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Dilema moral

José Luis L. Aranguren 

El condicionamiento económico está empezando a ser, y va a ser, ahora como siempre, decisivo para ese cambio. La infraestructura de una moral consumista es una economía de consumo. Ahora bien, ésta sigue presuponiendo una economía de producción, crecimiento o desarrollo indefinidos. Y es precisamente la sospecha de los “límites del crecimiento” y la constatación de que ya se ven limitadas las fuentes de energía, lo que está empezando a generar una nueva economía, no desarrollista a todo trance, y una nueva moral no consumista-felicitaria.

¿Cuál es entonces la actual perspectiva moral? La sociedad actual no parece de ningún modo dispuesta a renunciar a un cierto hedonismo, es decir, a una moral orientada al goce, al placer, al sabor de la vida, y a sentir en ello la felicidad.  Pero ese goce, placer y sabor de la vida, por la fuerza del relativo desabastecimiento económico, habrán de empezar a ponerse en los gustos de la vida sencilla, en un arte del ocio, en una moral neohedonista y comunitaria (microcomunitaria: goce del amor, de la amistad y de la comunicación con el endogrupo) o, si se prefiere llamarlo así, en un epicureísmo mucho más parecido al originario de Epicuro y sus inmediatos discípulos, relajadamente ascético, que la lo que el leguaje usual se entiende por epicureísmo.

Y es por la  -paradójica- vía de un refinamiento no artificioso, sino al revés, ‘natural’ del placer, por el retorno a la ‘vida sencilla’, cómo podrá recuperarse, en un futuro próximo, un ‘espiritualismo’ que no reconociéndose bajo ese nombre, no admitiéndolo siquiera, no por ello dejará de ser tanto y más espiritualista que los sistemas de vida que así se autodenominaban. Pues el espíritu no sólo sopla donde quiere, sino que adviene, o puede advenir, también por donde quiere, por las más insospechadas, imprevistas e imprevisibles vías.

Más preguntémonos para terminar: ¿Son estas nuevas vías tan imprevisibles, tan desconcertantes como a primera vista parecen? El de ‘hacer de la necesidad virtud’ es un antiguo saber. De esta antigua y nueva necesidad, de la escasez y penuria pueden sacarse virtud, fruición y felicidad.

Extraído de ‘Verdad y Vida’. José Luís L. Aranguren. 1980

Instrucciones ante naufragios: los banqueros primero

Giorgio Mosangini

Ante un desastre en la mar y según establecerían las leyes de salvamento marítimo, son las mujeres y los niños quienes tienen preferencia. El naufragio actual del Titanic financiero global invierte perversamente estas reglas. Se instalan cómodamente en lujosos botes salvavidas los banqueros y las élites económicas, mientras se echa al agua a la gran mayoría de la población y en particular a las personas más débiles y desprotegidas.

Viendo más allá del naufragio financiero, estamos atravesando una crisis sistémica multidimensional (ecológica, sociocultural y económica) que posiblemente marque el fin del sistema capitalista tal y como lo hemos conocido en los últimos tres siglos. Dicha crisis ha sido provocada por un sistema económico de crecimiento ilimitado alimentado por la ilusión de que era posible crecer de manera infinita en un planeta finito. En las últimas décadas, la prevalencia de las finanzas ha agravado el proceso. Así, los activos financieros, un eufemismo para llamar a deudas futuras, han crecido de manera exponencial hasta superar en 20 veces el volumen de la economía productiva real. Esta colosal burbuja financiera nunca se podrá materializar. Esas deudas acumuladas no se podrán pagar. No habrá un futuro en el que la economía real se multiplique por 20 para respaldar los espejismos de las finanzas. Más bien todo lo contrario. El escenario de crisis ecológica y escasez de recursos nos obligará a adaptarnos a realidades económicas radicalmente más reducidas y modestas. Las sociedades humanas futuras deberán volver a situarse por debajo de las capacidades máximas de carga de la biosfera que el capitalismo ha vulnerado comprometiendo el futuro de la humanidad y del planeta.

Ciegas ante esta realidad, las élites económicas y políticas siguen poniendo en el centro del sistema global al sector financiero y sus alucinaciones. Un ejemplo más de ello es lo que se ha llamado la crisis de la deuda soberana que están atravesando diversos países europeos. En el caso español, todavía en el año 2007 la deuda pública suponía aproximadamente un tercio del PIB y los intereses sobre la misma se mantenían relativamente bajos. Hasta que especular sobre la misma se convirtió en un mecanismo tremendamente eficaz de transferencia de recursos públicos hacia los bancos y el sector financiero. Así, en lugar de financiar directamente a los estados a través del Banco Central Europeo (BCE), damos dinero público a bancos privados (españoles, alemanes, franceses, etc.) a través del BCE a menos de un 1% de interés para que nos lo vuelvan a prestar mediante la adquisición de títulos de deuda pública española a un 6% de interés o más. Una estafa redonda que ha permitido trasvasar inmensas riquezas públicas hacia el sector financiero disparando la deuda pública (que en 2013 ya representará el 90% del PIB) bajo el peso de intereses usureros e insostenibles.

La deuda pública se ha convertido de esta manera en un excelente bote salvavidas para los bancos españoles y extranjeros que crearon la tormenta financiera ganando colosales sumas de dinero a costa de generar una burbuja inmobiliaria que ha puesto en riesgo al conjunto de la economía española. Mientras acumulaban capital, la regla era no intervenir y dejar que la mano invisible del mercado actuara sin frenos. En cuanto ha explotado la burbuja y los bancos se han encontrado con un sinfín de activos inflados y sin valor, el sector público ha intervenido masivamente para salvarles y aportarles liquidez. Una única entidad bancaria (Bankia) ha recibido ayudas por un importe (33.000 millones de euros) que triplica los recortes anunciados en educación y salud. Más allá de las ayudas directas, invertir dinero público cedido por el BCE prácticamente gratis en deuda pública a intereses elevados es otro de los principales mecanismos que permiten a los bancos sanear sus cuentas.

Muchas personas de mi generación empezamos a involucrarnos en movimientos sociales ante los devastadores impactos sociales del ajuste estructural que los países del Norte impusieron en los años 1990 a la mayoría de los países de la periferia ante la crisis de la deuda soberana que enfrentaban. Renegociar los pagos de una deuda (en realidad ilegítima) implicó reducir drásticamente el gasto público y por tanto el acceso de la población a los servicios básicos así como la privatización generalizada de recursos y servicios. Casi veinte años después, vemos cómo en España y otros países europeos la voracidad de los intereses financieros vuelve a instrumentalizar la deuda pública para arrebatarnos derechos esenciales como la educación o la salud y amenaza el futuro de nuestros/as hijos/as. No sin un cierto humor negro, la realidad del capitalismo nos devuelve en carne propia injusticias que hace dos décadas animaron nuestra solidaridad y rebeldía.

El precio a pagar para que los banqueros se aseguren un lugar en los botes salvavidas es increíblemente alto y cruento. En el año 2012 España habrá destinado 28.000 millones de euros para pagar los intereses de la deuda pública al precio de recortar casi cualquier otra necesidad y política. En 2013, se prevé que el gasto se siga disparando y que paguemos 38.000 millones de euros para el pago de los intereses de la deuda, aproximadamente un 10% del presupuesto del estado. Es la partida de gasto más importante, solamente superada por el pago de las pensiones. Más allá de las imprecisiones y la falta de transparencia que presentan las cuentas y presupuestos públicos, podemos intentar comparar el gasto en pago de intereses con otros desembolsos y necesidades públicas. El año que viene pagaremos en intereses de la deuda una cantidad casi equivalente al gasto de todos los ministerios juntos (39.000 millones). Más que el importe destinado a cubrir todo el personal público contratado por el estado (33.000 millones). Prácticamente una vez y media el monto destinado a prestaciones de desempleo (27.000 millones). Casi cuatro veces los recortes anunciados del sistema de salud y educación (10.000 millones). Los intereses también representarán 30 veces la cantidad que destinaremos a Ayuda Oficial al Desarrollo (1.300 millones), un sector que se ha desmantelado, acumulando un recorte del 75% desde el año 2009 (y que, en un cambio cualitativo aún más preocupante, se está alejando cada vez más de una agenda de justicia Norte-Sur y sometiendo a intereses económicos).

