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De la crítica a la construcción: La Cooperativa Integral

Patricia Manrique - Diagonal

Hace poco más de un año que arrancó la Cooperativa Integral Catalana (CIC), y hoy ya cuenta con 850 socios y unos dos mil amigos y participantes de la red social con la que organizan sus debates y proyectos. Bajo la denominación “integral” se reúne un proyecto político que pretende dar cobertura a iniciativas de consumo y trabajo “y muchas otras como la educación, mecanismos de renta básica cooperativa, ecotiendas, centrales de compras, festivales y encuentros, y estructura legal para ayudar a las ecorredes y otras iniciativas semejantes en Catalunya”, explica su equipo de comunicación.

“La cooperativa integral catalana es un paso más allá de las cooperativas de consumo, porque busca también la prestación de servicios, creando una red de confianza entre las personas asociadas que permita cubrir muchos aspectos de su vida, y con una voluntad transformadora”, explica Gema Palamós, del equipo jurídico. Legalmente, la CIC es una cooperativa mixta que, según la Ley de Cooperativas catalana y también la estatal, se denomina así por no ceñirse a una única actividad.

El término “integral”, alude a la apuesta política, pero no es una cooperativa de segundo grado, esto es, una cooperativa cuyas socias y socios son a su vez cooperativas, sino que se trata de “una cooperativa de primer grado cuyos socios son personas físicas” aclara Palamós. El proyecto reunió las diversas ecoxarxes –ecorredes– en funcionamiento en el territorio catalán, conectándolas y dotando de una estructura legal a las personas físicas asociadas a lasmismas. La CIC se beneficia de las ventajas fiscales, jurídicas y en materia laboral del modelo jurídico de la cooperativa. “Si todas fuésemos conscientes de las ventajas que tiene una cooperativa cuando tu finalidad no es lucrarte sino vivir de tu trabajo habría muchos más proyectos cooperativos”, señala Palamós.

Proyecto económico inclusivo

Angels Vendrells es una de las participantes en la CIC desde sus inicios. Explica cómo se cocinó la ecoxarxa del Montseny en su casa, resultado de una lluvia de ideas llevada a cabo en 2009 por un grupo de gente que buscaba establecer cómo quería vivir.Después de la suya fueron surgiendo otras xarxes en otros puntos de Catalunya. En diciembre de 2009, celebraron un seminario de economía y desde ahí empezaron a trabajar en la CIC, que se lanzó en junio de 2010. “La CIC arropa a todas las ecoxarxes y aporta legalidad a los intercambios entre las personas socias y a todo este movimiento”, aclara Vendrells.

En la CIC cuentan a día de hoy con centrales de compras –espacios donde se almacenan las compras colectivas que abaratan los costes de los productos gracias a la eliminación de los intermediarios–, una moneda social –el eco–, varias personas trabajando para la cooperativa que reciben una renta básica en ecos y euros, autobús colectivo y, recientemente, se ha puesto en marcha el proyecto de ecolonia postindustrial postcapitalista de Ca L’Afou, que pretende dar respuesta también a la necesidad básica de vivienda.

Quien se asocie a la CIC pueden adquirir productos y servicios a través del sistema de intercambio comunitario virtual CES, y en las ferias y mercados de intercambio. “Yo cultivo una huerta y prácticamente no compro comida en euros: adquiero todo lo que necesito en la ecoxarxa y a través de la CIC con los ecos que obtengo por la venta demi verdura”, explica Vendrells. Consumir dentro de la CIC posibilita vivir de lo que una produce. “Así comomucha gente está excluida del euro, con la moneda social no, porque cualquiera tiene habilidades que puede ofrecer a la gente y con ello puede adquirir lo que necesite”. Actualmente trabajan para poner enmarcha el acceso a centros de salud con ecos.

Un modelo en extensión

Pero las ferias,mercados, las ecoxarxes y la CIC que las agrupa son, además, espacios de convivencia. “Ir a los mercados y a las ferias es algo lúdico, es encontrarte con amigos, con una familia en un sentido espiritual”, reflexiona Vendrells. Las ferias suelen tener un día de duración y son itinerantes. En los mercados, más separados en el tiempo,participan también asociaciones de la zona.

En la apuesta política de la CIC se incluye la difusión del modelo. Imparten charlas sobre las ecorredes, la cooperativa y la moneda social en distintos territorios a resultas de las cuales ya hay semillas de cooperativas integrales en Euskadi, Madrid y también en Valencia, donde se funciona desde 2010 Amalur, otra cooperativa integral. En Valencia, la asociación LaMandrágora está impartiendo talleres prácticos sobre qué es la Cooperativa Integral y cómo crear una.

Para Gorka Pinillos, miembro de la CIC que trabaja en difusión, el trabajo de generar redes a través de las cooperativas integrales es fundamental, pero será imprescindible el apoyo mutuo entre cooperativas cuando este tipo de iniciativas se repliquen. “En ese momento, cuando cojan fuerza y se extiendan”, subraya, “el nivel de solidaridad entre procesos será muy importante como forma de protección ante una posible injerencia del Estado”.

Ecocolonia ecoindustrial postcapitalista, Ca L'Afou. Foto: Alex Mengual

Controversia con Serge Latouche: ¿Revolución integral o decrecimiento?

Félix Rodrigo Mora

Serge Latouche no sólo ha construido una teoría sino que la ha hecho, como suele ser habitual, omniexplicativa. Al acudir a sus escritos esto resalta de inmediato: el decrecimiento lo explica todo y tiene respuestas para todo. Dado que verbosear es fácil, pues sólo exige ingenio verbal y desparpajo, en sus textos va desgranando un largo rosario de explicaciones, argumentos y soluciones que no están extraídas de la experiencia, que carecen de la voluntad de ser verdaderas, que están faltas de complejidad y que se articulan por los mismos principios que la publicidad comercial y la política institucional. No hace falta ser muy entendido en técnicas de mercadotecnia para caer en la cuenta que el decrecimiento es una marca comercial encaminada a “vender” un producto ideológico a las clases medias de los países ricos, devastadas por el hedonismo, la hipocresía, el colapso del pensamiento, el ansia de remedios fáciles (de milagros en definitiva) y el culto al Estado.

