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Feminismo anticapitalista, esa Escandalosa Cosa y otros palabros

Amaia Pérez Orozco - Feministas.org

 La idea de esta ponencia es retomar el hilo de los debates sobre el capitalismo y el patriarcado, sempiternos en el feminismo, a la luz de la crisis civilizatoria que estamos viviendo. Parto de un sentimiento de urgencia, la urgencia de tener, como feministas, una voz incómoda, como dicen algunas compañeras, una postura molestosa, como dirían otras, ante lo que (nos) está ocurriendo. Hace mucho venimos debatiendo si el capitalismo y el patriarcado son dos sistemas distintos, si son uno solo, si se trata de un capitalismo patriarcal o un patriarcado capitalista. Y qué tienen que ver otros ejes de poder, si nos enfrentamos más bien a un patriarcado capitalista blanco, a un capitalismo patriarcal heterosexista racialmente estructurado… Si es que no tenemos ni nombres… porque, como dice Donna Haraway, ¿de qué forma podemos llamar a esa Escandalosa Cosa?

Pues bien, ¿qué hacemos hoy, Granada 2009, con esa Escandalosa Cosa en crisis? Aquí van unas breves líneas para afirmar que, en este momento, necesitamos retomar con fuerza un feminismo anticapitalista (o muchos feminismos anticapitalistas, ya que la voluntad, o el espejismo, de unidad se nos rompió y ahora andamos a la búsqueda de formas potentes de articular la diversidad). Para ello, en este texto (que, justo es decirlo, hace especial referencia al contexto del estado español y probablemente diga poco o suene extraño en otros) comienzo ahondando en la crisis de los cuidados – qué es, qué factores la han desencadenado, cómo está evolucionando – y, sobre todo, retomando brevemente algunos de los debates centrales que el discutir sobre esta crisis nos abría, y que tenían una fuerte potencia para la articulación de un feminismo anticapitalista diverso. Hablo en pasado porque, con el colapso financiero actual, esa articulación, que era frágil, está fuertemente amenazada; estamos a un tris de replegarnos hacia un feminismo productivista de fetichización del trabajo asalariado. Y, sin embargo, esa misma crisis, si le entramos estratégicamente, puede funcionar como acicate de cambio, como catalizador de esa articulación de un feminismo anticapitalista diverso.


Pero, antes de nada, ¿por qué es importante hablar de cuidados? ¿Qué potencia tiene dedicarle una atención específica y prioritaria? Entre otros muchos motivos que podríamos alegar y que de seguro nos vienen a la cabeza, hay uno clave: en los cuidados se produce la materialización cotidiana de los problemas más “gordos”, más estructurales. A fin de cuentas, es ahí donde se esconden todas las posibilidades y trampas del conjunto del sistema. Discutiendo sobre los cuidados, en lo concreto, en la vida del día a día, estamos discutiendo sobre esos grandes “dilemas existenciales del feminismo” que, enfocados desde un ángulo demasiado macro, demasiado abstracto, a veces se nos escapan. Por ejemplo, cuál es la relación entre capitalismo y patriarcado, qué posibilidades de liberación tenemos en los márgenes del sistema, qué significa igualdad en el reparto del trabajo y los recursos y cómo conseguirla, cómo se relaciona el género con otros ejes de poder en lo económico… Los cuidados son algo así como “lo personal es político” en el ámbito económico.


  1. La crisis de los cuidados: qué es y qué la desencadena


¿Qué es la crisis de los cuidados? Es la ruptura del modelo previo de reparto de los cuidados, que sostenía el conjunto del sistema socioeconómico, que de forma clave conformaba la base sobre la que se erigían las estructuras económicas, el mercado laboral y el estado del bienestar. Se trataba de un modelo basado en dos características. En primer lugar, en adjudicar a las mujeres en los hogares la responsabilidad de resolver las necesidades de cuidados. No existían mecanismos colectivos para asumir esa responsabilidad: no eran ni el estado, ni las empresas, ni la comunidad quienes se hacían responsables, sino los hogares y, en ellos, las mujeres. No cada una aisladamente, sino organizadas en redes más o menos extensas, más o menos simétricas o atravesadas de relaciones de poder entre ellas mismas. En segundo lugar, se basaba en la división sexual del trabajo clásica. La que a nivel macro adjudicaba a las mujeres los trabajos de cuidados invisibles, los no-trabajos, y a los hombres el espacio del trabajo reconocido como tal, el asalariado. La que permitía que el ámbito de la economía “real” o “productiva” se construyera sobre la presencia-ausente de las mujeres: las mujeres presentes, activas, pero en los ámbitos económicos invisibles, los de los trabajos gratuitos. Y esa “ausencia”, esa invisibilidad, era requisito indispensable para que el sistema siguiera adelante volcando ahí todos los costes de mantener y reproducir la vida bajo las condiciones impuestas por un sistema que no priorizaba la vida, sino que la utilizaba para acumular capital. Presencia-ausente que, en el caso de las mujeres obreras, se convertía en doble invisibilidad: porque, en el tajo, debían actuar como si no tuvieran responsabilidades fuera de la fábrica; y, en la casa, debían aproximarse lo más que pudieran al modelo de ama de casa volcada en los suyos. División sexual del trabajo clásica que, a nivel micro, erigía en norma social la familia nuclear radioactiva, aquella del hombre ganador del pan / mujer ama de casa. Ojo, decimos que era la norma social, pero no hablamos de familia normal en el sentido de que fuese abrumadoramente mayoritaria, sino de que se imponía como modelo al que aspirar y respecto del cual se desviaban todos los grupos sociales problemáticos: lo rural que debía tender a desaparecer con el progreso, las lesbianas, las madres solas, las mujeres obreras, etc.


Pues bien, este modelo se viene abajo, lo cual en ningún caso significa que se haya descuajeringado algo que estuviera bien. Precisamente desde el feminismo se ha luchado mucho contra la división sexual del trabajo, contra la familia nuclear, por ser una de las piezas clave en la opresión de las mujeres. Pero sí se ha descuajeringado algo que sostenía una falsa paz social. Y aquí está el quid: las tensiones empiezan a salir a flote.


¿Y por qué esa ruptura? Por muchos factores. De algunos nos hablan por todos lados de forma sesgada y tendenciosa. El envejecimiento de la población es uno de ellos, que es cierto, innegable. Otra cosa es cómo lo miramos, si lo entendemos como un mero aumento de un montón de gente “dependiente” “mercantilmente no productiva”; y cómo lo construimos, si como un simple alargamiento de la cantidad de vida, al margen de la calidad de vida o de la capacidad de decidir sobre la propia vida. El envejecimiento de la población y… la inserción de las mujeres en el mercado laboral. Que, más allá de la reducción cuantitativa del número de mujeres disponibles 100% para las necesidades del hogar, de amas de casa a tiempo completo, es sobre todo importante por reflejar un cambio en la identidad de las mujeres, que nos negamos a renunciar al empleo, a toda vida profesional, a la independencia monetaria, para dedicarnos en plenitud al trabajo no pagado en la familia. El revuelo que se monta socialmente por esta “inserción de las mujeres en el mercado laboral” está asociado también a un proceso de clase: ya había un montón de mujeres en el mercado laboral, todas aquellas mujeres obreras sujetas a la doble invisibilidad que decíamos antes. Eran mujeres que vivían en plenitud esos problemas de “conciliación de la vida laboral y familiar”, pero que no tenían legitimidad social para plantearla como un problema público. El revuelo empieza a formarse porque el feminismo lo saca a la luz, como indudable consecuencia de un ejercicio de dignificación del trabajo asalariado de las mujeres; pero también porque empiezan a ser tensiones sufridas por mujeres de clase media y mayor nivel educativo que tienen mayor capacidad para que sus voces se oigan.


Pero hay otros factores de los que se habla mucho menos, de los que no se quiere hablar. La crisis de los cuidados está íntimamente relacionada con el modelo de crecimiento urbano, que conlleva la desaparición de espacios públicos donde se pueda cuidar de forma menos intensiva (sin el miedo a que atropellen a la cría, ¿no sería más fácil que baje a jugar sola con sus amigos, o dejar que vaya sola a gimnasia sin tener que acompañarla?), y genera una escisión entre los distintos espacios de vida que, además de robarnos una barbaridad de horas en transporte, hace que el curro, la casa, las amistades, la escuela, el centro de salud estén cada uno en una punta, que sea una locura ir de un lugar a otro, que no puedas simultanear tareas, ni pedir a alguien que eche un ojo al abuelo mientras bajas a hacer recados. La crisis de los cuidados está íntimamente vinculada a la “explosión urbana y del transporte motorizado”, sobre la que alertan desde el ecologismo social, y que está en la génesis de la crisis ecológica. Otro factor del que hablamos poco, muy poco, es la precarización del mercado laboral: la flexibilización de tiempos y espacios que, más allá de la retórica que nos quieran vender, responde sistemáticamente a las necesidades empresariales. El baile caótico de tiempos y espacios de trabajo vuelve imposible cualquier arreglo del cuidado medianamente estable. Y esa misma precarización hace que los (escasos) derechos de conciliación que se van reconociendo o ampliando (léanse permisos de maternidad, paternidad, excedencias, reducciones de jornada, etc.) lleguen a una fracción privilegiada de la fuerza laboral y dejen fuera a otra mucha, mucha gente. Por último, la pérdida de redes sociales y el afianzamiento de un modelo individualizado de gestión de la cotidianeidad y de construcción de horizontes vitales, nos deja muy solas a la hora de abordar estas pequeñas grandes dificultades de la vida. El modo individualizado y consumista de apañárnoslas, cada quien consigo y con lo que pueda comprar en el mercado. Y, cuando esto falla, el reiterado recule a la familia tradicional. Imaginamos alternativas de convivencia que no pasen por el mercado ni por los lazos familiares prototípicos, pero no las construimos con solidez. Por qué seguimos ahí estancadas, desde el propio feminismo, es algo que no tenemos claro. La asunción de mayores cotas de libertad en la organización de la vida cotidiana no va unida a la incorporación de la idea de vulnerabilidad, por lo que la libertad no se traduce en la construcción de una responsabilidad compartida para lidiar con nuestras vulnerabilidades inevitables. ¿Estamos derivando, como sociedad, pero también nosotras, hacia una idea de autosuficiencia más que hacia la constatación de la interdependencia vital? ¿Cómo lidiar con el deseo de libertad y la necesidad de compromiso?