Existe un sinfín de alternativas para no rendirse a la ley capitalista aplicada ante el naufragio financiero. De ninguna manera tenemos que resignarnos a financiar botes salvavidas a los banqueros mientras se ahoga la mayoría de la población. En la España de los recortes, debemos recordar que las reformas fiscales regresivas de 2006 nos han hecho perder casi 20.000 millones de euros, que la lucha contra el fraude fiscal permitiría recaudar como mínimo 44.000 millones de euros anuales o que los gastos militares se han disparado al tiempo que se generalizaban los recortes en servicios públicos básicos (llegando a más de 18.000 millones de euros en 2012 según cálculos del Centre d’Estudis per la Pau).

Podemos y debemos frenar el mecanismo de socialización de las pérdidas y privatización de beneficios que los bancos están aplicando con la complicidad de los gobiernos. Es urgente que la reivindicación de la ilegitimidad de la deuda aglutine a sectores mayoritarios de la población para frenar los abusos del sector financiero. Debemos exigir que el dinero público administrado por el BCE se destine a financiar directamente a los estados y no a alimentar beneficios privados. Tenemos que cancelar parte de la deuda llevando a cabo auditorías de la misma que evidencien su ilegitimidad. Los bancos privados responsables de la crisis que eventualmente colapsarían podrían sustituirse por bancos públicos y cooperativas de crédito al servicio de la sociedad y de las necesidades de la población.

Los naufragios capitalistas tienen sus propias reglas, por encima de las del mar. Los banqueros primero. La gente y su futuro no cuentan. Más que en España o ante Rajoy, parece que estamos embarcados en el crucero Costa Concordia, en manos del grotesco capitán Schettino, ahora imputado por un naufragio que costó la vida a más de 30 personas. La regla inhumana de “los banqueros primero” hasta ha sido plasmada en la Constitución española en el año 2011: el pago de la deuda tiene prioridad sobre los otros gastos y se prohíbe su repudio. Ante una deuda que erosiona el conjunto de derechos y servicios públicos de la población y la priva de futuro, debemos decir basta: ¡No debemos – No pagamos! (www.auditoria15m.org; http://auditoriaciudadana.net).


Giorgio Mosangini es miembro del “Col•lectiu d'Estudis sobre Cooperació i Desenvolupament” y autor del libro “Decrecimiento y justicia Norte-Sur. O cómo evitar que el Norte-Global condene a la humanidad al colapso”, Icaria, Barcelona, 2012.

Vivimos en la peor de las pesadillas: la sociedad del crecimiento, pero sin crecimiento económico

Enric Llopis - Rebelión

Uno de los grandes mentores de la teoría del decrecimiento, Serge Latouche, se expresa con rotundidad: “Vivimos en los tiempos de la desesperación, de la austeridad y del rigor total, pero en el marco de una sociedad del crecimiento sin crecimiento económico; y esta es la peor de las pesadillas; porque ni siquiera se generan puestos de trabajo, como sí ocurría en el periodo de “los 30 gloriosos” tras la Segunda Guerra Mundial; aunque no se respetara el medio ambiente y se diera un uso ilimitado del petróleo, al menos la gente podía alimentarse y se le garantizaba una cierta capacidad de autonomía; no es esta la alternativa que propone el decrecimiento, pero al menos resultaba más interesante que la opción absurda, injusta y monstruosa del rigor económico”.

Economista, filósofo, profesor emérito de Economía de la Universidad de Orsay y uno de los grandes teóricos del decrecimiento, Latouche ha impartido una conferencia en la Universitat de València, titulada “El decrecimiento ¿Solución a la crisis?”. Entre los libros de Serge Latouche destacan “Por una sociedad en decrecimiento” (2003); “La hora del decrecimiento” (2010); y los más recientes “Salir de la sociedad de consumo: voces y vías del decrecimiento” y “¿Hacia dónde va el mundo?”, junto a Ives Cochet, Susan George y Jean-Pierre Dupuy.

Neoliberales y neokeynesianos, partidarios del rigor y del crecimiento económico centran hoy muchos de los debates académicos y mediáticos. Al igual que rechaza la austeridad, explica Latouche, “el decrecimiento también se opone al crecimiento y a la reactivación económica, que no resulta posible ni deseable; es cierto que los trabajadores han de encontrar un puesto de trabajo, pero esto no puede hacerse –por ejemplo, en España- reactivando la máquina de construir viviendas; además, ni siquiera se generaría empleo con tasas de crecimiento del PIB del 2%; haría falta un 4%; y ello sin contar con problemas como la huella ecológica ; este año, el 15 de agosto, superamos la capacidad de consumo por persona calculada para respetar los límites del planeta; y cada año se adelanta la fecha; Harían falta tres planetas para soportar el consumo de españoles y franceses; más aún en el caso del norteamericano medio; por lo demás, el crecimiento consumista genera frustración e infelicidad”.

Otras veces intenta cuadrarse el círculo. Por ejemplo, cuando la exministra de Economía francesa y actual directora del FMI, Chyristine Lagarde, inventó el término Rigactivación (una mezcla de rigor y reactivación económica). A cumplir con ello se aplican la mayoría de los gobiernos europeos, aunque la activación no sea posible. “Esto es como acelerar y pisar el freno al mismo tiempo”, ha matizado Latouche. Pero hay que tener las ideas claras: “La economía del crecimiento se basa en el consumismo, no en satisfacer las necesidades reales de la población; como subrayaba Marx, se trata de acumular y acumular, algo así como un ciclista que no puede dejar de pedalear para no caerse; Hay que producir sin parar y generar necesidades nuevas; de hecho, en las escuelas de negocios enseñan que la avaricia y la sed de tener siempre más (base antropológica del consumismo) es positiva; para nada consideran factores como la contaminación y los residuos”.


Hay un punto, sin embargo, en que la producción y el crecimiento ilimitados generan indigestión . Cuando la baja demanda no puede absorber la producción se generan las crisis capitalistas; por esta razón, recuerda Latouche, se inventan el marqueting y la publicidad. “Así nos crean necesidades permanentes; se trata de frustrarnos, de convertirnos en seres insatisfechos; además, cuando no alcanzamos a consumir estas necesidades llegan los bancos con los préstamos; no te endeudes nunca, me dijo mi padre, y le hice caso: nunca he pedido un préstamo; además, soy alérgico a la publicidad; sobre esta cuestión hay ejemplos muy sencillos y claros: hace quince años no necesitábamos el teléfono móvil, pero ahora nos sentimos huérfanos si carecemos del mismo; la obsolescencia programada nos conduce a consumir cosas nuevas, antes que a reparar objetos deteriorados o al reciclaje; y ello, por no hablar de los barcos que sacan metales preciosos (de los que careceremos en varios años) de países africanos, donde las compañías multinacionales se aprovechan de las guerras para fabricar objetos que, además, afectan a la salud de muchas personas”.


¿Qué es el decrecimiento? Según Latouche puede definirse como “ ecosocialista , como un proyecto de prosperidad sin crecimiento, o bien de abundancia frugal”. Según algunos antropólogos, explica el autor de “Por una sociedad en decrecimiento”, las sociedades de cazadores y recolectores “eran las más cercanas a la abundancia, precisamente porque es la frugalidad el requisito necesario para esta abundancia; no tenían apenas necesidades y, por eso, les era suficiente con dos o tres horas diarias de caza o pesca”. Asimismo, el proyecto de decrecimiento ha de adaptarse a las singularidades de cada país. Latouche recuerda cómo en un gran templo Zen japonés se afirma que sólo podrá alcanzar la felicidad quien sepa controlar sus necesidades; “esta sabiduría –presente en la cultura amerindia, africana o griega- nos ha acompañado a lo largo de la historia, y es necesario recuperarla hoy”.


Ahora bien, ¿Es el decrecimiento la solución a la crisis? ¿Cómo caracterizar la crisis actual? A juicio de Latouche, “vivimos una crisis global, de la que no se puede salir poniendo parches; algo similar a lo que ocurrió con la caída del imperio romano; a la crisis de las deudas soberanas, la más inmediata, se agregan otras más profundas: la crisis social, cuya génesis radica en la década de los 80, con la “contrarreforma neoliberal”; la crisis ecológica, plasmada en el primer informe del Club de Roma en la década de los 70; y otra cultural, una de cuyas expresiones fue Mayo del 68”.


