Esther Benavente González
Carlos
Taibo, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de
Madrid, suele ilustrar sus charlas sobre decrecimiento con algo
parecido a parábolas. Una de mis preferidas –que ejemplifica el
sinsentido del modelo de producción capitalista, además de invitar
a interesantes reflexiones sobre el concepto de tiempo o sobre
nuestra idea de las relaciones- es la siguiente:
Un
acaudalado hombre de negocios, de vacaciones en la costa caribeña de
México, entabló conversación con un pescador.
-
Y
usted ¿trabajará mucho?
-
No,
a la mañana salgo unas tres horas a pescar con mi barca.
-
Pero
¿cómo? Y el resto del día ¿qué hace?
-
Pues,
el pescado que no hace falta en casa lo vendo en el mercado. Cuando
regresan de la escuela, juego un rato con mis hijos; después de
comer, me echo la siesta con mi mujer y al atardecer, antes de cenar,
voy a la cantina a charlar con mis amigos.
-
Pero
hombre, con un par de horas más que le echara a pescar, usted podría
vender más pescado en el mercado.
-
Ah…,
sí ¿y para qué?
-
Pues
hombre, podría usted juntar algo de dinero, comprar un barco más
grande, salir a faenar a mayor distancia de la costa, pescar más y
vender ese pescado en otras lonjas.
-
Ya,
pero… ¿y para qué?
-
Pues
está claro, a medida que usted colocase el pescado en otros
mercados, sus ingresos crecerían y podría así aumentar la flota de
sus barcos que faenarían en puntos cada vez más distantes,
consiguiendo mayor variedad de productos. Esta diversificación del
negocio, a buen seguro, le reportaría interesantes activos en bolsa.
¿Me sigue?
-
Sí,
pero todo eso ¿para qué?
-
Pero,
hombre de Dios, llegaría un momento en que su cotización en bolsa
sería tan lucrativa que, figúrese, no le haría falta trabajar más
que tres horas al día: el resto del tiempo podría dedicarlo a
disfrutar de la vida con su mujer, sus hijos y sus amigos.
La
historia –como el propio Taibo admite- plantea una duda, una fuga,
si se quiere: el tiempo que la mujer del protagonista dedica a las
tareas domésticas. O dicho de otro modo: la vida pública (trabajo y
esparcimiento) masculina
se
alimenta de la vida privada femenina.
Ecofeminismo
y Educación Ambiental
Desde
la crítica social y ecológica son cada vez más las voces que
apuntan hacia el decrecimiento, no como objetivo en sí, sino como
herramienta para construir un modelo de desarrollo equitativo y
sostenible. La crítica al capitalismo –como modelo económico- no
sería suficiente, no obstante, sin una crítica al patriarcado –como
modelo social que lo sustenta y retroalimenta-. Y es que, lo que hoy
llamamos desarrollo –o “mal desarrollo”, en palabras de Vandana
Shiva- es el resultado de un proyecto de explotación, apropiación y
subordinación de la naturaleza, de los "otros" (pueblos,
pobres, culturas...) y de las mujeres. Siglos de civilización han
generado un universo simbólico en el que el paradigma a seguir es el
del hombre (blanco), la cultura (occidental), la razón (frente a la
emoción), la productividad (frente a las relaciones), la tecnología
(y no la reflexión), el trabajo (por encima del ocio)...
Puede
definirse el ecofeminismo como una reflexión feminista que analiza
el paralelismo entre la explotación de la naturaleza por parte del
ser humano, la subordinación de las mujeres respecto de los hombres
y la apropiación de los recursos naturales del Sur desde el Norte,
reinterpreta –en clave de dominación- dichos procesos y se
cuestiona qué papel han de jugar las mujeres en la construcción de
una nueva cultura de la sostenibilidad. Pero el ecofeminismo es,
también, un movimiento de rebeldía contra la transferencia
jerarquizada del coste de los cuidados, de las tareas domésticas, de
la maternidad…, y contra la transferencia de desigualdades, pobreza
y degradación a los países pobres y a las generaciones futuras. Las
sociedades superconsumistas del 1er mundo, así como las élites
consumistas del 3er mundo, viven “ecológicamente
alienadas”:
la productividad del trabajo y la acumulación se ha impuesto a la
productividad de la supervivencia y el aprovisionamiento (Shiva,
1995). Como la propia Shiva recoge “con
Adam Smith, la riqueza creada por la naturaleza y el esfuerzo de las
mujeres se volvió invisible”.
Sin embargo, mientras el actual modelo socio-económico no
internalice los costes ambientales y sociales que soportan las
mujeres, los países pobres y la naturaleza, no seremos conscientes
de su colosal incompetencia contable (Folch, 1998). La distancia que
separa esa contabilidad ficticia –basada en externalidades de todo
tipo- de una contabilidad real es, en palabras del filósofo Zygmunt
Bauman “el
desafío ético de la globalización”.