Al ser omniexplicativa es totalizante y no deja sitio, como se ha dicho, a otras argumentaciones. Se expande desde sí misma, sin referencias profundizadas a la realidad ni análisis riguroso de experiencias particulares, a base de especulaciones, juegos de palabras, superficialidades clamorosas y deducciones sin anclaje en lo real.

El reduccionismo quizá sea uno de los rasgos más a deplorar, por su capacidad para ofuscar las mentes y destruir la psique del sujeto común. Latouche limita y rebaja al ser humano a su componente fisiológico, lo concibe nada más que como un ente zoológico con necesidades materiales: supervivencia como especie en un planeta viable biológicamente, un medioambiente sano y alimentos saludables. Niega casi en su totalidad el mundo del espíritu y las necesidades inmateriales: libertad, autogobierno político, autonomía, verdad, conocimiento, convivencia (ésta aparece, sí, pero reducida a su caricatura), eticidad, virtud, adhesión al bien, belleza, magnanimidad, superación de la cárcel del yo, sentido, disciplina interior, transcendencia, cultura, autodominio, coraje integral, deseo de encarar los grandes problemas existenciales de la condición humana (soledad ontológica, finitud, muerte), disposición para afrontar el dolor y el sufrimiento, sublimidad, autoexigencia, rectitud de propósitos y amor al amor.

Latouche, como buen izquierdista no regenerado, es incapaz de entender la definición de ser humano que ofrece, por ejemplo, Husserl, del cual dice que “se da fines y normas, crea valores y pretende conocer la verdad”. En particular, los valores y la verdad le traen sin cuidado, una vez que ha concluido, igual que hace el marxismo y todo el izquierdismo socialdemócrata, que el ser humano es mera fisiología, una criatura sin entendimiento, sin alma, con sólo manos para producir y estómago para digerir, sin cerebro y sin corazón, sin vida del espíritu, justamente el tipo de ente sub-humano que necesita la burguesía. Propone salvar nuestro soma sólo para dejar morir nuestro espíritu.

En su “olvido” del espíritu Latouche incurre en contradicción. En su sociedad del decrecimiento, además de no consumir ¿qué harán las gentes? Se ha de notar que su propuesta es sólo negativa, un no hacer. Esto lo pretende llenar con banalidades, algunas bienintencionadas (convivencialidad puramente verbal) y otras mucho menos (juego, goce, y algunas más de tipo lúdico, esto es, infantilizantes y degradatorias). Lo cierto es que la renuncia al consumo, imprescindible para salvar el medio natural, sólo es sólida, creíble y hacedera sobre la base de un programa que proponga un doble actuar paralelo, restaurar la naturaleza y al mismo tiempo restaurar la vida espiritual del ser humano.

Es de sentido común que lo primero es imposible sin lo segundo, de ahí la necesidad de una revolución integral que no sólo cambie la sociedad sino al ser humano en tanto que humano, como conciencia y como cuerpo, y al sistema total de valores que articula y ordena la existencia.

Al poner como meta los requerimientos del espíritu, sobre la base del fomento social, grupal y personal de sus funciones sustantivas: pensar, experimentar, sentir, querer, elevarse, autovigilarse, trascender y recordar, por citar los más importantes, se está asentando el golpe definitivo a la ideología consumista, que queda sin fundamento. Pero eso es lo que justamente NO hace Latouche, porque para él la persona es, lo diré de nuevo, una mera realidad fisiológica, el autómata biológico de Descartes, ese gran majadero de la modernidad.

Los ideólogos del decrecimiento no comprenden que la vida humana, para ser viable, no puede ser mero crecimiento o decrecimiento económico, pues ello mutila al sujeto y hace inviable la existencia en sociedad, al reducirle a un epifenómeno de lo económico, en un caso de su versión “más” y en el otro de la variante “menos”. La condición humana exige una vida cognoscitiva, una creación de cultura, unas prácticas colectivas en pos de la transcendencia, una espiritualidad (en mi caso, sin religión, dado que no soy creyente, para los que sí lo son con ella) que nos reconcilien con lo que somos, seres con conciencia, con necesidades inmateriales que el medio ambiente más impoluto y verde no puede satisfacer por sí mismo, porque se necesita algo más, mucho más, la autoorganización para construir lo humano como cualitativamente superior a lo biológico y zoológico, esto es, a lo medioambiental y ecológico.

Como consecuencia de todo ello es, además, excluyente. En efecto, sólo la teoría del decrecimiento está en condiciones de dirigirnos al nuevo paraíso celestial somático connatural a una naturaleza “restaurada”. Al convertirse en sistema se hace más rotundamente salvacionista, ya que sólo ella aporta redención del medio natural. Todos estos rasgos la hacen no sólo enfadosa sino también ridícula. Esto último se hace clamoroso cuando llega a ofrecer incluso un “Glosario del decrecimiento” (aparece en “La apuesta por el decrecimiento”), algo que ni el mismísimo Marx, y ni siquiera el ególatra por excelencia, Voltaire, se atrevieron a hacer, lo que convierte a Letouche, por obra de sí mismo, en el creador no sólo de una nueva fe sino de un nuevo lenguaje.

Pero no necesitamos maestros del pensar, ni mesías “verdes”. Lo que nos urge es realizar la autogestión del saber y el conocimiento desde el ideal de servicio desinteresado de unos a otros, sin mercenarios ni funcionarios. Al parecer Latouche no ha oído ese dicho, constituido en el corazón mismo del magnífico mundo concejil y comunal castellano de antaño, hoy por desgracia extinguido, el cual advierte que “nadie es más que nadie”. Latouche ha construido la teoría del decrecimiento a partir de las metaideas sustantivas del izquierdismo, dado que antaño se adhirió a esta ideología y nunca la ha superado. Las principales son: 1) El Estado no existe, y si existe se le ignora, modo óptimo de protegerlo 2) la revolución integral es “imposible” (indeseable quiere decir) debido a que el entusiasmo por el orden vigente le ofusca, 3) sus exigencias y perspectivas son escasas, no pretende ser un sujeto integral y los procesos anímicos le son indiferentes, 4) el capitalismo se reduce a un palabro invocado de manera agobiante sólo para cazar a los incautos con un “anticapitalismo” de pacotilla, la vieja treta socialdemócrata, siempre de mucho éxito.