Crecer o decrecer: That is the question


Pedro Pérez Prieto - Tlaxcala

Presentación del editor (Manuel Talens)

Según la Wikipedia, “el crecimiento económico es el aumento de la renta o valor de bienes y servicios finales producidos por una economía (generalmente un país o una región) en un determinado período. A grandes rasgos, el crecimiento económico se refiere al incremento de ciertos indicadores, como la producción de bienes y servicios, el mayor consumo de energía, el ahorro, la inversión, una balanza comercial favorable, el aumento de consumo de calorías per cápita, etc. El mejoramiento de estos indicadores debería llevar teóricamente a un alza en los estándares de vida de la población.” [1]

También según la Wikipedia, “El decrecimiento es una corriente de pensamiento político, económico y social favorable a la disminución regular controlada de la producción económica con el objetivo de establecer una nueva relación de equilibrio entre el ser humano y la naturaleza, pero también entre los propios seres humanos. Rechaza el objetivo de crecimiento económico en sí del liberalismo. [2]

Este artículo de Pedro Prieto, Vicepresidente de la Asociación para el Estudio de los Recursos Energéticos (AEREN) y miembro del panel internacional de la ASPO (The Association For the Study of Peak Oil and Gas), es una reflexión crítica sobre los retos energéticos que afronta nuestro planeta en esta segunda década del siglo XXI a causa del cada vez más cercano declive en la producción de combustibles fósiles. Parece axiomático que bajo el envoltorio financiero de la crisis económica actual se esconde agazapado un monstruo mucho más feroz que el de las irrestituibles deudas soberanas de prácticamente todos los Estados del mundo: el de la crisis energética. Sin la energía necesaria para mantener en marcha la máquina insaciable del capitalismo será imposible seguir creciendo y, pese a ello, son muy pocas –y poco escuchadas– las voces que se alzan para inyectar sentido común en las mentes de los líderes políticos que, como ciegos, cada día nos acercan más al precipicio de un utópico crecimiento, ignorando –¿o quizá ocultando?– que decrecer ha dejado de ser una opción para convertirse en algo ya tan ineludible como respirar o morir.

Prieto toma aquí como excusa una polémica, a propósito del decrecimiento, que en fechas recientes tuvo lugar en el sitio web www.rebelion.org entre un economista socialdemócrata y un ecologista. Por supuesto, el artículo que sigue a continuación no necesita de dicho contexto y puede leerse de forma independiente. Quienes no obstante deseen acceder a la polémica pueden hacerlo en estos enlaces:

1) Sobre el concepto del decrecimiento (Juan Torres López)
Manuel Talens, Tlaxcala
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Dibujo tomado de The Oil Drum.
  
He seguido con interés el debate que mantuvieron Juan Torres López y Toño Hernández en las páginas de Rebelión a propósito del concepto de decrecimiento y, dado que discrepo con algunas de las propuestas de ambos, me permito aportar un enfoque ligeramente matizado en las líneas que siguen.

Para empezar, tengo por cierto que, según cómo se plantee, el concepto de decrecimiento puede adolecer de inconsistencias. Por otra parte, a pesar de que siento simpatía por aquellos que de buena fe tratan de seguir “creciendo” en este mundo finito, coincido con Torres López y Hernández en que ese tipo de “crecimiento” también adolece de inconsistencias.

En primer lugar, creo obligado fijar unos principios para el planteamiento de mis puntos de vista.
Sobre si es posible crecer más o en qué forma y cómo puede hacerse, lo plantearé desde un punto de vista físico, porque los términos económicos al uso me resultan cada vez más extraños, ininteligibles y, las más de las veces, incoherentes, dicho esto con todos los respetos por quienes de buena fe, como es el caso de Juan Torres López o Vicenç Navarro, escriben profusamente sobre el tema con la intención de enseñar a los mortales no economistas –desde la perspectiva económica moderna– qué es lo que está pasando en este mundo.

Mi elección del punto de vista físico no es casual: cuando mido algo en el mundo real lo hago por medio de patrones inalterables, como el sistema de pesas y medidas. Un kilo, un litro, un metro, un grado centígrado, un vatio, un caballo de vapor son cosas que uno puede medir, valorar y comparar con carácter universal.
Sin embargo, el precio de una compañía como Telefónica o Exxon puede variar su valor bursátil hasta un 5 o un 8%… ¡en un solo día!, y ello tanto hacia arriba como hacia abajo sin que sus bienes tangibles, medibles, físicos, hayan cambiado un ápice en ese breve período de tiempo. La intangibilidad bursátil y el aumento gradual de los vaivenes a que asistimos desde hace tiempo han hecho que algunos pongamos en duda lo que nos dicen personas por otra parte muy fiables cuando nos explican el mundo y estas variaciones a través de “la realidad del capitalismo de nuestros días”.

Pondré un ejemplo: el concepto de la “prima de riesgo país” y la forma en que la economía convencional trata este asunto adolecen de una absoluta falta de rigor. Se fija un valor 100 para bonos del Estado alemán y el resto de países, al menos los de la Unión Europea, tienen que pagar lo que se ha dado en llamar un “diferencial” sobre ese valor; obviamente, esos países suelen situarse varios puntos porcentuales por encima.
Según este principio, la economía convencional supone que el valor alemán es inalterable, mientras que los demás países están sujetos a fluctuación y a pérdida o ganancia de confianza.

Al parecer, las fábricas, los bancos, las empresas de servicios o los sistemas bancario y financiero de Alemania son como la barra de platino iridiado que se conserva en el Museo de pesas y medidas de París y que definió por primera vez al metro como unidad de longitud. Eso sí que es una falta grave de rigor y seguramente nos sucede porque desde la desaparición de un patrón universal, como fue el oro, hemos perdido el norte de las referencias económicas.

La energía como factor de crecimiento

En el sistema escolar de mi juventud (ni siquiera había que llegar al grado universitario), se nos explicaba que la energía es la capacidad de realizar trabajo. Se trata de un principio físico, medible, inalterable y que responde perfectamente a las leyes de la termodinámica que, según Einstein (y algo sabía de esto), eran las leyes más incontestables del universo.

Y si a su vez consideramos que el trabajo es la esencia de la actividad económica, de la creación de bienes y de la prestación de servicios, es evidente que la actividad económica estará ligada, por obligación, a la disponibilidad de energía para llevar a cabo dicho trabajo.
Figura 1. Esta curva muestra que el crecimiento del PIB mundial exige necesariamente que también crezca el consumo de energía primaria en el planeta. Los datos son de la Agencia Internacional de la Energía (World Energy Outlook 2009). La actividad mundial es prácticamente una recta, cuya pendiente está entre los países OCDE (los más ricos), que pueden presumir de tener menos pendiente –esto es, de consumir menos por cada unidad de PIB generado– y los países no OCDE (los menos ricos), cuya pendiente es mayor que la del promedio mundial, esto es, consumen una mayor cantidad de energía primaria por menor unidad de PIB. Esto puede deberse al inferior estadio tecnológico y a la tercerización de las actividades más consumistas y contaminantes de los países del primer mundo en los del tercero, que aparecen como los menos eficientes.

Aunque la economía clásica utiliza muchos parámetros (de hecho, cada vez más) para medir la actividad económica, la forma más conocida para medirla es el Producto Interior Bruto o PIB. Creo entender que tanto Torres López como Hernández están de acuerdo en que el PIB no es necesariamente lo que determina, al menos de forma directa y comprobada, mayor bienestar o felicidad o seguridad para la especie humana. Se ha criticado a la izquierda por referirse también a este parámetro, pero no tanto a la economía clásica por seguir metiéndonoslo a diario con un embudo.

Por todo lo anterior, creo que puede establecerse una correlación según la cual la actividad económica sólo puede aumentar si al mismo tiempo aumenta la cantidad de energía puesta a disposición de la sociedad, sobre todo cuando se utilizan baremos de medida mundiales, no regionales, que podrían falsear los resultados.

Figura 2. Distribución del consumo de energía per cápita por grandes países o regiones y por tipo de energía. La línea roja muestra el PIB per cápita. Las fuentes son el Statistical Review of World Energy de British Petroleum (2010) y los datos de PIB del FMI. La energía primaria está expresada en vatios equivalentes de potencia per cápita. En el eje de abscisas, la población de 2007. La línea negra señala el consumo de energía per cápita promedio mundial. La línea roja muestra el PIB. Se observa una relación muy directa, salvo las singularidades de Rusia y Oriente Medio, explicables en gran parte por tratarse de grandes regiones productoras/exportadoras de energía y los consumos internos de esas gigantescas infraestructuras se les contabilizan a ellos. Es una estructura típica de Pareto de distribución desigual de la riqueza, principalmente energética, donde aproximadamente el 20% de la población utiliza el 80% de los recursos mientras que el 80% de la población debe conformarse con el 20% de los recursos, sobre todo energéticos.
Este inquietante gráfico fue elegido “Gráfico del año” por la prestigiosa revista digital estadounidense “The Oil Drum”.


A partir del hombre de Cromagnon (homo sapiens-sapiens, por fijar un límite), la energía que éste utilizaba provino durante unos dos millones de años de la biosfera, un medio prácticamente bidimensional que comprende la capa fértil de la Tierra y las láminas de agua superficiales. En esos dos millones de años, ninguno de nuestros antepasados tuvo grandes problemas con los conceptos de sostenibilidad/sustentabilidad o con el crecimiento o el decrecimiento.

Predominaba entonces (y parece que en determinados ámbitos todavía predomina) el mandato bíblico del “creced y multiplicaos” y para los pocos millones de individuos de la especie humana la Naturaleza era, por un lado, una amenaza a la que vencer y dominar y, por el otro, una fuente infinita de recursos nutritivos.

De eso se deducía que cuanta más proliferación humana y más actividad hubiese, mejor iba todo. De cualquier forma, era una suerte de imitación y cumplimiento del impulso animal y vegetal de patrón exponencial de reproducción, también inherente a los humanos como animales mamíferos vertebrados superiores. Hasta aquí no hay nada que objetar, porque la experiencia les mostraba que la Naturaleza se encargaba de equilibrar los crecimientos exponenciales de plantas o animales que sobrepasaban las posibilidades de los recursos del entorno que eran capaces de habitar.

