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In decrescendo, para cinco voces (II)

Oriol Neira y Stefano Puddu - Mientras tanto


Entrevista a Mauro Bonaiuti

Como especialista de Georgescu-Roegen y de su teoría bioeconómica –que plantea unas objecciones radicales a las teorías económicas hoy dominantes–, ¿crees que en los ambientes académicos se empieza a tomar en consideración esta línea de pensamiento? ¿Dónde percibes las señales más interesantes?

Francamente, no. Los economistas, especialmente en Italia, aún no han empezado a tomar en consideración esta línea de pensamiento, con pocas excepciones absolutamente aisladas. En los ámbitos académicos, las cosas no son muy distintas de como eran hace una treintena de años, cuando Georgescu-Roegen presentó su teoría económica con el silencio total de sus colegas. Por otro lado, si hoy la economía es una forma de religión –tal y como dice Latouche–, los economistas, como sacerdotes del sistema, defenderan sus propias creencias hasta el final y contra toda evidencia… Yo creo que seran los últimos en abandonar el barco, y únicamente lo harán cuando sea del todo evidente que se hunde. En este sentido, no creo que quepa esperar nada nuevo… Las señales más interesantes, como es previsible, vienen desde fuera de la Academia: del mundo de las asociaciones, de las ONG, de los estudiantes, de algunos investigadores independientes que colaboran con las organizaciones de la sociedad civil, o con alguna administración local, especialmente en realidades pequeñas e autónomas…

¿Cuáles son las resistencias al cambio que hay que superar? ¿Crees que la crisis energética y ecológica puede favorecer el proceso?

Creo que las resistencias principales –de las cuales también somos menos conscientes– son las de carácter cultural. En primer lugar, una tarea de descolonización del imaginario es necesaria, pero hay que ir más allá. Para poder afrontar con algun resultado la crisis multidimensional –ecológica, social y política– que caracteriza nuestro tiempo, hace falta que los individuos y las organizaciones compartan un imaginario común. En otras palabras: es necesario que alcancen una representación consensuada, siquiera sea a grandes rasgos, de las causas de la crisis. Esto es enormemente complicado, por múltiples razones. La cultura posmoderna, en la que estamos inmersos, comienza precisamente con el final de las grandes narraciones (marxismo y cristianismo en primer lugar) y se caracteriza por un imaginario extremadamente fluido y fragmentado. Es la cultura del “todo va bien”. Se vive en una apariencia de libertad, pero en verdad no hay posibilidad real alguna de cuestionar las reglas de juego. También porque es complicadísimo unir individuos, grupos y asociaciones entorno a unos objetivos comunes. Basta echar un vistazo al sitio web del próximo Foro Social Mundial para percatarse de ello. Dentro de los movimientos –para no hablar de la “izquierda” – destaca un gran número de consignas y cada uno lucha por la suya… Todavía cuesta vislumbrar la capacidad de llegar a esta visión compartida sobre las raíces de la crisis. La fuerza del decrecimiento –dicho sea de paso– radica eventualmente en esto: que, pese a ser una consigna entre otras, permite entrever tras ella la posibilidad de una imaginario compartido, alternativo al dominante.