A partir de esas cuatro premisas constituye su sistema de creencias, que “vende” algo muy viejo, la idea misma de milagro, tan demandada por quienes no desean construirse como seres humanos maduros a través del esfuerzo, el servicio, el olvido de sí y el sufrimiento. Por eso, como es lógico, cuando se enfrentan a los problemas decisivos e inesquivables de la existencia, demandan lo fabricado por gurús que les ofrezcan eso, portentos y milagros, además de artificios y mendacidades, para poder llegar a creer que lo imposible es posible, lo difícil fácil, lo complejo elemental, lo intranscendente sublime, la nada el todo y lo institucional revolucionario. Unos anhelan engañar y los otros ser engañados, ambos se encuentran en el mercado de las ideas, unos como vendedores y otros como compradores. Y todos contentos, al parecer.

Latouche y sus educandos (no olvidemos que, ante todo es profesor funcionario del Estado francés a su servicio) no han comprendido lo que quizá sea la primera lección del fracaso práctico del marxismo en los regímenes del “socialismo real” pasados y presentes, que la condición humana no puede reducirse a la producción y a lo económico, ni tampoco a lo medioambiental y fisiológico, que no puede limitarse a empujar para arriba, o para abajo, los índices macroeconómicos, pues necesita imperiosamente ofrecer y organizar respuestas, razonables o no eso es otra cuestión, a los grandes problemas de la condición y el destino humano.

Félix Rodrigo Mora.

Extraído del texto: Controversia con Serge Latouche ¿Revolución integral o decrecimiento?

Sobre el concepto de decrecimiento


Juan Torres López - Ganas de escribir


Este texto resume una exposición más completa y documentada sobre las tesis del decrecimiento que publicaré en un libro próximo. Aquí trataré de mostrar de la manera más breve e intuitiva posible algunas inconsistencias que a mi modesto modo de ver presenta el concepto de decrecimiento, aunque quisiera señalar antes que nada que tengo una gran simpatía por las personas que lo defienden. Comparto su paradigma de cambio social anticapitalista basado en el desarrollo de nuevas formas de producir, de distribuir, de consumir y de pensar. Simplemente discrepo del concepto de decrecimiento que utilizan para definir tales estrategias porque creo que carece de rigor, que no puede hacerse operativo, porque creo que no responde a la realidad del capitalismo de nuestros días y porque, por esas razones, me parece que solo puede servir para estimular una creencia o simples acciones testimonialistas pero no para combatir eficazmente el capitalismo.

El mito del crecimiento pero al revés

Quienes defienden el decrecimiento pueden decir que están pensando en otra cosa pero es innegable que cuando utilizan ese término están hablando de disminuir los indicadores que miden la dimensión cuantitativa y monetaria de la actividad económica y más concretamente el PIB.

Es verdad que los decrecentistas nos dicen que además de eso, además de reducir el PIB, la producción y el consumo, el decrecimiento es algo más (redistribución, decrecimiento solo para los ricos, valores de austeridad...) pero eso no niega la mayor: el decrecimiento es, antes que nada, la disminución de la magnitud que mide la producción, el consumo o ambas cosas a la vez.

Para los defensores ortodoxos de la economía convencional, todo lo que tienen que hacerse para que las economías funcionen bien es recurrir al “termómetro” del crecimiento y hacerlo crecer. Naturalmente, como les pasa a los decrecentistas en el lado contrario, ningún economista ortodoxo defensor del mito del crecimiento admitiría que se limita a promover solamente que crezca la actividad porque afirmaría que no es suficiente con crecer sino que siempre hace falta algo más: una combinación apropiada de mercado y estado, instituciones eficientes, incentivos adecuados, etc.

Se quiera o no, defender el concepto de decrecimiento es recurrir al mismo instrumento, al termómetro, aunque -a diferencia de los ortodoxos- para decirle ahora al enfermo que sus males desaparecen simplemente si baja su temperatura, la tasa de crecimiento.

El concepto de decrecimiento o no se puede poner en práctica o significa lo contrario de lo que propone

El segundo gran problema que plantea el concepto de decrecimiento es que hay que hacerlo operativo. Si se le dice a la sociedad que la solución a sus problemas es que decrezca la producción y el consumo debe decírsele en qué cuantía concreta deben bajar porque, lógicamente, no puede dar igual que baje un 5 que un 50 o un 500%.

Para ser consecuente con la propuesta de decrecimiento que se hace, éste ha de manifestarse en una determinada variación negativa de una magnitud concreta que lo refleje. Más exactamente, en una magnitud que exprese la cantidad total de la producción y del consumo que ha de decrecer para poder determinar así en qué cantidad proponen que se reduzca.

Es decir, el decrecimiento necesita exactamente el mismo tipo de indicador que necesitan los partidarios del crecimiento y, de hecho, en los ejemplos que utilizan se refieren incluso al mismo término: el Producto Interior Bruto. Un indicador sobre cuyas carencias y limitaciones no creo que sea necesario insistir aquí.

Los partidarios del crecimiento lo utilizan porque asumen una ficción: que la actividad económica es solo el proceso de producción/consumo de bienes y servicios con expresión monetaria. Y el problema del concepto de decrecimiento es que, al utilizar también el PIB como magnitud de referencia, se está asumiendo también esa ficción, aunque los decrecentistas no quieran reconocerlo.

Para responder a esta objeción, los decrecentistas responden que entonces, en lugar de utilizar el PIB, podrían recurrir a otro indicador.

Pero la cuestión estriba en que es sencillamente imposible disponer de un indicador que proporcione ese “cómputo final” que nos indique lo que ocurre con “la economía en conjunto”.

