Miguel Amorós
En el contexto de crisis ecológica, económica, política y social, los ataques contra el territorio se acentúan ¿Cómo impedir la destrucción del territorio desde la ciudad?
Ciudad
no es el nombre correcto para llamar a las aglomeraciones urbanas
actuales, esclavas de los vehículos, sin límites, sin unidad y sin
proyecto común. Es más propio el término de conurbación. Las
movilizaciones en defensa del territorio pueden originarse en ella,
pues la conurbación no deja de ser parte del territorio, aunque sea
parte destruida. La defensa del territorio es también una defensa de
la ciudad en el verdadero sentido de la palabra, al menos tanto como
la defensa de la ciudad es en buena parte desurbanización. Por otro
lado, la mercantilización completa del territorio, arruina lo que
podía quedar de libre y gratuito en el modo de vida rural, que queda
totalmente convertido en un modo de vida suburbano. Desde el lado
creativo, se puede combatir perfectamente la destrucción territorial
desde las barriadas urbanas estableciendo puentes con el campo, bien
para instalarse allí, bien para llevarlo a la conurbación. No es
necesario extenderse sobre los grupos de consumo y los huertos
urbanos. Desde el lado de la resistencia, dado que el campo se halla
casi despoblado, los contingentes necesarios para oponerse a los
ataques han de venir forzosamente de las conurbaciones. Resumiendo:
tanto en el campo como en la conurbación hay que impulsar modos de
vida no capitalistas, es decir, todo lo que se pueda al margen de la
economía y del Estado, al tiempo que se organiza la resistencia
contra las constantes agresiones territoriales.
¿Es
compatible esta oposición con el modo de vida urbano actual?
Es
evidente que existe una enorme oposición entre el espacio tal como
lo conforma la mercancía, y tal como sería si albergara una
humanidad liberada. Lo mismo sucede con el tiempo. La forma de vivir
que impone el capitalismo, pagando y cobrando por todo, es
absolutamente incompatible un modo de vida biológica y culturalmente
equilibrado, solidario y libre.
¿Cómo
sería la defensa del territorio desde la ciudad? La defensa de los
barrios, ¿sería un buen punto de partida para defender la tierra?
La
decisión de combatir, tanto dentro como fuera de la conurbación,
resulta de la toma de conciencia del conflicto real que han provocado
las contradicciones del sistema de dominación, las cuales son bien
visibles en la destrucción del territorio y en la exclusión social.
La contradicción principal, que le viene de fuera, es la que existe
entre unas necesidades ilimitadas debidas al crecimiento y unos
recursos muy limitados que la tecnología no puede prolongar. En
contrapartida, la mayor contradicción interna reside en la misma
producción capitalista, cuando el precio del trabajo, siempre a la
baja, y el estallido de las burbujas crediticias, no permiten
alcanzar la cota de consumo necesaria para obtener suficientes
beneficios. O dicho de otro modo, cuando la extracción de plusvalía
no basta para asegurar la reproducción ampliada de capitales. La
lucha social desde las barriadas está adoptando un doble aspecto;
por una parte, la creación de circuitos de abastecimiento,
transporte y formación al margen de la economía y del Estado; por
la otra, la puesta en marcha de medios de autoorganización y
autodefensa como las asambleas de barrio, las comisiones y los
piquetes. Son indicadores de la descolonización de la vida cotidiana
y la desestatización de la vida pública.
Qué
hacer con el concepto de clase en el marco de la defensa del
territorio. ¿Existe la clase obrera? ¿Hay lucha de clases?
El
capitalismo, al apoderarse de toda la sociedad y extenderse por ella
a todos los niveles, genera constantes antagonismos y estos son
fuente de conflictos. La sociedad capitalista se halla dividida.
Cuando un fragmento o parte es consciente de sí misma, de su fuerza
y de sus posibilidades, forma una clase. Las clases no son factores
sociales estables; evolucionan y se transforman de acuerdo con el
resultado cambiante de las alianzas y los enfrentamientos entre sí.
