juran por el crecimiento, todo se fía al crecimiento. Cualquier incrementillo estadístico del crecimiento –0,3%, o más, o menos— se celebra como un gran triunfo. China, India, los EEUU vuelven por ahora a mostrar tasas de crecimiento, las bolsas suben; sólo Europa anda a la zaga. No hay gobierno que pueda permitirse renunciar a la promoción del crecimiento.

En tales circunstancias, y como era de esperar en medio de una crisis económica mundial, la cumbre climática de Copenhague de finales de 2009 constituyó un fracaso estrepitoso. Pues la única recta consecuencia que podía sacarse de ese encuentro era patente: tomar en serio los costes, inmensos y rápidamente crecientes, del cambio climático y plantearse sin mayores dilaciones el desafío abrigado por esta sencilla pregunta: ¿quién debe cargar a escala planetaria con los costes de una transición hacia otro tipo de crecimiento y de desarrollo? Los países subdesarrollados o en vías de desarrollo presentaron en Copenhague su factura al Norte rico. Y éste se negó a pagarla.

Entronizado a substituto de la religión

Un estudio de la ONU acaba de perfilar con mayor detalle esa factura: por ramas industriales y sectores diferenciados. También podría hacerse por países y regiones, con análogas consideraciones en punto a las medidas, mundiales y regionales, imprescindibles para detener el cambio climático, mantener la diversidad biológica y evitar los peores daños medioambientales. Mas este tipo de cálculos no quitan en nada a lo que es crucial en la situación a que hemos llegado: hemos entronizado el fetichismo del crecimiento a una especie de substituto de la religión, incrustándolo en nuestro aparentemente objetivo cómputo de reglas y cifras de la estadística pública, por otro nombre, contabilidad nacional (CN). El producto interior bruto (PIB) de la CN oficial no ofrece, sin embargo, más que una imagen muy menguada, y en parte, falsa, del conjunto de las actividades económicas de un país. Sirve a una política obsesionada con el crecimiento, en pos, pues, de una quimera harto afín al el estilo dominante en el pensamiento económico.

No se trata, y hoy menos que nunca, de una cuestión académica, pues en una estadística económica deberían, y por mucho, incorporarse los daños medioambientales –es decir, los costes ecológicos y sociales reales— de nuestro obsoleto modo de producir privado-capitalista. A diferencia de lo ocurrido en crisis económicas mundiales pasadas, ahora no tenemos ya mucho tiempo para una transformación que, desde luego, no vendrá por sí sola. Y lo cierto es resulta de todo punto necesaria, si queremos que este planeta siga siendo habitable. Y eso significa, ni más ni menos, que despedirse de la ideología del crecimiento.

Un capitalismo sin crecimiento, estancamiento y depresión duradera, un capitalismo de prosperidad permanentemente sostenible, es como la cuadratura del círculo. Un ejercicio que sólo cuadra a costa de abandonar el círculo del pensamiento económico unitariamente integrado. Hace mucho que se propugna un crecimiento cero, o incluso negativo, la transición al estancamiento o aun al decrecimiento. Ninguna de ambas variantes es factible sin una radical reestructuración de la economía, sin el desplazamiento y la reconfiguración de ramas enteras, de industrias, de regiones y de redes comerciales. Y aquí coinciden con la idea de un capitalismo verde, ecológicamente reformado, conjurado en la fórmula del crecimiento sostenible. Pero el esquema de un crecimiento cero o aun negativo va visiblemente más allá de eso que actualmente compone el consenso verde. Lleva derecho al fin del “desarrollo”, y con eso, al núcleo del problema. La cuestión es clara y sencilla: si podemos o no permitirnos todavía el capitalismo en su forma actual (el neoliberalismo sumado a los recibidos modos de producir hiperindustriales, fundados en la energía fósil); si todavía podemos permitirnos toda esta desapoderada destrucción de recursos, todo este terrible despilfarro de fuerza de trabajo, este inmenso hiato entre la riqueza privada y la miseria social. La cuestión, ni que decir tiene, se nos plantea en el Norte global de manera distinta a como se plantea en el Sur. Nosotros podemos concebir plausiblemente un crecimiento estrictamente reglamentado, una redistribución y una reasignación reguladas de nuestros recursos. Y eso, aun si una reestructuración eco-social de la economía montara tanto como una revolución. ¿Pero pueden los países del otrora “Tercer Mundo” –empujados por los actores del Norte global a un desarrollo conforme al modelo septentrional, y así, convertidos en dependientes del mercado mundial— despedirse resueltamente del crecimiento?

Dogmas achacosos

La miseria, la destrucción social y medioambiental en los países industriales ricos constituyen un escándalo cotidiano que clama al cielo. Y sin embargo, palidece en comparación con la miseria, la destrucción medioambiental y la aniquilación de economías campesinas de subsistencia en los países africanos y asiáticos. En el caso de las ramas y empresas más nocivas para el medio ambiente en los países del Norte, se pueden –voluntad política mediante— mitigar daños con sanciones e intervenciones directas. . Se puede incluso poner brida al tráfico automovilístico y aéreo, si se quiere. Se puede reestructurar la entera base energética de nuestros modos de vivir t de economizar en unas pocas décadas (aun si la intervención radical en la propiedad privada no sólo afecte a algunos, sino a muchos).

Pero no se puede proteger las selvas y mantener la biodiversidad, sin frenar el “desarrollo” en los países subdesarrollados y en vías de desarrollo. Para eso se precisa una ulterior “revolución verde” y una reestructuración de la agricultura. En vez de industrias agroexportadoras , en vez de monocultivos y grandes plantaciones, deberíamos, o bien mantener las economías de subsistencia de los Estados afectados, o disponernos nosotros mismos a un cambio radical de la división internacional del trabajo. Esa nueva división no puede acontecer conforme al viejo modelo, con industrias de tecnología punta aquí, y allá, en el Sur, agricultura. Las propias exigencias de los países en vías de desarrollo han roto ya con ese modelo. Para dar sólo un ejemplo de la radicalidad del cambio exigible: si Europa quiere cooperar con los Estados BRIC (Brasil, Rusia, India, China), tendrá que despedirse del achacoso dogma milagrero del libre comercio, junto con el resto de artículos de fe de la Organización Mundial de Comercio (OMC).

Michael R. Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam, investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa misma ciudad y catedrático de economía política y director del Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Lancaster en el Reino Unido.

Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss

Apuntes sobre ecofeminismo: las mujeres y la tierra...