En lo referente al impacto de las crisis, Georgescu-Roegen ya había previsto lo esencial: la primera variable que alcanzaría su punto máximo y que, en consecuencia, impondría cambios en las otras variables del sistema, es el agotamiento de los recursos naturales, el petróleo en primer lugar. Los datos sobre la disponibilidad del petróleo son conocidos y, por lo que se sabe, ya hemos alcanzado el cénit, es decir, desde este punto de vista, el decrecimiento ya ha empezado –como nos señalan los encarecimientos del precio de los combustibles– … Ya hemos entrado en la fase de transición. Éste es el primer dato que hay que tener presente: el cambio no es problema de las generaciones futuras, como se ha ido diciendo hasta ayer mismo y aún se dice: no hablamos de 50 años ni tan siquiera de 30; la transición empieza hoy y los próximos 10-15 años seran cruciales. Está claro que la crisis en la disponibilidad de la energía y por tanto, en los precios y en la disponibilidad de los alimentos, conducirá a un cambio global. La cuestión está en saber de qué cambio se tratará. Escenarios muy distintos son posibles. Se mueven entre los extremos opuestos del decrecimiento real (o impuesto) y el del decrecimiento autónomo o, por utilizar la expresión de Illich, convivencial. El primer escenario, tal y como marchan las cosas, es el más probable y viene acompañado de un aumento de los conflictos (ante todo, de guerra por los recursos), una desaceleración de la economía global, un aumento de la inflación y sobre todo una deriva autoritaria de la política de los gobiernos, favorecida por la concentración de poderes típica de la globalización neoliberal y motivada principalmente por la necesidad de control de los recursos estratégicos y de contención de la disgregación social. Éste es el escenario poco deseable pero realista de lo que podemos llamar decremiento real o autoritario. Frente a este escenario, nosotros contraponemos un escenario de decrecimiento autónomo y convivencial, basado en la consciencia de que la sociedad del crecimiento ya ha acabado su etapa histórica, ya que la crisis ecológica, social y política que nos atenaza encuentra su raíz común en el crecimiento –esto es, en la pretensión de mantener indefinidamente un proceso de acumulación de riqueza– y también en las instituciones que defienden este modelo pese al cambio de contexto.

Hoy, el contexto pide una reducción de los flujos de materia y energia, una reducción en la dimensión de los grandes aparatos, una consolidación de los vínculos sociales, un estilo de vida más sobrio, una reducción de los tiempos dedicados a la producción y un aumento del cuidado dedicado al ambiente, a la cultura, al ocio. Este tipo de consciencia puede ayudarnos a interpretar la crisis como una oportunidad histórica para la descentralización voluntaria, no traumática y, por tanto, como una posibilidad extraordinaria para construir una sociedad autónoma, capaz  de un control democrático de la tecnología y de un autogobierno auténtico. La sociedad del crecimiento, de hecho, aunque haya mejorado las condiciones de vida de una parte de la humanidad, se ha demostrado fundamentalmente hostil a la autonomia, como si crecimiento y autonomía fueran dos tendencias antinómicas. El decrecimiento, en suma, puede ser una gran oportunidad para la autonomía, esto es, para la democracia y la participación. Tal y como he dicho, sin embargo, la consciencia en este sentido es aún muy débil.


¿Crees que en el futuro la economía local puede recuperar terreno en el escenario de globalización en que nos hallamos? ¿Puedes dar algún ejemplo en este sentido?

Sí, creo que es posible. El aumento de los costes de la energía –y en consecuencia, de los tranportes y de los productos agrícolas– favorecerá la economía local. Esta inversión de la tendencia secular según la cual el territorio no es otra cosa que una fuente de recursos para obtener beneficios, es un proceso muy importante y –esperemos- irreversible.

En cuanto a las experiencias, destacaría las de consumo crítico, los productores biológicos, el comercio justo, la banca ética y sobre todo el intento de crear una red entre todas estas realidades con la creación de distritos de economía solidaria. Todos estos fenómenos son interesantes y se mueven hacia la dirección correcta. Otras experiencias similares, como hay por todo el mundo y especialmente en Latinoamérica, son extremadamente interesantes porque practican el respeto al medio ambiente y los valores de justicia social junto a formas participadas de gestión de la actividad productiva. Constituyen, pues, unos laboratorios auténticos para la construcción de un sistema económico sostenible y convivencial, alternativo al que hoy es el dominante.

El reto estriba, en mi opinión, en cómo extender y difundir estos principios y estas prácticas. Para ganar la partida a los gigantes de la economía global, que se basan en la deflación competitiva y por tanto en la devaluación del medio ambiente y de los derechos laborales, las realidades más bien frágiles de la economía solidaria deberán basarse en una estrategia de redes que permita a los consumidores y a los productores crear un circuito privilegiado de intercambios dentro de los territorios, gracias tambien al uso de monedas complementarias (y con el soporte, donde sea posible, de las instituciones locales). Tdo esto, sin volver a caer en el gigantismo y en los errores que cometió el movimiento cooperativista… Pero más que las buenas intenciones, quién deberá protegernos, esta vez, del mito del progreso y del furor del crecimiento, será la historia.


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