Son productos históricos. Desde que un poder separado llega a
constituirse, hay una clase dominante y una población dominada. Que
esta llegue a formar una clase para si depende de la conciencia que
pueda nacer de su resistencia a la dominación y de sus intentos por
liberarse de ella. En las actuales condiciones de producción y
consumo, los trabajadores no forman una clase. No quieren salirse del
sistema; solamente aspiran a prosperar dentro de él. No son capaces
de la menor autonomía; siempre actúan a través de mediadores. Eso
es así porque el conflicto laboral no trasciende al capitalismo, no
plantea su superación, sino que se mantiene siempre en su terreno:
el trabajo nunca ha sido sino la otra cara del capital. La lucha por
los salarios o el empleo ignora expresamente la naturaleza del
trabajo y sus consecuencias. Ejemplos recientes: los mineros nunca se
han planteado el impacto en el medio ambiente de las actividades
extractivas; los obreros que fabrican automóviles o refrescos, o los
que construyen autopistas o centrales nucleares, no se cuestionan
jamás la finalidad de lo que están haciendo. No se preguntan por la
utilidad social del trabajo, y mucho menos persiguen su abolición
como mercancía: sencillamente desean su conservación y una mejor
remuneración. Lo que realmente quieren es mantener el acceso a las
mercancías, no desertar de su mundo; llevar un modo de vida
consumista que han interiorizado, no desprenderse de él. La
mercancía es la vida cuando la vida no es más que mercancía.
Cuando cualquier otra cosa no cuenta, el acceso seguro al mercado lo
es todo. Esas luchas pues, no disuelven las condiciones presentes,
porque nada tienen que ver con la lucha de clases. Cuando el imperio
de la mercancía es total, la clase antagónica, verdaderamente
anticapitalista, no puede forjarse desde dentro, desde el trabajo,
sino desde fuera, desde el vivir. En el combate por el ágora, por la
justicia social; en la agroecología, en la defensa del territorio.
Allí es donde mejor puede desprenderse el trabajador de la
alienación que le coloca fuera de sí. Por encima de cualquier
estatuto del trabajo está la constitución de la libertad.
Si
hay un éxodo urbano hacia el campo, ¿cómo sería esa transición
poblacional, si fuera insostenible vivir en la ciudad? ¿Cómo
afectaría al campo, a lo rural?
La
imposibilidad de supervivencia en las conurbaciones empujaría la
población al campo sin duda, pero los efectos sobre el territorio
dependerían de cómo se realizara el proceso. Si fuera de manera
consciente, la ruralización no sería traumática ni desastrosa.
Daría lugar a comunidades vecinales. Si se lleva a cabo
inconscientemente, por el mordisco del hambre, la ruralización será
desordenada y depredadora, ocasionando caos y violencia, pues
dominarían las bandas de desesperados y las mafias. Dará lugar a
miniestados militaristas. Que la humanidad del fin de la civilización
transcurra por vías populistas y fascistas, o al contrario, escoja
los caminos de la emancipación, no dependerá más que del desenlace
de un proceso de luchas sociales más intenso que todos los del
pasado.
¿Cómo
serían las alianzas entre las luchas en teoría cada vez más
numerosas en defensa del territorio y otras luchas más
tradicionales?
Las
luchas de tipo laboral, contra los recortes en sanidad, contra los
desahucios o contra el encarecimiento del transporte público o de la
electricidad, son legítimas y necesarias, pues para quien ha quedado
atrapado en la sociedad de mercado la supervivencia es lo primero.
Pero sólo la defensa del territorio puede darles perspectivas
anticapitalistas y catalizar la formación de comunidades. La
conexión de unas luchas con otras no es fácil, porque la
integración que domina en unas y la segregación que debería
hacerlo en otras, son fenómenos opuestos. Además, casi siempre la
defensa del territorio discurre por cauces ciudadanistas, que aíslan
los problemas y tratan de compatibilizarlos con el progreso
capitalista. Es algo muy evidente en los conflictos “nimby” (no
por mi casa, pero sí en otra parte) y en las formas de rentabilizar
la exclusión conocidas como “economía social”. Así pues, en
las actuales circunstancias, cuando la radicalización no parece
deseable a la mayoría, de producirse una conexión lo más probable
sería que se impusieran mecanismos integradores.
¿Cómo
será el equilibrio, inestable en apariencia, entre la crisis
ecológica y la crisis del valor en el capitalismo?