Marta Pascual

Ya no hay duda de que las cuentas estaban mal hechas. El crecimiento económico del norte y la promesa de desarrollo en el sur, escondían en la trastienda un proceso de deterioro social y ambiental que podría tener diferentes nombres: cambio climático, sometimiento de culturas indígenas, desertificación, pobreza ecológica, o crisis de insostenibilidad.

La aparente bonanza de los últimos treinta años en el norte rico se ha sostenido en el uso de abundante petróleo barato (un recurso no renovable y que ha empezado a disminuir), en el comercio de recursos naturales a bajo coste, en el expolio de ecosistemas y riquezas del subsuelo, en la explotación de la fuerza de trabajo de los colectivos más frágiles y en la externalización de cantidades ingentes de residuos. El planeta no da más de sí.

Sin embargo la economía y su crecimiento lleva décadas siendo objetivo prioritario de todos los gobiernos, muy por delante de las políticas de protección social. Los datos económicos al uso, sin embargo, no contabilizan la desaparición de culturas, los tóxicos abandonados en un río, la precariedad de la población de los suburbios de las ciudades o la pérdida de biodiversidad. La contabilidad económica ha llegado a computar la destrucción como riqueza. EL PIB sube, por ejemplo, cuando el espacio público se privatiza o cuando la contaminación recorta el acceso a bienes naturales antes de acceso libre.

Nuestro sistema económico se apropia hasta el agotamiento de los recursos gratuitos: bosques, agua limpia, trabajo doméstico… La naturaleza y la vida humana (la tierra y el trabajo) se convierten en simples herramientas para alimentar el crecimiento del capital.

Este reduccionismo económico que ha enfocado nuestra mirada en el dinero, ha hecho desaparecer de las grandes cuentas el puntal en el que se ha de asentar una economía centrada en la supervivencia: el cuidado de la vida. Sin éste no existirá futuro, ni existirán siquiera los economistas haciendo cuentas equívocas.

Para construir y mantener la ceguera monetaria no sólo es necesaria una estructura de poder, sino también un pensamiento que lo sustente: el pensamiento occidental, que subyace, sin que seamos muy conscientes, en nuestra forma de entender la realidad.

El pensamiento occidental ordena el mundo en parejas de opuestos entre sí: naturaleza-cultura, cuerpo-alma, razón-emoción, público-privado. hombre-mujer. Los dos valores de cada par se plantean como separados y excluyentes. Esta organización dicotómica simplifica nuestra comprensión del mundo. Pero los dos términos del par no se consideran de igual valor. Uno es considerado superior al otro. De este modo se jerarquiza la razón sobre la emoción, la cultura sobre la naturaleza y el hombre sobre la mujer. Y por último, un término llega a invisibilizar al otro y erigirse como patrón de la normalidad e incluso de la realidad. Así, el espacio público ocupa nuestro imaginario haciendo casi desaparecer el espacio privado, la cultura pretende someter e incluso desarrollarse al margen de la naturaleza, y los hombres se convierten en la norma del ser humano.

La invisibilización de la naturaleza y de las mujeres ha permitido someterlas y apropiarse de su trabajo, asuntos sin los cuales habría sido imposible el actual desarrollo del sistema económico.

Hay muchos paralelismos entre el sometimiento de ambas: puesto que sus servicios son gratuitos se usan sin contrapartida, ambas se consideran de acceso libre, apropiables, y se espera que sigan ahí a disposición, por más que se las maltrate. Como la madre que siempre atenderá al hijo pródigo, la tierra volverá a darnos sus frutos.

Pero la tierra y el trabajo de las mujeres, tienen un límite: la dignidad y la vida. La crisis ambiental y la crisis de los cuidados son manifestaciones paralelas de este límite.

No hay sostenibilidad sin acompasar la marcha del mundo con los procesos de la biosfera, y entre ellos, con los trabajos que las mujeres vienen realizando hasta el presente. El cuidado y el mantenimiento de la vida son condición de cualquier posibilidad de futuro.

Esta reflexión está en el origen del pensamiento ecofeminista. El ecofeminismo es un movimiento amplio de mujeres que nace de la conciencia de este doble sometimiento y de la creencia en que las luchas contra ambos, el ecologismo y el feminismo, contienen las claves de la dignidad humana y de la sostenibilidad en equidad.

Los movimientos de defensa de la tierra han tenido y tienen entre sus activistas a muchas mujeres. Es conocido el protagonismo de mujeres en el movimiento Chipko en defensa de los bosques, en el movimiento contra las presas del río Narmada en India, en la lucha contra los residuos tóxicos del Love Canal, origen del movimiento por la justicia ambiental en EEUU, como también lo es su presencia en movimientos locales de defensa de terrenos comunales, en las luchas por el espacio público urbano o por la salubridad de los alimentos. En el caso de muchas mujeres pobres, su ecologismo es el ecologismo de quienes dependen directamente de un ambiente protegido para poder vivir.

A mediados del siglo pasado el primer ecofeminismo discutió las jerarquías que establece el pensamiento occidental, revalorizando los términos de la dicotomía antes despreciados: mujer y naturaleza. La cultura protagonizada por los hombres ha desencadenado guerras genocidas, devastamiento y envenenamiento de territorios, gobiernos despóticos. Las primeras ecofeministas denunciaron los efectos de la tecnociencia en la salud de las mujeres y se enfrentaron al militarismo y a la degradación ambiental, comprendiendo éstos como manifestaciones de una cultura sexista. Petra Kelly es una de sus representantes.

A este primer ecofeminismo, crítico de la masculinidad, siguieron otros propuestos principalmente desde el sur. Estos consideran a las mujeres portadoras del respeto a la vida. Acusan al “mal desarrollo” occidental de provocar la pobreza de las mujeres y de las poblaciones indígenas, víctimas primeras de la destrucción de la naturaleza. Este es quizá el ecofeminsmo más conocido. En esta amplia corriente encontramos a Vandana Shiva, María Mies o a Ivone Guevara.

Superando el esencialismo de estas posiciones, otros ecofeminsmos constructivistas (Bina Agarwal, Val Plumwood) ven en la interacción con el medio ambiente el origen de esa especial conciencia ecológica de las mujeres. Es la división sexual del trabajo y la distribución del poder y la propiedad la que ha sometido a las mujeres y al medio natural del que todas y todos formamos parte. Las dicotomías reduccionistas de nuestra cultura occidental han de romperse para construir una convivencia más respetuosa y libre.