Hoy, frente a los mercados financieros, hace falta “cambiar los valores”, según Latouhe. “Acabar con la competencia salvaje, la guerra de todos contra todos, y de todos contra la naturaleza”. Terminar con unos principios filosóficos muy arraigados en occidente, que proceden de Bacon y Descartes, quien afirmaba que “la naturaleza es como una prostituta a la que cabe avasallar”. También hay que apostar por un cambio en la dialéctica riqueza/pobreza: “No se puede tener todo, siempre hay límites; hemos de aprender a vincular la pobreza a la frugalidad”; y por cambios en la estructura productiva; preguntarse qué producimos e introducir el reciclado; relocalizar la producción priorizando lo local; redistribuir la riqueza (rompiendo la dicotomía Norte/Sur) y reducir el sobreconsumo y el desplifarro.


Estos principios constituyen una “utopía”, “pero realizable”, subraya Latouche. “Una utopía que puede ponerse en marcha”, pero en el contexto de crisis actual, Latouche señala que hay que centrarse en romper la dependencia de los mercados financieros y resolver el problema del paro. Respecto a la primera cuestión, el filósofo y economista francés ha apostado por romper con el euro y optar entre alternativas como dejar de pagar las deudas (“una opción más radical ”) o elaborar auditorías ciudadanas, siguiendo el modelo impulsado por el presidente Correa en Ecuador. También ha defendido la desmundialización , idea que penetró en los debates de las últimas presidenciales francesas. Frente al paro, Latouche aboga por un proteccionismo “ambiental, social y fiscal” que se oponga a los criterios de la OMC; relocalizar y producir lo necesario, considerar la creación de monedas de intercambio locales; la reconversión ecológica de la agricultura, desmantelar las centrales nucleares y reducir el tiempo de trabajo, entre otras.


En definitiva, reducir el tiempo de trabajo (en la década de los 80 en Francia ya se ensayó la jornada de 35 horas semanales), frente la propuesta de Sarkozy (“monstruosa”, según Latouche), de “trabajar más para ganar más”. El decrecimiento plantea, por el contrario, “trabajar menos para vivir mejor”. Es en este punto donde, según Latouche, “el decrecimiento adquiere todo su sentido utópico”. El ocio, la vida contemplativa, la siesta saludable (una institución destruida por la globalización), el sentido lúdico de la vida y las buenas relaciones. Una utopía radical frente a la tiranía de los mercados.

El despertar de los amerindios

Serge Latouche - Salir de la sociedad del consumo

La “revolución dentro de la revolución” llevada a cabo por el movimiento neozapatista fue decisiva. Abre el camino a toda una serie de cambios en América del Sur que, en las próximas décadas, podrían marcar el destino de la humanidad. Así piensan también los líderes aymaras, que llevaron a cabo la guerra del agua en abril del 2000 en Cochabamba, en Bolivia. Según Oscar Olivera, “la experiencia de Cochabamba demuestra que podemos cambiar el mundo en el que vivimos, partiendo de la base, sin fundar un partido, sin ganar las elecciones y sin tomar el poder, sino recuperando nuestra propia ‘voz’ y superando nuestro ‘miedo’...” También es la lección que nos da Chiapas:

“Después de todo, si hay algo que el zapatismo ha demostrado es que muchas cosas que parecían imposibles se vuelven posibles Con imaginación, ingeniosidad y audacia...” “De un movimiento Que pretendía utilizar a las masas, a los proletarios, a los  campesinos, a los estudiantes para acceder al poder y conducirlos a la felicidad suprema, nos convertimos poco a poco en un ejército que había de servir a las comunidades. El contacto con los pueblos indígenas significa  un proceso de reeducación más potente y más temible que los electrochoques que se infligen en las clínicas psiquiátricas”, contaba el subcomandante Marcos.

Desde su primera declaración de la Selva Lacandona, el EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) rechaza la toma de poder por parte del ejército revolucionario. He aquí lo que marca una primera ruptura con la tradición latinoamericana, ruptura que se irá haciendo más abrupta, como lo confirman las numerosas declaraciones de los zapatistas. El 2 de febrero de 1994, por ejemplo, preguntan a Marcos por el objetivo del movimiento:.. “¿La toma de poder? No. Algo un poco mas difícil: un mundo nuevo...” Y: “construir un mundo donde quepan muchos mundos...” El Frente zapatista se considera una .fuerza política que no aspire a la toma del poder. Una fuerza política que no sea un partido político. Una fuerza política que pueda organizar las demandas y propuestas de los ciudadanos […].

Una fuerza política que no luche por la toma del poder político, sino por una democracia en la que quien mande, mande obedeciendo. (1 de enero de 1996). “En suma, se trata de construir una organización política no electoral, sino que se esfuerce en organizar la sociedad de manera que tenga la fuerza suficiente para ejercer un control sobre el poder y exigir la satisfacción de sus demandas...” Sin duda, comenta Jerome Baschet, “los zapatistas se preocupan por construir nuevas estructuras de poder político. Si esto no contradice su rechazo a la toma del poder es porque se trata para ellos de construir ese nuevo poder desde abajo, evitando caer en la trampa ya percibida por Marx tras la experiencia de la Comuna de Paris […] de la conquista del poder político...” “Puesto que con la globalización económica” el lugar del poder está hoy en día vacio.”, Marcos concluye: “No sirve de nada, por lo tanto, conquistar el poder...”

El rechazo zapatista a considerarse como una vanguardia, estrechamente relacionado con el rechazo a la toma del poder de Estado, traduce una crítica radical de la herencia leninista e incluso marxista. “Queremos participar directamente de las decisiones que nos incumben, controlar a nuestros dirigentes, sea cual sea su filiación política, y obligarlos a mandar obedeciendo. No luchamos por la toma del poder, luchamos por la democracia, la libertad y la justicia.” (30 de agosto de 1996). “Concretamente, se nos acusa de no haber sucumbido a la seducción del poder, la misma que ha conseguido que personas de izquierda muy brillantes hayan dicho y hecho cosas que avergonzarían a cualquiera…”

En este nuevo enfoque, que coincide con las preocupaciones del movimiento del decrecimiento en torno de la autonomía, la tarea de la sociedad civil en general consiste en controlar el poder y en ejercer sobre él las presiones necesarias para obtener la satisfacción de las reivindicaciones populares. Se trata pues de replantearse la organización política y construirla desde la misma sociedad. “No costara admitir que la autonomía en sí es un marco más o menos vacio, cuyo uso está por definir, y, por consecuencia, es portador tanto de amenazas como de esperanzas, según si prevalece el caciquismo y el conservadurismo sectario o el deseo de una comunidad democrática, abierta y con ganas de transformarse. La autonomía es finalmente un espacio de libertad y de reconocimiento para los pueblos indígenas, que ellos mismos decidirán utilizar para bien o para mal, en función del proyecto político y social que predomine entre ellos. La cuestión fundamental no es pues tanto la de los derechos jurídicamente definidos en una reforma constitucional relativa a la autonomía, sino más bien: respecto a qué y para qué la autonomía.” puntualiza Baschet.

“La reivindicación de la autonomía es un intento de escapar del modelo planetario impuesto por las fuerzas de la mercantilización, en nombre de una especificidad cultural e histórica...” Y finalmente concluye: “La idea de autonomía no significa otra cosa que esta lógica de automatización y de autoorganización de la sociedad, lo cual no quiere decir que ella misma tome el poder del Estado ni que este desaparezca completamente […] significa, por un lado, mantener un aparato de Estado que la sociedad controle desde el exterior obligándolo a obedecer; y por otro, la autoorganización de la sociedad que reconstruye por ella misma y desde abajo nuevas formas de poder...”

El proyecto de autoorganización de pueblos autónomos ya era una reivindicación de Emiliano Zapata, y el movimiento neozapatista puede unirse legítimamente al gran ancestro asesinado y a su traicionada revolución. En febrero de 1996, durante la reunión del Fórum indígena, fueron enunciadas una serie de reglas del buen gobierno: “servir y no servirse”, “representar y no suplantar”, “construir y no destruir”, “obedecer y no mandar [mandar obedeciendo]”, “proponer y no imponer”, “convencer y no vencer...” El lema mandar obedeciendo, que no deja de recordar la concepción aristotélica de la democracia, articula en su mismo seno, según la formulación de Jerome Baschet, “la verticalidad del mando y la horizontalidad del consenso...”.

