Juan José Castillo
Ruth Caravantes
David García
Chus González
Rocío Lleo
Corría
el 8 de marzo de 2007 cuando el movimiento feminista madrileño se
manifestaba en las calles visibilizando y reivindicando el reparto
del trabajo de cuidados. «Cuidando a contrarreloj, ¿cuándo carajo
me cuido yo?» era uno de los lemas que aparecía en las numerosas
pancartas. Y es que el tiempo «es un perro que muerde sobre todo a
las mujeres» y así lo ha venido denunciando el feminismo desde –al
menos– los años 70.
Los
trabajos de cuidados, que incluyen desde el mantenimiento del hogar,
pasando por el cuidado de la infancia y su educación, hasta la
atención a personas enfermas, mayores y adultos, tanto en lo
cotidiano como en lo emocional y afectivo, suponen la base del
sistema capitalista. Dichos trabajos están desvalorizados, no
reconocidos ni retribuidos pero sin ellos la vida no sería viable, y
esa es la gran contradicción: somos interdependientes todos y todas
en distintos grados y momentos de nuestra vida. Todas las personas.
Hay
un desigual reparto de los trabajos, los tiempos y los recursos, y no
se están estableciendo condiciones de bienestar para el conjunto de
la población. En este sentido es importante abrir un debate que
defina si ha de intervenir y para qué ha de intervenir el Estado.
Podríamos preguntarnos: ¿en qué medida es alcanzable la igualdad
en este sistema?, ¿qué ha de hacer el Estado para lograr la
igualdad? Frente a este debate, y desde los feminismos, encontramos
dos posiciones: por un lado, están las posiciones más integradoras
que entienden que la igualdad es posible y que el bienestar de la
gente depende de que funcione bien la esfera de la economía real y
la producción. En dicha postura se enfatizan el empleo y el salario,
que son las claves para acceder al bienestar (en línea con el
llamado «capitalismo inclusivo»). En cambio, las visiones más
rupturistas y transformadoras entienden que la igualdad es imposible
en el sistema capitalista heteropatriarcal imperante. Plantean que si
el objetivo primero y fin último es el bienestar, y que a éste
debería plegarse la política económica, se hace necesario
cuestionar también el modelo de producción. Es evidente la
contradicción estructural en el capitalismo entre el proceso de
acumulación de capital y el proceso de sostenibilidad de la vida. En
ese sentido, y nosotras estamos de acuerdo, se considera que la
intervención del Estado debería ser suavizar el conflicto poniendo
límites a la preeminencia del proceso de acumulación y asumir
responsabilidad directa en el proceso de sostenimiento de la vida.
En
este reparto desigual, las mujeres son las que mayoritariamente
resuelven esta contradicción entre la sostenibilidad de la vida y la
propuesta del sistema capitalista que pone al mercado –y no a las
personas– en el centro. La cuestión es que esta resolución les
afecta y les ocupa de una manera conflictiva tanto cuando se lleva a
cabo en exclusiva como cuando salen al mercado laboral y tienen que
compaginar dobles y triples jornadas. En ese momento surge el primer
conflicto: no hay cuerpo ni vida que lo aguante. Esas jornadas
interminables donde las mujeres realizan todo tipo de tareas y
trabajos en todo tipo de ámbitos: en el hogar, en la familia, en el
empleo, en la comunidad, en la pareja… Cuando las mujeres se
incorporan a la maquinaria del mercado laboral ya se ven abocadas a
perpetuar este modelo, adaptando los modos de estar, de vivir, tanto
familiares como personales para poder ser reconocidas, visibilizadas.
Y
ello tiene que ver con que la maquinaria está hecha a medida del
patrón masculino, del hombre
champiñón, que sale
de su casa comido, planchado, sano, emocionalmente equilibrado y
dispuesto para la vida pública y la empresa, que no tiene «cargas»
ni necesidades de cuidados.
Ese
patrón es imposible de llevar a cabo por las mujeres, ellas se ven
obligadas a compaginar sus varios «trabajos» si quieren salir al
mercado.
La
desigual distribución significa explotación para las mujeres en el
marco de la división sexual del trabajo (reparto de trabajos y
tareas en función del sexo) y en el cruce con otros factores como la
etnia, edad, clase, estado civil, etc., porque las mujeres, a pesar
de exigir el reparto con los hombres y el resto de la sociedad
(empresas, Estado) y ante la impasividad de esta y aquellas, han
resuelto este conflicto por sí mismas. Entre mujeres diversas:
pobres, ricas, blancas, negras, jóvenes, abuelas, migrantes, etc. y
generando situaciones de poder entre ellas: mujeres migrantes de
otros países y otras etnias trabajando para mujeres de clase media y
alta españolas, por ejemplo, o abuelas cuidando a los y las nietas,
hija cuidando a madre anciana o nuera cuidando a suegra enferma.
Así
asistimos a esta especie de sudoku
que las mujeres
realizan para poder cubrir las necesidades vitales y reales de las
personas y para reproducir ciudadanos y ciudadanas útiles para el
sistema. Es una organización que va más allá de nuestras
fronteras, a nivel internacional y global: mujeres que dejan sus
familias y los cuidados de sus hijos e hijas para emigrar y trabajar
de manera remunerada en el cuidado de la prole; o las personas
mayores familiares de mujeres de nuestro país que a su vez salen al
mercado buscando un empleo remunerado. En los países de origen de
estas mujeres migrantes quedan otras mujeres al cuidado de sus
familias, en este caso sin remuneración, sólo atendiendo el mandato
heteropatriarcal que las sitúa en dicho lugar sin ningún derecho a
elegir. Son las abuelas, las hijas mayores, las hermanas, que esperan
el dinero que les enviarán para poder sacar adelante a los miembros
de la extensa familia.
