Calícatres - Era post crisis
La
economía estacionaria o directamente decrecentista,
que será la consecuencia inexorable de la declinación de nuestras
disponibilidades energéticas, cambiará radicalmente nuestra concepción del
mundo, las relaciones sociales, políticas y, sobre todo, económicas que
constituyen el actual fundamento de la civilización industrial. Modificará
irreversiblemente los elementos de disposición y control que habitualmente manejamos.
Pensemos
que el dinero
es un factor clave de cualquier sistema civilizatorio, y sería ingenuo esperar
un cambio auténtico de la manera que vivimos, distribuimos la renta disponible
y nos relacionamos en el mundo, que no implique a su vez un cambio fundamental
en la estructura y funcionamiento del sistema monetario.
Antes
de iniciar el complejo ejercicio de reflexión “profética” que
acometo a través del presente post, debo
dejar claro que las sorprendentes directrices que propongo no son en absoluto “ciencia ficción”, un
apunte de un escenario posible, entre otros, o un ejercicio voluntarista de
imaginación en relación a una de las posibles “salidas” que nos cabe esperar.
No,
no es nada de esto. Es un mapa de carreteras bien preciso, en relación a un
territorio por el que necesariamente transitaremos, aunque evidentemente no lo
expliquen en los Telenoticias, porque no tenemo elección. No hace falta tener
poderes “paranormales” para esbozarlo, como tampoco se requieren para saber que
quien se tira a un río con toda seguridad saldrá mojado.
Quien
conoce la ruta conoce el futuro, en términos generales. Es suficiente. Dentro
de la carretera hay, es cierto, algunas posibilidades que están dentro de
nuestro control. Si nos detenemos en un parador donde se come muy bien, o a
poner carburante, si vamos más deprisa o más despacio, si ponemos música o
contemplamos el paisaje. Pero el itinerario, el punto de partida y el de
destino, son fijos e inexorables.
De
hecho la razón por la que no “salimos de la crisis” (dentro de los parámetros
que impone el decrecimiento) es porque utilizamos un dinero correspondiente a
un sistema económico caduco, el del crecimiento, que ya no volverá. Continuando
con el símil automovilístico, es como si el conductor de nuestro vehículo
hubiera cargado en el motor un aceite inadecuado. Poner el lubricante correcto
beneficiaría a casi todos los ocupantes del semoviente, pero exigiría
sacrificios a unos cuantos (los de siempre), una minoría exigua y manipuladora,
pero muy poderosa, que prefiere tenernos en la inopia (en el sentido literal del término), proponiendo y
obteniendo, a través de gobiernos y medios de comunicación comprados, las
políticas anticuadas que preservan el valor adquisitivo de sus capitales.
Porque
lo primero que hay que entender, y quien entienda esto entenderá también lo que
sigue, es que de esta crisis no se puede salir, no en términos económicos
tradicionales (dos trimestres de crecimiento consecutivos), pero sí se puede
hacer, y mucho, para paliar los sufrimientos de los que la están padeciendo en
primera persona, afectando, eso sí, a los intereses de los que aún no se han
enterado, o incluso están viviendo mucho mejor, por encima de sus
posibilidades, y de las nuestras.
La
pregunta del millón. ¿Es posible un dinero diferente del que manejamos? La
respuesta de Mario Draghi (Gran Pontífice del sistema) y de los Sumos Sacerdotes
que le rodean será indefectiblemente la misma: por supuesto que no. ¿Podemos
creerles? Sí, podemos, como el ratoncito paralizado por la serpiente de ojos
hipnóticos que aspira a devorarlo. Así enseguida caeremos dormidos, para no volver a despertar.
Lo
que caracteriza al dinero actual es la usura, más conocida como el interés
positivo. La usura destruye la sociedad, la impulsa a expoliar el entorno, y
genera una ansiedad endémica, que nos subordina a los intereses egoístas de los
detentadores del capital.
Para
entender como funciona este sistema siniestro, ya lo he hecho en alguna ocasión,
es necesario referirse a la famosa parábola de Bernard Lietaer sobre “el
undécimo redondel”, de su libro, “El futuro del dinero”.
Hace
tiempo, en un pequeño pueblo, la gente usaba el trueque para todas sus
transacciones, y cada día de mercado recorría los puestos con gallinas, huevos,
jamón y pan, se involucraba en prolongadas negaciones para obtener lo que
necesitaba. Sin embargo, en períodos clave del año, como durante la cosecha, o
siempre que alguien necesitaba hacer grandes reparaciones después de una
tormenta, la gente revivía la tradición de ayudarse unos a otros. Sabían que de
esta manera, si ellos tenían un problema, igualmente otros les ayudarían.
Un
día de mercado llegó un extraño de brillantes zapatos negros y elegante sobrero
de copa, y observó el proceso completo con un sonrisa sardónica en los labios.
Cuando vio a un grajero corriendo para acorralar seis gallinas que tenía que
intercambiar por un gran jamón, no pudo contener la risa. La mujer del granjero
desafió al extraño. “¿Piensa que se pueden atrapar mejor las gallinas?”. “Hay
una manera mucho mejor de eliminar cualquier inconveniente. Tráiganme un cuero
de vaca, y se lo explicaré”. Así sucedió. Y el extranjero tomó el cuero y cortó
redondeles perfectos, estampando en ellos un sello. Entonces dio a cada familia
diez redondeles, y les explicó que representaban el valor de una gallina.