Extraído del libro de Serge Latouche: Salir de la sociedad de consumo. Editorial Octaedro. 2012

Mirando el dedo

Antonio Turiel - The Oil Crash

Hace tiempo defiendo una curiosa y por lo que veo poco ortodoxa teoría, que tiene además la virtud de enfadar a la gente con la que la comento. Desde que comenzó esta crisis que no acabará nunca se ha ido instalando un sentimiento de indignación y de rabia hacia la clase dirigente, comprensible dada su incapacidad de aportar soluciones reales y su contrastada capacidad de aportar más sufrimiento. Lo que me resulta llamativo es que con cada vez mayor frecuencia muchos de mis interlocutores caen en una curiosa trampa lógica: dado que existe un cierto nivel de corrupción en nuestras instituciones y en nuestros políticos, materializada en enormes sumas de dinero público desviados a espurios y egoístas fines (cuando no directamente robados), los problemas del país se solucionarían, o al menos se atenuarían, cuando se acabe con esta corrupción. Es en ese momento que yo formulo mi teoría y entonces mis interlocutores pierden los nervios conmigo, y me cuesta poder acabar de formularla con corrección y con concreción. Dado que ahora la formularé de nuevo, esta vez por escrito, les ruego paciencia en la lectura; no se salten renglones y  lean todo lo que tengo que decir, y sólo después valoren.


La corrupción y el despilfarro (generalmente unidas, puesto que se invierte en cosas superfluas porque dan un beneficio injusto a alguien) son, sin duda, inmorales e injustas desde el punto de vista distributivo, pero contrariamente a lo que piensa la mayoría de la gente el dinero gastado en cosas estúpidas y el directamente robado por los vivales de turno no se evapora. Ese dinero sigue circulando por el sistema, sólo que ahora lo tiene alguien que se lo apropió indebidamente y que lo gasta en su beneficio, ya sea en comprarse un yate o un coche nuevo, ya en hacerse una casita en la playa, ya en inversiones que aumenten aún más su patrimonio. Si yo hago un aeropuerto inútil, he dado dinero a la constructora, pero también a los operarios que trabajan para ella, a la fábrica de ladrillos, a la de alicatados, a los electricistas, a los fabricantes de componentes electrónicas, etc. Esos gastos generan actividad económica, y he ahí la observación que yo suelo hacer: que la corrupción y el despilfarro no suponen una total anulación de la actividad económica asociada al dinero "perdido", sino que también generan actividad ("crecimiento", desde una perspectiva pro-BAU). Es decir, que el dinero no se pierde y que la corrupción, al nivel que la soportamos por estos lares, no justifica la presente crisis.

No se me malinterprete. Seguramente desde el punto del mejor aprovechamiento de la inversión la corrupción genera importantes costes de oportunidad (si yo construyo un aeropuerto donde no aterrizan aviones, dejo de construir 5 hospitales o un centro de investigaciones oncológicas que sería el más avanzado del mundo con ese dinero) y en ese sentido es un mal uso del dinero. Además, un altísimo nivel de corrupción, como el que se vive en algunas naciones del Tercer Mundo, evidentemente daña a la economía, puesto que se asfixia tanto a la sociedad con el pago de "mordidas" que al final se destruye la mayoría de la actividad económica circundante. Y por último, la corrupción evidentemente es una injusticia desde el punto de vista de la distribución, ya que a unos pocos se les da una cantidad de dinero que la sociedad percibe como inmerecida, dejando a otros con recursos insuficientes para vivir (aunque lo que la sociedad percibe como justo y como no es un tanto relativo desde un punto de vista filosófico e ideológico: un marxista te dirá que la posesión del capital por los capitalistas también es injusta). En cierto modo, la desigualdad distributiva que implica la corrupción es similar a que todo el mundo participase en una lotería en la que obligatoriamente tuviese que comprar un boleto de 20 euros, y que el que ganase se llevase los 20 euros de todo el mundo. Eso generaría también una gran desigualdad distributiva, aunque curiosamente no sería percibido como algo (tan) injusto como la corrupción, donde el agraciado en realidad ha amañado los bombos;  y sin embargo, desde el punto de vista económico el impacto de una concentración de capital por una lotería o por una abuso sería más o menos equivalente. Pero, volviendo a la idea central del post, la corrupción no explica por qué estamos en esta crisis tan profunda, cuando además la economía ha funcionado largo tiempo con su dosis de corrupción incluida.

Se ha vuelto costumbre alegar que es que en la actualidad el nivel de corrupción es mayor en España que lo que lo había sido históricamente. Teniendo en cuenta que vivimos 40 años de dictadura militar, viciosa y estraperlista, más corrupta que lo que lo fue la débil Segunda República anterior pero similar al régimen bipartidista de principios del siglo XX (por no comentar la dictadura de Primo de Rivera), resulta complicado alegar que la corrupción sea ahora mayor en cifras relativas a lo que fue entonces (en cifras absolutas sí, porque el país tiene más habitantes y genera más PIB, pero ésa es una comparativa absurda a la que sin embargo suelen recurrir los periódicos). En realidad, en el caso de España, ha habido un nivel de corrupción bastante alto a lo largo del tiempo, pero sólo molesta en los momentos en los que, como ahora, los recursos escasean (piensen, por ejemplo, en el Regeneracionismo, que nace durante el siglo XIX después de una grave decadencia económica y moral, fruto de las tremendas convulsiones políticas y la pérdida de poder colonial durante todo ese siglo que llegó a su culmen con la pérdida de Cuba y Filipinas en el desastre del 98). Es decir, que sólo nos fijamos en la corrupción cuando queda menos pastel para repartir, porque es entonces que la consideramos odiosa (pero la ignoramos cuando hay para todos "los de aquí", aunque los efectos de esa corrupción rebajen las condiciones de vida de otras personas en lugares remotos).

Otra cosa que me llama la atención es el tremendo ombliguismo de los opinadores profesionales en España, atribuyendo al problema de la corrupción en este país una dimensión singular. Quizá porque son gente poco viajada o poco informada ignoran que casos importantes de corrupción y malversación de fondos públicos abundan en todos los países del mundo, incluso en aquéllos que se consideran más avanzados. Yo personalmente conozco bastante bien los del país en el que viví como post-doc durante tres años y con el que mantengo aún fuertes lazos: Francia. Cuando yo vivía allá, el presidente de turno (Jacques Chirac) era conocido públicamente y de manera muy notoria como "l'escroc" (el estafador), posiblemente por el hecho de que siete causas diferentes por escándalos de corrupción le esperaban a su salida del Elíseo; y eso por no hablar del caso Clearstream (por citar uno importante de los relativamente recientes; si toman otros asuntos menores y retroceden Vds. en el tiempo encontrarán mierda como para abonar todos los campos de cultivo de Francia). Pero si se toman la molestia de informarse, pestilencias semejantes se encontrarán si cruzan el Canal de la Mancha o el Ródano, o al atravesar el Atlántico de Norte a Sur o allende el Pacífico (no voy aquí a inventariarlas, pero seguro que algunos lectores pueden aportar sus favoritas de EE.UU., Alemania, el Reino Unido o Japón, por ejemplo). Las personas más razonables aceptan que la corrupción está extendida por todo el ancho mundo, pero suelen también alegar que en las naciones más avanzadas el porcentaje de corrupción es inferior que en España. Tal cosa de entrada es confusa, porque no hay una vara de medir uniformizada para la corrupción. ¿Cómo se mide? ¿Como porcentaje sobre el PIB? Pero ya hemos dicho que la corrupción también genera una cantidad no despreciable de PIB. ¿Cómo PIB perdido por la mala inversión? Pero eso es muy complicado de estimar y harto discutible de definir. Además, cuanto mayor es la economía el efecto de la corrupción puede relativamente al PIB ser inferior aunque en cifras absolutas y per cápita sea más. De nuevo, mi impresión, a falta de poder precisar más, es que el nivel de corrupción es significativamente alto en todas las naciones occidentales, y sólo reparamos en él cuando los recursos comienzan a escasear.