La razón de esta imposibilidad es que los factores que inevitablemente hemos de tomar en consideración si queremos poner sobre la mesa una propuesta política integral de progreso social (monetarios, materiales, físicos, energéticos, éticos, emocionales...) y no una puramente economicista (basada en una simple medición de la actividad con expresión monetaria), son heterogéneos y no se pueden integrar en una magnitud homogénea que proporcione un resultado de crecimiento o decrecimiento que sea inequívocamente satisfactorio o indiscutible.

Un concepto “ricocéntrico”

Cuando se plantea la estrategia del decrecimiento se suele poner cuidado en señalar que se trata de que disminuya la producción y el consumo de los ricos. Pero también aquí aparecen varios problemas.

En primer lugar, es muy difícil, por no decir imposible, poder separar la producción y el consumo de “ricos y pobres” (o de mujeres y hombres, que también sería pertinente, por cierto) sobre todo, cuando no se está haciendo por parte de sus defensores un análisis de clases sociales o de género del decrecimiento.

En segundo lugar, yo creo que, aunque analíticamente fuese posible (que creo que no lo es y desde luego los defensores del decrecimiento no demuestran que lo sea), discernir entre la producción y el consumo de los ricos y el de los pobres que debe subir o bajar independientemente uno del otro, la población empobrecida tendría muchas dificultades para asumir como propio un proyecto que se presenta como de reducción general de la posibilidad de satisfacer en mayor medida sus necesidades.

Lo diré más claro anticipándome a lo que señalaré más adelante: lo que necesita la inmensa mayoría de la sociedad que hoy día está insatisfecha y que se supone es lo que debería apoyar un movimiento como el del decrecimiento es que crezca la producción de bienes y servicios a su disposición, y no al contrario. Aunque eso haya que hacerlo, eso sí, con otro modo de producir, de consumir y de pensar.

En este punto se me podría argumentar que una gran parte de las clases trabajadoras son consumistas y que están dominadas por la ideología del consumo y el gasto y que lo que acabo de decir contribuiría a exacerbar aún más ese fenómeno. Pero, aunque no puedo desarrollar este asunto aquí, creo que se podría argumentar fácilmente que el consumismo no tiene que ver con la cantidad de bienes disponibles o efectivamente dispuestos. Se puede ser consumista con un salario de 700 euros mensuales pero lo que precisamente demuestra eso es que para combatir el consumismo no basta con disminuir la provisión de bienes, sino que más bien es necesario, por el contrario, es que crezca la de aquellos que pueden contribuir a la mejor formación, a la autonomía personal, al buen criterio, etc. de los seres humanos. Aunque, lógicamente, procurando que eso se lleve a cabo sin provocar daños añadidos a la vida, al equilibrio social y al del planeta.

Un concepto ajeno a la realidad del capitalismo actual

En el trasfondo de la propuesta del decrecimiento late la idea de que el capitalismo ha provocado un crecimiento de la producción inmenso e insostenible que se debe detener. Y quien escucha la propuesta del decrecimiento en general no puede sino confirmar la idea de que la abundancia sin límite de nuestra sociedad va a provocar un gigantesco descalabro que hay que tratar de parar.

En mi opinión, eso es otro error de graves consecuencias políticas porque no me parece cierto que la Humanidad viva en la civilización de la abundancia. El daño al medio ambiente, el peligro indudable que nuestro modo de vivir y de organizar la sociedad produce en el planeta hipotecando la vida y el bienestar de las generaciones futuras no se deben a que se produzca demasiado para todos y haya, por tanto, que detener la producción y el consumo de todos, sino a que se produce y se consume mal y de una forma muy desigualmente distribuida entre los distintos seres y grupos humanos.

Los datos que nos indican que una parte importantísima de la población mundial carece de los bienes más esenciales son bien conocidos y no me voy a detener en ellos.

Ni siquiera es correcto afirmar que las economías capitalistas estén registrando tasas elevadas de crecimiento. De hecho, lo que viene ocurriendo es lo contrario y conviene explicarlo bien a la población y a la hora de hacer propuestas políticas. Las políticas neoliberales han provocado precisamente una disminución de los ritmos de crecimiento de la actividad económica incluso medidos a través del PIB provocando así más desempleo y carencias de todo en gran parte de la población (y no solo en la posesión de bienes superfluos sino en la disposición de educación, sanidad, cuidados, cultura...).

No nos confundamos: el capitalismo neoliberal produce mucho pero para pocos, muy poco para muchos y, sobre todo, bastante mal para todos.

El error que yo encuentro en el discurso de los partidarios del decrecimiento es que confunden la insostenibilidad que produce un mal modo de producir y una lógica desigual de reparto con un problema de cantidad. Se falla al caracterizar la realidad y entonces se aplica la terapia inadecuada.

Por eso, la alternativa no puede ser simplemente disminuir cuantitativamente la actividad económica sino producir lo necesario de otro modo y distribuir con justicia, y para ello reorientar la actividad económica hacia la satisfacción que tiene que ver con la vida humana en el oikos, liberándola de la esclavitud que le impone el mercado al universalizar el intercambio mercantil y el uso del dinero (la “puta universal”, como Marx recordaba que lo llamó Shakespeare) como equivalente general.

Ni siquiera debería darnos miedo el verbo crecer. Todo lo contrario. Es deseable crecer (e incluso creo que ello comporta un mensaje más humano y optimista) en la satisfacción de las necesidades humanas, en la producción de todo aquello que las satisface de un modo equilibrado y natural. Hacer crecer la satisfacción solidaria y pacífica de las necesidades humanas no es algo indeseable sino una aspiración lógica que no tenemos derecho a frustrar, aunque, eso sí, tenemos que aprender a conjugarla en la práctica con la austeridad, con el equilibrio, con el amor a la especie y a la naturaleza y, sobre todo, con el respeto indeclinable al derecho que todos los seres humanos tenemos a estar igual de satisfechos que los demás y que es el que obliga a negociar y establecer de un modo democrático la pauta del reparto de la riqueza.