Así transcurrieron esos dos millones de años, con algún salto en los consumos, como cuando los humanos descubrieron el fuego hace aproximadamente medio millón de años y se apropiaron por primera vez de energía exosomática, que los griegos tan bien reflejaron con el mito de Prometeo; o como cuando, hace unos 7 o 9.000 años, inventaron la agricultura y empezaron a domesticar animales en su propio provecho.

Sin duda aquellos fueron saltos cuantitativos en el aumento del consumo y también en una cierta mejora del bienestar material de la especie, todos ellos a costa de una mayor capacidad de transformación (en definitiva, de un deterioro) de la Naturaleza que, sin embargo, todavía estaba lejos de mostrarnos sus límites planetarios.

En este punto, quizá convenga añadir que existen revisiones antropológicas y sociológicas de los conceptos de “evolución” y “progreso”, según las cuales el inicio de los cultivos de plantas y de la domesticación de animales por parte de los humanos quizá no se debiesen tanto a su inteligencia superior como al agotamiento de las fuentes tradicionales de suministro que aquellos cazadores-recolectores tenían a su alcance.
En cualquier caso, ha sido apenas en los últimos 150 años cuando el mundo ha sufrido la transformación más radical de su historia: primero con la llegada de los motores de vapor y, más tarde, con los de explosión en sus dos grandes versiones (Otto y Diesel). La máquina de vapor inicialmente funcionaba con madera y muy pronto pasó a hacerlo con carbón, cuando el ritmo de explotación de los bosques se hizo insostenible en la Inglaterra del siglo XIX.

Figura 3. Evolución humana desde el punto de vista energético, expresada en vatios de potencia per cápita de las distintas culturas y estadios de dicha evolución, con discriminación de la energía invertida en satisfacer determinadas actividades humanas. Obsérvese que la civilización industrial y tecnológica más moderna destina muy poco porcentaje de energía (aunque una gran cantidad) a la alimentación y a la economía doméstica.

Figura 4. Evolución del consumo humano de energía en los últimos 160 años. Datos del World Economic and Social Survey UN. Páginas V y VII del overview y elaboración propia.

Esto provocó la primera explotación masiva de los recursos energéticos del subsuelo. Por primera vez en su historia, los humanos empezaron a utilizar masivamente recursos energéticos de la litosfera.

Hoy en día las máquinas multiplican la capacidad de realizar trabajo del propio metabolismo de los seres humanos hasta extremos que dañan aceleradamente la propia base del recurso que les permite vivir: la biosfera.

En la actualidad, la sociedad humana se mueve, con los desajustes y desequilibrios en el reparto de los recursos que todos conocemos, con prácticamente un 82% de los aportes energéticos que obtiene de la litosfera. Es preciso destacar que se trata de fuentes energéticas limitadas, finitas.

El 18% restante, que proviene de la biosfera, está constituido por los saltos hidroeléctricos, que en algunos continentes, como el europeo, están agotados en un 85% de las grandes cuencas fluviales, así como en el uso tradicional de la biomasa (madera, leña, residuos agrícolas, bostas de vaca, etc.), que todavía para muchos países pobres representan un 30% de su uso energético total, mientras que para otros más avanzados apenas suponen el 3%. En el ámbito mundial, la biomasa constituye aproximadamente un 10% de la energía primaria que el mundo consume, pero no deberíamos esperar aumentos en los aportes de esta fuente bidimensional, porque ya hemos hecho desaparecer el 50% de los bosques originales del planeta y el ritmo de destrucción neta de los mismos (deforestación, menor crecimiento natural e insuficiente reforestación artificial) se sitúa en un 1% anual.

Llegados a este punto, añadiré que quienes estamos preocupados por los aportes energéticos en este mundo solemos citar al célebre economista Kenneth Boulding, de la American Economic Association y de la American Association for the Advancement of Sciences: “Quien crea que el crecimiento exponencial puede continuar para siempre en un mundo finito es un loco o un economista”.

La energía y los economistas de la Tierra plana

En la economía clásica todo tiene un valor de mercado, incluida la energía que hoy mueve a la sociedad mundial. Pero muchos economistas de esos que en biofísica denominamos “de la Tierra plana” (es decir, aquellos que entienden que el crecimiento no tiene límites, por lo menos visibles o inmediatos, de la misma manera que los navegantes anteriores a Colón pensaban que la Tierra era plana y siempre había un “más allá”) no son conscientes de la terrible asimetría que supone la relación entre la energía y todos los bienes y servicios que la energía disponible facilita a la sociedad.

Pondré un ejemplo didáctico: supongamos que un automóvil cuesta 20.000 euros y que el litro de la gasolina que utiliza su motor cuesta 1 euro. Parece lógico llegar a la conclusión de que ese automóvil y 20.000 litros de gasolina son equivalentes.

Sin embargo, la energía no es un bien de consumo más, por mucho que la economía clásica así lo considere y que la ciudadanía se haya acostumbrado a que así sea. Muy al contrario, la energía es el requisito previo e imprescindible para que se puedan dar todos los demás bienes y prestar todos los demás servicios, pero no al revés.

Éste es un aspecto crucial que parece incomprensible para muchos economistas de la Tierra plana, un aspecto que sí tienen claro los economistas biofísicos, como José Manuel Naredo, a quien por fortuna ni Torres López ni Hernández discuten, o Joan Martínez Alier, otra figura de reconocido prestigio mundial en la economía del sentido común vinculada a las realidades físicas o, más recientemente, Oscar Carpintero, por citar sólo a tres. La disponibilidad de energía predetermina la posibilidad de realizar trabajo y, por lo tanto, predetermina la actividad económica. Esto no es algo reversible ni simétrico, por más que algunos economistas se empeñen en que para que la energía surja y quede a nuestra disposición sólo hace falta fijar un precio de mercado lo suficientemente alto como para que el mercado la provea.

Es muy habitual que los economistas –y no sólo los denominados neoclásicos– asuman, supongan o crean que la economía mundial se mueve con dinero en vez de con energía, lo cual hace que algunos científicos consideren que han perdido el contacto con la realidad.

Si la energía de que dispongo es exclusivamente la que tenía el homo sapiens-sapiens, es decir, la que podía ingresar de la ingesta de alimentos, mi capacidad de transformación de la Naturaleza y de creación de bienes y prestación de servicios se reduce a la de mi aparato musculoesquelético, es decir, a la de una máquina de apenas unos 100 vatios de potencia.

Si además utilizo la energía exosomática del fuego, podré realizar transformaciones algo mayores y aumentar la actividad. Si sobre ella añado la domesticación de animales puestos a mi servicio y la obtención de alimentos de forma más fácil mediante el cultivo, alcanzaré mayor capacidad de transformación de la Naturaleza en lo tocante a la producción de bienes o prestación de servicios.

Hoy consumimos unas 20 veces más energía que a principios del siglo XX. La población humana se ha multiplicado desde entonces por un factor algo superior a 6, lo cual quiere decir que los 7.000 millones de seres humanos actuales consumimos, en promedio, unas 3 veces más energía per cápita que el ser humano de principios del siglo XX.

Esta ingente capacidad de movilización humana es posible porque el 82% de la energía se extrae de fuentes no renovables de la tercera dimensión, de la litosfera. No es por factores monetarios o financieros. Se trata de fuentes de energía que están sujetas al agotamiento. Incluso la parte correspondiente al 10% de la energía primaria mundial, que proviene de la biomasa y se supone renovable, tiene también un elevado porcentaje de agotamiento y no renovabilidad, porque se explota a mayor ritmo que el de reposición natural. Por ejemplo, si un bosque se poda a una velocidad inferior a la del crecimiento de sus ramas, el recurso es renovable; si en cambio se expolia a una velocidad superior, el bosque desaparece y deja de ser un recurso renovable. Podría decirse que es cosa de Perogrullo, pero algunos economistas no parecen entenderlo.

Por si fuera poco, las últimas mediciones indican que ese consumo de energía que propicia una transformación tan brutal de los recursos naturales para la obtención de bienes y para la prestación de servicios ya sobrepasa entre un 40 y un 50% lo que se ha dado en llamar la capacidad de carga del planeta; esto es, la capacidad que tiene la biosfera de regenerarse a su ritmo natural de reemplazo para seguir manteniendo la base de recursos vitales que dan vida a este mundo. Por su parte la litosfera, si es que se regenera, lo hace a ritmos geológicos, que quedan fuera de nuestra escala.

Por todo lo anterior, creo que el debate entre Juan Torres López y Toño Hernández sobre las interpretaciones que se dan a los conceptos de decrecimiento o de crecimiento es un ejercicio algo retórico, ya que una vez más se los saca de su contexto natural y se olvida el concepto clave de la ecuación, la energía.

Es obvio que el crecimiento no es algo malo y, como bien dice Torres López, es mucho más convincente y agradable como concepto que el decrecimiento. Pero la Naturaleza ha dispuesto que todo ser vivo crezca, llegue a un pico o cenit vital y luego venga su declive, su decrepitud progresiva, su envejecimiento y su muerte. El hecho de que los individuos estén sometidos a ese ciclo es lo que permite que las especies se sostengan de forma estable. Nunca antes de nuestra civilización actual se había ignorado, despreciado o ninguneado hasta tal punto este principio inmutable, inexorable y natural.

Nunca tantos seres humanos nos habíamos equivocado tanto al olvidar que los crecimientos infinitos no existen en el mundo finito. Ningún ser vivo puede crecer de manera indefinida. Lo hace hasta que agota el medio del que vive, y, luego, se colapsa. O bien lo hace siguiendo los ciclos o ecuaciones de Lotka-Volterra de relación entre predador y presa, en los que la especie del predador crece hasta que se agota la base de su recurso y entonces decae hasta que el ciclo se vuelve a repetir si es que la especie predada –o la predadora– no terminan de extinguirse.


Figura 5. Ciclos típicos de Lotka-Volterra entre poblaciones de presas y predadores, según el recurso de las presas va dejando sin alimento a los predadores. Se observan crecimientos y decrecimientos cíclicos de ambas poblaciones.


Podemos ignorar esto y seguir pensando que crecer sin tasa (o incluso como algunos buenistas proponen, hacerlo de forma moderada, para aguantar más) es algo bonito… pero no es realista.

Decrecer o morir

El decrecimiento ha dejado de ser una opción o una alternativa y empieza a ser una circunstancia inexorable. Los síntomas de llegada al cenit de los principales combustibles fósiles que alimentan la actividad humana (la economía bien entendida, en suma) son cada vez más evidentes. Y al cenit de la producción o el flujo de un combustible finito sólo puede seguir un declive productivo irreversible.



