J.M. Lander - Diagonal
Resulta
misterioso el camino que conduce a dos palabras distintas a
emparejarse y convertirse en sinónimas. Se trata de un periplo
abundante en meandros, en ambigüedades y significaciones ocultas,
siempre bordeando la estrecha franja fronteriza que separa a un
concepto de su opuesto. El caso de las palabras ‘trabajo’ y
‘placer’ es sintomático de este viaje problemático a la
sinonimia. Hubo un tiempo artesanal, allá por la Edad Media, en que
estos dos vocablos fueron una prolongación natural el uno del otro,
pero con la llegada de la industrialización pasaron a considerarse
antónimos.
La
irrupción de las fábricas no sólo afeó el paisaje, contaminando
cielos y ríos, sino que cercenó cualquier atisbo de desarrollo
personal en las actividades laborales.
El
pensador William Morris, quien asistió al triste espectáculo de ver
cómo su bucólica campiña natal de Manchester se transformaba en un
grisáceo emporio de la minería,
abogó por la necesidad de recuperar esa hermandad perdida entre la
palabra trabajo y la palabra placer. No lo tuvo nada fácil. Vivió
durante el industrial siglo XIX, un siglo que idolatró la idea de
progreso con la misma intransigencia con que en siglos anteriores se
habían venerado otras divinidades. El axioma de que las máquinas
nos harían libres parecía incuestionable y cualquiera que estuviera
en contra de este nuevo mandamiento bíblico era tachado de peligroso
reaccionario.
Pero Morris, una centuria antes que Chaplin, tuvo
la intuición de que otro género de esclavitud se abría paso al
abrigo de aquella idolatría: la del trabajador encadenado de por
vida a los grilletes de un trabajo envilecedor que le amarga la
existencia y le lleva a la consulta del psiquiatra. Acababa de
nacer el capitalismo y ya parecía una enfermedad más que una
ciencia económica. Morris, como un cirujano de pulso firme y
certero, aplicó el bisturí de sus agudos análisis para denunciar
la naturaleza esquizofrénica de aquel sistema económico basado en
la absurda idea de producir sin descanso cosas de usar y tirar. Lo
que más le dolía de aquel sinsentido era que la
sociedad, en su afán por someterse sin crítica a los dictados de
aquella locura productivista, perdía la alegría de vivir, que
debería incluir, claro, la alegría de trabajar.
Los
libros de Morris tendrían que ser una lectura obligatoria en las
escuelas empresariales para que los directores de recursos humanos
dejaran de ser tan inhumanos. Así aprenderían una lección de
moralidad tan básica como que el
trabajo se torna en un esfuerzo despilfarrado inútilmente si no
conlleva una dimensión interior de la persona.
Por fortuna, este mensaje, que a los muchos cínicos de hoy en día
les sonará a música celestial bienintencionada, sigue aún vivo,
empapando con su savia enriquecedora la sensibilidad de nuevos y
entusiastas lectores. Ya van por la cuarta edición los ensayos de
Morris que acaba de reeditar la editorial Pepitas de calabaza.
Este
interés renovado por su obra se debe en gran parte a la manera nada
pretenciosa en que enfoca sus textos, cuya escritura diáfana
prescinde del barniz académico y opta por la forma más accesible de
una conferencia. A
Morris le preocupaba que sus reflexiones no se quedasen en mera
teoría sino que motivasen a sus conciudadanos a cambiar el rumbo
embrutecedor de sus vidas.
Por
eso, su tono adopta las maneras del orador llano, coloquial, que
interpela al lector con una actitud tan realista como esperanzada.
Detrás de cada una de sus palabras late el corazón de la utopía,
en la acepción de Mumford de buen lugar donde asentar una existencia
plena y satisfactoria, en la que no nos aburramos de ocio ni tampoco
nos matemos a currar. En esta tierra soñada, que reflejó en el
libro Noticias de
ninguna parte, todas
las personas sin excepción se merecen encontrar un empleo que les
haga felices y creativos. Porque para Morris el trabajo placentero
supera los estrictos armazones de la esfera económica y adopta los
mimbres más flexibles de una disciplina artística. “El arte es la
expresión del gozo en el trabajo”, escribió.
No
es extraño que este pensador, de gusto tan refinado por las cosas
bien hechas, añorase los principios estéticos en los que se apoyaba
la artesanía medieval. Él también compartió una idea de belleza
similar, cimentada en la idea de que un objeto para ser bello tenía
que reunir dos cualidades en apariencia antitéticas: la de ser útil
y la de poseer un poder simbólico. De ahí su admiración por los
artesanos, capaces de hacer el milagro de unir el arte popular con el
intelectual a través de la habilidad de sus manos.
Morris
quiso recuperar la noción de belleza artesanal perdida por el auge
del materialismo fabril, confeccionando productos que fueran hermosos
a la par que necesarios.
Estaba asustado por las grandes dosis de fealdad con que emponzoñaba
el mundo los engranajes herrumbrosos del sistema capitalista. Pensaba
que el sacrificio de tantos trabajadores ni siquiera iba a servir
para dejar para la posteridad monumentales pirámides sino
desechos amontonados en escombreras. ¡Cuánta razón llevaba!
Como
ya nos lo ha contado la estupenda película Wall-E,
el vertedero es el símbolo de nuestro tiempo, nuestro triste legado
para las generaciones venideras. Ahora vivimos rodeados de basura. Y
estamos esperando que del hedor de este basurero emane un nuevo
renacimiento no sólo artístico sino también vital.
Morris
nos indicó el camino a seguir: el trabajo placentero. Comencemos hoy
plantando unas lechugas, escribiendo unos versos, remendando unos
calcetines,
leyendo a Morris. Porque leer a Morris es, de entre todos, el trabajo
más placentero.
¿Cómo vivimos, pues, bajo el sistema actual? De- tengámonos un poco en ello.
ResponderEliminarAnte todo, intenten comprender que nuestro ac- tual sistema se basa en un estado de guerra perpetuo. ¿Piensa alguno de ustedes que así es como debe ser? Sé que se les ha dicho muchas veces que la compe- tencia, actualmente norma de toda producción, es cosa buena y que estimula el progreso de la raza. Pero quie- nes les dicen eso debieran llamar a la competencia por su nombre abreviado, guerra, si quisieran ser sinceros, y entonces podrían ustedes considerar libremente si la guerra estimula o no el progreso de un modo dis- tinto al de un toro rabioso que les persiguiera por su propio jardín. La guerra o la competencia, como pre- feran llamarla, signifca en el mejor de los casos la persecución de la propia ventaja a costa del perjuicio de otros, y en este proceso nadie puede tener la certeza de no destruir ni siquiera sus propias pertenencias, ...cooperar, compartir, crear...
Necesitamos a la vuelta al mundo rural, mas conectado con la naturaleza, sin estrés, vivir mas relajados y felices.
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