Una propuesta desmovilizadora y políticamente inocua, aunque esté llena de buenas intenciones

El problema de confundir la naturaleza del capitalismo de nuestros días no solo lleva a proponer una estrategia inadecuada para resolver el problema objetivo de la destrucción ambiental y del mal uso de los recursos. Además, comporta un discurso que confunde a la población, que le impide entender la naturaleza del mundo en que vive y que, al proponerle medidas que nunca pueden resultar atractivas cuando a la mayoría de ella tiene insatisfechas la mayor parte de sus necesidades, no permite concitar apoyo ni generar movilización política suficientes para cambiar el estados de cosas actual.

Como dice José Manuel Naredo, un término con pretensiones políticas (como el de decrecimiento) que pretende articular un enfoque económico alternativo al actualmente dominante “necesita tener a la vez un respaldo conceptual y un atractivo asegurados, de los que carece el término decrecimiento (...) De ahí que el movimiento ecologista que defiende el decrecimiento tiene que empezar a ponerle apellidos para que el objetivo resulte inteligible y razonable desde fuera del enfoque económico ordinario” (José Manuel Naredo, “Luces en el laberinto”, La Catarata, Madrid 2009, pp. 214-217).

Conclusión

Todo lo que acabo de señalar no quiere decir que la actividad que despliegan los defensores del decrecimiento sea inútil. Entiendo, como dije al inicio de este texto, que el discurso añadido a la propuesta del decrecimiento y que implica la puesta en práctica de nuevas relaciones de consumo (formas distintas de producción, y nuevos valores humanos de solidaridad, austeridad, justicia, cooperación, etc.) es hoy día imprescindible. Pero mientras la formulación que dé pie a este discurso y a estos valores sea la del decrecimiento tal y como hoy se mantiene, y a la que he dedicado este texto, lo que en mi opinión se estará generando será un movimiento en torno a una creencia y no en torno a un concepto riguroso y que pueda ser llevado a la práctica de modo coherente con dicha filosofía. Se estará promoviendo un movimiento testimonial, muy necesario sin duda y ejemplar si se quiere desde el punto de vista del compromiso personal y colectivo, pero que nunca podrá promover una solución efectiva, operativa y políticamente viable frente a los problemas contra los que se quiere actuar. En definitiva, con el precario arsenal teórico del que hoy día dispone el decrecimiento podrá ser un movimiento atractivo pero que solo puede ofrecer una creencia, una apuesta moral, una filosofía o una práctica personal, como acabo de decir, muy valiosas pero incapaces de concretarse en un proyecto político y, por tanto, en una acción social colectiva realmente transformadora.

Un mensaje a los indignados occidentales

Pedro Pérez Prieto - Crisis Energética

Un mensaje a los indignados occidentales

Creo que hay que celebrar que millones de personas se hayan levantado contra el orden establecido y empezado a exigir cambios del sistema. Es algo que no esperaba de esa forma y me alegra sobremanera.

Es verdaderamente relevante, que a pesar de la influencia de los medios controlados por el poder financiero, esa gran cantidad de gente en decenas de muy diversos países del mundo, se hayan manifestado pacíficamente exigiendo cambios que los mencionados medios no hubiesen jamás planteado. Esto significa que estos manifestantes son capaces de movilizarse, incluso con la información dominante y muy poderosa en contra, a pesar de que ahora dichos medios se ven obligados a conceder espacios a esta pacífica e incipiente revolución.

Hay signos muy positivos, entre otros, que la clase política empieza a ser dejada de lado, porque muchos de estos manifestantes ya se han dado cuenta de que esta clase está al servicio del poder financiero, simulando alternancias de falsa democracia (lo llaman democracia y no lo es, es uno de sus eslóganes).

Si bien en un principio, algunas marchas se dirigieron a los centros del supuesto poder político (Congreso de los Diputados, por ejemplo), lo importante es que ahora empiezan a dirigirse cada vez más hacia los verdaderos centros de poder: las bolsas donde los especuladores financieros juegan con los destinos del mundo, con la complicidad manifiesta de una clase política servil. Empiezan a dirigirse a instituciones financieras de carácter global dominadas por élites muy minoritarias y fuera de todo control verdaderamente democrático.

Empiezan a dirigirse a los bancos, que han sido los principales receptores de las gigantescas ayudas que la clase política, lacayos del poder financiero, ha colocado prioritariamente como receptores de gigantescas ayudas.

Todo esto resulta esperanzador, en un mundo que tiene visos de colapso funcional y sistémico, de generalizado fallo estructural.

Dado que los movimientos son incipientes, se les puede disculpar que muchas de las propuestas tengan carácter muy genérico y una voluntad de mejora muy clara, pero poco concreta y bastante superficial.

Por ello, creo que es esencial que tengamos una visión lo más concreta y medible posible. Si tenemos que darnos de bruces con la realidad de que hay que cambiar un modelo agotado, veamos cómo habría que hacerlo de la forma más general y elevada posible. Intentemos evitar creer que todo va a ser sencillo, y preparémonos para hacerlo aunque sea muy difícil y doloroso, sin por ello pensar que es imposible.

Por ello, creo que lo primero es analizar cómo está el mundo. Una visión muy completa en este sentido es la siguiente:




Si observamos detenidamente el mundo, veremos que existe una brutal desproporción en el reparto de la riqueza. Al analizar la distribución de energía por tipos, por persona en promedio y por regiones, vemos que sus consumos de energía se corresponden, de forma muy directa y proporcional con sus consumos de energía. El PIB y el consumo de energía están muy directamente relacionados.

Se observan varios aspectos que hay que considerar seriamente y poner sobre la mesa:
a) En primer lugar, que le mundo se rige por el injusto principio de Pareto, por el que el 80% de la Humanidad tiene que vivir con el 20% de los recursos del planeta, mientras el otro 20% de la Humanidad, que es fundamentalmente Occidente y los principales países de la OCDE, se está apropiando del 80% de los recursos planetarios, comenzando por la energía, que es el elemento esencial, junto con el poder económico y militar que sostiene este injusto sistema.

b) Que los prácticamente 7.000 millones de personas que poblamos el planeta tenemos un consumo promedio (la línea negra) que es unas 25 veces superior al consumo metabólico (la línea blanca) que exige una persona como mono desnudo. Esto no quiere decir que se esté proponiendo que se vuelva a la época de las cavernas. Simplemente constata el nivel de desarrollo y la enorme capacidad de transformación de la Naturaleza de nuestra sociedad contemporánea.