Figura 6. Visión general del cenit y posterior declive de la producción mundial de petróleo y gas.
The Association for the Study of Peak Oil and Gas (ASPO). www.peakoil.net.


 
Figuras 7, 8, 9, 10 y 11. Visiones de grandes multinacionales del petróleo y de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) sobre el futuro de la producción mundial: Exxon Mobil, Total, el ENI italiano, Repsol YPF y la AIE. Nótese que estas grandes empresas no suelen admitir pública y abiertamente que el cenit de la producción mundial es inminente, pero a veces sus gráficos en momentos muy particulares parecen indicar lo contrario.


Figura 12. El llamado Oil-i-Gator o la brecha creciente. El economista jefe de la Agencia Internacional de la Energía ha terminado por reconocer que el declive productivo promedio de los 580 mayores pozos de petróleo del mundo no era en realidad del 3,6% anual, sino del 6,7%. Eso significa, en sus propias palabras, que sólo para compensar el declive de dichos pozos, durante los próximos 20 años habría que descubrir, desarrollar y poner en producción yacimientos equivalentes a Tres Mares del Norte (18 millones de barriles diarios de nuevos yacimientos); y que para mantener un crecimiento sostenido mundial habría que descubrir, desarrollar y poner en producción yacimientos equivalentes a seis Arabias Sauditas (unos 60 millones de barriles diarios de nuevos orígenes). La AIE ha reconocido en su World Energy Outlook de 2010 que el cenit o producción máxima mundial del petróleo convencional tuvo lugar… ¡en 2006! Curioso silencio, durante un trienio, por parte de una agencia mundial de la energía que hace informes anuales.

Desde el año 2006, el petróleo convencional ha llegado a su cenit y la suma de todos los denominados “combustibles líquidos” (una equívoca expresión utilizada en fechas recientes por la Agencia Internacional de la Energía o AIE) se ha mantenido en un angustioso bumpy plateau, es decir, en una ondulante meseta productiva de unos 85 millones de barriles diarios.




Figuras 13
y 14. La meseta de la producción mundial de petróleo, constatable desde 2006, donde el petróleo convencional (el de mayor calidad y contenido neto de energía) muestra un inquietante estancamiento o incluso una caída). El resto del petróleo no convencional apenas llega a cubrir el hueco de la producción convencional, formando la llamada y temida “meseta ondulante”.

Llegados a este punto, creo que vale la pena recordar aquí el concepto de Tasa de Retorno Energético o TRE (en inglés, Energy Return on Energy Invested o ERoEI), que es el cociente entre la cantidad de energía neta que queda a disposición de la sociedad y la que hay que consumir en el proceso de obtenerla).

Ese cociente no ha cesado de disminuir desde hace décadas, por la lógica elemental de que se empezó por extraer petróleo de los yacimientos más grandes, de más fácil acceso, más superficiales y de mejor calidad de crudo. Una vez agotados éstos, para extraer la misma cantidad de petróleo se va necesitando cada vez más energía (nótese que digo “más energía”, no “más dinero” como dirían los economistas de la Tierra plana) a medida que hay que desplazarse a campos petrolíferos más lejanos, más profundos, más pequeños, de peor calidad, más inseguros o más inaccesibles.

Esto supone una disminución de la energía neta disponible para la sociedad mundial, ya que el complemento compensatorio se reemplaza con fuentes de energía de mucho menor rendimiento neto o “no convencionales”, es decir, con petróleos de aguas ultraprofundas, de esquistos o pizarras bituminosas, de zonas polares o de líquidos provenientes del gas natural o de la exasperante utilización masiva de biocombustibles provenientes de cultivos que en muchos casos compiten con la alimentación humana para nutrir los estómagos de las máquinas.

Figura 15. Muestra de cómo una mayor producción nominal de combustibles líquidos no supone automáticamente más energía puesta a disposición de la sociedad, pues a medida que avanza la explotación de un recurso finito empeora la calidad promedio del mismo y ofrece menos energía neta para el mismo volumen extraído.

Si consideramos que el petróleo mueve el 95% del transporte mundial, resulta muy inquietante que apenas algún economista haya sido capaz de intuir siquiera la posibilidad de una mínima relación entre este estancamiento del aporte energético global y neto a la sociedad mundial y la crisis económica y financiera también global que se desató en 2008, justo pocos meses después de que los “mercados” estableciesen el precio del petróleo en 148 dólares por barril. Como si la energía y la economía fuesen conjuntos absolutamente ajenos entre sí…

El petróleo, por ser el combustible más potente, manejable y versátil, además del de mayor volumen de toda la cesta energética mundial, tiene una relación todavía más directa con la actividad económica que el resto de la energía primaria.

En consecuencia, por mucho que las masas desinformadas prefieran las mentiras piadosas a las verdades como puños, en la actualidad ya no se trata de “preferir” el crecimiento al decrecimiento ni de elegir entre la “verdad incómoda” del decrecimiento o la “mentira reconfortante” del crecimiento, sino de analizar y orientar los posibles e inexorables caminos que se abren ante nosotros para decrecer, porque como bien decía Margarita Mediavilla en su excelente artículo “Decrecer bien o decrecer mal”, el decrecimiento es un hecho, no una opción.

O decrecemos voluntariamente y de la forma más organizada posible hasta niveles que permitan una vida verdaderamente sostenible sobre el planeta (que no tiene por qué ser indigna, pero desde luego va a ser mucho menos intensa que la actual en la capacidad de transformar el medio) o la Naturaleza se encargará de hacerlo por nosotros de forma mucho más dolorosa para la Humanidad.
Cuando Torres López dice:

Simplemente discrepo del concepto de decrecimiento que utilizan para definir tales estrategias porque creo que carece de rigor, que no puede hacerse operativo, porque creo que no responde a la realidad del capitalismo de nuestros días y porque, por esas razones, me parece que solo puede servir para estimular una creencia o simples acciones testimonialitas pero no para combatir eficazmente el capitalismo.

creo que quien carece de rigor es él. En el mundo físico, cuyas leyes están por encima de las leyes económicas, sólo se crece en actividad y capacidad de producción de bienes y prestación de servicios si existe la disponibilidad energética para hacerlo. El hecho de que en los últimos 150 años haya habido importantes crecimientos sostenidos, que se han basado en la explotación creciente de los combustibles fósiles y cuyos datos son tan públicos como rigurosos, no implica en absoluto que esto pueda seguir así de forma indefinida.

Es más, no sólo se acumulan las pruebas de que el petróleo está ya en su cenit o pico de producción mundial, sino que también empieza a estar claro que el gas natural será el siguiente en llegar a su cenit dentro de una o dos décadas y que un poco más adelante le tocará el turno al carbón. Sobre todo en lo que respecta a los aportes energéticos netos reales, que son cada vez menores a medida que hay que ir a explotar recursos de menor contenido energético y calidad, más lejanos, más profundos y de yacimientos cada vez más pequeños e impuros.

¿Nos salvarán las energías llamadas renovables o la nuclear?

Hay quienes tienen la esperanza de que las energías renovables o la nuclear puedan compensar con sus propios aportes la progresiva disminución de energía fósil en tiempo real, es decir, aumentando sus flujos en proporción inversa a la mengua de combustibles fósiles.

No me extenderé mucho en este aspecto. Señalaré solamente que el mundo consumió en 2005 unos 509 Exajulios de energía. Expresados en valores energéticos comprensibles para el lector, esos 509 Exajulios equivalen a unas 15.000 centrales nucleares de 1 Gigavatio o a unos 12.000 millones de toneladas de petróleo equivalente.

Lo curioso es que pocos son conscientes de que, de toda esa gigantesca cantidad, apenas 59 Exajulios (es decir, un 10,6%) fueron el aporte energético eléctrico a la sociedad mundial. Eso significa, ni más ni menos, que nuestra sociedad industrial y capitalista actual en su conjunto es fundamentalmente no eléctrica. Y como las energías renovables modernas y la nuclear sólo producen electricidad, el cambio de las infraestructuras mundiales desde la energía fósil a la eléctrica sería una tarea titánica cuya existencia sólo es posible en las pizarras de algunos ilusionistas.

Pero, además, lo cierto es que las reservas probadas de uranio dan para unos 60 años de consumo en las 440 centrales nucleares que operan en la actualidad (y eso si nos olvidamos de la inolvidable Fukushima y de las que todavía siguen detenidas en Japón como consecuencia del terremoto y el tsunami posterior). Si consideramos que una central nuclear suele tardar unos diez años en generar el primer vatio desde que se planifica hasta que empieza a funcionar, la tarea de construir varios miles de centrales nucleares es algo insensato, porque antes de tener a punto los primeros centenares se habrían agotado todas las reservas mundiales existentes de uranio... por no hablar de que su cenit mundial de producción será muy anterior al agotamiento total, como hemos visto que sucede con el petróleo.

Con respecto a la posibilidad de que las modernas energías renovables (eólica y solar, fundamentalmente) cumplan la tarea, por mucha buena voluntad que tengamos y por mucho informe que alguna organización ecologista haya publicado, la realidad es que los 200.000 MW de potencia eólica que había instalada en el planeta a finales de 2010 produjeron un 1,8% de la electricidad que el mundo consumió ese año.

A esto se le añade el agravante de que entre el año 2009 y el 2010 el consumo eléctrico mundial aumentó un 5,9%. Si se considera que toda la capacidad mundial de producción de aerogeneradores llegó a suministrar en 2010 unos 40.000 MW, las matemáticas indican que sólo para cubrir el aumento del consumo eléctrico mundial de 2010 habría que haber multiplicado por 15 la producción mundial de aerogeneradores.

Si, además, lo que se pretende –en el poco tiempo de que ya disponemos– es sustituir la generación eléctrica de origen fósil o nuclear por la eólica, sería necesario aumentar esa capacidad fabril entre 50 y 100 veces. Y aún así, lo único que se estaría resolviendo –en las pocas décadas de que ya tampoco disponemos– es el problema del suministro eléctrico (que, recuérdese, fueron sólo unos 54 de un total de 509 Exajulios). Por supuesto, si lo que se pretende es resolver el problema del aporte de la energía fósil en todos los ámbitos las escalas se multiplican hasta lo utópico.

