Desde
hace algún tiempo, mi ordenador, que hasta ahora me daba entera
satisfacción, se bloquea sin que consiga volver a ponerlo en marcha.
Acudo al vendedor y técnico que ya me lo había reparado con ocasión
de anteriores incidencias. Tras el examen, diagnostica la muerte del
disco duro y añade que, vista la edad de la «máquina», no es
extraño en absoluto, dado que el disco en cuestión fue concebido
para tener una duración de vida de tres años.
Lo
mismo ocurre con los objetos más inesperados. Así, un día se
suelta una patilla de la montura de mis gafas. El óptico de siempre,
que tengo la suerte de tener muy cerca de casa, me propone adaptar
una patilla equiparable que encuentra en sus reservas, lo que me va
muy bien. Pero a la semana siguiente es la segunda patilla la que se
suelta. De vuelta al óptico, me hago el sorprendido: «¿Hay algún
truco?». Y me reconoce: «¿No lo sabía? Está previsto que este
tipo de gafas dure dos años». Todos hemos conocido experiencias
parecidas, unos con la lavadora, otros con el aparato de televisión.
Todos
hemos tenido que enfrentarnos, aunque fuera sin saberlo, al fenómeno
de la obsolescencia programada. El punto de partida de la
obsolescencia programada es la adicción al crecimiento de nuestro
sistema productivo.
Nuestra
sociedad ha unido su destino a una organización fundada sobre la
acumulación ilimitada. Lo queramos o no, estamos condenados a
producir y a consumir siempre más. En cuanto el crecimiento se
ralentiza o se detiene, llega la crisis, el pánico, incluso. Esta
necesidad hace del crecimiento un «corsé de hierro», según la
célebre expresión de Max
Weber.
El empleo, el pago de las pensiones, la renovación del gasto público
(educación, seguridad, justicia, cultura, transportes, salud, etc.)
suponen el constante aumento del producto interior bruto (PIB),
considerado, sin razón, por la mayoría de los comentaristas como el
barómetro de nuestro bienestar, cuando no de nuestra felicidad.
Producir más implica necesariamente consumir más. Vivimos, por lo
tanto, en sociedades de crecimiento.
La
sociedad de consumo es el resultado de estas. La sociedad de
crecimiento puede definirse como una sociedad dominada por una
economía de crecimiento, y tiende a dejarse absorber por esta. El
crecimiento por el crecimiento se convierte, así, en el objetivo
primordial, incluso único, de la economía y de la vida. No se trata
de crecer para satisfacer unas necesidades reconocidas —lo que
estaría bien— sino de crecer por crecer. Hacer crecer
indefinidamente la producción y, por lo tanto, el consumo, y
suscitar con ello nuevas necesidades hasta el infinito, pero también,
al final —lo que nos guardaremos de decir en una hora de gran
audiencia—, hacer crecer la contaminación, los residuos y la
destrucción del ecosistema planetario: esta es la ley de hierro del
sistema. «¿Ese sistema de automantenimiento contribuirá de una
manera
u
otra a la prosperidad? —se pregunta Tim Jackson—.
¿Acaso
no existe un punto para el “¡Basta quiere decir basta!”, un
momento en que deberíamos dejar de producir y de consumir tanto? Sin
duda alguna, la dependencia estructural del sistema de crecimiento
continuo es uno de los factores que impiden que un guion así pueda
desarrollarse. La obligación de vender más bienes, de innovar
permanentemente, de fomentar un nivel siempre más alto de demanda de
consumo es alimentada por la búsqueda del crecimiento. Pero ese
imperativo es a partir de ahora tan poderoso que parece minar los
intereses de aquellos a los que se supone debe servir.»
Desde
sus inicios, la sociedad de crecimiento se ha enfrentado al problema
de los mercados. Solo puede generar beneficios comprimiendo a la
clase trabajadora buscando compradores para los excedentes de
producción. De forma periódica (cada diez años aproximadamente),
la industria sufre una grave crisis de superproducción. Sismonde de
Sismondi fue uno de los primeros en denunciar y analizar este
fenómeno. Se convirtió al socialismo; según él este constituía
la única solución capaz, a largo plazo, de eliminar el fenómeno
del subconsumo obrero crónico y de la saturación periódica de los
mercados. La economía capitalista lo consigue mejor o peor
escogiendo otra vía, de la que muestra los límites: la expansión
del sistema y la apertura de los mercados exteriores para la
exportación del excedente. En una economía productivista de bajos
salarios, el aumento de la producción no viene tan exigido por la
demanda interior como por la de los países extranjeros, cuyos
mercados se han de conquistar, aunque sea a cañonazos.
Encontramos
aquí una tendencia recurrente en la historia del capitalismo
moderno, que resurge hoy en día con las políticas de rigor y de
austeridad. En esta gran competición, algunas economías, como
Alemania, consiguen salir adelante, pero para el conjunto del mundo
esta vía lleva a un callejón sin salida, ya que las exportaciones
de unos son necesariamente las importaciones de otros. Es un juego
que carece de interés. Decir que todos deben exportar para que la
economía funcione es aún más absurdo que decir que todos deben
endeudarse… A medida que la producción aumenta y que el
capitalismo se generaliza en el planeta, el consumo se convierte
entonces en un imperativo ineludible.