Las consecuencias que se pueden extraer de esta onerosa pero bastante indiscutible realidad, es que son el resultado de unos flujos impuestos de los ricos a los pobres, que producen estas desigualdades tremendas: los principales flujos energéticos y los principales flujos de materias primas resultan ir de los países pobres de este reparto desigual hacia los países ricos.

Paradójicamente, son los países pobres, los que entregan sus riquezas naturales, los que al final de un sistema injusto de distribución e intercambio desigual de la riqueza, determinan que sean estos países pobres lo que encima deben dinero a los ricos y se ven obligados a estar pagando deudas eternas, que ya empiezan a mostrarse impagables, incluso en algunos lugares periféricos de la parte supuestamente rica de esta sociedad mundial.

Una respuesta obvia de este intolerable sistema de intercambio desigual y desfavorecedor, es que como consecuencia de esta pobreza enfrentada a la riqueza, los grandes flujos humanos de las migraciones modernas, también se den desde las zonas de los desfavorecidos del mundo hacia las zonas con exceso de recursos.

El cinismo de los enriquecidos es de tal magnitud que llega a culpar a los pobres del flujo humano, pero no se pregunta nunca por el flujo de riqueza, tanto en productos energéticos como en materias primas y flujos financieros. A este respecto, la llamada Europa-Fortaleza y los Estados Unidos tienen mareas crecientes de opinión ciudadana que aplauden a políticos facinerosos y exigen que pongan en vigor leyes que eviten el último flujo migratorio, el humano, pero nunca cuestionan la injusticia flagrante del intercambio desigual de los demás flujos. Es más, incluso llegan a convencerse de que los países del Tercer Mundo (los pobres) “nunca pagan lo que deben” o que “hay que estar condonándoles las deudas” o que “siempre estamos ayudándolos”



Así las cosas, a un verdadero nivel mundial, conviene preguntarse hacia dónde ir y cómo mejorar las cosas, con algo más de detalle y fundamento del que implican muchas de las pancartas bienintencionadas de los indignados del mundo.

Pues bien, en el gráfico anterior se puede apreciar que el mundo, en su conjunto, ha sobrepasado largamente su capacidad de carga. Lo ha hecho en un 40% y el crece el desbordamiento en la capacidad de transformar y agotar los recursos del planeta Tierra.

Obviamente, de este desaguisado son responsables directos y evidentes los que más consumen y los que más energía queman para producir bienes y disfrutar de servicios, aunque de nuevo, aquí hay medios y movimientos occidentales, sobre todo afines al gran poder económico y financiero, que se las ingenian muy bien para intentar también echar la culpa de ser los más contaminantes a los más pobres.

Sin embargo, si se traza, por ejemplo, una curva de las emisiones de CO2 (uno de los subproductos de la actividad humana que ahora más preocupa a los científicos) por regiones y per capita, la curva resultante muestra, sin lugar a dudas, una identidad con la curva del PIB por esas mismas regiones; esto es, que los que más consumen, más contaminan y más destrozan el planeta, como no podía ser de otra forma.



Intentar, por ejemplo, que el mundo ascendiese al nivel de vida y al modo de vida europeo, implicaría que habría que aumentar matemáticamente hablando el consumo de energía más de dos veces y consiguientemente, en la misma proporción, la producción de bienes y la prestación de servicios, lo que dejaría al planeta en una situación de quiebra ambiental segura en muy poco tiempo. Si es que ello fuese posible, que desde el punto de vista de la producción energética posible, que sería exigible para este milagro económico de europeización del mundo, no lo es.



El sentido común, además de las matemáticas elementales, en este caso irrefutables, no deberían ni plantearse la posibilidad de que el mundo entero accediese por tanto al nivel de vida norteamericano, al clásico “American Way of Life”. Se deja aquí constancia física del esfuerzo a realizar para conseguir esta utopía: habría que conseguir multiplicar la producción de energía mundial entre cuatro y cinco veces, para que todos pudiéramos ser como los norteamericanos. Y el planeta estaría con una capacidad de carga sobrepasada entre 5 y 8 veces. Es decir, necesitaríamos todos esos mundos en nuestro mundo para llegar a ese nivel.

Por tanto, lo que resulta evidente de este gráfico, es que si se ha de producir una nivelación de la riqueza mundial, por mucho que le pese a los que todavía creen en más crecimiento y más actividad económica como salida a este desastre planetario, tiene que ser hacia abajo, no hacia arriba, porque esto último, aumentaría y aceleraría la degradación y el agotamiento creciente de los recursos base del planeta y no existe civilización que pueda sobrevivir al agotamiento de los recursos de los que vive.



¿Y cuánto habría que bajar, entonces, en los niveles de vida actuales, primero para llegar a tener un planeta mínimamente sostenible y más justo que hasta ahora?



habría varias respuestas matemáticamente correctas. Para alcanzar un planeta sostenible, según la calculada capacidad de carga o huella ecológica de nuestra sociedad mundial, habría que reducir la actividad económica y el consumo de energía en un 40 ó 50%.

Y esto, lógicamente, se puede hacer, por un lado, pensando en que todos bajen un 50% desde sus niveles actuales.

Pero parece más justo y razonable, desde un punto de vista humano, que los que más tienen, más reduzcan sus niveles. Eso implicaría que los occidentales tendrían que reducir, muy en primer lugar, sus niveles actuales entre un 60 y un 90% desde el nivel promedio actual de sus respectivas sociedades. Algo que está fuera de la conciencia, de las intenciones y de la voluntad de la inmensa mayoría de los ciudadanos occidentales, incluso de los uqe se muestran indignados con la situación actual.

Esto permitiría a una gran masa de población humana poder subir ligeramente sus actuales niveles de consumo, que es una forma de bienestar, aunque no todo, para salir, al menos, de las hambrunas, de las muertes prematuras y de las enfermedades perfectamente evitables o para escolarizar y alfabetizar a muchos cientos de millones.

