Mar Abad - Yorokobu
«Quiero
decir unas palabras en favor de la Naturaleza, de la libertad total y
el estado salvaje, en contraposición a una libertad y una cultura
simplemente civiles. Considerar al hombre como habitante o parte
constitutiva de la Naturaleza, más que como miembro de la sociedad.
Desearía hacer una declaración radical, si se me permite el
énfasis, porque ya hay suficientes campeones de la civilización: el
clérigo, el consejo escolar y cada uno de vosotros os encargaréis
de defenderla».
Empezaba
así Henry
David Thoreau (1817-1862) un ensayo sobre Caminar.
Decía el filósofo en este texto, publicado en 1862, que apenas
había encontrado en su vida a una o dos personas que entendiesen el
arte de caminar. Esto significaba «andar
a pie» o, dicho
de otro modo, «deambular: término de hermosa etimología que
proviene de ‘persona ociosa que vagaba en la Edad Media por el
campo y pedía limosna so pretexto de encaminarse a la Tierra Santa».
Para
el estadounidense el arte de caminar nada tiene que ver con un paseo,
ese modo de callejear, en un ir y venir, que apenas dura una hora.
«Nuestras expediciones consisten solo en dar una vuelta, y al
atardecer volvemos otra vez al lugar familiar del que salimos, donde
tenemos el corazón. La
mitad del camino no es otra cosa que desandar lo andado.
Tal vez tuviéramos que prolongar el más breve de los paseos, con
imperecedero espíritu de aventura, para no volver nunca, dispuestos
a que solo regresasen a nuestros afligidos reinos, como reliquias,
nuestros corazones embalsamados».
Thoreau
insistía en la diferencia. Caminar, el verdadero arte de caminar, no
es desplazarse, ni tomar el fresco, ni hacer
un poco de cardio.
«El caminar al
que me refiero nada tiene en común con lo que suele decirse hacer
ejercicio, al
modo en que el enfermo toma su medicina a unas horas fijas o como el
subir y bajar de las pesas o los columpios, sino que es en sí mismo
la empresa y la aventura del día».
Thoreau
no entendía la vida atada a unos pocos metros cuadrados. El
naturalista decía que «no
podría mantener la salud ni el ánimo sin dedicar al menos cuatro
horas diarias, y habitualmente más, a deambular por bosques, colinas
y praderas,
libre por completo de toda atadura mundana».
El
sedentarismo le horrorizaba. No podía entender los oficios que
requerían un encierro permanente. «Cuando recuerdo a veces que los
artesanos y los comerciantes se quedan en sus establecimientos no
solo la mañana entera, sino también toda la tarde, sin moverse,
tantos de ellos con las piernas cruzadas, como
si las piernas se hubieran hecho para sentarse y no para estar de pie
o caminar,
pienso que son dignos de admiración por no haberse suicidado hace
mucho tiempo».
Mucho.
El inmovilismo le horrorizaba mucho. «A mí, que no puedo quedarme
en mi habitación ni un solo día sin empezar a entumecerme y que
cuando alguna vez he robado tiempo para un paseo a última hora, me
he sentido como si hubiese cometido un pecado que debiera expiar,
confieso que me asombra la capacidad de resistencia, por no mencionar
la insensibilidad moral de mis vecinos, que se confinan todo el día
en sus talleres y sus oficinas durante semanas y meses, incluso años
y años».
Esas
rutinas no iban a cambiar en absoluto, para disgusto de Thoreau. Al
contrario. Los
siglos siguientes serían aún más sedentarios.
Los coches, los ascensores, los ordenadores y las oficinas han hecho
la vida más aún más inmóvil. «No sé de qué pasta están
hechos, sentados ahí ahora, a las tres de la tarde, como si fueran
las tres de la mañana», escribió. «Bonaparte puede hablar del
valor de las tres de la madrugada, pero eso no es nada comparado con
el valor necesario para quedarse sentado alegremente a la misma hora
de la tarde, cara a cara con uno mismo, con quien se ha estado
tratando toda la mañana».
Thoreau
creía también, como muchos de los grandes pensadores de la
Historia, que las ideas surgen mejor en un espacio abierto que en un
espacio cerrado. En su ensayo, cuenta que un viajero pidió a la
criada de William
Wordsworth que le mostrase el estudio del poeta inglés. La
sirvienta contestó: «Esta
es su biblioteca, pero su estudio está al aire libre».