Desde parte del movimiento feminista, el ecofeminismo se ha visto como un posible riesgo, dado el mal uso histórico que el patriarcado ha hecho de los vínculos entre mujer y naturaleza. Puesto que el riesgo existe, conviene acotarlo. No se trataría de exaltar lo interiorizado como femenino, de encerrar de nuevo a las mujeres en un espacio reproductivo, negándoles el acceso a la cultura, ni de responsabilizarles, por si les faltaban ocupaciones, de la ingente tarea de rescate del planeta y la vida. Se trata de hacer visible el sometimiento, señalar las responsabilidades y corresponsabilizar a hombres y mujeres en el trabajo de la supervivencia.

Si el feminismo se dio bien pronto cuenta de cómo la naturalización de la mujer era una herramienta para legitimar el patriarcado, el ecofeminismo comprende que la alternativa no consiste en desnaturalizar a la mujer, sino en “renaturalizar” al hombre, ajustando la organización política, relacional, doméstica y económica a las condiciones de la Vida, que naturaleza y mujeres conocen bien. Una “renaturalización” que es al tiempo “reculturización” que convierte en visible la ecodependencia para mujeres y hombres.

Si situamos en el centro de nuestros cálculos, de nuestra práctica económica y política, de nuestros juicios éticos y de nuestras luchas el cuidado de vida, la tierra y las mujeres dejarán de ser esas grandes olvidadas.


Marta Pascual pertenece a Ecologistas en Acción

Fuente: World Watch n. 30. Hacia el Sur Cuaderno de ACSUR
Publicado por Género con Clase/ Rebelión.org.-

El otro

En el siglo XVIII Europa entra en crisis, la sustitución del feudalismo por el nuevo orden imponía cada vez con mayor fuerza a la sociedad las reglas del mercado, el derribo de estructuras absolutistas de Estado. Es una época en que la sociedad se interesa por lo nuevo y por la revisión de lo viejo; así, la sociedad humana es objeto de interés intelectual y el tema del otro (el salvaje) se convirtió en tema de moda.


Durante este periodo la pregunta sobre el otro ya no es por su naturaleza (humanidad), sino por su superioridad o inferioridad respecto a los 'civilizados'. En la información y conocimientos sobre las sociedades del Nuevo Mundo se utilizan datos etnográficos de sociedades del Nuevo Mundo como un espejo en el que la propia sociedad burguesa se veía reflejada tal como le hubiera gustado ser o tal como en modo alguno desearía ser.


Esta etapa inicia las bases de una jerarquía entre los humanos, desde una visión biologista. El otro es descrito como salvaje-miserable, de costumbres bestiales y pecados nefastos. La actitud de los europeos es de un claro desprecio por los 'hombres a medias' como eran denominados los otros y justificaban la colonización como un medio para convertir al hombre primitivo en un ser civilizado.


El periodo de la Ilustración, nos deja una herencia perdurable hasta nuestros días: su teoría apela a una moral sin totalitarismos, la creencia en la posibilidad y la necesidad de progreso para lograr la felicidad mediante la educación; la lucha contra la superstición y el rechazo de la religiosidad tradicional permitieron adelantos en el terreno técnico y el crecimiento del secularismo. Surge el concepto de nación que unido a la teoría del contrato social sirvió como modelo para el liberalismo político y económico y par la reforma humanitaria del mundo occidental durante el siglo XIX. Se aportan las bases ideológicas que legitimarán en lo sucesivo las relaciones de dominio entre la sociedad occidental y las sociedades exóticas: el universalismo de la ideología occidental. Es decir, que la forma de pensar y actuar de los occidentales es válida y la mejor para todos.


La idea de la mayoría de los filósofos occidentales es que la civilización había surgido de la sociedad primitiva como resultado de la creciente división del trabajo y el desarrollo de la propiedad privada de los medios de producción; de donde la subordinación de unos era debida a la exclusión de esa propiedad. Este es el principio de desigualdad entre los hombres ricos y pobres. Para descubrir las leyes de este proceso civilizador los filósofos intentaron reconstruir toda la historia de la humanidad llamándola: “Historia Natural de la Humanidad”.


En ella, el otro podría resumirse de la siguiente manera: si todos los hombres son iguales por estar dotados igualmente de razón, y si pueden mejorar sus capacidades con el ejercicio de la razón, pueden mejorar también la bondad de sus instituciones sociales. Y si las sociedades humanas son capaces de progresar, entonces los informes que llegan de los indígenas sólo pueden interpretarse de una manera: están en una fase más temprana del desarrollo de la humanidad cuyo punto final es encarnado por la civilización occidental. Se establece una escala jerárquica de inferior a superior, siendo el punto de partida o nivel inferior la vida en contacto con la naturaleza, las sociedades exóticas, y el considerado como nivel superior el de la 'civilización' representado y simbolizado por los blancos, de origen europeo, cultos y aristócratas.


Texto extraído del libro 'Yo no soy racista, pero...' de Margarita García O'Meany

21 horas: Una semana laboral más corta

Fruto de una colaboración con la New Economics Foundation (nef), EcoPolítica presenta la edición castellana del informe:

21 horas:

por qué una semana laboral más corta puede ayudarnos a prosperar en el siglo XXI



Ante la profunda crisis socio-ecológica es necesario revisar nuestra forma de entender el trabajo y las actividades humanas: existen otros fines distintos del crecimiento y el ser humano tiene otros medios de expresarse además de la producción o el consumo.

En este marco, la refrescante propuesta de la nef es un ejercicio imprescindible para salir del pensamiento único. Plantear una semana laboral de 21 horas es tomar a contrapié las propuestas de reformas laborales y de jubilación que nos empujan a trabajar y consumir cada vez más, como si el paro, la desigualdad o el agotamiento de los recursos naturales no estuvieran relacionados.

Plantear una semana laboral de 21 horas no es solo un ejercicio de prospectiva: es también un ejercicio de realidad. Permite pensar en una nueva economía, baja en carbono y en la que nuestra huella ecológica se reduce de forma drástica. Este es el tipo de propuestas que nos permite soñar con una sociedad más justa, que favorezca la autonomía de las personas y que preserve su medio ambiente.

Desde EcoPolítica, esperamos que con la traducción de este informe de la nef al castellano estimulemos la reflexión y podamos profundizar en el necesario cambio sistémico que la justicia social y ambiental reclaman.

PRESENTACIONES PÚBLICAS

Se comunicará próximamente la fecha de la presentación en Madrid.