Obsérvese lo trágico de este análisis: muestra, en toda la crudeza matemática posible, que la desigualdad mundial actual no es algo que se resuelva con la cesión del 0,7% del PIB de los países ricos, como se pide desde alguna ONG. No es ni siquiera la cesión de un 7% la que lo arreglaría. Es que sería del orden del 70% lo que los países ricos del planeta deberían ceder a los pobres del mundo.

Esto implicaría, en realidad, que los ricos dejasen de explotar como hasta ahora han venido haciendo de forma secular, a los pobres del mundo con sus perfeccionados engaños de intercambios desiguales, apoyados por la fuerza negociadora (que no excluye la presión o acción militar cuando se considera necesaria) basada en acuerdos comerciales indecentes y vejatorios para las partes humildes.

Muchos de los lectores, sobre todo viviendo en Occidente o en los países ricos de la OCDE y perteneciendo a una cierta clase media, llegados a este punto, pueden sentir un cierto desasosiego, al verse, de alguna forma, culpables de esta gigantesca trampa en que están metidos varios miles de millones de desposeídos del mundo.

Porque hasta ahora posiblemente pensaban que si los ricos (unos ciertos ricos o unos ciertos poderes financieros o políticos a su servicio) distribuían sus riquezas nominales, ello sería más que suficiente para arreglar los problemas de este mundo. Esto se podría ver de la siguiente forma:



En cada región del mundo y no sólo en los países desarrollados occidentales, existen minorías o élites que disponen de niveles de vida y acumulación indecente de recursos. Es decir lo mismo que en el mundo entero se da el principio de Pareto de una distribución desigual de la riqueza (el famoso 80/20 y 20/80), en cada región se produce algo similar.

Y los poderosos de cada región, cuando se ven de forma desagregada en cada una de ellas bajan todavía más el nivel de los bajos con sus elevadísimos niveles de consumo y de vida; con sus acumulaciones tremendas de capital dinerario y financiero. En el gráfico anterior, esto se dibuja de una forma teórica con colores más claros que rebajan el nivel de cada país o región, por culpa de las minorías de cada país que viven en la estratosfera. Por supuesto hay mundos intermedios de grises que harían el principio de Pareto algo más escalonado, si se incluyen las clases medias, existentes sobre todo en los países cuyos excedentes nacionales han permitido no sólo que las élites sigan en la estratosfera, sino que grandes masas de población hayan podido acceder a lo que se ha venido en denominar “el Estado del Bienestar”

Si bien es cierto que en los países desarrollados suele haber menor diferencia entre clases y un menor número porcentual de desposeídos o excluidos, lo cierto es que el mundo se asemejaría más a estas agujas lacerantes de minorías llenas de poder acumulado y grandes masas cifradas fácilmente en miles de millones, que quedan por debajo de los umbrales de lo mínimo humanamente digno.

Es evidente que los que postulan o postulamos que lo primero es desposeer a esas élites muy minoritarias (pero de hecho las que controlan el poder económico y militar) de ciertas riquezas acumuladas, tan insultantes e indecentes, saben que ello contribuiría a la mejora de las condiciones de vida de muchos millones de personas. De eso no cabe duda alguna; en algo contribuirían a aliviar o paliar el problema de los desheredados del mundo. Pero la triste realidad es que no es solo eso.

En los círculos de los indignados y de las personas con conciencia social, se sabe que pocas de las primeras fortunas del mundo acumulan más capital que el PIB de muchos de los países de la cola de los parias de la Tierra, que en estos gráficos aparecen a la izquierda.

La importancia de descabezar a estas privilegiadas élites radica en que con ellas se eliminaría de forma verdaderamente eficaz el problema que ellos mismos han creado obviamente con estas desigualdades. Por ello no es desdeñable exigir comenzar por este punto. Pero… hay aún algún que otro pero.

En primer y más importante lugar, el que la indecente riqueza que estos crápulas acumulan es más bien de tipo nominal o contable, más que física. Esto conviene explicarlo. En un mundo en el que el dinero se ha multiplicado mucho más rápidamente que los bienes físicos o los servicios realmente medibles que el dinero puede comprar, hay una conciencia clara de que si hubiese que repartir el dinero que nominalmente existe en manos de estas élites entre las grandes masas de población marginal, excluida y desheredada, con la supuesta sana intención de convertir ese capital especulativo en capital productivo, no habría mundo físico para responder al papel de ficción que estas élites acumulan.

Es decir, sus inmensas riquezas son obvias desde el punto de vista físico o material, pero desde el punto de vista financiero o dinerario, que es el que los contabiliza, son muchísimo más grandes; son tan estratosféricas como imposibles de materializar en algo tangible que alivie el sufrimiento humano en la medida que indican los billetes de banco o títulos que los papeles indican.

Hasta ahora, lo más sencillo, intuitivo o inmediato, es culpar a políticos, banqueros y financieros del desastroso estado de cosas de este mundo. Y los gráficos mostrados hasta ahora, lo que evidencian es una suerte de complicidad de los ciudadanos de Occidente. Sin duda, no les falta razón, porque son los que han dirigido el mundo hacia ese abismo, pero seguramente no es esa toda la razón.

Pero en segundo lugar y si las matemáticas no mienten, incluso en el supuesto de despojar a todas las élites, que conforman las onerosas agujas de consumo del último gráfico, de sus inmensas riquezas, el mundo todavía tendría que hacer un fuerte ejercicio de despojar a grandes masas burguesas (clases medias) de los países desarrollados de la derecha de los gráficos de una gran parte de sus niveles de consumo.

Y ahí es donde parece muy perdida, sea intencionalmente o no, la gran marea de “indignados” occidentales, que se pasean exigiendo a sus líderes nacionales que no destruyan su “Estado del Bienestar”, cuando es evidente que una buena parte de esos Estados del Bienestar se han construido con la sangre, el sudor y las lágrimas de los pobres del mundo, de los más.