A nadie se le oculta que estos sistemas renovables, por más deseables que sean, han sido instalados fundamentalmente en países muy desarrollados (el 67% en Europa o en América del Norte) y el 28% en países emergentes, todos ellos con políticas de primas y subvenciones.

Tales primas y subvenciones son posibles en las sociedades con excedentes dinerarios y, por lo tanto, energéticos (por supuesto, fundamentalmente de origen fósil), lo cual hace muy dudoso que, si estas sociedades empiezan a declinar por falta de los combustibles que ahora las alimentan, vayan a poder seguir destinando los ingentes recursos mencionados a esos reemplazos.

Por último, tampoco los partidarios de estas energías se han visto jamás ante la tesitura de tener que analizar el impacto de estos desarrollos elefantiásicos desde una visión de arriba abajo (top-down). Hasta ahora se han contentado con hacerla de abajo arriba (bottom-up), es decir, se instala un anemómetro en un campo y si produce x energía, se multiplica x por el número de aerogeneradores y eso es lo que se espera obtener de dicho campo.

En una reciente publicación de la prestigiosa revista Energy Policy, titulado “Global wind power potential: Physical and technological limits” [El potencial global de la energía eólica: límites físicos y tecnológicos], los profesores Carlos de Castro, Margarita Mediavilla, Luis Javier de Miguel y Fernando Frechoso, investigadores de la Universidad de Valladolid, concluyen que el límite técnico superior a escala mundial que se podría llegar a captar de forma eólica sería del orden de 1 TW, totalmente insuficiente para pensar en cubrir las fauces de ese ominoso Oil-i-Gator: la llamada “brecha creciente” que van a ir dejando los combustibles fósiles.

Y en cuanto a la energía solar, a la que se concede un mayor grado de potencial teórico, sin lugar a dudas la situación es similar en los aspectos analizados para la energía eólica: el 75% de todas las instalaciones mundiales se han llevado a cabo en Europa y el 15% en USA y Japón, es decir, en sociedades (hasta ahora) muy excedentarias en poder económico y financiero (y, por lo tanto, en excedente energético) que podían permitirse destinar sus excedentes a estos menesteres. Y, aún así, en 2010 apenas produjeron el 0,28% de la electricidad mundial. Sus menos de 20.000 MW de capacidad fabril anual deberían multiplicarse como los panes y los peces para poder obrar un milagro.

Lo peor es que, por poner un ejemplo concreto, ni los gobiernos griego, portugués, irlandés, español o italiano, que han impulsado considerablemente estas energías en Europa, parecen estar en condiciones de seguir haciéndolo tras la aparición de los primeros síntomas de agotamiento o llegada al cenit económico (y energético) de sus sociedades, alimentadas principal y básicamente por energía fósil. Otro de los detalles que está siendo sorprendentemente ignorado por la mayor parte de la economía convencional, es que son precisamente esos países europeos con mayor crisis los que sufren las mayores dependencias energéticas, especialmente de petróleo, de toda la UE.

Y, por supuesto, también la energía solar adolece del grave problema de que hasta ahora nadie ha hecho estudios de “arriba abajo” para ver si estos sistemas también tienen límites técnicos y ecológicos inferiores a los que se les supone. Los primeros estudios en borrador parecen apuntar a límites considerables, incluso si el orden de su magnitud es superior al de los eólicos.

Sus rendimientos netos, algo que debería preocupar a todo científico o economista antes de lanzarse al vacío de una producción masiva, parecen dejar mucho que desear, aunque los estudios publicados hasta la fecha indiquen que tienen Tasas de Retorno Energético (TRE) de entre 8 y 20. Los estudios que está acabando quien esto suscribe, revisados por varios profesores de distintos países expertos en la materia, incluyen los costes energéticos de los entornos sociales –imprescindibles para que estos sistemas se puedan producir y mantener– e indican una TRE por debajo de 3. Esa Tasa de Retorno Energético no podría sostener a una sociedad con una intensidad de consumo como la actual, aunque no hubiese otros límites técnicos o ecológicos.

Lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible

Es evidente, sin ningún género de dudas y sin tener que decirlo con cierta vergüenza, que abogar por el decrecimiento es abogar por la disminución de la magnitud energética que predetermina la producción, el consumo o ambas cosas a la vez.

Es cierto que algunos partidarios del decrecimiento no se han planteado qué volumen de decrecimiento proponen para alcanzar sus objetivos. Además, hay que plantearse el lapso temporal para llevarlo a cabo, porque el tiempo se acaba inexorablemente.

Es cierto que muchos grupos ecologistas han perdido demasiado tiempo hablando de “desarrollo sostenible”, algo que es físicamente imposible. Y lo peor es que, además, el mundo industrial, empresarial y financiero no ha dudado en apropiarse del concepto para sus propios fines.

Es cierto que todavía hay grupos ecologistas que siguen insistiendo en que con las llamadas energías renovables, que en realidad son sistemas no renovables capaces de captar parte de los flujos de energía renovable del planeta, podemos seguir la senda de la llamada sostenibilidad en estos niveles insostenibles.

Pero no es menos cierto que los economistas que abogan por crecimientos sostenidos y moderados también adolecen de una extrema ausencia de rigor, pues olvidan o ignoran una máxima incuestionable que el vulgo atribuye al legendario torero Rafael Gómez Ortega, apodado “El Gallo” (1882-1960): “Lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible”.

En la economía actual o convencional, los economistas consideran que crecer un 9% anual, como hace China, es la prueba de una economía floreciente; que crecer un 3% anual no sólo es lo normal sino que, por alguna razón que desconozco, es la frontera mínima para empezar a “crear empleo” (la obsesión de vincular el empleo al crecimiento, cuando existe constancia histórica de sociedades humanas sin crecimiento económico perceptible durante largos periodos de tiempo y, sin embargo, con niveles de empleo generalizados). Y, por último, el simple hecho de no crecer lleva a cualquier partido político a la derrota electoral en esta democracia representativa que impera en Occidente.

Proyecciones para un futuro incierto

Con tales premisas, cabe plantear lo siguiente:

Supongamos que se acepta que el crecimiento de una economía nacional, como la española, sea de un moderado 3% anual (que siempre es acumulativo) y proyectemos luego matemáticamente ese 3% a lo largo del tiempo: al cabo de 25 años la actividad económica actual se habrá duplicado; al cabo de 50 se habrá cuadruplicado y al cabo de 100 se habrá multiplicado por 16.

Estas cifras hacen que surjan las siguientes preguntas: ¿Podrá España producir en 2110 16 veces más autovías que hoy; 16 veces más líneas de alta velocidad; 16 veces más túneles, obras públicas o edificios que hoy? Si hoy en día tenemos capacidad fabril para cerca de 3 millones de vehículos privados al año, ¿podremos permitirnos la fabricación de 50 millones de vehículos privados anuales, aunque sean eléctricos? ¿Botellines o latas de cerveza, aunque sean reciclables? Y así con cualquier actividad económica productiva o de servicios. ¿Podremos acoger a 800 millones de turistas al año, 16 veces más de los 50 que ahora acogemos? ¿Podremos tener 16 veces más sucursales bancarias?

Se reconozca o no, el modelo actual está agotado. Punto y final. Finiquito. No es aceptable la vaguedad con que se despacha esta grave contradicción del crecimiento exponencial posible vendiendo entelequias de actividad económica intangible para suplir esta monstruosa capacidad de transformación del mundo físico que hemos alcanzado con conceptos etéreos que, supuestamente, ni alteran ni manchan la naturaleza y que, también supuestamente, permitirán que la máquina siga funcionando. El mundo no funciona así.

Y en cuanto al volumen de decrecimiento, si existe un mínimo de seriedad y compromiso hay que ir más allá de la vaguedad del “hay que hacerlo”. En un artículo que publiqué recientemente, titulado “Un mensaje a los indignados occidentales”, expuse con la ayuda de datos del mundo físico cuál es el volumen de decrecimiento que sería necesario para alcanzar un mundo sostenible y sugerí por dónde empezar: lógicamente por los que más consumen. Sin duda los datos son muy preocupantes, pero a veces es mejor decir la verdad de una vez por todas que seguir instalados en el sopor del sueño del crecimiento infinito.

Por otra parte, los economistas anclados en el crecimiento también tienen la obligación de hacer examen de conciencia. Ya está bien de abogar por crecimientos más o menos limitados sin explicar las consecuencias a largo plazo y mirando únicamente las hipnóticas pantallas giratorias de la bolsa de valores, los indicadores bursátiles, los Presupuestos Generales del Estado o la mera satisfacción del placer, del confort o de la comodidad de sus conciudadanos a toda costa.

Notas




Gracias a: Tlaxcala
Fecha de publicación del artículo original: 20/11/2011
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La Megamáquina y la destrucción del vínculo social - Serge Latouche

Serge Latouche

Traducción del francés: Diego L. Sanromán

La megamáquina infernal

Lewis Mumford, y aún más Cornelius Castoriadis, nos enseñaron que la máquina más extraordinaria inventada por el genio humano no es otra que la organización social misma. Después de la metáfora del organismo, la metáfora de la máquina ha sido utilizada ad nauseam para referirse a la sociedad. Lo cierto es que, conforme a la visión cartesiana del animal máquina, las dos metáforas remiten a una misma visión mecanicista de la sociedad.

El proyecto de racionalización siempre ha apuntado en último término, bien a través del orden técnico bien a través del orden económico, a la organización de la Ciudad. Frank Tinland señala, con razón, a propósito de la tecno-ciencia, que ésta de hecho siempre tiene que ver con un triángulo tecno-económico-científico [1]. La dinámica tecno-económica planetaria ha adquirido el aspecto de un macrosistema descentralizado bastante diferente de la megamáquina centralizada (como el Estado faraónico o la falange macedonia consideradas por Lewis Mumford), pero de buena gana la calificaría de infernal. Algo que merece ser precisado. Se trata, por un lado, de identificar dicha máquina, de especificar sus características y, por otro, de mostrar qué es lo que puede justificar el calificativo de infernal.

La máquina humana

El carácter maquínico del funcionamiento del mundo contemporáneo se manifiesta por el ascenso de la sociedad técnica y, al mismo tiempo, por el ascenso del sistema técnico, pero también por el hecho de que los hombres mismos se han convertido en engranajes de un gigantesco mecanismo. Cada vez con mayor razón se puede hablar de una cibernética social [2]. Ésta destaca, en un primer momento, por la emancipación, con respecto a lo social, de la técnica y de la economía y, más adelante, por la absorción de lo social por lo tecno-económico.