No
hay equilibrio, hay interacción. Quienes tras la debacle financiera
apuntan a la crisis del “valor”, proclaman la pérdida de función
del dinero, su expresión material, lo que no es cierto. El
“corralito” argentino no se ha vuelto a repetir. La confianza en
el dinero no se ha evaporado y por consiguiente éste conserva su
valor de cambio; traduce ese valor. El desarrollo capitalista, aunque
zigzagueando, sigue adelante, por lo que el descenso de la tasa de
ganancia, la caída del “valor”, aún puede compensarse,
principalmente con la destrucción del territorio: eólicas,
fracking, cultivos transgénicos, incineradoras, infraestructuras…
Por lo demás, la crisis reviste variados aspectos: económico,
cultural, político, ecológico, energético, demográfico,
alimentario, sanitario, urbano… Es una crisis global, signo de la
quiebra de los sistemas metropolitanos y, en general, de la
fragilidad del capitalismo contemporáneo. Cuando el barco se hunde
–cuando el desarrollo se vuelve problemático– buscar la causa
primera o la relación entre todas no es lo importante, pues lo que
urge es ponerse a salvo y organizar tanto la supervivencia en
colectividad como el desmantelamiento de la megamáquina.
Cuestionario
para la charla del 26 de abril de 2014 en la librería Eleutheria, de
Madrid.
Publicado
en
http://argelaga.wordpress.com/2014/05/14/es-posible-romper-con-el-capitalismo-desde-la-ciudad/
MUMFORD (1895-1990). Miguel Amorós
MUMFORD
(1895-1990)
Al
recordar al nuevayorquino Lewis Mumford evocamos una figura bien
ajena a nuestro tiempo, pues el saber universal es un anacronismo en
la era del conocimiento especializado, donde reina una ignorancia
funcional característica y la erudición es muy poco valorada.
Christian Ferrer le considera “uno de los últimos humanistas del
siglo XX.” Mumford fue testigo horrorizado de los desastres del
reinado de la burguesía industrial, del resultado catastrófico de
lo que llamaban progreso, y quiso ponerle remedio al modo idealista,
es decir, alertando al mundo. ¿Cómo? Pues intentando crear una
atmósfera cultural antiprogresista que convenciera a las elites
conscientes del problema de que había maneras mucho más humanas de
afrontar y reconducir la evolución de la sociedad hacia fines más
plenos, sin pasar forzosamente por la mecanización. La humanidad
debía de controlar su medio, no supeditarse a él. A tal fin
desarrolló una ingente labor enciclopédica en campos tan variados
como la sociología, la historia, la técnica, la utopía, el
urbanismo, la arquitectura, la crítica literaria y el arte. El
resultado se plasmó en una extensa obra de la que sólo una pequeña
parte ha sido traducida en el Estado español. El trabajo de la
editorial Pepitas de Calabaza es por eso más meritorio. La
servidumbre tecnológica del desarrollo económico, la
artificialización de la vida cotidiana y la aplicación de
principios técnicos a la organización social son fenómenos que
empezaron a ser familiares a comienzos del siglo XX, y que condujeron
a plantear y cuestionar el papel deshumanizador de la tecnología en
la sociedad burguesa, y en particular, la enorme concentración de
poder que provoca capaz de embrutecer y esclavizar a las masas con
sorprendente facilidad. El corolario de la crítica de la tecnología
es la crítica del escenario donde ésta se desenvuelve: la ciudad.
El pensamiento se modela en ella y las artes la modelan: la ciudad es
una obra de arte colectiva y un hecho filosofal. Existe una relación
dialéctica entre ella y quienes la habitan: las edificaciones y las
calles no solamente han sido creadas por los ciudadanos; a su vez
éstos han sido creados por aquéllas. Pero aquel proyecto colectivo
de convivencia, aquella experiencia política integrada, se ha
“desurbanizado”, ha perdido la “urbanidad” que le
caracterizaba, degenerando en un mecanismo anómico y parasitario.
Ambas críticas, la de la tecnología y la de la ciudad
“desurbanizada”, ocupan un lugar central en la obra de Mumford y
puede decirse que son sus principales aportaciones al pensamiento
emancipador.