A mi me parece que la fijación con la corrupción en los momentos de crisis (fijación la cual por cierto se repite a lo largo de la historia y de los países) tiene mucho que ver con el deseo de recuperar el antiguo status quo, para lo cual se busca un chivo expiatorio, una víctima fácil, la inmolación de la cual aplacará al terrible Dios de la Crisis. A veces la gente llega a verbalizarlo explícitamente, como genialmente expresaba la viñeta que encabezaba el post Resignación: "Seguid robando, ¡pero dandnos trabajo!". En el fondo, no queremos hacer ningún cambio, y buscamos una vía fácil, un enemigo bien identificado en el que ciframos todo el mal que sufrimos. Y una vez la explicación simple y populista encontrada, estalla la rabia irracional, en este caso contra todo político o forma de Gobierno organizada.

Seamos realistas: la decadencia de España en el siglo XIX tuvo mucho que ver con la pérdida de recursos que le supuso su ocaso colonial; y la decadencia de España en este principio del siglo XXI no es un fenómeno aislado y tiene que ver con el agotamiento de los recursos para todas las naciones de la Tierra, España incluida, sólo que España está lógicamente peor colocada en el reparto de las últimas migajas que otras naciones más potentes (por desgracia esto que acabo de decir de España es también válido para la mayoría de las naciones de Latinoamérica de las que vienen una parte importante de mis lectores). Y aunque quememos en efigie o en persona a todos los corruptos de este ancho mundo esta situación no va a cambiar. La única manera de salir de esta trampa mortal que es la deuda es comprender que el problema es fundamentalmente de recursos, y que por tanto debemos abandonar un sistema económico perverso basado en el despilfarro de lo que en realidad es precioso. De ahí la importancia, aún, de este blog: de explicar que no hay falsas salidas y que ninguna opción energética actualmente disponible ni previsiblemente disponible en un futuro cercano puede evitar un decrecimiento forzado y, más importante, el final de un sistema basado en el crecimiento infinito.

Y sin embargo hay quien está forzando la interpretación de que la corrupción es el mal primigenio y que solucionada ésta todo volverá a funcionar, como si con una aspirina fuéramos a curar un cáncer cerebral. E insisto para los más cerriles: yo no justifico la corrupción, que sin duda es inmoral e injusta. Simplemente digo que no es el origen del mal que discutimos, que es esta crisis imposible de acabar; sólo es un achaque más de este sistema viciado e irresponsable que debe acabar. Y observo con preocupación la cantidad de disparates que se dicen para justificar la fuerza del silogismo perverso ("si se acaba la corrupción se acaba la crisis"): un día se dice que los problemas de las empresas son los liberados sindicales; al otro se repite con ansia que en España hay 445.000 políticos (cosa que radicalmente es mentira); un poco más tarde se nos da a entender que no sólo se ha de suprimir el espurio Senado español, sino que se tiene que reducir el número de diputados en el Congreso; otro día se comparan las cifras de gastos presuntamente suntuarios de nuestros representantes políticos con los recortes en ciertas áreas (pasando por alto que las cifras de los rescates bancarios son entre 10 y 100 veces mayores); etc. Y a mi no me deja de sorprender ese ansia y ese afán por reivindicar un nuevo proceso constituyente para España (el cual seguramente es necesario) sin mencionar la necesidad de reformar el sistema económico al mismo tiempo o mejor en primer lugar. Porque la impresión que todo ello me causa es que, cambiando las reglas del juego político y volviéndolas más restrictivas con la excusa de acabar con la corrupción y todos "los que chupan del bote" lo que en realidad se está preparando aquí es un movimiento de concentración de poder en pocas manos, preludio de una verdadera dictadura. Y si no, al tiempo.

El progreso

Pese a determinados acontecimientos del siglo XX, la mayoría de los que viven dentro de la tradición cultural occidental sigue creyendo en el ideal victoriano del progreso. Es la fe sucintamente descrita por el historiador Sidney Pollard en 1968 como “la creencia de que existe un patrón de cambio en la historia de la humanidad […] constituida por cambios irreversibles orientados siempre en un mismo sentido, y que dicho sentido se encamina a mejor”.

Pollard observa cómo la idea de progreso material es muy reciente –“significativa en un pasado que sólo abarca los últimos trescientos años, poco más o menos”- en estrecha correlación con el auge de la ciencia y la industria, y con la correspondiente decadencia de las creencias tradicionales. Ya no dedicamos mucha atención al progreso moral, que fue una de las grandes preocupaciones de los siglos pasados, excepto para dar por supuesto que debe andar en paralelo con el progreso material.

Nuestra fe práctica en el progreso ha extendido sus ramificaciones y se ha condensado en una ideología, en una religión secular. Sucede que el progreso se ha convertido en un ‘mito’, en el sentido antropológico de la palabra. Con esto no quiero decir que las creencias sean débiles o palmariamente falsas. Los mitos triunfadores son poderosos, y a menudo sólo en parte verdaderos. Como he escrito en otro lugar, “el mito es una ordenación del pasado, real o imaginario, en patrones que refuerzan los valores y aspiraciones más profundos de una cultura […]. De ahí que los mitos vayan tan cargados de sentido, que somos capaces de vivir y morir por ellos. Son como las cartas de navegación de las culturas a través del tiempo”.

El mito del progreso nos ha prestado buenos servicios (a quienes nos hallamos sentados a las mesas mejor surtidas, en todo caso), y es posible que continúe siendo así. Pero, también se ha convertido en peligroso. El progreso tiene una lógica interna que puede arrastrarnos más allá de la razón, hacia la catástrofe. Un camino seductor lleno de éxitos puede acabar en una trampa.

En la década de 1950, cuando yo era niño, la sombra del progreso excesivo en materia de armamento había caído ya sobre el mundo: sobre Hiroshima, Nagasaki, y varias islas del Pacífico desintegradas. Hace ya como sesenta años que ensombrece nuestras vidas. Bastará dejar sentado que la tecnología armamentista ha sido el primer aspecto del progreso humano que llega a un callejón sin salida, al amenazar con la destrucción del propio planeta en que se ha desarrollado.

El progreso material crea problemas que sólo pueden resolverse, o lo parece, con más progreso. Una vez más, el demonio se esconde en la escala de la magnitud. Es verdad que un progreso tan fuerte que pueda destruir el mundo es una creación moderna, pero el demonio de la escala que convierte las ventajas en trampas viene asediándonos desde la Edad de Piedra. Ese demonio vive dentro de nosotros, y se escapa cada vez que le sacamos delantera a la naturaleza, cada vez que desequilibramos la balanza entre habilidad y temeridad, entre necesidad y codicia.

Muchas de las grandes ruinas que hoy adornan los desiertos y las selvas de la Tierra, son monumentos a la trampa del progreso, recuerdos de civilizaciones que desaparecieron víctimas de sus propios éxitos.

Extraído de: 'Breve historia del progreso'. Ronald Wright.

La crisis española

Antonio García

A lo largo de las últimas décadas en España hemos sido incluidos en el mundo desarrollado y moderno y para ello nos hemos embarcado en grandes obras e infraestructuras como aeropuertos, playas artificiales e todo tipo de construcciones turísticas, superpuertos, a construcción de autovías, rondas, puentes, carreteras, instalaciones para trenes de alta velocidad, la inundación de  grandes superficies comerciales, polígonos industriales y tecnológicos, pistas de esquí, infraestructuras energéticas, la construcción incesante de viviendas, hospitales, cárceles, centros de enseñanza, la renovación del parque de automóviles privados, etc… se apostó por los diferentes eventos que nos pondrían en el lugar que nos merecíamos en este mundo global.

Toda este crecimiento fue pagado mediante el crédito, es decir, la obra se hace pero se debe pagar con dinero que  prestan las entidades bancarias, que posteriormente habría que devolver; nos incluimos así en una crisis financiera global.

Esta crisis financiera sí es visible en los medios de comunicación, pero existen crisis ocultas que no plantean ningún problema al sistema capitalista.

Toda esta construcción de infraestructuras provoca una crisis ecológica como la pérdida de la biodiversidad, la destrucción de los ecosistemas, o el cambio climático…

Como tampoco hay dinero para invertir (porque se debe pagar la deuda acumulada) se ocasiona una crisis económica y el modelo productivo se para, (hace falta energía y materiales que resultan cada vez más difíciles de conseguir).