La emancipación y el desencadenamiento de la técnica y de la economía

Si la técnica es, en su esencia abstracta y, como tal, insignificante, tan vieja como el mundo, la aparición de una sociedad en la que la técnica ya no es un simple medio al servicio de los objetivos y valores de la comunidad, sino que se convierte en el horizonte insuperable del sistema, en un fin en sí misma, data del periodo de la ‘emancipación’ de las regulaciones sociales tradicionales, es decir, de la modernidad. No alcanza toda su amplitud más que con el hundimiento del compromiso entre mercado y espacio de socialidad realizado en la nación, o lo que es lo mismo, con el fin de las regulaciones nacionales, sustitutos provisionales y finalmente últimas secuelas del funcionamiento comunitario. Se puede datar con mucha precisión este salto, paso de la cantidad a la cualidad, de lo que ha dado en llamarse tercera revolución industrial. El coste de las técnicas, sus efectos positivos o negativos (piénsese en Chernobil), sus dinámicas son inmediatamente transnacionales. Si el mundo obedece a las leyes del sistema técnico, tal como las analiza Jacques Ellul, la capacidad de su legislador se encuentra reducida en igual medida. Lo que quiere decir que el soberano, ya se trate del pueblo o de sus representantes, se ve notablemente desposeído de su poder en beneficio de la ciencia y de la técnica. Las leyes de la ciencia y de la técnica se sitúan por encima de las del Estado. Es en gran parte por haber olvidado este hecho por lo que los totalitarismos del Este, que se encontraban en contradicción con las leyes de la ciencia y de la técnica tal como éstas funcionaban en el mundo moderno, terminaron por derrumbarse. Entre las consecuencias de este aumento del poder de la técnica se encuentra la abolición de la distancia, la creación de lo que Paul Virilio llama la ‘teleciudad’ mundial y el surgimiento de la ciudad-mundo, lo que provoca el efecto inmediato de un hundimiento del espacio político. “A partir del momento –declara Virilio- en que el mundo queda reducido a nada en cuanto extensión y duración, en cuanto campo de acción, de forma recíproca, no hay nada que pueda ser mundo; es decir que yo, aquí, en mi torreón, en mi ghetto, en mi apartamento (cocooning), puedo ser el mundo. Dicho de otro modo, el mundo está en todas y en ninguna parte. Esto fue lo que el feudalismo, más tarde la monarquía y finalmente la república rompieron” [3].

Una de las consecuencias de este repliegue sobre uno mismo es la reaparición de las guerras privadas. Lo feudal y lo privativo van de la mano. Fue necesaria la monarquía, y más tarde el Estado-nación y la Revolución para que se superase esta noción de conflicto privado. Ha resurgido ayer mismo en el Libano, y hoy en Yugoslavia o en Ucrania. La desaparición de las distancias que crea esta teleciudad mundial crea inmediatamente también la desaparición del espacio nacional y la reemergencia de ese caos que destruye la base del Estado-nación y engendra esos fenómenos de descomposición con los que los media nos entretienen a lo largo de la jornada.

La transnacionalización de la economía es el complemento indispensable de la emancipación de la técnica. Se trata también de algo extremadamente antiguo que reaparece bajo formas nuevas. Desde los orígenes, el funcionamiento del mercado ha sido transnacional, incluso mundial. Durante muchos siglos se dio un concubinato entre el mercado y el Estado-nación. A partir de una base local, aunque ya en parte transnacional (Liga Hanseática, funcionamiento de los mercados financieros entre Génova y el norte de Europa desde los siglos XII y XIII), fue preciso que la economía se crease progresivamente un mercado nacional. La nación fue el espacio de compromiso sobre el que se desarrolló el mercado. Sin embargo, una vez concluida la conquista del espacio nacional, el mercado siguió su curso. Sobre todo después de los años 70, la economía fundamentalmente se ha transnacionalizado. Siempre han existido firmas transnacionales bajo el capitalismo (los Fugger, Jacques Coeur, los Medici); lo novedoso es que, ya no sólo las finanzas o el comercio son transnacionales, sino también la producción misma. Renault fabrica sus motores en España. Los ordenadores IBM se fabrican en Indonesia, se montan en Saint Omer, se venden en Estados Unidos, etc. La división del trabajo se ha internacionalizado, y las empresas se han transnacionalizado por completo.

Cuando yo empezaba mis estudios, distinguíamos dos tipos de economías: las economías autocentradas y las economías extrovertidas. Las economías desarrolladas eran economías nacionales que presentaban un cuadro de input-outpout ‘negro’, es decir, que los distintos sectores nacionales eran interdependientes (la industria química francesa consumía materias primas francesas, etc.). Se decía que existía un tejido industrial coherente y muy sólido. Por oposición, las economías del Tercer mundo presentaban cuadros vacíos, es decir, que importaban lo que consumían y exportaban lo que producían. Se decía que tales economías eran extrovertidas, mientras que las economías occidentales eran autocentradas.

Todo ha cambiado. La propia dinámica de las economías autocentradas las ha llevado a extrovertirse. Lo que producimos (productos agrícolas, armamento, etc.) lo exportamos; lo que consumimos (productos electrónicos), en gran medida, lo importamos. Estadísticamente, nuestras economías son tan extrovertidas como las del Tercer mundo. Una de las apuestas del Tratado de Mastrique consiste no sólo en impulsar dicha transnacionalización a nivel europeo, sino en permitir además que las firmas japonesas, estadounidenses, etc. colonicen el espacio europeo y en aumentar la fluidez de los intercambios económicos, o lo que es lo mismo, en obedecer a las leyes de la economía. Sin duda, el principal objetivo del GATT y del Uruguay Round es extender dicha liberalización de los intercambios a la agricultura y los servicios. Al igual que la ciencia y la técnica, las leyes de la economía desposeen al ciudadano y al Estado-nación de la soberanía, pues se presentan como una constricción que no se puede más que gestionar y, en ningún caso, poner en cuestión. Si no se puede hacer otra cosa que gestionar las constricciones, entonces el gobierno de los hombres es substituido por la administración de las cosas; el ciudadano ya no tiene razón de ser. Se le podría reemplazar por una máquina de votar –o sea, de decir siempre que sí- y el resultado sería el mismo.

La maquinización de lo social

La emancipación de lo técnico y de lo económico no significa que lo social se mantenga al margen de tales mecanismos, ni que conserve su autonomía, que la política, en particular, podría y debería utilizar tales máquinas en función de sus propios proyectos. Muy al contrario y como ya se ha sugerido, la autonomización de lo técnico y de lo económico, su desinserción de lo social, vacían a este último de toda substancia. La autonomización no puede producirse más que al precio de una incorporación y de una absorción de lo social por las máquinas y, finalmente, del hundimiento de aquél. Los hombres, su voluntad, sus deseos, son captados, desviados, por la lógica del todo. Los ciudadanos son convertidos en usuarios. Ciertos aspectos de esta megamáquina ya son bien conocidos y fueron analizados hace tiempo. Marx, en particular, analizaba el mundo moderno como un sistema cuyo núcleo, el modo de producción capitalista, era una auténtica mecánica. Marx habla incluso de un doble molinillo que reproduce a los proletarios como fuerza de trabajo siempre condenada a ser triturada por el capital y, al mismo tiempo, mediante el mismo mecanismo que reproduce al propio capital, siempre dispuesto a utilizar cada vez más fuerza de trabajo. Adam Smith, con su mano invisible, es el gran profeta de la gran maquinaria moderna, gracias al esclarecimiento de los maravillosos automatismos del mercado. Los hombres de las Luces, fascinados por los autómatas, desearon conscientemente que lo social estuviese regulado de forma maquínica. Dicha maquinización participa del proyecto de la modernidad de una racionalización total de lo social. El resultado ha superado con creces sus esperanzas.

Estos mecanismos y automatismos, ya antiguos, han conocido nuevos perfeccionamientos, y la incorporación de nuevos engranajes ha permitido dar aún más amplitud a la máquina. Los consumidores, condicionados por la publicidad, responden a las solicitaciones del sistema de producción del mismo modo que los productores reaccionan ante las exigencias y las señales del mercado. Los ingenieros, al dar de sí todo lo que pueden, contribuyen –llegado el caso, contra su voluntad- al crecimiento ilimitado de las técnicas. Estas técnicas generan medios cada vez más novedosos y refinados para desposeer a los ciudadanos del dominio de sus propias vidas. Por otro lado, acrecientan las desigualdades entre el Norte y el Sur y alimentan la carrera de los medios de destrucción. Los propios responsables políticos funcionan como engranajes del mecanismo. Se convierten en ejecutantes de obligaciones que les superan. La mediatización de la política profesional acentúa el fenómeno de forma caricaturesca. La dimensión esencial actual del juego político ya no es el savoir-faire, sino el faire-savoir. La política se transforma cada vez más en mercado (desarrollo del marketing político). Esto es algo relativamente nuevo y deriva del carácter ahora transnacional del funcionamiento de la máquina. La mundialización de la máquina y su mecanización total son fenómenos recientes y en vías de conclusión. Las nuevas tecnologías aceleran un proceso de desterritorialización puesto en marcha por la abstracción del mercado desde el siglo XII. Los satélites de telecomunicaciones, la interconexión de los bancos de datos, los servidores de gestión de las bolsas y las agencias de todo tipo crean esferas inmediatamente transnacionales. Ya hoy en día, la velocidad de los medios de comunicación vuelve cada vez más arcaicas las reglamentaciones nacionales y exige la aparición de una organización mundial. El espacio aéreo europeo parcelado constituye un auténtico rompecabezas para los responsables del tráfico y representa un despilfarro financiero enorme. El anonimato generalizado de la megamáquina tecno-social desmoraliza las relaciones sociales y políticas de las colectividades humanas. Las constricciones que pesan sobre el hombre político, así como sobre el ingeniero, el productor o el consumidor, concluyen en una renuncia a toda consideración ética. La eficiencia es el único valor que circula por la máquina reconocido por todos. Sin embargo, esta eficiencia convertida en un fin en sí misma es autodestructora y hace de la máquina una máquina infernal. Una máquina puede ser calificada de infernal cuando escapa al control de sus constructores. Ahora bien, esto es precisamente lo que ha ocurrido con la máquina social de la que hablamos: anónima e irresponsable, se ha convertido en indomeñable en la práctica.