Si desea realizar una presentación de este informe, no dude en ponerse en contacto con nosotr@s o informarnos a info@ecopolitica.org

DESCARGATE EL INFORME

Se puede descargar el informe en el enlace siguiente:

21 horas (versión web). 981 KB.
21 horas (versión alta resolución). 2,7 MB

AGRADECIMIENTOS

ecopolítica agradece el compromiso de l@s traductor@s voluntari@s y, en particular del colectivo Desazkundea, así como la colaboración de la Fundación Verde europea y de la Coordinadora Verde.

Esperamos que esta e-revista sea de tu agrado. Un abrazo,

Comité de redacción de EcoPolítica

Entrada relacionada: La semana laboral de 21 horas


Conferencia de Serge Latouche en Puebla (con interpretación consecutiva al castellano)

El decrecimiento feliz y el desarrollo humano


¿Es posible otro mundo? ¿Existe alguna alternativa para superar la intoxicación consumista que nos está conduciendo a una eterna insatisfacción e infelicidad? Para el autor no sólo es posible, sino indispensable y urgente. Un mundo en el que se contrapongan: a la mentira sistemática y universal del sistema capitalista –potenciada y difundida por el poder mediático, o cuarto poder–, una información veraz extendida por el quinto poder de la información alternativa; a un crecimiento competitivo y egoísta, explotador de la naturaleza y del hombre, un decrecimiento feliz del Norte, cooperativo, respetuoso con la madre tierra y con nuestros congéneres; y a una degradación del desarrollo humano y a un decrecimiento social –como consecuencia de un quimérico crecimiento económico indefinido–, un desarrollo humano en donde el hombre y la mujer consigan ser felices al colmar las nueve necesidades humanas descritas por Max-Neef –afecto, subsistencia, protección, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad y libertad–. Este libro es el segundo de una trilogía que comenzó con El crecimiento mata y genera crisis terminal (Los Libros de la Catarata, 2009), y que concluirá con El crecimiento económico mesurado y el desarrollo humano en el Sur.


PVP: 17 euros (IVA incluido)
208 páginas
Formato: 13,5x21 cm
ISBN: 978-84-8319-543-7
Ref: ID059
octubre 2010

El decrecimiento como herramienta política estratégica para la transformación social


Ante una situación caracterizada por una triple crisis ecológica, económica y socio-política, los movimientos transformadores necesitan nuevas respuestas y caminos de actuación. El decrecimiento aparece como uno de los elementos clave.

El decrecimiento y los movimientos transformadores

Con una izquierda perdida en luchas intestinas pero, sobre todo, desconcertada sobre su campo de acción y el margen para proponer cuestiones innovadoras, el decrecimiento aparece como uno de los elementos clave de futuro y de cambio de discurso. Por su parte, el movimiento verde, en una fase de refundación profunda en el Estado español, tiene una oportunidad para tender puentes teóricos y prácticos hacia otras tradiciones políticas en torno a un término, el decrecimiento, que se nutre de las mismas raíces que la ecología política.1

En este momento de la vida de los movimientos transformadores, el decrecimiento entronca a nuestro entender con las palabras del filósofo André Gorz2: “La libertad sólo se da a través de movimientos sociales que continuamente se redefinen, a través de subversiones. Una izquierda que pierda la relación con la libertad pierde también la propia razón de ser y se cristaliza, a expensas también de sus promotores, en aparato de dominio. (…) Qué cosa sea de izquierda, no puede determinarse de una vez para siempre. Al variar los aparatos de poder y las formas de dominio varían también los objetivos y las formas de los movimientos de liberación que determinan en su contenido la política de izquierda”.

Desde esta perspectiva, una parte de la izquierda anticapitalista y la ecología política han otorgado al decrecimiento un papel de herramienta política de alta validez. De manera efectiva pensamos que puede servir para superar un capitalismo liberal-productivista que pretende virar hacia lo “verde” sin poner en cuestión su lógica injusta e insostenible, así como afrontar el triste futuro que nos depara el cambio climático si no actuamos con decisión. Sin duda, el agravamiento de las crisis con la cuestión ecológica es una bomba de relojería en el corazón del sistema que no puede saldarse con otra vuelta de tuerca basada en los mercados, los beneficios y la explotación por muy “verde” que esto se nos quiera vender. Hay que decir alto y claro que este modelo no es viable.

Básicamente, el concepto del decrecimiento pone en cuestión los grandes fundamentos del productivismo al exponer que no hay crecimiento infinito posible en un planeta finito. Apoyándose en autores de varias procedencias ideológicas como Iván Illich, Nicholas Georgescu-Roegen, Cornelius Castoriadis o el propio Gorz arriba citado (que consideraba el decrecimiento como “un imperativo de supervivencia”), se opone al consenso generalizado según el cual el crecimiento económico es el máximo del bienestar humano y una aspiración compartida política y socialmente. Asimismo, de la mano o a pesar del incremento constante del PIB mundial desde hace 50 años, la huella ecológica de la humanidad –es decir el impacto de nuestras sociedades sobre el medio ambiente– excede hoy en casi un 30% la capacidad de regeneración del planeta. Si todas las personas vivieran como la ciudadanía española se necesitarían tres planetas. Mientras tanto, las injusticias y desigualdades aumentan dejando en la brecha no sólo a los países del Sur sino también al casi 20% de personas que viven debajo del umbral de la pobreza relativa en el Estado español; eso, sin contar el déficit democrático que supone el imposible control de la ciudadanía sobre las cuestiones energéticas y la casi inexistencia de mecanismos de democracia deliberativa y directa.

Es de resaltar que el decrecimiento no es una teoría nueva, ni siquiera una categoría económica bien definida. Al contrario, desde los años 60 y, sobre todo, 70 del pasado siglo se empezaron a revelar voces de pensadores y activistas como los ante indicados que ponían en entredicho la viabilidad ecológica, política y social de un sistema basado en el crecimiento como eje vertebrador, máxime una vez pasados los efectos de los llamados “Treinta Gloriosos”. Probablemente, las lógicas preocupaciones de los movimientos transformadores españoles de los años 70 y 80 dejaron un tanto aparcada la cuestión. Específicamente, en la izquierda era bastante difícil entroncar con un concepto que cuestionaba algunas máximas hasta ese momento inexploradas y que se alejaban de las concepciones de producción y trabajo consolidadas.