La
producción en serie, de manera especial, necesita del consumo de
masas para circular. Sin embargo, si bien el aumento de la
productividad condena a consumir siempre más, también amenaza más
el empleo. Como la reducción del horario laboral —que sería la
solución sensata para paliar la desmesurada eficacia de las
máquinas— no constituye un negocio para los capitalistas, esta no
puede tener lugar, salvo que sea impuesta por los sindicatos y el
Estado. Siempre susceptible de ser cuestionada, se ha vuelto
prácticamente imposible con la mundialización y el libre
intercambio. Las masivas deslocalizaciones hacia los países de
salarios muy bajos, la generalización de la precariedad y del
desempleo han aumentado tanto la competencia entre los trabajadores
de los países occidentales que se convierten espontáneamente en
adeptos del «trabajar más».
Peor
aún, aceptan a la vez ganar menos. En esas condiciones, el único
antídoto para el desempleo permanente es todavía más crecimiento,
para que la producción circule, y más endeudamiento. Al final, el
círculo virtuoso se vuelve un ciclo infernal… Para el trabajador,
la vida «se reduce muy a menudo a la de un biodigestor que
metaboliza su salario con las mercancías y las mercancías con el
salario, transitando de la fábrica al hipermercado y del
hipermercado a la fábrica», bajo la permanente amenaza del
desempleo.
Por
parte de los capitalistas, las cosas están más contrastadas. Unos,
generalmente los más grandes, se reconvierten en financieros y se
esfuerzan en enriquecerse especulando en los mercados; los otros,
cada vez más estresados, ven cómo sus beneficios se funden con el
descenso del precio de los productos, generado por su abundancia y
por la exacerbada competencia para venderlos.
A
principios del año 2012 también hemos asistido, en particular en el
norte de Italia, a una verdadera epidemia de suicidios de directivos
de pequeñas y medianas empresas, que no logran salir adelante. La
naturaleza, por su parte, hacia la cual todos se esfuerzan en
externalizar los costes y el sufrimiento del crecimiento, es
explotada, saqueada y destruida sin piedad. Jamás los individuos
habían alcanzado tal grado de desamparo. La industria de los «bienes
de consolación» intenta en vano ponerle remedio. De esta manera,
todos nos hemos vuelto «toxicodependientes» del crecimiento. Por
otra parte, no se trata solamente de una metáfora. La
toxicodependencia es polimorfa. A la bulimia consumidora de los
adictos a los supermercados y a los grandes almacenes le corresponde
el workalcoholism,
la adicción al trabajo de los asalariados, alimentada, llegado el
caso, por el consumo excesivo de antidepresivos e incluso, según
unas investigaciones británicas, por el consumo de cocaína de los
altos ejecutivos que quieren estar a la altura.
El
hiperconsumo del individuo contemporáneo «turboconsumidor»
desemboca en una felicidad herida o paradójica.7 El análisis
gerencial de la adicción no es menos terrorífico. Según Andrew
Grove, presidente de Intel Corporation, «el miedo a la competencia,
el miedo a la quiebra, el miedo a equivocarse o el miedo a perder
pueden ser poderosas motivaciones. ¿Cómo cultivar el miedo a perder
entre nuestros empleados? Solo podemos hacerlo si lo experimentamos
en nuestra propia piel». Sin entrar en el detalle de esas
«enfermedades generadas por el hombre», solo podemos suscribir el
diagnóstico del profesor Belpomme: «El crecimiento se ha convertido
en el cáncer de la humanidad».
En
los años cincuenta le preguntaron al presidente Eisenhower, con
ocasión de una conferencia de prensa, qué debían hacer los
ciudadanos para combatir la recesión. Él contestó:
—¡Comprar!
—¿Pero
qué?
—¡Cualquier
cosa!
Extraído del libro 'Hecho para tirar' de Serge Latouche
Excelentes párrafos. Dificil decir más en menos. Siempre me fascina cómo lo obvio de los límites del crecimiento se ignoren de forma tan olímpica y de modo tan general. Me gustaría reproducir este fragmento en mi blog, de modo que se pueda difundir a unas cuantas personas más ¿Es posible? Gracias.
ResponderEliminarMuy interesante. Un texto que da para meditar y discutir con pares.
ResponderEliminarMe hubiese gustado encontrar referencias externas que sustenten lo escrito, como para darle mucho más peso, pero como es un extracto de un texto, está bien.
Lo de la obsolescencia programada es una práctica que se acentuó en las últimas décadas. En cierto modo, y al menos con la electrónica, está influenciada por la ley (empírica) de Moore (http://es.wikipedia.org/wiki/Ley_de_Moore), que dice que cada 18meses se duplicaría la densidad de transistores. Eso reduce los costos y aumenta las capacidades, haciendo obsoleto aquello que hasta hace unos años era lo último en tecnología.
El problema que se avecina es que la ley de Moore está por caducar. Esto traerá crisis, y como toda crisis, oportunidad de cambio.
Tal vez entonces, la obsolescencia programada se extienda por muchos años, tal vez se recomiende salir a comprar lo que sea.
Como siempre, se puede decir "buen artículo" o "buena idea", pero lo único que importa es cuánto modificamos los hábitos de vida para que esas palabras tengan algún sentido. De buenas ideas está llena la Historia de la Humanidad y mirad cómo nos va.
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