Esta rebelión de la máquina se manifiesta de tres maneras diferentes y complementarias: escapa a toda regulación política, conduce a un callejón sin salida y es profundamente injusta. Cuando la dinámica económica funcionaba en el marco de los espacios nacionales, todavía era concebible someter la máquina al control de las fuerzas sociales y políticas y mantener un mínimo de vigilancia de las autoridades políticas; en pocas palabras, una influencia de la sociedad tanto sobre el mercado y el uso de las técnicas como sobre la velocidad, la orientación y las modalidades de la acumulación nacional de capital. Con la mundialización de la economía y la transnacionalización cada vez más avanzada de las fuerzas sociales, desde las telecomunicaciones hasta la cultura, la ilusión de un dominio sobre la megamáquina ya no es posible. Las lógicas de su funcionamiento se sitúan a niveles que superan los de las organizaciones sociales. Éstas no tienen más opción que someterse o dimitir, y generalmente hacen las dos cosas. Ya en su obra Que la crise s’aggrave, François Partant escribía: “La economía francesa no tiene más realidad e independencia que la economía bretona, corsa u occitana… El aparato productivo francés es indisociable del aparato mundial de producción. La economía francesa ya no tiene existencia propia” [4].

Una de las consecuencias de este acontecimiento es un cierto “fin de lo político”, es decir, la pérdida del dominio sobre el propio destino de las colectividades ciudadanas en beneficio de un hipercrecimiento de la administración tecnocrática y burocrática. Las autoridades políticas de los mayores Estados-nación industriales se encuentran ahora en la situación de los subprefectos de provincia de antaño: todopoderosos contra sus administrados en la puntillosa ejecución de reglamentos opresivos, pero totalmente sometidos a las órdenes y estrechamente dependientes del poder central y jerárquico, revocables ad nutum en todo momento. Sólo que, y no es poca cosa, ese poder central a lo Big Brother se ha convertido en un poder completamente anónimo y sin rostro.

El callejón sin salida

La carrera por el progreso en la que estamos atrapados es, hablando con propiedad, delirante. La acumulación ilimitada de capital, el crecimiento indefinido de las técnicas, la producción por la producción, la técnica por la técnica, el progreso por el progreso, ese ‘siempre más’ que constituye la ley de las sociedades modernas no puede proseguir eternamente. Esta huida hacia delante, necesaria para el equilibrio dinámico del sistema, viene a chocar con la finitud relativa del mundo. Los límites naturales están cerca de ser franqueados, como testimonian la crisis ambiental y el ascenso de las preocupaciones ecológicas. Acaso sea más fundamental la pertinencia misma de esta tensión entre necesidad y escasez en el corazón mismo del sistema, que se alcanza cuando una tasa de crecimiento anual del nivel de vida del 10% durante un siglo multiplica este último por 736. ¿Podemos seguir manteniéndonos ciegos de forma sostenible y no ver que lo mejor es el enemigo del bien? Entiéndase bien, no se trata de cultivar una nostalgia romántica por un universo pre-técnico. En sí mismas, las técnicas actuales, incluso las más audaces, como los proyectos de ciber-ántropos, los cyborgs, las mutaciones genéticas, la colonización del espacio, no son más delirantes, ni más ni menos que la invención de la rueda, del fuego, de la máquina de vapor o que el descubrimiento de América. La inquietud nace de la inadecuación entre el nivel técnico alcanzado y la máquina humana encargada de fabricar socialmente a los ciudadanos. Podemos concebir la idea de fabricar socialmente personas sanas incorporando montones de prótesis en un mundo sano poblado de máquinas. Resulta angustioso ver técnicas superpoderosas utilizables sin control por empresas que no tienen otra ley que el beneficio, a los señores de la guerra que sólo sueñan con su control, a los burócratas que no buscan más que la eficacia, en un mundo sin alma, sin coherencia y sin proyecto.

La injusticia

Finalmente, la dinámica de la máquina social planetaria es infernal por ser gravemente injusta. Programada para realizar la mayor felicidad para el mayor número, está en trance de realizar la infelicidad de la mayoría, si no de todos, tras haber favorecido de forma escandalosa el bienestar de unos pocos. ¡El millardo de habitantes más afortunado del planeta, según el propio Banco Mundial, dispone de cien veces más recursos que el millardo más pobre! En tales condiciones, el universalismo, que tanto ha puesto en valor Occidente, es una estafa. “El proceso de enriquecimiento del que se han beneficiado hasta hoy las naciones industriales –escribe François Partant- no puede generalizarse y beneficiar a la humanidad entera. Los pueblos del Tercer mundo no pueden superar en ningún caso la brecha que los separa de dichas naciones, es decir, producir tanto como ellas y consumir tanto como ellas” [5]. No es que estén atrasadas, pues esto implica que todavía se puede seguir al pelotón; es que, sencillamente, están fuera de la carrera. Nos topamos aquí con una de las consecuencias más dramáticas de la megamáquina: el hecho de que no sólo produzca la uniformización, sino también la exclusión. La megamáquina uniformiza, desarraiga y, finalmente, destruye lo político.

La uniformización / conformización

Ya he descrito y analizado con amplitud el proceso de uniformización planetaria en La occidentalización del mundo [6]. La megamáquina tecno-científica, la apisonadora occidental, aplasta culturas, lamina las diferencias y homogeniza el mundo en nombre de la Razón. Dicho proceso tiene efectos desculturizadores en el Sur y acarrea un peligro de conformismo para todos mediante al mundialización de la cultura o de aquello que ocupa su lugar, mediante la pérdida de referentes morales y su sustitución por las modas y los sondeos. Estamos asistiendo a una universalización planetaria de los modos de vida y de consumo, al mismo tiempo que a una dictadura de la mediocridad, junto con la banalización de lo excepcional y la exaltación de lo banal. Esto de nuevo no es más que la realización del programa de la modernidad, en la medida en que la modernidad concibe a la humanidad como una colección abstracta de hombres idénticos, el hombre universal de las Luces. Ya no hay, pues, razón para comer, vestirse y consumir de forma diferente: todo el mundo lleva vaqueros y bebe Coca-Cola. Los acontecimientos ‘culturales’ se convierten en acontecimientos mundiales (Dallas, los Juegos Olímpicos). La universalización cultural no excluye el surgimiento de rivalidades entre iguales, al contrario. Cuanto más se asemejan los hombres, más aparecen las hostilidades, más persisten las diferencias en el seno de la identidad. En todo momento se observa que los conflictos se producen, no cuando las diferencias alcanzan su máximo, sino cuando las condiciones se aproximan (quebequeses y anglófonos en Canadá; descomposición del Imperio otomano; serbios, croatas y bosnios hoy en día).

El desarraigo

La dinámica tecno-económica mundial desarraiga a los pueblos y acarrea una desculturización dramática de todas las sociedades ‘tradicionales’. La pérdida de las identidades culturales, el desencantamiento del mundo y la exclusión económica y social mediante la desvalorización de las competencias, la deslegitimación de los estatus y el imposible acceso al nivel de vida americano, favorecen un desencadenamiento desesperado de explosiones identitarias, del que la ex Yugoslavia ofrece un trágico y lamentable ejemplo.

Arrancados de su matriz originaria (la historia europea), el Estado moderno y el orden nacional-estatal son injertos artificiales. El derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos sobre el que descansa la Sociedad de Naciones termina con la destrucción de esa misma sociedad debido al vacío de la noción de pueblo. Un pueblo, en efecto, sólo puede definirse por el sentimiento subjetivo de pertenencia. Cada grupo humano, unido por un rasgo cualquiera, lengua, religión, territorio, costumbres… puede reivindicar la etiqueta de ‘pueblo’ y reclamar el reconocimiento como estado, condición de su existencia como sujeto de derecho en el seno del concierto internacional de las potencias. Se acaba así en la degeneración ‘nacionalitaria’ o en el ‘tribalismo’, y a menudo en los dos a la vez.

La reivindicación nacional se confunde con una reivindicación particularista y provoca el nacimiento de un Estado a la vez fantoche y fanático, sin que haya madurado una sociedad civil de ciudadanos. El individualismo, que corroe las sociedades modernas, y la mundialización de la economía hacen que vuelen en pedazos las anteriores agrupaciones históricas y se transformen en grupúsculos cada vez más microscópicos. No hay más límite a esta inevitable tendencia que la unión sagrada de los Estados ya reconocidos, que intentan bloquear por todos los medios el acceso de los demás al muy restringido club de la Sociedad de Naciones. Cada tribu, cada clan, cada capilla puede argüir su particularismo como único fundamento legítimo del vínculo social. La isla de Nauru, en el Pacífico, con sus siete mil habitantes, es un Estado, incluso si la explotación de los fosfatos la vacía de toda sustancia y condena a largo plazo a su población a vivir en Australia.

La destrucción de lo político

La transformación de los problemas por su dimensión y tecnicismo, la complejidad de las intermediaciones y la simplificación mediática de las puestas en escena han desposeído a los electores, y a menudo a los elegidos, de la posibilidad de conocer y de poder decidir. La manipulación combinada con la impotencia ha vaciado a la ciudadanía de todo contenido. El propio funcionamiento de la megamáquina implica dicha abdicación por razones muy pedestres: la desposesión productiva y la ausencia del deseo de ciudadanía.

La desposesión productiva

La abundancia al más bajo coste, condición del mayor bienestar para el mayor número, supone que la máxima energía se despliega y capta en el manejo de las técnicas, y gracias a éstas. Al convertirse en trabajador, consumidor y usuario, el ciudadano se somete en cuerpo y alma a la máquina. Taylor tenía el mérito de la claridad cínica. “No se te pide que pienses; ¡ya tenemos gente a la que pagamos para eso!”, parece que le contestó un día a un obrero. Al separar las tareas de concepción de las tareas de ejecución, el fordismo / taylorismo realiza la producción de masas, condición del consumo masivo, al precio de la reducción del trabajador al estado de servidor ciego de la máquina. ¿Devolverán las nuevas tecnologías la ciudadanía en el interior de las empresas? Tal vez, pero a costa de una exclusión de la vida de la ciudad. En efecto, reclaman un compromiso activo de los trabajadores, una atención voluntaria y, si es posible inteligente. En el taller flexible, la máquina-útil de mando numérico ya no deja libertad de decisión alguna a su servidor. Aquí, como en el resto del sistema, ya ni siquiera hay gentes a las que se pague por pensar; ¡las máquinas se encargan de ello! El trabajador, por su parte, se convierte en su propio “perro guardián, gestor de su auto-explotación y auto-gestor de su explotación [7]”. El trabajador de los círculos de calidad obtiene, sin duda, el sentimiento de un reconocimiento en el colectivo de su empresa, pero a costa de la renuncia a una parte importante de su vida privada. En Japón, como es sabido, la única ciudadanía que queda es la de la empresa, por la que, cada año, morirían 40000 cuadros de una forma de estrés a la que se ha bautizado como karoshi.