Sin embargo, otro tiempo parece haber llegado. Es cierto que pueden discutirse algunas implicaciones que poseen la utilización e idoneidad del término “decrecimiento”.3 Por un lado, podría ser un término pedagógicamente poco adecuado (aunque con fuerte capacidad de movilización) y, por otro, es cierto que el decrecimiento que se propone afecta fundamentalmente al Norte y lleva aparejado un crecimiento de actividades tales como la agricultura ecológica, las energías renovables, las cooperativas, etc. A pesar de eso, constatamos que en la mayoría de los casos el rechazo al concepto enmascara en realidad un fuerte temor a su contenido subversivo y a la dificultad que entraña la posibilidad de manipularlo (a diferencia de lo ocurrido con el “desarrollo sostenible” el término-obús de decrecimiento posee una mayor dificultad de venta y tergiversación por parte del sistema). Igualmente, un cada vez más importante número de personas y movimientos sociales están empezando a utilizar el decrecimiento no sólo para vivir acorde con sus principios de simplicidad voluntaria, sino también para organizarse, reflexionar y aportar propuestas concretas de cambio. Además, en Francia, Italia o en el Estado español a nivel político el movimiento verde está dando un fuerte impulso a la cuestión y los movimientos de la izquierda anticapitalista trabajan cada vez más sobre el tema oponiendo el decrecimiento sostenible frente a la resignación que supone el caos capitalista y sus crisis endémicas.

El decrecimiento como instrumento político

Sin duda el concepto de decrecimiento, al introducir la finitud del planeta y el lema “vivir mejor con menos”, posee una serie de virtudes innegables y que, desde una perspectiva política, puede aportar elementos centrales para el futuro como:

  • Una reconceptualización de aspectos como el desarrollo, el trabajo o la riqueza, y una profundización y rescate de otros como la justicia social, la democracia radical o la ciudadanía. Efectivamente, desde el decrecimiento se trata de redefinir el concepto de riqueza y progreso para alejarlos de la cuestión crematística y las mediciones a través del PIB para centrarse en el ser humano, las relaciones de justicia global y la responsabilidad hacia la biosfera y las generaciones futuras. De manera adyacente, la participación de la ciudadanía y los mecanismos de democracia directa son un eje fundamental, máxime cuando una relocalización de los procesos de producción-consumo y la apuesta por la cercanía requieren igualmente de una relocalización de la política. De esta forma, cobra fuerza un rebrote del sentido más republicano de la implicación del ciudadano/a en las cuestiones comunes así como la huida de los patrones masculinos de poder que siguen instalados en nuestras estructuras por otros más acordes a la hora de la participación en igualdad de condiciones de la mujer. En este sentido, el ecofeminismo es sin duda una pata imprescindible para “repensar el presente y construir futuro” (Herrero, Pascual: 2010). Igualmente, apuesta por una reducción del tiempo de trabajo e incluso por una nueva conceptualización del mismo ateniéndonos a preguntas como ¿Por qué, para qué y cómo producimos y trabajamos?, cuán útil es el resultado de nuestro trabajo para la felicidad individual y colectiva…. Algo que, por cierto, debería dejar paso a un nuevo sindicalismo menos centrado en las reivindicaciones salariales o la defensa de la centralidad del trabajo en la sociedad.
  • Propuestas novedosas desde la justicia ambiental y las relaciones Norte-Sur. Éstas tienen que girar en torno a un “modelo de contracción y convergencia” donde “todos los países se marquen un horizonte común: una producción y un consumo material y energético circunscrito a la capacidad de carga de la biosfera y repartido per capita de manera justa. Eso implica: (1) Un decrecimiento selectivo y justo (o ajuste estructural) de los países en contracción en el Norte como condición necesaria –pero no suficiente– para ayudar de forma solidaria y sostenible al Sur; (2) Una evolución socio-ecológicamente eficiente para los países en convergencia, sin pasar por la casilla del mal-desarrollo occidental pero con un derecho al crecimiento donde sea posible y deseable” (Marcellesi, 2010).
  • La apuesta hacia nuevos modelos urbanísticos y energéticos como las ciudades en transición. Se extiende así la idea del “rurbanismo” por el cual la ciudad y el campo deben observarse como un todo que se complementa y se necesita. De la misma manera, se promueve la posibilidad de aumentar la resiliencia de las ciudades y pueblos4 frente a las amenazas de la cuestión energética y el cambio climático a través de las llamadas entidades en transición.5
  • El valor de la coherencia entre el comportamiento individual y la acción colectiva. Ya parece que debería empezar a pasar el tiempo por el cual como ciudadanos/as debamos soportar las incoherencias de quienes nos hablan de servicios públicos y redistribución para luego privatizar o utilizar ellos mismos mecanismos de privilegio. El decrecimiento exige una coherencia estrecha en el plano individual y en el colectivo.
  • Un puente entre sociedad y espacios de transformación social, y la creación de un nexo estratégico entre partidos y movimientos verdes, anticapitalistas y ecosocialistas. Probablemente haya que romper más de una resistencia6, así como luchar por nuevas formas de trabajar y pensar, aunque eso nos lleve a momentos de gran complejidad y hayamos de partir de una gran atomización de entidades. Pero estamos con Gorz de nuevo cuando expone que: “De los partidos tradicionales de izquierda, programados estructuralmente sobre la razón de Estado, sobre la administración del sistema y la caza de votos, no puede esperarse la renovación sustancial que hoy se necesita. La fundación de una nueva izquierda europea, común y pluralista, democrática y radical, estará precedida, como toda refundación política del pasado, por docenas de asociaciones, clubes políticos y sociétés de pensées que por doquier en Europa son conscientes de la crisis de los partidos tradicionales y de la manera tradicional de hacer política”.

Por lo tanto, ante el modelo capitalista de crecimiento infinito, el decrecimiento propone una alternativa no por sencilla de comprender menos revolucionaria. Frente a la dictadura del PIB, resituemos a la persona en el centro de los debates. Dejemos de perder el tiempo con el “hay que ganarse la vida” y de destruir el medio ambiente y a nosotros/as mismos/as a causa de las “enfermedades del crecimiento”; apostemos por la emancipación personal y colectiva y la conversión ecológica de la economía reduciendo el consumo y produciendo según nuestras necesidades reales; compartamos el trabajo y liberemos tiempo para invertirlo en actividades creadoras de riqueza social y ecológica. En definitiva, optemos por la ciudadanía, la justicia social y ambiental, hoy y mañana, en el Norte y en el Sur. En otras palabras, apostemos por vivir mejor con menos.