Es
una dinámica de reestructuración capitalista y patriarcal a nivel
global que produce una desigualdad entre mujeres cuidadoras de aquí
y de allá. Es lo que se conoce como la cadena de cuidados global que
provoca una visión utilitarista de las mujeres migrantes, uno de los
colectivos más vulnerables ante la crisis, cuya situación laboral
es de mucha dureza.
Denunciamos
que la legislación de extranjería considera a las personas
migrantes como personas únicamente a partir de su condición de mano
de obra. En este sentido, las feministas critican que sobre todo las
mujeres migrantes son vistas como las trabajadoras champiñón
idílicas: vienen ya adultas, se dificulta que reunifiquen a
descendientes u otros familiares (es decir, se promueve que estén
libres de toda carga extra-laboral) y se favorece que se vuelvan a
sus países al envejecer.
Por
otra parte, dos caras de la misma moneda son aquellos conflictos que
las mujeres viven en sus carnes por el hecho de tener que conciliar
solas la vida laboral, personal y familiar y, entre ellos, también
el mandato de ser madre y el resultado de no poder serlo cuando una
lo elige. Decidir tener hijos o hijas en la situación de dobles y
triples jornadas, sin un reparto equitativo del cuidado de las mismas
–con fórmulas pensadas desde la lógica de mercado (teletrabajo,
tiempo parcial…) que además encierran precariedad– es saber que
estarán abocadas a una carrera de fondo, cansancio, estrés, y
también a olvidarse de su vida personal, a la posibilidad de
participar como ciudadana, de sus planes, etc. Por otra parte, vivirá
con una serie de efectos en su cuerpo: enfermedades, estrés,
cansancio; y en sus sentires y autoestima: depresión, culpa,
ansiedad.
Podemos
entonces advertir que la mal llamada conciliación –que llevan a
cabo las mujeres– no es tal panacea, sino un parche más que
esconde las incongruencias e inequidades del sistema. En la
conciliación, el trabajo de cuidados y el empleo se plantean como
dos posiciones deseables por igual. En esta mirada, menos
transformadora, entendemos que subyace una preferencia por el trabajo
remunerado, considerado la clave para la emancipación de las mujeres
y de los hombres porque es el que da reconocimiento y autonomía. Nos
siguen diciendo que el empleo es lo importante.
Hay
que construir una nueva forma de participar en la economía que se
corresponsabilice en mayor medida con el sostenimiento de la vida por
parte de todos los actores de la sociedad, más allá de la pareja o
la familia nuclear; ese es el objetivo que se propone desde algunos
feminismos.
A
continuación un ejemplo de ese ejercicio cotidiano de estirar el
tiempo al máximo:
“Papá
estaba mirando la televisión y Mamá leyendo un libro cuando esta
última dijo «estoy cansada, es tarde, me voy a la cama».
Fue
a la cocina a preparar el tupper para llevar al cole al día
siguiente. Puso en remojo los recipientes de las palomitas que
tomamos mientras veíamos TV, sacó verduras del congelador para la
cena del día siguiente. Controló si quedaban bastantes cereales,
llenó el azucarero, puso las cucharitas y los cuencos del desayuno
en la mesa y dejó preparada la cafetera.
Tendió
la ropa mojada, puso la ropa sucia en la lavadora, planchó una
camisa y cosió un botón, recogió los juguetes, puso a cargar el
teléfono y guardó la guía telefónica. Regó las plantas, ató la
bolsa de basura y tendió una toalla. Bostezó, se desperezó y se
fue al dormitorio.
Se
paró un momento para escribir una nota a la maestra, contó el
dinero para la excursión y cogió un libro que estaba debajo de la
silla. Firmó una felicitación para un amigo, escribió la dirección
en el sobre y cogió las recetas del médico y lo colocó junto a su
bolso para no olvidarlo. Escribió una nota para la trabajadora del
hogar que limpia la casa una vez a la semana y preparó el dinero
para pagarla.
Mamá
a continuación se lavó la cara, se puso crema antiarrugas, se lavó
los dientes y las uñas. Papá gritó «pensaba que te estabas yendo
a la cama». «Estoy yendo», dijo ella. Puso un poco de agua en el
bebedero del perro y sacó al gato al balcón, cerró la puerta con
llave y apagó la luz de la entrada.
Dio
una ojeada a las niñas y el niño, les apagó las luces y la
televisión, recogió una camiseta, tiró los calcetines a la cesta
de ropa y habló con una de ellas que estaba todavía haciendo los
deberes sobre la discusión que había tenido con su amiga en el
parque. En su habitación puso el despertador, preparó la ropa para
el día siguiente, ordenó mínimamente el zapatero. Añadió tres
cosas a las seis de la lista de las cosas urgentes y visualizó
alcanzar sus propios objetivos.
En
ese momento, Papá apagó la televisión y anunció «me voy a la
cama». Y tras lavarse los dientes y ponerse el pijama, lo hizo.”
Extraído
de ¿Qué trabajos Para qué sociedad?
Juan
josé castillo
Ruth
caravantes vidriales
David
garcía aristegui
Chus
gonzález garcía
Rocío
lleo fernández
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