Mumford
no parte de cero; sus influencias no se disimulan. En primer lugar
cabe destacar la de Patrick Geddes, primer analista de la
degeneración urbana, de quien tomará su léxico conceptual:
“conurbación”, “paleotécnica”, “neotécnica”,
“eutopía”, “megalópolis”… y de quien aprenderá a ver la
ciudad como “órgano” de la libertad y la creatividad humanas,
estudiando sus costumbres, su rol cultural y su historia, no
solamente su estructura y planeamiento. Podemos continuar con el
pensador de la ciudad-jardín, Ebenezer Howard, con los espíritus
libres de su país Emerson y Thoreau, con William Morris y Kropotkin,
con el arquitecto Lloyd Wright y el historiador Spengler, con el
autor de “El hombre post histórico” Roderick Seindenberg y el
pionero del ambientalismo George Perkins Marsh, etc. etc. Mumford
escribió dos importantes libros sobre el tema de la ciudad: “La
Cultura de las Ciudades” (1938) y “La Ciudad a través de la
Historia” (1961), aparte de varios artículos, algunos de ellos
posteriormente recopilados en libros. A lo largo de su obra
amenamente nos explica que la ciudad tradicional, la polis, no
tiene nada que ver con el aglomerado disfuncional en el que se ha
convertido, bien al contrario, nacida de una asociación ancestral
entre urbs y civitas, entre territorio y comunidad,
había superado dialécticamente el estadio rural y aldeano. Se
separa del campo conservándolo, o sea, manteniendo una relación
estrecha con él. Era el lugar donde la fuerza organizada originaria
de las aldeas se transformaba en cultura y la energía, en
convivencia política; era pues el elemento articulador de las
sociedades emancipadas, el instrumento idóneo de la participación
humana consciente en la historia. Junto con el idioma y la
elaboración de símbolos, Mumford consideró a la ciudad la obra más
grande del hombre. En principio era un ser social vivo, un sistema
orgánico capaz de acumular y transmitir el saber y la experiencia de
una generación a otra, no una máquina de hacer dinero o de acumular
poder. Su origen era cultural, no simplemente económico. Con razón
se decía en el Medioevo que su aire volvía libre, pues solamente la
libertad proporcionaba sentido a la vida ciudadana. Todas las
actividades que acontecían en su seno formaban parte de un todo; no
podían separarse unas de otras ni tampoco sobrepasar un marco fijado
por reglamentaciones precisas. Pero su decadencia está inscrita en
la formación de un poder exterior con capacidad de disciplinar la
sociedad en su conjunto, separar sus partes y obligarlas a funcionar
como un conjunto coordinado. Reconocemos en ese poder, a ese leviatán
que Mumford coloca en la cúspide de lo que llama la “megamáquina”,
o sea, al Estado.
A
la sombra del Estado, una clase social, la burguesía, asciende
socialmente, y con ella, una actividad se vuelve preponderante, la
economía. El capitalismo, un sistema económico, se expande y
apodera de la sociedad. La ciudad carece ya de objetivos “cívicos”,
ya no garantiza la existencia de los restos de autonomía que han
sobrevivido, aquello que Mumford definía como “autodirección,
autoexpresión y autorrealización.” Desde mediados del siglo XIX
el progreso se manifiesta en la abundancia de objetos técnicos o en
la producción mecanizada, no en la variedad de habilidades e
intereses reunidos -en la variedad de relaciones vecinales- ni
tampoco en el autogobierno. Sin embargo, la ciudad no resulta
físicamente alterada hasta la sustitución del complejo técnico
“agua-madera” que rige la actividad productiva por el complejo
“carbón-hierro”. La máquina entonces se vuelve imprescindible.
La fábrica desplaza al taller y rompe con la agricultura. La ciudad
se separa definitivamente del campo y lo parasita. Mientras el
territorio fragmentado por las vías del ferrocarril se esquilma,
empobrece y deteriora, la ciudad se desfigura en “metrópolis”
industrial, que sigue creciendo hasta degradarse en una “megalópolis”
burocratizada, centrada en los negocios. La megalópolis es la imagen
del espacio concebido por el capitalismo; concentra muchos medios,
pero carece de verdaderos fines. No la guían intereses colectivos
generales, sino intereses de clase que se resumen en poder, beneficio
y rendimiento. La diferencia de clases se vuelve abismal, el saber se
separa de la vida y “la ciudad como medio de asociación y
puerto de cultura se convierte en medio de disociación y una amenaza
para la cultura real”(La Cultura de las Ciudades.) El ejercicio
del poder deviene la tarea de un clan cerrado, una mafia de
mercenarios políticos y expertos que funciona mecánicamente. Se
generalizan los abusos, la arbitrariedad, la explotación y
esterilización del territorio. Los gastos son excesivos a pesar de
la tecnología y cada vez más difíciles de soportar. Al final no
son más que puro despilfarro. La “tiranópolis”, siguiente etapa
de la regresión, es inviable y conduce al colapso social, a la
muerte de lo urbano, a la “necrópolis”, tal como la califica
nuestro autor.