Esta es la dolorosa reflexión final: que no basta con despojar a las élites de sus privilegios y no solo en una nación, sino en todo el mundo (lo que ya entra casi en el terreno de la utopía, dado que esas minorías son las que controlan el poder policial y militar, además del económico, para estrangular actividades con carácter masivo y a voluntad, dada la enorme dependencia de los mercados de los flujos monetarios que manejan en exclusiva), si lo ven necesario o preciso para mantener sus privilegios.

Es que incluso aunque se lograse esto, la tarea quedaría inconclusa: cambiar el sistema implica mayor justicia para los proletarios que creíamos ya no existían y siguen siendo la inmensa mayoría de muertos vivientes de este planeta. Implica que muchos de los ciudadanos de los países y regiones de la derecha, tendrían que despojarse de muchas de sus riquezas, hábitos y costumbres de consumo. Tendrían que hacer un mundo verdaderamente nuevo.

Los indignados occidentales, que al contrario que muchos de los indignados del Norte de África y de muchas partes pobres del mundo, no luchan como ellos, por poder acceder a una barra de pan que no pueden comprar, a agua potable o a una aspirina o un médico o un colegio para aprender a escribir, sino por no caerse de un “Estado de Bienestar” que se construyó de mala manera.

Nos han construido una historia, desde hace décadas, incluso desde las izquierdas occidentales, que ese “Estado del Bienestar”, era la consecuencia de largos años de luchas obreras y sindicales contra los patronos. Pero eso ha resultado ser, a la vista de estos gráficos, una verdad muy a medias.

Gran parte de ese “bienestar”, que se ha orientado sobre todo como consumo envuelto en alienación, se ha generado en base a la enorme y creciente capacidad de nuestras élites occidentales de exprimir al resto del mundo y ceder en sus propios nichos parte de ese bienestar a sus clases medias.

El abandono lamentable del internacionalismo proletario marxista, que ahora empieza de nuevo a llamar a la puerta con carácter verdaderamente global, fue uno de los coadyuvantes principales de este desaguisado que los gráficos representan.

Creíamos estar venciendo a los patrones al llegar a las 40 horas semanales y demás beneficios sociales en las minorías de la derecha de los gráficos y resultó que las conseguíamos porque el patrón podía exprimir de forma salvaje, con la ayuda de las élites cómplices de los países de la izquierda, a cinco por cada uno que conseguía beneficios en el confortable occidente. Y las más de las veces, con las privilegiadas clases obreras y clases medias occidentales haciendo la vista gorda ante estos criminales intercambios desiguales, porque podían sentir el confort que proporciona, aunque fuese de forma indirecta e interpuesta, disfrutar de esclavos a los que explotaba “otro”.

Poco hicieron o hicimos las clases medias occidentales para exigir menos consumo y derroche en nuestras propias sociedades y más bienes esenciales para todos los desposeídos de este mundo. Ahora puede ser el tiempo de volver a entender el concepto de internacionalismo proletario.

Harían bien los indignados occidentales en ponerse estos gráficos como lectura de cabecera. Ayudaría en mucho para saber que no hay que pedir más, sino que pedir menos.

Para las élites y en muchos casos, para nosotros mismos.

Transición hacia el decrecimiento - Paul Ariès

La cara oculta del crecimiento

Julio García Camarero

El crecimiento, como la luna, tiene dos caras. Pero el sistema, el poder mediático, el marketing, con machacona recurrencia se empeñan en mostrarnos, continuamente, del crecimiento sólo una cara. La del lado de la seudofelicidad engañosa. Ese lado resplandeciente y fuertemente iluminado con la luz artificial del neón, o de los potentes focos alójenos del escaparate consumista. Ese lado deslumbrante del otro lado de la luna del escaparate. Es indudable que es rentable el gasto en energía lumínica porque ella atrae a las mariposas consumistas. Pero nunca vemos, o mejor dicho, nunca nos muestran el otro lado del crecimiento. Solo este lado, extremadamente “limpio”. El de las mercancías y los mercaderes. Efectivamente, produce una sensación de extrema limpieza y de inusitada felicidad pasear por esas lujosas, y bien iluminadas grandes superficies. En donde todo está en su sitio y sin una sola mota de polvo. Todo son vitrinas, con objetos, tan luminosas como ésta cara de la luna. Como la cara visible de la luna. Escaparates, mostradores y vitrinas que nos muestran un mudo tan feliz, el mundo del crecimiento, como el que se viviera en una luna de miel. Todo envuelto en papel de regalo, en aire acondicionado y en música ambiental. Así debe de ser la gloría. Pero el crecimiento al igual que la luna tiene también un lado oculto. O más bien un lado que nos ocultan intencionadamente con un montón de mentiras y engaños comerciales. Y este lado del crecimiento, visible y mostrado, cada vez brilla más, pero cada vez para una más reducida minoría. Y cuanto más brilla el lado visible del crecimiento, más se oscurece su lado oculto. Y es porque el brillo se lo roba el lado visible al otro lado. Este lado cada vez brilla más a costa del otro. Por ejemplo, los oligárquicos cada vez son más extremadamente ricos, lisa y llanamente porque cada vez hacen más pobres a los del otro lado, lisa y llanamente porque ya unos pocos centenares de familias poseen la mitad de la riqueza del mundo, lisa y llanamente porque la mitad de la población del planeta se muere literalmente de hambre, lisa y llanamente porque cada vez roban más. Existen caros restaurantes de cocina de diseño, lisa y llanamente porque en la otra cara del crecimiento no existe ni agua para beber. Existen deslumbrantes y atrayentes objetos en las vitrinas porque cuatro quintas partes de la población en edad de trabajar (y mucha de la que aún no ha llegado a esa edad) trabaja precariamente por dos dólares al día, y porque la otra quinta parte se desespera en el desempleo. Existen lujosos y absurdos ternes, grandes consumistas de energía, que van a trescientos kilómetros por hora, pero que son útiles solo para unos pocos oligárquicos extremadamente solventes. Para que se haya conseguido esto ha sido preciso que el grueso de la población tuviera que perder el tren. El tren normal, lo reservaron, los del crecimiento, para las mercancías, sólo ellas y los oligarcas solventes tienen derecho a circular libre y rápidamente. Si, el crecimiento es como la luna, tiene dos caras, pero sólo nos muestran una

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