En definitiva, el decrecimiento no es algo totalmente nuevo; probablemente, ni siquiera puede caracterizarse como una ideología política per se. Sin embargo, posee la capacidad de dar alternativas a un sistema depredador e injusto, y de crear puentes entre diferentes tradiciones políticas y sociales, lo que lo convierte en una poderosa herramienta política estratégica y una apuesta de cambio social. Ahora es el momento de asumir el reto desde los movimientos sociales y políticos transformadores para darle carta de naturaleza y una concreción incluso programática.

Autores:

*Iñaki Valentín, miembro de Antikapitalistak.

**Florent Marcellesi, miembro de Berdeak-Los Verdes y de la Coordinadora Verde.
Ambos son miembros del grupo de decrecimiento Desazkundea.

Notas:

1 Véase Marcellesi, F. (2010): el decrecimiento: ¿una oportunidad para la ecología política?, intervención en el V encuentro de primavera de Científicos por el Medio Ambiente, Pamplona, 17/05/2010, disponible en http://ecopolitica.org/

2 “Adiós, conflicto central” en G. Bosseti (comp..), Sinistra punto zero, Roma, Donzelli, 1993.

3 Véase por ejemplo Naredo, J.M. (2009): “Observaciones sobre la propuesta de Decrecimiento”, en Luces en el laberinto, Madrid, La Catarata, pp. 214-217, disponible en ecopolitica.org

4 En ecología, el término resiliencia se refiere a la capacidad de un sistema para asimilar choques externos y reacomodarse mediante cambios fortalecedores.

5 Véase en España el Movimiento en Transición.

6 Véase Valentín, I. (2009) “Izquierda, verdes y decrecimiento: Tan lejos, tan cerca” en El Viejo Topo, enero de 2009

Referencias:

Herrero López Y., Pascual Rodríguez M. (2010): “Ecofeminismo, una propuesta para repensar el presente y construir el futuro”, en el boletín ECOS, CIP-Ecosocial, número 10, enero-marzo 2010.

Marcellesi, Florent (2010): “La cooperación internacional y sostenibilidad. Un replanteamiento a la luz del decrecimiento selectivo y justo”, en El Ecologista, n65.



El inicio del fin de la era fósil


Vemos en los mercados grupos comportándose como manadas de lobos. Si les dejamos actuar, atacarán a los miembros más débiles y les destrozarán”

Anders Borg, ministro de finanzas sueco ante el ataque especulativo a Grecia (mayo, 2010)


Esta vez el imperio que se desmorona es el insaciable capitalismo global, y el mundo feliz de la democracia de consumo que se ha intentado forjar en todo el mundo en su nombre. Sobre la indestructibilidad de este edificio hemos puesto las esperanzas de esta última fase de la Civilización Industrial (…) Pero por todas partes alrededor nuestro se están produciendo cambios que sugieren que toda nuestra forma de vida está pasando ya a ser parte de la Historia (…) Estamos entrando en una era de declive material, colapso ecológico e incertidumbre social y política, y nuestras respuestas culturales deberían reflejar todo esto, más que negarlo (…) Pero estamos atados todavía por la creencia de que el futuro será una versión mejorada del presente”

Uncivilization. The Dark Mountain Manifesto


El sistema soviético dejó de funcionar por parecidas razones que hicieron el modelo de Estado social occidental inoperable, y sobre todo ocurrió más o menos al mismo tiempo (…) Todos nos estamos viendo arrastrados por el hundimiento de un buque (la Modernidad) cuyo casco se ha roto ya. Una de sus partes se hundió primero y muy deprisa, mientras que la otra está resistiendo un poco más el hundimiento. Eso es todo”

“We are the Same: The crisis of Modernity as a common problem”, A.G. Glinchikova,


Quien se hubiera podido creer desde la cima del Monte Palatino que el Imperio Romano no era eterno”

“La Gran Implosion”, Pierre Thuillier


Nos estamos encaminando hacia una nueva era caracterizada por el agotamiento de los recursos (y muy en concreto el petróleo y el gas), la caída continuada de la energía neta disponible y la desaparición del espacio ambiental disponible para poder lanzar residuos a la Naturaleza sin consecuencias inaceptable es para las
sociedades humanas. Estamos entrando ya en un siglo que quedará definido por los límites ecológicos, y por nuestra respuesta a esos límites. La tentación será aplicar las actitudes y comportamientos que fueron justificables y rentables en el pasado siglo a las crisis que enfrentaremos en este. Si fuera así, el resultado será una catástrofe histórica monumental. En ningún otro terreno se podrá aplicar esta aseveración más claramente que en nuestra actitud hacia el carbón (el último combustible fósil “todavía abundante”).

Simplemente, si lo quemamos, cocinamos al planeta Tierra y a nosotros mismos, al tiempo que perderemos los beneficios económicos que vamos buscando. Tenemos sólo una pequeña ventana de oportunidad para caminar hacia un futuro deseable para nuestra especie mediante la reducción del consumo de combustibles fósiles, al tiempo que nos orientamos hacia un régimen de energía renovable y un modelo de economía justa y
sustentable. Ha empezado ya el tiempo de descuento”

“Blackout. Coal, climate and the last energy crisis”, Richard Heinberg.


El industrialismo tendrá que enfrentarse algún día con el agotamiento de recursos y con sus propios desechos”

“Las Ilusiones Renovables”, Los Amigos de Ludd


La base para la creación de un desarrollo humano justo y sustentable debe surgir desde dentro del sistema dominado por el capital, sin formar parte de él, tal y como la propia burguesía surgió en los ‘poros’ de la sociedad feudal”

“What every environmentalist need to know about capitalism”, Fred Magdoff y John Bellamy Foster


Nuestra especie no es lo suficientemente sabia (‘sapient’) para lidiar con el mundo que ha creado (…), y dudo que pueda evitar su colapso en el siglo XXI (…) conforme se tenga que enfrentar a la crisis ecológica”

“Bottleneck: Humanity Impendig Impasse”, William Catton


Lo primero que hay que hacer para salir del pozo es dejar de cavar”.

Proverbio chino


Riqueza y pobreza


La riqueza y la pobreza son inseparables. Es una unión desafortunada, dado que no son compañeras naturales. Aunque la ‘suficiencia’ no se considera el objetivo de al ambición humana, la pobreza, oscurecida por las seductoras promesas de ‘más’, no se puede ‘curar’. Solo puede variar, modificarse constantemente a imagen de una particular y selectiva concepción de la riqueza.