Esta
autora ha analizado la relación entre los desastres ecológicos y
las desigualdades sociales desde una perspectiva poscolonialista. Y
ha llegado a la conclusión de que, o ambas luchas de liberación –la
ecológica y la de las mujeres- se alían, o una visión lineal del
progreso corre el riesgo de convertir al ecologismo en un nuevo
proyecto patriarcal capitalista y al feminismo, bien en una ideología
de género que aspire a conquistar un universo simbólico masculino
–visto siempre como referente superior-, bien en un biologicismo
que nos aleje de una identidad común como seres humanos en comunidad
con el resto de la naturaleza (Shiva, 1995). Pese a su validez en
muchos otros aspectos, no pueden pasarse por alto las críticas –por
su esencialismo- a las teorías de Shiva.
Como
las mujeres, los hombres “no
nacen, se hacen”.
En el actual contexto de crisis, se podría decir que los
estereotipos de género masculinos –la expansión sin límites, la
represión de las emociones, la falta de responsabilidad en las
tareas reproductivas…- no resultan adaptativos. El ecofeminismo,
desde esta óptica, podría jugar el papel de un feminismo
“ecológico” –en la medida en que liberaría a las mujeres de
la dominación patriarcal y, tanto a mujeres como a hombres, de sus
respectivos y caducos mandatos- y también de un ecologismo
“feminista” –en la medida en que liberaría a la naturaleza de
la dominación desarrollista y, también, de la visión ambientalista
que la equipara a mera proveedora de recursos-. Alicia Puleo viene
conceptualizando esta nueva corriente –crítica, emancipatoria,
intercultural, empática, basada en el principio de precaución y en
la ética de los cuidados- como lo que ella denomina “ecofeminismo
ilustrado” (Puleo, 2008).
Las
políticas públicas en materia de género y medio ambiente han
experimentado un cambio de enfoque importante, pasando de considerar
a las mujeres cómo víctimas de unos mandatos de género que las
situaban en situación de vulnerabilidad frente a los problemas
ambientales, a situarlas como protagonistas de la nueva cultura de la
sostenibilidad. Se puede, por tanto, ampliar el viejo –pero
vigente- lema “lo personal es político” a “lo ambiental”
(Puleo, 2008), ya que hacer extensibles a toda la población unos
estándares de vida dignos (Bosch, Carrasco y Grau, 2003) implica,
sin lugar a dudas, reformular nuestro trasfondo social y ecológico.
Esta nueva atribución de funciones entraña, no obstante, el riesgo
de convertir a las mujeres en ángeles
del ecosistema (Puleo,
2008), calificativo con el que Alicia Puleo remeda con acierto aquel
“ángel de la casa” que ya denunciara Virginia Wolf en su época.
Las mujeres occidentales y urbanas de la sociedad posmoderna –aunque
alejadas de los recursos naturales- no han escapado a mandatos de
género que las mantienen cotidianamente cerca de los cuidados, la
alimentación o la salud, aspectos todos ellos vinculados a la
gestión doméstica del agua, la energía o la compra y, por tanto,
con importantes implicaciones ambientales. Así pues, al incorporar
la perspectiva de género a un ámbito de estudio y/o trabajo se
debiera explicitar el compromiso con la liberación de las mujeres
(Holland-Cunz, 1996).
En
definitiva, un programa de participación ambiental bajo las pautas
pedagógicas de una “educación
ambiental sentimental” (Puleo,
2005) –lejos de un sentimentalismo caduco o de una vuelta al
“reencantamiento
de la naturaleza”-
pretende aportar a la educación ambiental una perspectiva de género
que libere de los dualismos opresivos -que limitan nuestra forma de
pensar y enfocar el mundo- e incorporar, junto al conocimiento
científico sobre los problemas ecológicos, sentimientos de
benevolencia y actitudes empáticas hacia la naturaleza, y valorizar
los cuidados (Puleo, 2005).
