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¿Por qué no somos conscientes del desastre?

Cambiar las gafas para ver el mundo

Una primera respuesta a esta pregunta apunta al hecho de que cada vez vivimos más alejados del territorio vivo, aquel en el que vegetales y animales se integran en un hábitat formando ecosistemas. Para la mitad de la humanidad, que ya vive en grandes ciudades, el conocimiento de los ecosistemas, de las vacas que dan la leche o de los cultivos donde se producen los cereales del desayuno, es esencialmente el que llega por las pantallas. Esto implica que cada vez tenemos menos contacto con las cosas realmente importantes para la vida, como los ríos o los árboles autóctonos, y perdemos la conciencia de que son imprescindibles. Es fácil pasar prácticamente toda la vida pisando únicamente suelo asfaltado o adoquinado, baldosines o la moqueta del interior de un coche. De este modo no es extraño que la tierra, que ya no mancha nuestros zapatos, no esté presente en nuestra percepción del mundo ni en nuestras prioridades. La distancia facilita la ignorancia. Vivimos tan lejos, por ejemplo, de la central térmica que produce la electricidad con la que funciona el ordenador, que nos parece que tenerlo encendido no implica estar contaminando la atmósfera. Ignoramos el origen y el recorrido de la mayor parte de lo que consumimos.

En el límite de esa distancia respecto del mundo físico encontramos un hiperdesarrollado mundo virtual (esencialmente difundido a través de las pantallas de televisión, pero también de las de los ordenadores) que absorbe nuestro tiempo y nuestro pensamiento. Gran cantidad de horas al día observamos imágenes que parecen de verdad, pero no se corresponden con nuestra realidad próxima. Todo un emporio de negocios de la comunicación y el marketing se dedica a crear mundos virtuales que colonizan nuestros intereses y preocupaciones. Mientras el mundo se deteriora, las pantallas muestran imágenes cada vez más coloridas. La ficción de las pantallas tiene más presencia en nuestra vida cotidiana que las calles o la vecindad. Deslumbrados por este atractivo mundo de tecnologías punta, luces de colores y sonido de alta fidelidad, la magnitud y las causas de la crisis socioambiental se desenfocan, se desdibujan o se esconden.

Otra respuesta a la pregunta anterior apunta a la mercantilización de la vida impuesta por la economía de mercado. El precio de algo se considera la medida de su valor, de modo que lo gratuito carece de importancia mientras que lo caro nos parece especialmente valioso. Este juicio se aplica a los servicios que ofrece la naturaleza y también al trabajo de cuidados (crianza, alimentación, atención a mayores o personas enfermas) que realizan mayoritariamente las mujeres. Siguiendo esta regla dejan de tener valor y presencia actividades fundamentales para el mantenimiento de la vida como son la fotosíntesis de las plantas, la regulación climática de los grandes bosques y océanos, el papel de los insectos… o el cuidado de niños y de mayores. Son especialmente valiosos para el mercado las transacciones financieras o el comercio de armas. El hecho de medir la importancia de aquello que nos rodea con esta vara que es el dinero nos impide calibrar la trascendencia tanto de la destrucción de los ecosistemas que nos rodean (que no restan en las cuentas monetarias) como de las acciones que precisamente nos permiten vivir (pero no suman en las cuentas monetarias).

Por otra parte la progresiva desaparición del espacio público (crecientemente privatizado) y de las estructuras comunitarias (con la consiguiente desarticulación social), hacen más complicado agruparse, participar, crear una visión crítica colectiva que nos permita ver nuestra realidad, proponer desde la colectividad u organizarnos para superar esos problemas.

La ciencia y la tecnología, iconos de nuestra cultura, juegan un papel clave en el enmascaramiento del desastre socio-ambiental. Se nos invita a confiar ciegamente en el desarrollo de tecnologías que aportarán las soluciones a los problemas. De forma generalizada se confía en que nuevos descubrimientos saldrán al paso de los problemas que estamos creando. Esta fe tecnológica nos permite mantener prácticas que sabemos nocivas para nuestro medio, delegando en los científicos y en el futuro la reparación de los daños.

Estos mecanismos de ocultamiento, inducidos por la cultura y el mercado, se traducen en ciertos lugares comunes, tan repetidos como fáciles de desmentir: “ya se encontrarán soluciones, siempre se han encontrado”, “nosotros estamos a salvo” o “no hay nada que hacer”.

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