En nuestra vida cotidiana nos damos cuenta de que la riqueza significa algo mas que dinero. Decimos que alguien es ‘rico’ en experiencias. Hablamos de la ‘riqueza’ de los detalles de una maravillosa escultura o pintura. Cuando hablamos de la ‘riqueza’ del mundo natural, nos referimos a su belleza y diversidad. Reconocemos la ‘riqueza’ de la información contenida en un libro. Sabemos que la salud es riqueza. Y todos sabemos que la ‘riqueza no te la puedes llevar’. Todos llegamos al mundo y nos vamos de él tal como vinimos: desnudos.

Sin embargo el punto de vista monetario de la riqueza se impuesto sobre los demás, y relega con ello otras formas de responder a las necesidades que van unidas a la biodiversidad y la diversidad cultural del planeta. Las definiciones alternativas de la riqueza –y por tanto de la pobreza- nos pueden liberar de ese proceso tiránico y reductivo.

La riqueza y la pobreza forman parte de una construcción ideológica que, aunque ‘beneficia’ claramente a los ricos, cobra un inaceptable peaje a toda la humanidad.

La creciente desigualdad del mundo y la insostenible naturaleza de nuestra concepción de creación de riqueza tiene por lo menos una consecuencia positiva. Permite tanto a los ricos como a los pobres darse cuenta de que esos extremos satisfacen cada vez a menos personas. Induce a considerar la posibilidad de acogerse a un nuevo proyecto para liberarse de los sistemas que subordinan las necesidades de la humanidad a las necesidades de una economía. Refuerza los vínculos entre los jóvenes en las calles de Seattle, Génova y otros lugares, cónclaves donde el privilegio prosigue sus negocios cada vez más secretos, mientras los campesinos, las mujeres y los pobres de todo el mundo son robados, engañados y traicionados, en un planeta que puede fácilmente proporcionar la seguridad de lo suficiente a toda la población.

“Es útil separa una concepción cultural de vida de subsistencia como pobreza, de la experiencia material de la pobreza, que se deriva del desposeimiento y la privación. La pobreza que se percibe culturalmente no necesita ser una pobreza material real: las economías de subsistencia que se autoabastecen en sus necesidades básicas no son pobres en el sentido de verse privadas. Sin embargo, la ideología del desarrollo las define así porque no participan, por encima de todo, de la economía de mercado, y no consumen las mercancías producidas y distribuidas por el mercado, aunque puedan satisfacer sus necesidades a través de los mecanismos de autoabastecimiento.”

Vandana Shiva

Texto extraído del libro ‘El mundo pobre’ de Jeremy Seabrook.



Ecología profunda

Resumen del artículo 'Ecología Profunda' escrito por Elisa Iglesias y publicado en el número 61 de Ecolgista

La manida situación ‘actual’ de crisis, entendida en un sentido más amplio, como la expresión de un modelo de civilización en decadencia, abre un espacio para la reflexión y el replanteamiento de nuestro sistema de valores. Si el proyecto del decrecimiento en el gasto global de materia y energía se perfila cada vez con mayor fuerza como el camino para superar la irracionalidad del sistema socieconómico, quizá sea interesante examinar –someramente– las propuestas de la ecología profunda (‘deep ecology’). Uno de sus fundadores, el filósofo noruego Arne Naess, falleció el pasado mes de enero dejando atrás una obra que permanece inédita en nuestro país.


La ecología profunda surge en el mundo anglosajón como corriente filosófica a finales de los años sesenta, vinculada con la revolución ecologista y los movimientos contraculturales de la época. Según el propio Naess, creador del término, la ecología profunda o de amplio alcance (deep, long-range ecology) se distingue de la ecología superficial o de corto alcance (shallow, short-range ecology) en un cuestionamiento más hondo de las causas y fundamentos de la crisis ecológica. Partiendo del reconocimiento del valor inherente de la diversidad ecológica y cultural de todos los seres vivos, su enfoque no se limita a aquello que pone en peligro el bienestar o la supervivencia de la especie humana. La ecología profunda declara la interdependencia fundamental entre todos los fenómenos y el hecho de que, como individuos y como sociedades, estamos inmersos en (y finalmente dependientes de) los procesos cíclicos de la naturaleza.

Implica, pues, una visión holística o ecocéntrica compartida por muchas tradiciones espirituales de Oriente y Occidente. Pero más allá de consideraciones místicas, según el físico teórico Fritjof Capra, uno de sus más célebres seguidores, el marco conceptual de la ecología profunda es coherente con los descubrimientos científicos del s. XX, que, sin pretender ofrecer una comprensión completa y definitiva de las leyes naturales, han socavado los pilares de la mecánica newtoniana y el paradigma cartesiano que impregnan la economía, la sociedad y la cultura. Capra advierte que “las distintas facetas de la crisis son facetas de una misma crisis de percepción”, “de una visión del mundo como un sistema mecánico compuesto de piezas, del cuerpo humano como una máquina y de la vida en sociedad como una lucha competitiva por la existencia”, perspectivas ya superadas por el ecologismo y la vanguardia científica.

Así, la nueva comprensión de las formas vivas del pensamiento sistémico –cuyos criterios clave fueron formulados en los años 30 por los biólogos organicistas, los psicólogos de la Gestalt, y los ecólogos– junto a los descubrimientos de la física cuántica, la teoría de la relatividad y las matemáticas de la complejidad, constituyen la vanguardia científica de un cambio de paradigmas necesario para restablecer los vínculos entre el hombre y la naturaleza. El cambio cultural hacia el nuevo paradigma ecológico requerirá, como apunta Capra, la “alfabetización ecológica” del conjunto de la sociedad.

En esta línea los ocho puntos la ecología profunda se proponen como una plataforma de concienciación ecológica de vocación universalista:

1. El bienestar y el florecimiento de la vida humana y no-humana en la Tierra tienen un valor intrínseco, con independencia de la utilidad que lo no-humano pueda tener para los propósitos humanos.

2. La riqueza y la diversidad de las formas de vida contribuyen a hacer realidad estos valores y son, por tanto, valores en sí mismos.

3.Los seres humanos no tienen derecho a reducir esta riqueza y diversidad, excepto para satisfacer necesidades humanas vitales.

4. El florecimiento de la vida y cultura humanas es compatible con un descenso sustancial de la población humana. El florecimiento de la vida no humana necesita esta disminución.