Ante el hecho de que la locomotora económica se para se impone desde el poder la austeridad, engendrando una crisis social; los tiempos cuando el dinero circulaba, se terminaron y el paro y el empobrecimiento de las personas empieza a ser generalizado.

La corrupción política e institucional sale a la luz, y la legitimidad del sistema monárquico parlamentario provoca una crisis política.

Se abre también una crisis cultural: los expertos nos hablan con los números, los informes, las estadísticas …; pero esto no es suficiente para explicar el mundo en que vivimos, la civilización occidental deja de tener sentido unívoco (progreso, desarrollo, crecimiento, bienestar, prosperidad…) y se abren nuevos caminos; se redefinen conceptos, y aparecen nuevas sendas para transitar.

El decrecimiento que viene

Maria Eugenia Eyras

Después de 30 años de borrachera colectiva de consumo desenfrenado y especulación financiera, ha llegado la mañana de la resaca. A fines de este mes de junio, los días 28 y 29, se decidirá en la cumbre de Bruselas si la Unión Europea sigue a muerte la senda alemana de la austeridad o si adopta la vía francesa del crecimiento y el resurgimiento económico. Los sectores progresistas prefieren una política de crecimiento económico... Pero ¿es el crecimiento la solución?

No es posible crecer indefinidamente en un planeta de recursos limitados. Y la Tierra se agota. Si la naturaleza tarda un año y medio en reponer los recursos que se gastan en sólo un año, los cálculos son sencillos: a este paso, pronto nos quedaremos sin planeta.

Cabe hacerse otras preguntas: todo este derroche ¿nos ha hecho más felices que antes? Ya conocemos la respuesta: consumir desaforadamente no trae la felicidad, más bien aporta ansiedad y hasta adicción.

Desde los años 60 una teoría gana fuerza: la del decrecimiento. Sus partidarios opinan que el 'desarrollo sostenible' no va a evitar el colapso ecológico ni a mejorar la justicia social, o sea, que resultará insuficiente. Y que la 'economía verde', promocionada desde la ONU, tampoco funcionará, ya que detrás de esta filosofía se esconden oscuros intereses neoliberales que sólo intentan cambiar de filón para enriquecerse, como Al Gore.

Su máximo defensor, el economista y filósofo francés Serge Latouche, dice que la receta pasa por trabajar menos y ganar menos, por vivir con frugalidad y de forma solidaria con los semejantes y respetuosa con el medio ambiente.

El reto consistiría en vivir mejor con menos. Y la clave, aplicar la austeridad no a los gobiernos sino a nosotros mismos en la vida diaria. ¿Ventajas? Muchas. Calidad de vida, tiempo de ocio y una vida social plena, según los preceptos de la 'simplicidad voluntaria'.
El decrecimiento es la crítica más dura y contundente que golpea el meollo del neoliberalismo, porque cuestiona su razón de ser, que consiste en exacerbar el consumo compulsivo y el estilo de vida competitivo, el de todos contra todos. "El decrecimiento", afirma Latouche, "implica desaprender, desprenderse de un modo de vida equivocado e incompatible con el planeta". Y propone las 8 R: Revaluar (nuestros valores), Recontextualizar (la construcción social), Reestructurar (los aparatos económicos y productivos), Relocalizar (consumiendo sólo lo que se produce localmente), Redistribuir (el acceso a los recursos naturales y a la riqueza), Reducir (el consumo y el gasto energético), Reutilizar y Reciclar (todos los objetos, en cualquier actividad). En suma, un modo de vida más austero iluminado con valores humanistas, que nos condujese a producir menos pero de mayor calidad.

Como una producción de calidad exige habilidad y tiempo, proporcionaría puestos de trabajo numerosos y mucho más gratificantes. Si sólo trabajásemos cuatro horas al día habría trabajo para todo el mundo. Y si tuviéramos que emplear para hacerlo, tanto la destreza manual como la intelectual, se acabarían el sedentarismo y la obesidad.

Según el profesor español Carlos Taibo, defensor del decrecimiento: "Ahora existimos en un modo de vida esclavo que nos hace pensar que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos y, sobre todo, más bienes consumamos. Es un modelo basado en la constante insatisfacción."

Hace pocos días el octogenario economista José Luis Sampedro profetizó: "El capitalismo se acaba. Los jóvenes indignados y los niños con ordenador ya viven en otra época. Occidente está sufriendo una metamorfosis que le hará salir de la 'etapa del dinero' iniciada en el siglo XV".

La rentabilidad social decreciente del crecimiento económico

Suficiente es suficiente

Incluso si pudiésemos encontrar la forma para que la economía creciera sin usar más recursos y sin un  impacto negativo en el medio ambiente, existen razones de peso para pensar que un mayor crecimiento económico en los países ricos no sería un objetivo deseable.

Mientras que la producción per cápita se ha más que triplicado en países como el Reino Unido y los EE.UU. desde 1950, los datos de estudios sobre niveles de satisfacción vital revelan que la gente no es más feliz. Cuando comparamos los datos entre múltiples países, aparece un cuadro interesante: La felicidad y la satisfacción en la vida aumentan con los ingresos pero sólo hasta un punto determinado.

Una vez que las necesidades básicas quedan cubiertas y la gente dispone de suficientes bienes y servicios, el crecimiento económico ya no mejora el bienestar de las personas. El crecimiento económico tampoco ha logrado proporcionar soluciones duraderas para el desempleo y la pobreza. A pesar de la búsqueda constante de un aumento de la producción económica en el RU, las tasas de desempleo han venido oscilado al alza y a la baja durante los últimos 40 años. El aumento del número de desempleados/as se ha convertido en un hecho habitual. E incluso habiéndose multiplicado por 24 el tamaño de la economía global en los últimos 100 años, más de mil millones de personas en el mundo todavía viven con menos de un dólar al día y un total de 2,7 mil millones viven con menos de 2 dólares al día. Alguien se está beneficiando con el crecimiento de la economía global, pero desde luego no son los pobres del mundo.

Estos descubrimientos ponen seriamente en entredicho la búsqueda continua del crecimiento económico en países como el RU. Dado que el uso de los recursos globales está ya en niveles insostenibles, un mayor crecimiento en los países ricos solo sirve para reducir el espacio ecológico disponible para los países pobres, donde el crecimiento económico es todavía necesario para aliviar la pobreza.

Enough is enough: Ideas for a Sustainable Economy in a World of Finite Resources  (traducción de Desazkundea, se puede acceder a una versión reducida del texto aquí)

Por la autogestión y la desmercantilización

Carlos Taibo

Dentro del movimiento del 15 de mayo -y dentro de otras muchas iniciativas- hay, si así se quiere, dos grandes posiciones. La primera entiende que el cometido principal del movimiento estriba en elaborar propuestas que se espera sean escuchadas, en un grado u otro, por nuestros gobernantes. La segunda, muy diferente de la anterior, aspira, antes bien, a crear espacios de autonomía en los cuales procedamos a aplicar reglas del juego diferentes de las que nos impone el sistema que padecemos. Y a hacerlo, por añadidura, sin aguardar nada de esos gobernantes que acabo de mencionar.

Mi impresión es que la segunda de las posiciones ha ido ganando terreno en el 15-M. No se olvide al respecto que el panorama general en lo que hace a ganancias de la mano de la primera de las perspectivas enunciadas es manifiestamente desalentador. Claro que no sólo se trata de eso: hora es ésta de recordar que en una de sus matrices principales el movimiento del 15 de mayo nació, un año atrás, al amparo de un propósito expreso de cuestionar un sistema seudodemocrático en el que al cabo, y de siempre, son los grandes poderes económicos los que dictan las reglas del juego. Sobre esa base estaba servida la conclusión de que, aun siendo comprensibles las demandas de reforma de ese sistema que formulaban muchos sectores del 15-M, la inercia del movimiento conducía muy a menudo a lo que cabía entender que era una apuesta por la construcción de un orden distinto y plenamente autónomo.

No está de más que proponga dos ejemplos que permiten perfilar el escenario de la discusión. El primero remite a la muy extendida petición, que algunos asimilan sin más con el 15-M como si una y otra realidad se solapasen, de reforma de la ley electoral. Supongamos, que es mucho suponer, que los dos grandes partidos aceptan la reforma en cuestión y que ésta tiene un perfil saludable. ¿Qué cambios profundos cabe augurar que se derivarían de ello? La posibilidad de que PP y PSOE perdiesen una parte, sin duda menor, de los escaños de los que hoy disfrutan en el parlamento, ¿modificaría sustancialmente la realidad que palpamos en estas horas? ¿No es lamentablemente ingenuo suponer que una reforma de la ley electoral va a resolver alguno de nuestros problemas principales?