El
padre
de la desobediencia civil creía que «vivir
mucho al aire libre, al sol y al viento, produce, sin duda, cierta
dureza de carácter.
(…) Quedarse en casa, en cambio, puede producir en la piel suavidad
y finura, por no decir debilidad, acompañadas de una sensibilidad
mayor ante ciertas impresiones».
Pensaba,
además, que la naturaleza era un destino sin billete de vuelta. «Los
que han pasado mucho tiempo viajando por las estepas de la Tartaria
dicen: ‘Al
volver a tierras cultivadas nos agobiaba y nos sofocada la agitación,
el aturdimiento y el tumulto de la civilización.
El aire nos parecía insuficiente y nos sentíamos a cada momento a
punto de morir de asfixia’».
La
vitalidad y la energía de las personas se robustecen en los espacios
naturales, según Thoreau. «La
salud de un hombre requiere tantos acres de prado a la vista como
cargas de estiércol una granja.
Son las poderosas sustancias de las que se alimenta. Una ciudad se
salva tanto por sus hombres dignos como por los bosques y los
pantanos que la rodean. Un municipio con un bosque primitivo
meciéndose a un lado, y otro pudriéndose al lado contrario, está
en condiciones de producir no solo maíz y patatas, sino también
poetas y filósofos para las épocas venideras. En tierras así
crecieron Homero, Confucio y los demás, y de una zona inculta
semejante llegó el Reformador que se alimentaba de langostas y miel
silvestre».
Pensaba
Thoreau que los bosques primitivos sustentaron las naciones
civilizadas (Grecia, Roma e Inglaterra). Eran arboledas que se
pudrían en el mismo lugar que se levantaban. Y sus poblaciones
sobrevivían mientras no se agotaba la tierra. «Poco se puede
esperar de una nación cuando agota el suelo vegetal y se ve obligada
a hacer abono con los huesos de sus padres», escribió. «Entonces
el poeta solo se mantiene de sus grasas sobrantes y el filósofo se
queda en los huesos».
Lo
que ya se intuía como una incipiente globalización y la
urbanización masiva del planeta atormentaba al naturalista. En la
realidad y en la ficción. «En literatura, lo salvaje nos atrae»,
aseguró. «El
aburrimiento no es sino otro nombre de la domesticación.
Lo que nos deleita de Hamlet
y la IIíada,
de todas las Escrituras y las mitologías, es la visión del mundo
incivilizada, libre y natural, que no se aprende en las escuelas. Así
como el ganso silvestre es más rápido y más bello que el
doméstico, también lo es el pensamiento salvaje (…). Un libro
verdaderamente bueno es algo tan natural y tan inesperado,
inexplicablemente bello y perfecto, como una flor silvestre
descubierta en las praderas del Oeste o en las junglas orientales. El
genio es una luz que hace visible la oscuridad como el resplandor del
relámpago que tal vez haga añicos el templo mismo de la sabiduría,
no de una vela encendida en el hogar de la raza que empalidece ante
la luz del día ordinario».
Thoreau
llevó muy lejos su idea del arte de caminar. Tanto que llegó a
hacer del concepto una especie de cruzada. «Hay
que estar dispuesto a abandonar padre y madre, hermano y hermana,
esposa, hijo y amigos, y a no volver a verlos nunca»,
escribió. Era imprescindible pagar las deudas antes, hacer
testamento, poner en orden los asuntos administrativos y económicos,
y ser hombre libre. Solo entonces un individuo estaba «listo para
una caminata».
El
naturalista creía que «ninguna riqueza es capaz de comprar el
necesario tiempo libre, la libertad y la independencia que
constituyen el capital en esta profesión» de caminante.
Y
un día de medidados del siglo XIX, uno cualquiera antes de escribir
este ensayo, Thoreau salió a caminar. Sintió estar envuelto en una
«luz pura y brillante, que doraba la hierba y las hojas marchitas»,
«tan dulce y serenamente viva» que pensó que se había bañado en
«un torrente dorado» como jamás había visto antes. Y así,
cuenta, «deambulamos hacia Tierra Santa, hasta que un día el sol
brille más que nunca, tal vez en nuestras mentes y en nuestros
corazones, e ilumine la totalidad de nuestras vidas con una intensa
luz que nos despierte, tan cálida, serena y dorada como la de una
ribera en otoño».
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