5. Actualmente la intervención humana en el mundo no-humano es excesiva, y la situación está empeorando rápidamente.

6. Por esta razón, las políticas deben cambiar. Estas políticas afectan a las estructuras básicas de la economía, la tecnología y la ideología. El estado que resulte será profundamente distinto del presente.

7.El cambio ideológico consiste principalmente en apreciar la calidad de la vida, más que buscar incrementar el estándar de vida. Habrá una toma de conciencia profunda de la diferencia entre lo grande (big) y lo importante (great).

8. Aquellos que suscriban estos puntos tienen la obligación de intentar realizar, directa o indirectamente, los cambios necesarios



La maldición de la aparente abundancia

Artículo original en el 'Especial sobre decrecimiento del periódico Diagonal'.

Escrito por Gustavo Duch Guillot.

Las actividades extractivas propias de nuestro modelo capitalista tienen dos elementos comunes. Primero, al ser nuestro planeta finito, el elemento que estemos extrayendo se agotará, más temprano o más tarde. Creo que es obvio que todas y todos coincidimos en que es necesario revisar dicho modelo para minimizar la dependencia de petróleo, uranio o carbón, por ejemplo, porque además de su agotamiento generan graves impactos ambientales.

La segunda deriva de su finitud. Por ser filones que se consumen, la economía que se genera (casi siempre) a partir de la extracción de un recurso natural es la de los cazadores de oro: el primero en llegar se apropia, para aprovecharlo lo antes posible, sin ninguna vigilancia ni regulación, y normalmente cuando se comienza a aplicar la precaución el recurso ya no dará más de sí, así que se buscará otro lugar. Este fenómeno, que no genera ningún beneficio a las poblaciones locales pero sí muchos problemas, es descrito como “la maldición de la abundancia”.

Según Alberto Acosta: “Pueblos que a pesar de estar en territorios con grandes riquezas terminan postrados en el subdesarrollo, la pobreza y la indigencia”. Con razón, Jürgen Schuldt, uno de los mayores estudiosos de la materia, se pregunta: “Si será que somos pobres porque somos ricos en recursos naturales”.

En los últimos años, el modelo extractivista ha saltado a la agricultura y la pesca. Hemos sustituido la milenaria capacidad de sustentabilidad de la buena agricultura, el mágico regalo de la tierra y el sol para producir y reproducir alimentos de forma natural, por el ‘producir hasta agotar’. Se acaparan las mejores tierras o mares en manos de grandes empresas que extraen beneficios a base de técnicas de arrastre en los fondos marinos, o de envenenamiento y muerte de los sueños fértiles. Cuando sus tierras no dan más de sí, deslocalizan la producción a terceros países. Cuando los mares están exhaustos invaden los mares ajenos.

La tierra que se agota

Así es la agricultura y la pesca moderna. Una fórmula donde muchos recursos ‘renovables’, como por ejemplo los bancos de peces, el forestal o la fertilidad del suelo, han pasado a ser no renovables; el recurso se pierde o agota porque la tasa de extracción es mucho más alta que la tasa ecológica de renovación del recurso. Esta modernidad ha demostrado, subida en el consumismo como motor económico y del crecimiento, que no sabe gestionar los recursos finitos, y que, ahora, los recursos infinitos los atropella hasta agotarlos.

El decrecimiento, como enfoque político, debe llevar a revisar nuestras conductas consumistas y nuestras políticas de crecimiento en base a elementos finitos. Y también, como se ha podido ver, para apoyar los replanteamientos que desde muchos movimientos campesinos se hacen sobre la llamada “agricultura moderna”. Una agricultura con fecha de caducidad, como los yogures, que tiene una réplica muy sencilla (y ésa es una de sus virtudes): la agroecología, capaz de alimentarnos a todas y todos, capaz de generar trabajo para muchas personas y bien remunerado, y –claro– conservador de los recursos disponibles para muchas generaciones posteriores.

En el tiempo que usted ha dedicado a leer este artículo 12 hectáreas de tierra fértil han desaparecido y no podrán ser recuperadas, porque hemos hecho de la cultura del agro –de la agricultura– una incultura, que ofrece los mismos resultados de cualquier otra producción extractivista.

Generosidad envenenada

"Mientras con hipocresía homicida disimula como ‘globalización’ la imposición a nivel planetario de un sistema socioeconómico que condena a la miseria y a la muerte a gran parte de la población mundial y que genera guerras por doquier, el llamado ‘primer mundo’ pretende, en un supremo ejercicio de cinismo, erigirse en salvador de la humanidad, exportando caridad a todas partes mediante organizaciones que difunden el modelo de vida y los valores de Occidente y que dicen salvar individuos al mismo tiempo que asesinan culturas. Generosidad equívoca de efectos quizá peores que una agresividad abierta.

Paradigma de la soberbia de Occidente autodivinizado, la famosa ‘Declaración de los Derechos Humanos’, a la que no se siente rubor en calificar de ‘universal’, no pasa de ser un subproducto de la mentalidad estrechamente moralista de la burguesía anglosajona del siglo XIX, por completo ininteligible para cualquier pueblo no occidentalizado, que no verá recogidos ahí ni uno sólo de los derechos que para ellos son sagrados.

Imbuidos de una conciencia mesiánica, los nuevos misioneros occidentales –religiosos antes, laicos y ateos ahora- llevan sus regalos envenenados hasta los lugares más recónditos del globo. Apestado incurable, el occidental moderno, por más caritativo y humanitario que se crea, difunde gérmenes de muerte por donde quiera que va; lo que Occidente no mata con las armas, lo mata por contagio. Su preocupación por los pueblos ‘atrasados’ tiene la marca del resentimiento contra quienes pretenden mantenerse fuera de su infierno.

El occidental ‘civilizado’ no puede tolerar la existencia a su lado de otras culturas tradicionales –todas sin excepción reaccionarias y retrógradas a sus ojos- porque ésa es la constatación viva y nítida de su insensatez, de su fracaso y de su ruina.


(...)

El integrismo democrático predica contra el racismo excluyente, mientras practica un racismo incluyente de efectos todavía más perversos. Se presume de aceptar a negros, gitanos, orientales o africanos, a condición de que se comporten como blancos occidentales modernos, es decir, a condición de que dejen de ser negros, gitanos, orientales o africanos; labor civilizadora ambientada con empalagosos cantos folclóricos al mestizaje, antes accidente intranscendente, ahora eficaz método de exterminio de las diferencias y de unificación en la grisalla de lo indeterminado."

Extracto del libro de Agustín López Tobajas 'Manifiesto contra el progreso'