Mumford
dedicó varios libros a la técnica, siendo los principales “Técnica
y Civilización” (1934), “Las Transformaciones del Hombre”
(1956) y “El Mito de la Máquina” (dividido en dos partes,
“Técnica y Evolución Humana”, 1967, y “El Pentágono del
Poder”, 1970.) En ellos se puede seguir la marcha de su
pensamiento, muy ligada a la involución de la sociedad capitalista,
pasando de un relativo optimismo tecnológico en los comienzos a una
condena sin paliativos del sistema mecanizado de poder “que
deliberadamente elimina toda personalidad humana, ignora el proceso
histórico, abusa del papel de la inteligencia abstracta y hace del
control sobre la naturaleza física, y por último, del control sobre
el propio hombre, la finalidad principal de la existencia”
(conferencia “Técnicas democráticas y técnicas
autoritarias”, 1963.) Éste es uno de los muchos puntos de
coincidencia del análisis de Mumford con el de los pensadores de la
Escuela de Frankfurt. En principio Mumford consideraba que la época
“paleotécnica” que correspondía al capitalismo “minero”
depredador era una época de transición, y que la nueva época
“neotécnica”, inaugurada por la energía hidroeléctrica y los
nuevos materiales y auxiliada por la planificación regional, podía
conducir a una sociedad liberada de condicionamientos económicos y
burocráticos. Pero pronto se dio cuenta que la libertad aportada por
los dos pilares del progreso, la ciencia experimental y la invención
mecánica, no era más que una forma mucho más sofisticada de la
antigua esclavitud. Era la clase de libertad que convenía al “hombre
post histórico”, el individuo determinado por la tecnología,
de personalidad mutilada, desarraigado y uniformizado para ser
regulado por el sistema, que en los sesenta era ya el espécimen
dominante en las zonas de capitalismo “avanzado”, el átomo de la
masa que manipulaban los nuevos constructores de pirámides.
Mumford
sacaba a colación una tecnología antigua, “democrática”,
propia del mundo agrícola, que había hecho al hombre en la medida
en que una tecnología puede hacerlo, y que estabilizado las
sociedades hasta épocas recientes. Nos viene a la memoria la
“herramienta convivencial” de Ivan Ilich. Según la conferencia
citada más arriba, dicha tecnología era “el método de
producción a pequeña escala que se apoya principalmente en la
habilidad humana y la energía animal, pero siempre, incluso cuando
se emplean máquinas bajo la dirección activa del artesano o del
agricultor, desarrollando cada grupo sus propios dones a través de
artes apropiadas y ceremonias sociales, así como haciendo un uso
discreto de los dones de la naturaleza.” Ésta había sido
desplazada por una “técnica autoritaria” basada en la división
extrema del trabajo y la especialización de funciones, organizada y
enormemente poderosa, aunque también desequilibradora e inestable,
hostil a la vida y responsable de la creación del poder omnímodo,
de la jerarquía, de la esclavitud y del ejército, es decir,
creadora de una especial barbarie que ya no es “cultura” sino
“civilización.” Ésta “megatécnica” había pasado
desapercibida a los historiadores porque la “megamáquina”
inicial estaba compuesta de partes humanas. El inmenso ejército de
obreros y artesanos que construyeron las pirámides de Egipto
constituye un primer ejemplo de “máquina del trabajo”, que
coexiste con el ejército, o sea, con la “máquina militar”, los
dos polos de la civilización. Ambas son coordinadas por el clero y
la burocracia, a saber, por la “máquina invisible.” Para
demostrar que en realidad se trata de una máquina, Mumford recurre a
la definición clásica: “una máquina es una combinación de
partes resistentes cada una de las cuales se especializa en una
función y todas juntas operan bajo el control humano a fin de
utilizar energía y realizar trabajos.” Pues bien, la
megamáquina cumple con esos requisitos. El hecho de que las piezas
no fueran de madera o de metal simplemente revela que la mecanización
del hombre se había anticipado a la de las herramientas.
Durante
mucho tiempo la megamáquina limitó sus manifestaciones a la guerra.
Las grandes potencias de la Antigüedad y la Alta Edad Media se
habían disuelto en unidades menores, señoríos feudales o ciudades.