El segundo ejemplo que me interesa rescatar es el de la propuesta de creación de una banca pública. No se trata ahora de discutir el buen o mal sentido de tal propuesta. Se trata de preguntarse, antes que nada, cuánto tiempo podemos aguardar para que se perfile esa fórmula de banca. Lo diré con un punto de ironía: ¿cuánto tiempo habrá de transcurrir para que Izquierda Unida cuente con 150 representantes en el Congreso de Diputados? ¿Podemos permitirnos esperar hasta entonces o, como me temo, los deberes son La gestación de una banca pública exige el beneplácito de fuerzas políticas y de grupos de presión que apuestan con descaro, apoyados en las mayorías, por otros horizontes.mucho más acuciantes e imperativos? Mal haríamos en olvidar que la gestación de una banca pública reclama inexorablemente del concurso de partidos, parlamentos y leyes, o, lo que es lo mismo, exige el beneplácito de fuerzas políticas y de grupos de presión que apuestan con descaro, apoyados en las mayorías, por otros horizontes. Y ojo que no cabe en modo alguno descartar que populares y socialistas acaben por perfilar una banca pública con cometidos bien diferentes de los que, cargados de respetables buenas intenciones, pretenden asignar a aquélla nuestros economistas socialdemócratas de bandera.

Ante el panorama que acabo de mal retratar de la mano de los dos ejemplos propuestos, ¿no es mucho más hacedero y realista el proyecto que nos invita a construir desde abajo un mundo -unas relaciones económicas y sociales- nuevo y desmercantilizado? No estoy hablando, por lo demás, de un proyecto etéreo. Las realidades correspondientes ya están ahí. Pienso en los grupos de consumo que han proliferado en tantos lugares, en las perspectivas que surgen de las cooperativas integrales, en las ecoaldeas e instancias similares, en los bancos sociales que rehuyen el lucro y el beneficio o, por cerrar aquí una lista que bien podría ser más larga, en el incipiente movimiento que plantea el horizonte de la autogestión por los trabajadores en el caso de muchas empresas amenazadas de cierre. En todas estas iniciativas lo que despunta es un esfuerzo encaminado por igual a rechazar la delegación del poder en otros y a alentar la práctica de la socialización sin jerarquías, las más de las veces sobre la base de postulados antipatriarcales, antiproductivistas e internacionalistas. ¿No empiezan a acumularse los argumentos para sostener que el viejo proyecto libertario de la autogestión generalizada es, no sin paradoja, mucho más realista que aquel otro que, al amparo de la vulgata socialdemócrata de siempre, todo lo hace depender de partidos, leyes y parlamentos?

A menudo me encuentro a personas que, con argumentos respetables, subrayan que las dos opciones a las que me refiero en este texto no son incompatibles. Lo aceptaré de buen grado: no tengo por qué concluir, en particular, que quien legítimamente pelea por reformar la ley electoral es hostil a la gestación de espacios de autonomía no mercantilizados (y viceversa). Creo, sin embargo, que lo suyo es subrayar que esas dos opciones no sólo remiten a objetivos y métodos diferentes: se materializan también en proyectos organizativos distintos. Mientras en el primer caso el movimiento en que se concretan no es sino un instrumento al servicio de un proceso que debe discurrir fuera de él, en el segundo -el de los espacios de autonomía- ese movimiento se convierte, de la mano de la asamblea, de la democracia directa y de la autogestión, en objeto con vida propia que, cabal y autosuficiente, no precisa de representaciones externas. De cara al futuro, y por su dimensión de demostración de que es posible hacer las cosas de forma diferente, parece que esta última es una apuesta más inteligente. Δ

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. www.carlostaibo.com

Podemos vivir mejor

Antonio Cerrillo

Serge Latouche estuvo hace unos días en Rupià (Alt Empordà) en unas jornadas de debate organizadas por el grupo de investigación del decrecimiento de la UAB. El economista y filósofo francés aboga por "descolonizar el imaginario, es decir, librarse de la falsa idea de progreso sobre la que se asienta la ideología del crecimiento, el mal entendido desarrollo o el consumo".

"Venimos de la industrialización -continúa-, del uso de las energías fósiles, la máquina de vapor y el consumo masivo, y ahora nos damos cuenta que los recursos de planeta se agotan, que el clima es inseguro y que pronto no habrá petróleo. Pero seguimos hablando de relanzar la economía y de consumir más petróleo. ¡Pero si pronto no habrá!", exclama antes de criticar los esfuerzos para sacar hidrocarburos de lugares remotos al precio que sea.

Latouche es muy crítico hacia el maquillaje de la industria del automóvil, convencido de que no puede haber coches verdes. "Un ministro húngaro me lo resumió así: 'Cuando hay una inundación en un cuarto de baño podemos sacar el agua con un cubo; pero lo primero es cerrar el grifo'", dice aludiendo a la necesidad de atajar el consumismo en origen. "Podemos pensar en la necesidad de buscar el decrecimiento porque hemos sobreexplotado los recursos naturales y hemos infligido graves daños al planeta; pero también debemos optar por el decrecimiento porque vivimos mal. Viviríamos mejor con otro sistema", agrega. Latouche se muestra partidario de los huertos compartidos destinados a poner en contacto al productor y al consumidor de alimentos agroecológicos, porque abren la puerta al debate ciudadano sobre lo local, y pone como ejemplo esperanzador las candidaturas locales del movimiento de Beppe Grillo en Italia más que los Verdes alemanes.

Latouche adelanta su nueva fuente de interés: "Occidente se ha construido sobre la destrucción de los límites, tanto a nivel geográfico o cultural". Y por eso se detiene en explicar ejemplos de culturas que entraron en colapso por no haber rebasado su nicho ecológico.

Y tiene una receta clara frente a la crisis: dejar de pagarla. "Hay una hipocresía: todo el mundo sabe que la deuda no se puede pagar. Pagarla estrangula a la gente con las medidas de austeridad, que agravan la situación. Cuanto más fuerte es la austeridad, más aumenta la deuda, más disminuye la riqueza y menos rinden los impuestos. Es un círculo infernal". "Grecia no pagará nunca la deuda -continúa- y los alemanes lo saben bien. Pero para los alemanes y el sistema financiero, lo importante es hacer creer que se puede pagar; y no se puede. Cuanto más pronto se acabe esta comedia, mejor. Hay que poner el contador a cero".

El mito de la superpoblación



T. Malthus quedó preocupado por los capítulos sobre la población de La Riqueza de las Naciones de Adam Smith y por la ley de los rendimientos decrecientes expuesta por Turgot. Sus dudas le movieron a escribir el Ensayo sobre la población, en el que sostuvo que, mientras que los medios de subsistencia tendían a crecer linealmente, la población crecía exponencialmente, es decir, mucho más rápidamente. La condición de pobre se adquiría por naturaleza, y por tanto Malthus deseaba que aceptaran su prescindibilidad (al contrario que los ricos), y si no controlaban su natalidad, que los gobiernos pusieran otros medios (favorecer las epidemias, el hambre y las guerras). Entre otros cambios en la agricultura, la revolución verde parecía contradecir sus tesis.

Desde entonces hasta nuestros días, esta idea ha tenido idas y venidas de lo más dispar, y no únicamente de los intentos de “mejorar la raza” de la extrema derecha: desde la política de control de natalidad del comunismo chino, pasando por campañas de esterilización en numerosos países, hasta la versión más edulcorada que también hoy día tiene cierto peso dentro del ambientalismo (incluso argumento en pro de reducir la inmigración en Inglaterra o EEUU). En parte se puede deber a una lectura excesivamente simplificada de la ecuación del impacto ambiental; I=PAT (Impacto = Población*Bienes consumidos*Impacto de cada bien). Se da a entender que el impacto de todas las personas es igual, lo cual no se corresponde con la realidad.