La ausencia del deseo de ciudadanía

Así, en la fábrica, en la oficina, en el mercado, en su vida cotidiana, el ciudadano, convertido en agente de producción, consumidor pasivo, elector manipulado, usuario de servicios públicos, es el simple engranaje de la gran máquina tecno-burocrática. Incluso si su soberanía no estuviera herida de impotencia por todos los mecanismos que hemos analizado, ¿cómo podría tener todavía el tiempo libre y el deseo de ejercerla? Al término de jornadas de trabajo o de ocupaciones que agotan los nervios, el ciudadano vuelve a casa para encontrarse con innumerables problemas que hay que solucionar, desde los estudios de los niños hasta los impresos de la Seguridad Social que es preciso rellenar, pasando por los impuestos que hay que pagar, etc. Sólo piensa en relajarse y, para eso, prefiere los concursos a lo telediarios. ¿Qué tiempo le queda, qué disponibilidad tiene para acercarse al ágora o al forum e informarse de los asuntos de la ciudad, sopesar los argumentos, desmontar discursos retóricos y entregarse a una prudente deliberación para determinar su elección? La avalancha mediática de mensajes, cuya calidad no es momento de discutir ahora, conduce a una desinformación de hecho. Y esto concierne tanto al alto responsable como al elector de base. He llevado a cabo en mi entorno una encuesta sobre el voto de la Ley sobre la Contribución Social Generalizada (C. S. G.). Excepcionalmente, la cuestión había suscitado un debate público en el Parlamento, la aparición de numerosos artículos de prensa e incluso manifestaciones en la calle. Pregunté a mis estudiantes de Derecho público, así como a mis estudiantes de tercer ciclo, todos ellos electores: ¿quién conocía los textos votados? ¿Quién había comprendido los mecanismos de deducción? No apareció más que uno [8]. Y sin embargo, la cuestión afecta a un punto sensible: el bolsillo. Las lógicas de la megamáquina no incitan al ciudadano a cumplir con sus deberes ni a ejercer sus derechos. El hermoso proyecto de la democracia se ve privado así de toda substancia en beneficio de una tecnocracia anónima; ésta hace un uso moderado de un despotismo que consideramos ilustrado porque no es consciente de sí misma y porque nos satisface desembarazarnos, con el menor gasto posible, de preocupaciones suplementarias.

Conclusión

Quisiera suscitar tan sólo dos problemas: los límites de la megamáquina y las perspectivas abiertas.

- Los límites

Le megamáquina no está exenta de fallos, no es totalmente homogénea. Los análisis de Jacques Ellul sobre la sociedad técnica son justos en su conjunto, pero su muy pesimista conclusión me parece un poco excesiva. El hundimiento del mundo soviético demuestra que la sociedad técnica y el totalitarismo ‘duro’ no constituyen la mejor combinación para asegurar la permanencia del sistema técnico. Si es preciso un totalitarismo para asegurar el desarrollo de la sociedad técnica,  se trata más bien de un totalitarismo ‘blando’. El suave condicionamiento de los consumidores-usuarios de la sociedad de mercado le es más conveniente que la burocracia rígida. Tampoco hay que subestimar los resultados de la técnica. Los fracasos y los fallos de los grandes sistemas técnicos son numerosos. Se trata, ciertamente, de catástrofes, y no se puede descartar el riesgo mayor. Con todo, tales catástrofes también suponen otras tantas ocasiones para replantearnos, al menos parcialmente, tanto la técnica como las creencias subyacentes a la ciencia y el progreso. Las ya considerables dudas que han quebrantado la fe tecnicista bien podrían transformarse en una crisis profunda.

Es sin duda en la tecnificación del hombre y en el funcionamiento de la ingeniería social donde tales debilidades resultan más flagrantes. La máquina tecno-burocrática soviética, que era la que más se había aproximado al mito de la cibernética social, se reveló como completamente contraproducente y, finalmente, muy frágil a pesar de las apariencias. Hay que tomarse muy en serio las críticas a las máquinas sociales, incluso si se presentan bajo formas humorísticas como la ley de Parkinson o el principio de Peter. Estos fenómenos acechan, en efecto, a toda organización social, incluso en una economía de mercado ultraliberal. Es en la maquinización de lo social donde los granos de arena más numerosos penetran en los engranajes y amenazan con averiar la mecánica global.

Así pueden explicarse en parte las increíbles debilidades de ciertas realizaciones técnicas por negligencias y errores humanos. Chernobil es un espectacular ejemplo de los estragos que pueden producir la incompetencia combinada con la irresponsabilidad burocrática. Aleksandr Zinoviev ya había puesto en escena este funcionamiento ubuesco en El radiante porvenir. En la sociedad liberal, donde persiste un mínimo de democracia formal, las organizaciones ciudadanas pueden poner en cuestión la concepción y, sobre todo, el uso de la técnica, incluso apoyándose en los propios técnicos. Puede verse una ilustración de lo anterior (con sus límites incluidos) en lo que ocurre con el debate ecológico. La manipulación de la opinión gracias al fulminante desarrollo de los media no es – o no lo es todavía- completa, ni –lo que es más importante- irreversible. Las crisis económicas, los dramas ecológicos, las catástrofes técnicas pueden suscitar el cuestionamiento de la omnipresencia y de la omnipotencia de la técnica. Este cuestionamiento podría verse facilitado tal vez  si el mecanismo analizado por Nicholas Rescher, bajo el nombre de principio de Planck, se viese confirmado. Bajo su forma falsamente rigurosa, dicho principio enuncia lo siguiente: el rendimiento de la investigación científica no se corresponde más que con el logaritmo de la cantidad de los recursos asignados. Lo que significa que asistiríamos a una deceleración ineluctable del progreso científico pesado. Más pronto o más tarde, nos toparíamos con un crecimiento cero del progreso científico, cualquiera que sea el montante de las inversiones [9]. Los investigadores admiten en general esta caída del rendimiento de la investigación científica. Los grandes descubrimientos del siglo XX se produjeron con pocos medios. Los enormes presupuestos de que están dotados los laboratorios han desembocado fundamentalmente en progresos en el campo del software, es decir, de las aplicaciones derivadas de los grandes descubrimientos. Aquí, el terreno está lejos de haberse agotado. Sin embargo, si dicho principio resultase fundado, la huída hacia delante de la técnica no sería ilimitada.

- Las perspectivas abiertas

Al evocar estas perspectivas de salida de la sociedad técnica, estoy lejos de caer en los sueños optimistas de esa ‘tecnodemocracia’ tan querida por Pierre Levy [10]. La emancipación de la técnica con relación a la economía, en la que se basan sus análisis, resulta de lo más problemática. Y no traerá necesariamente más libertad; más bien al contrario.

A partir de lo dicho, simplemente quisiera sugerir que la tecnificación total del mundo tiene más que ver con la ciencia ficción y lo fantasmático que con la realidad observable y previsible. Es razonable contar con el fracaso de la organización social para suspender el proyecto del mejor de los mundos, llevarlo hasta el límite e incluso hacerlo funcionar. El hiato entre sistema técnico y sociedad puede ser la fuente de disfunciones trágicas, pero también la ocasión para que los hombres vuelvan a hacerse con las riendas de la técnica con el fin de construir una auténtica posmodernidad, es decir, una sociedad que reintegraría lo económico y lo técnico en lo social, que volvería a encadenar a Prometeo, que devolvería a lo económico y lo técnico al lugar subalterno que le pertenece, antes que confiar a una dominación ilimitada de la naturaleza y a una competencia generalizada y ciega la solución de todos los problemas humanos.

[1] Franck Tinland, L’autonomie technique, en La technoscience. Les fractures des discours, bajo la dirección de Jacques Prades, L’Harmattan, 1992.
[2] En cuanto proyecto, dicha cibernética social en ninguna parte y en ningún lugar fue llevada tan lejos como en la ex URSS. El escritor comunista Lion Feuchtwanger, exiliado por los nazis y convertido en ayudante del fiscal en la URSS durante el segundo proceso de Moscú, escribe en su obra Moscú 1937 (publicada en Ámsterdam en 1937) a propósito de los 17 encausados trotskistas del entorno de N. Bujarin después de las deliberaciones: “Los acusados no son verdaderos acusados, sino científicos a los que se exige que expliquen sus errores técnicos relativos a la teoría científica que se está aplicando en la URSS. Jueces, fiscales y acusados están unidos por un fin común. Eran como ingenieros que tuviesen que someter a prueba alguna especie complicada de nueva maquinaria. Algunos de ellos, los acusados, habían deteriorado la máquina, no por maldad, sino por obstinarse en probar concepciones visiblemente falsas. Sus métodos revelaron ser falsos; ésta es la razón por la que habían sido condenados. Y puesto que para la máquina no son más importantes que los jueces, tales científicos aceptan su condena. Ésta es también la razón de que deliberen sinceramente con los otros. Lo que les hace solidarios a todos es el amor a la máquina, el amor a la máquina del Estado y su idolatría por la eficacia”.
[3] Paul Virilio, Entrevista en Le Monde, enero de 1992.
[4] François Partant, Que la crise s’aggrave, Solin, 1978, p. 107.
[5] Op. Cit., p. 77.
[6] Serge Latouche, L’occidentalisation du monde, essai sur la signification, la portée et les limites de l’uniformisation planétaire, La découverte, Paris, l989.
[7] Michel Perraudeau, citado en Michel Kamps, Ouvriers et robots, Ed. Spartacus, Paris, 1983, p. 36.
[8] Y, sin embargo, nemo censetur ignorare legem (no se considera que se ignore la ley).
[9] Se trataría de la formalización de una observación de Planck: “Cada avance de la ciencia acrecienta la dificultad de la tarea”.
[10] Pierre Levy, Vers une citoyenneté cosmopolite, en La technoscience, Op. Cit.

Serge Latouche: La megamáquina y la destrucción del vínculo social. 1998