Hasta la invención del Estado Nación -producto de la Revolución
Francesa- y la introducción de la fábrica -fruto de la Revolución
Industrial- no pudo imponerse un modelo compulsivo de orden. Las
condiciones parecieron suavizarse, al menos en América, después de
la Primera Guerra Mundial, conforme avanzaba la edad neotécnica,
pero la libertad del individuo sometido a la organización vertical
era prácticamente nula. La inconsciencia derivada de la mecanización
de la conducta devolvía el ser humano a sus pulsiones inconscientes
más oscuras y a sus instintos más ocultos. Paralelamente, la
conciencia se sentía impotente, como presa entre los engranajes de
una maquinaria concebida por una mente paranoica. José Ardillo ha
comparado pertinentemente esa sensación con la atmósfera kafkiana
de “El Castillo” y “La Muralla China.” En efecto, con el
advenimiento de los regímenes totalitarios, nazi y soviético,
parecían cumplirse las peores expectativas; todas las esperanzas
humanistas se derrumbaban. No obstante, para Mumford la moderna
megamáquina no alcanza su punto máximo en el totalitarismo, sino
con las bombas atómicas, los cohetes espaciales y los ordenadores,
que son para él las nuevas pirámides. Es entonces, cuando la
confluencia de intereses políticos, administrativos, militares,
científicos y económicos que caracterizan aquella genera una
“máquina invisible” más modernizada, mejor equipada y mucho más
eficaz. Tras los fracasos del nazismo y estalinismo las piezas
humanas habían sido reemplazadas por mecanismos electrónicos
automáticos, volviendo innecesarias las masacres y la esclavitud, ya
que el espíritu de independencia y rebeldía podía domesticarse y
anularse con métodos más suaves de condicionamiento y control. La
metrópolis se reordenaba obedeciendo a los flujos financieros y los
intereses corporativos, gracias a un instrumento en esencia
totalitario: el urbanismo. De este modo la vida urbana quedaba
completamente compartimentada y privatizada, repartiéndose en
funciones mecánicas, sin otra finalidad que el propio funcionamiento
automático: Kafka de nuevo. Suprimida la calle y la plaza pública
como lugares de encuentro e intercambio, el piso apartamento fue
bautizado como “máquina de vivir”, que –siguiendo a Le
Corbusier y al CIAM- junto con la “máquina de circular”, el
automóvil, la “máquina del trabajo”, la oficina o la fábrica,
y la “máquina de divertirse”, el televisor, ubicaba a los
individuos bajo el signo de la dominación, o dicho de mejor manera,
a la sombra de la “megatécnica”.
Mumford,
por no prestarse a equívocos –era antiestalinista- ni atraer sobre
sí las iras de los censores –era americano- usaba la palabra
“democracia” cuando quería decir “comunismo.” “Democracia”
tiene siempre en él un intenso sentido comunitario que no tiene nada
que ver con el parlamentarismo. Quizá por ignorar eso, o quizá
sencillamente por su absoluta falta de ideas, algunos ecolócratas y
socialdemócratas verdes hayan querido explotar el filón ideológico
que para ellos es su obra, pero cabe señalar que éste no confiaba
en que la megamáquina fuera reformable y proponía paralizarla
desplazando la decisión desde sus órganos directivos a “la
personalidad humana y el grupo autónomo.” Creía, en contra de
todos los ciudadanistas posmodernos, que el éxito de una revolución
social dependía de que sus promotores fueran grupos pequeños,
independientes, que no persiguiesen el poder sino que se alejasen de
él: “la desobediencia es el primer paso hacia la autonomía”,
y por lo tanto, hacia la revolución. En ese punto, Thoreau era más
subversivo que Marx. Pero ese alejamiento no consiste en un retorno a
la naturaleza, sino en una vuelta a la ciudad, a la relación
armónica entre la comunidad cívica y el territorio. La ruralidad no
acaba siendo negada puesto que una sociedad libre de imperativos
productivistas necesita un campo liberado, pero si bien esa
liberación puede ser un medio, la civitas es para Mumford el
punto de llegada. El equilibrio entre lo rural y lo urbano no pasa
por la abolición de la ciudad sino por su restauración.
Miguel
Amorós
Charla
debate en el Ateneu Candela, de Terrassa, el 14 de marzo de 2013.
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