Es
obligado en este punto hacer referencia a esa “otra ética”
desarrollada por Carol Guilligan. En el largo camino por la igualdad,
las mujeres han ido asumiendo como propias cualidades masculinas para
poder incorporarse a un espacio y unas actividades públicas que
tradicionalmente les han sido negadas, si bien, el fenómeno inverso
está siendo infinitamente más lento (Puleo, 2008). En este sentido,
incluso los hombres y, por supuesto las mujeres, en situaciones
supuestamente privilegiadas, estamos sucumbiendo a un modelo de
trabajo y de relaciones insostenible. De la misma forma que la huella
ecológica surgió como herramienta para dar respuesta a la falsa
autonomía ambiental de nuestro modelo económico, hay quienes hablan
de una “huella civilizatoria” para referirse al tiempo y los
afectos cedidos gratuitamente para atender las necesidades humanas
(Bosch, Carrasco y Grau, 2003). Estas necesidades, al igual que la
naturaleza, tienen sus propios ritmos y lejos de superarse, han de
satisfacerse de manera continua y diferente a lo largo de nuestro
ciclo vital. Es en este punto donde la ética ecológica y la ética
de los cuidados encuentran como aliado un concepto revolucionario: el
tiempo para la vida (Riechmann, 2004). Un programa de participación
ambiental con perspectiva de género tendrá que incorporar,
necesariamente –para subvertir la actual crisis ecológica y de
cuidados-, la dimensión temporal, una nueva cultura del tiempo.
El
final de las colonias o desmontando mitos
El
sistema capitalista, para su mantenimiento, está obligado a la
expansión continua y, por tanto, requiere –como condición
necesaria- de la existencia de colonias (Mies y Shiva, 1997). Esta
división del todo en partes le permite explotar cada una de ellas
por separado en base a unas relaciones de dominación. Así, la idea
“tecnoentusiasta” (Riechmann, 2004) de ausencia de límites –que
no deja de ser una manifestación de la esquizofrenia
o
del doble pensamiento en que viven las sociedades opulentas (Mies y
Shiva, 1997)- se sustenta en divisiones coloniales: la periferia, la
naturaleza, las mujeres… Cada una de estas colonias “ahorra”
unos costes al sistema: pueblos, culturas y personas del Sur sucumben
como mano de obra barata para el Norte, los costes ambientales que el
sistema no incorpora en su contabilidad se cargan como una pesada
herencia para las generaciones futuras (cuando no, en forma de
contaminación que sufren, también, alguna de estas colonias) y las
mujeres que, asumiendo un trabajo doméstico invisible y no
remunerado, se han convertido en la “colonia interna” (Mies y
Shiva, 1997) del sistema capitalista. Ahora bien, para que todo este
engranaje funcione, el sistema capitalista requiere, sobre todo, de
una clase consumista que no cuestione la base del mismo ni se rebele
ante tales injusticias.
Durante
los procesos de descolonización, desde el Norte se construyó “el
mito de la recuperación del retraso en el desarrollo”,
según el cual, los países colonizados que pasaban a ser
independientes podrían alcanzar un nivel de desarrollo igual al de
las potencias coloniales. Estas políticas de desarrollo que, hoy
sabemos son un mito, se han aplicado de manera similar a las
políticas ambientales –basadas, en gran medida, en las mejoras
tecnológicas- y a las políticas de igualdad, generando la ilusión
de que con la incorporación de las mujeres a la esfera laboral y
bajo un discurso masculino ya estaba lograda la igualdad.
Ninguno
de estos mitos puede funcionar. Las mujeres del Norte rico han
alcanzado unas cotas de igualdad importantes pero –y esto es
extensible a mujeres y hombres la idea de libertad se equipara a la
elección consumista en función de las posibilidades económicas de
cada cual. Hoy sabemos que esta posibilidad no puede hacerse
extensible a toda la población mundial y que la calidad de vida y el
poder adquisitivo del que disfrutamos las mujeres y los hombres del
Norte rico se debe, en gran medida, a las colonias del Sur,
comunidades, recursos y, en muchos casos, mujeres explotadas. De lo
cual se deriva que la igualdad que han alcanzado las mujeres en el
Norte rico y la libertad de la que disfrutan mujeres y hombres se ha
construido sobre unos intereses individuales en lugar de sobre un
principio de solidaridad que incluya el enfoque ético y el enfoque
ecológico.
Es
en este punto –como clase consumista del Norte rico- donde se ha
visto la conexión entre el discurso ecofeminista y la intervención
del Programa “Hogares Verdes”. Los elementos o potencialidades
centrales de este enfoque serían: - La idea de conectividad entre
las realidades del Norte y del Sur. - La mirada empática hacia la
naturaleza, los otros seres vivos y hacia otras comunidades, pueblos,
personas, realidades y contextos.
-
Ecologismo y feminismo vistos no como un “lujo” de un grupo
privilegiado sino como una reivindicación de equidad para toda la
población.
-
La dimensión temporal, donde se aúnen el cuidado del planeta y los
cuidados de las personas como derechos y, también, como elementos de
reivindicación del decrecimiento.
Sólo
el tiempo dirá si optamos por el decrecimiento o nos buscamos una
nueva colonia
en
Marte… (Riechmann, 2004).
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SHIVA, Vandana, Abrazar
la vida. Mujer, ecología y desarrollo,
Cuadernos inacabados 18,
Editorial
horas y HORAS, Madrid, 1995.
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