Afortunadamente, instituciones como el LSHTM evitan análisis tan simplistas en estudios como su recientemente publicado “El peso de las naciones: Una estimación de la biomasa humana adulta”. Muy resumidamente, a Estados Unidos (5% de la población mundial) le corresponde casi un tercio del peso mundial debido a la obesidad. En contraste, Asia es hogar del 61 por ciento de la población mundial, pero solo representa 13 por ciento del peso de los habitantes del planeta. Así que a la hora de calcular el impacto, todo individuo no tiene el mismo “peso” (ni fisiológicamente, ni a la hora de ponderar)

Según la organización GRAIN (www.grain.org), el sistema alimentario es responsable del 44 a 57% de las emisiones globales de gases invernadero (11 - 15% actividades agrícolas, desmonte y la deforestación 15 - 18%,  procesamiento, empaque y transporte de alimentos provoca: 15 a 20%, y descomposición de las basuras orgánicas: 3 - 4%). Entre 1980 y 2005, el África Sub-Sahariana fue responsable del 18.5% de crecimiento de la población mundial y únicamente del 2.4% del crecimiento de emisiones de CO2. EEUU, responsable del 4% de crecimiento de la población, sin embargo aumentó un 14% sus emisiones (journal Environment and Urbanization). Con los consumo de agua se pueden obtener datos igualmente desiguales.

Evidentemente, la tierra no puede albergar un número infinito de personas. Pero sin desastre de por medio, como las variaciones de población son muy inerciales (no es fácil hacer que disminuya o aumente), se afirma con bajos índices de error que este siglo llegará a un máximo de 10.000 millones.

A la pregunta de si el mundo podrá alimentar a tanta gente, hay que responder que el hambre hoy no es un problema de superpoblación, es un problema político, de reparto. Y no importa cuánta comida se produce, cuánto se reduce la natalidad, o cuánto disminuye la población, siempre habrá gente que se muera de hambre. Como dato, se estima que en Europa se tira la mitad de la comida que se compra. Tal es así que la Eurocámara ha decidido tomar cartas en el asunto.

La biocapacidad disponible son 1.90 hag per-cápita (World Wild Fund 1999). Sin embargo en Euskadi consumimos 2,76 hag por encima de esa cantidad, según IHOBE (2005). Es decir, CON EL NIVEL DE CONSUMO ACTUAL hay biocapacidad en Euskadi para 1 millón de vascos. ¿El millón y medio de vascos restante sobra? ¿Tiene que emigrar? ¿O reducimos nuestra enorme huella ecológica?
Alicia Puleo recientemente criticaba el ecologismo neoconservador, a cuenta de la nueva ley de aborto y los argumentos, como la “santidad de la vida” que se han usado. Una parte del ecologismo también es neomalthusiano. Alicia apelaba a construir un ecofeminismo alejado del ecologismo neoconservador, creo que lo mismo se puede aplicar al tema de la superpoblación; un ecofeminismo tampoco neomalthusiano, pero responsable con la natalidad.

Porque… ¿sobra gente o sobran gordos? ¿Quién causa la crisis ambiental, los 7000 millones de habitantes actuales de la tierra o el 1% que más consume?

Iñigo Antepara
Desazkunde y Gasteiz en Transición
Revista Ahots Kooperatibista nº33

Socialdemocracia y decrecimiento

Samuel García Arencibia - Utópico terminando el prólogo

Hace tiempo escribí a sugerencia de mi atento lector Antonio una reflexión sobre mi planteamiento revisionista de la socialdemocracia. Hoy me invitó a hacer una reflexión sobre el decrecimiento. Igual que en la anterior ocasión, lo que iba a ser un comentario de respuesta se ha convertido en un texto largo que traslado a esta parte. Curiosamente ya habíamos pasado en febrero por este asunto. Como repetía Úrsula Iguarán, la “Historia no hace más que dar vueltas”. Me dice:

"Yo creo que mezclas mucho el problema del crecimiento con el problema de la DISTRIBUCION entre la población de ese crecimiento. Además, y por otro lado, la socialdemocracia avanzada (no sé si clásica o moderna) habla, teoriza y manifiesta evidencia empírica sobre crecimiento y desarrollo sostenible, sustentable, perdurable, etc. Sin embargo, los partidarios del decrecimiento, del que supongo que eres admirador y aludes, tienen pendiente la elaboración de demasiada argumentación teoría y, sobre todo, tienen una falta abrumadora de evidencia empírica para darles validez a día hoy. Yo he visto algo de su argumentación teórica (muy poca, lo admito) y me pareció muy, muy verde. No niego en absoluto que puedan conseguirla. Pero tienen que hacerlo. En economía, como en el resto de ciencias, no vale cualquier tesis . Y hay algunas que funden todo."

En mi opinión no se trata de una confusión entre crecimiento y reparto del crecimiento. Se trata de dos críticas diferentes: una crítica clara al reparto del crecimiento y otra igual de clara hacia el mismo crecimiento, por lo menos a una buena parte del crecimiento que hemos sido capaces de propulsar.

La socialdemocracia avanzada no resuelve satisfactoriamente ninguna de las dos cuestiones aunque haya alcanzado grandes logros en su su empeño. Los países escandinavos son los que más caridad practican (aquello del O,7% del PIB para los países del tercer mundo); se podría decir que pueden ser lo más igualitarios en el esquema de generosidad entre pueblos del rico occidental. Sin embargo, participa en los mecanismos de reparto injusto con los países empobrecidos (recomendable las viejas teorías de Samir Amín, recordable que Finlandia hace bien poco ha pedido mayores garantías a España para soltar el rescate (público) a los bancos españoles), que no se solventan con una compensación del 1%, igual que la desigualdad interna en una sociedad no se resolvería si a los grandes patrimonios, las grandes rentas y las grandes sociedades se les aplicase una contribución voluntaria de 1%. Explotación de mano de obra de sus multinacionales, posición de acreedores en la deuda del tercer mundo, comercio en términos injustos, multinacionales automovilísticas, …

Internamente, pueden haber alcanzado unos indicadores de igualdad muy elevados (decilas, Lorenz, Gini), pero no es suficiente. Recuerdo a modo de ejemplo que Amancio Ortega le ha quitado la silla al señor de Ikea como hombre más rico de Europa. Incluso con una progresividad fiscal muy potente o un sector público muy fuerte, son países de boyantes oligarquías familiares como la de la película Celebración de Thomas Vinterberg. Estos ejemplos a mí me dan idea de algún fallo de igualación.

Tampoco resuelve convenientemente el asunto de la contradicción entre economía y ecología. La huella ecológica de esos países es de las más elevadas del mundo, por más que luego respeten su territorio (lo que es más fácil si son unos pocos millones o si su modelo no se basa en el turismo de masas), sus aguas y sus costas estén más protegidas contra vertidos venenosos, gestionen mejor sus residuos, respeten el silencio y la paz, cuiden los bosques, no sean latinos a la hora de presumir de kilómetros de tren de alta velocidad, … Lo que seguramente es así, con otros datos como la importancia del petróleo en Noruega, del uranio en Suecia, de la industria automovilística. Pero el hecho de que su modelo sea más sostenible (e igualitario) no significa que el modelo de tanto coche, tanta carne, tanto viaje sea extensible a los 7 mil millones de personas.


El diablo es pobre

Eduardo Galeano

En las ciudades de nuestro tiempo, inmensas cárceles que encierran a los prisioneros del miedo, las fortalezas dicen ser casas y las armaduras simulan ser trajes.

Estado de sitio. No se distraiga, no baje la guardia, no se confíe. Los amos del mundo dan la voz de alarma. Ellos, que impunemente violan la naturaleza, secuestran países, roban salarios y asesinan gentíos, nos advierten: cuidado. Los peligrosos acechan, agazapados en los suburbios miserables, mordiendo envidias, tragando rencores.

Los pobres: los pelagatos, los muertos de las guerras, los presos de las cárceles, los brazos disponibles, los brazos desechables.

El hambre, que mata callando, mata a los callados. Los expertos, los pobrólogos, hablan por ellos. Nos cuentan en qué no trabajan, qué no comen, cuánto no pesan, cuánto no miden, qué no tienen, qué no piensan, qué no votan, en qué no creen.

Sólo nos falta saber por qué los pobres son pobres. ¿Será porque su hambre nos alimenta y su desnudez nos viste?

Extraído de: Espejos. Una historia casi universal. Eduardo Galeano