“Ahora pueden comerciar y regatear con los redondeles, en lugar de con las
incómodas gallinas”. Tenía sentido. Todos quedaron impresionados del hombre con
zapatos y sobrero brillantes. “Oh, a propósito”, agregó éste, “de aquí a un año
volveré, y quiero que cada uno de ustedes me traiga de vuelta once redondeles.
Este undécimo redondel, que me abonarán, es un gesto de aprecio por la mejora
tecnológica que he introducido en sus vidas. “Pero, ¿de dónde saldrá el
undécimo redondel?”. “No se preocupen, ya verán” dijo el hombre con una sonrisa
tranquilizadora.
Asumiendo
que la población y la producción anual permanezcan exactamente iguales durante
el año siguiente, es evidente que una de cada once familias tendrá que perder
todos sus redondeles, aun si todos manejan bien los negocios, para que las
otras diez puedan proveerse del redondel que les falta. De esta manera, cuando
la tormenta amenazó la cosecha de una de dichas familias, la gente se volvió
menos generosa a la hora de ayudarlos, pues si alguien no podía pagar, ellos
quedaban a salvo, y eran otros los que resultaban excluidos del sistema. En
definitiva, y como efecto secundario aparentemente no planeado, los redondeles
fueron desalentando el espíritu de cooperación que era tradicional en el
pueblo, y generando una competencia subyacente y despiadada entre sus
participantes.
Es
evidente que sólo de tres maneras puede terminar esta historia: inflación,
bancarrota o crecimiento. Son las únicas opciones que enfrente una economía
basada en la usura. Los pueblerinos podrán procurarse otro cuero de vaca, y
hacer más monedas. Como alternativa, ya se dijo, una de cada once familias
podría quebrar y ser expulsada del pueblo hacia un destino incierto en los
bosques repletos de ladrones y fieras. La última posibilidad es que, al mismo
tiempo que los redondeles, aumente el número de gallinas producidas. Observemos
que, en este esquema satánico, cada una de las tres presiones actúa
simultáneamente. La presión de la bancarrota produce una inseguridad sistémica,
que a su vez lleva a la gente a producir a toda costa, llevando una vida penosa
y estresante, en la permanente penuria de efectivo y la preocupación. Al mismo
tiempo, la presión popular lleva a las instituciones a “hacer” más dinero,
procurando al mismo tiempo que aumente la producción de gallinas. Es el
imperativo categórico de “crece o muere”. Queda la solución de crear más
redondeles para pagar al maldito extranjero, pero si no crece el producto del
pueblo tal solución hará dispararse la inflación, que terminará por hacer
quebrar el sistema, puesto que cada vez necesitaremos más redondeles para
adquirir una gallina. Es posible que la mejor solución sea ésta última, pues el
juego tiene truco y lo mejor es dejar que reviente, y al aprovechado de los
zapatos relucientes sin negocio. Pero entonces, tendremos que volver a cambiar
jamones por gallinas.
Desde
hace ya varias décadas los economistas con conciencia ecológica (no confundir
con los peakoilers natos, subespecie
más agresiva) propugnaban, desde posiciones meramente conservacionistas y no de
estricta necesidad, una economía estacionaria (de crecimiento cero), pues sería
la única capaz de limitar el impacto humano en el mundo natural. Pero ahora
sabemos que ni siquiera esto es posible. Los límites del mundo material exigen,
ya no una economía que no crezca, sino incluso una que decrezca, en definitiva,
que disminuya el pastel, porque no hay suficiente petróleo,
gas natural, carbón, uranio, hierro, cobre, neodimio, tantalio, o
simplemente agua dulce para mantener esta carrera irracional.
La
idea de la materialización absoluta ha tenido un efecto paradójico. Ha
disminuido la vida media útil de lo productos. Como la economía neoclásica mide
la riqueza generada en un año (PIB), mantener en uso un producto durante más de
una anualidad se supone que no produce riqueza. Y es cierto que acortar
deliberadamente (obsolescencia programada) la vida media de los bienes de
consumo conduce a una desmaterialización relativa. Pero, en definitiva, usar productos
desechables de materiales más livianos no compensa de ninguna manera los
problemas de la materialización absoluta, pues aunque habrá una reducción del
uso de recursos por unidad productiva, aumentará la presión sobre el medio
ambiente en términos de uso de energía, generación de desechos, saturación de
sumideros y contaminación de suelos, aguas y aire.
La
única política económica sostenible es obligar a la inversión y al consumo a
reconectarse con el ámbito productivo. En este contexto resulta revolucionaria
la idea de Keynes de introducir, en tiempos de crisis, que son los únicos que
tenemos por delante, tasas de interés negativas, para generar lo que se
denomina una economía de “demurrage”, que podríamos traducir como de
aplazamiento.
Tanto
el interés positivo como el negativo representan el pago de un precio por el
uso del dinero. Pero la diferencia real es que en el primer caso acrecienta el
dinero de los que ya lo poseen, mientras en el segundo se cobra a los
poseedores del dinero por su uso. Con el interés negativo, tener fortuna
deviene costoso, y se desincentiva la acumulación. Mientras en un sistema
basado en intereses positivos la seguridad se fundamente en la tenencia de dinero,
en un sistema de intereses negativos, en cambio, la seguridad consisten en
llegar a ser parte de una red de relaciones sociales donde se intercambian
productos y servicios. En otras palabras, el centro de atención se pone en las
relaciones humanas, y no en la posesión material de cosas. Se fomenta en
definitiva el compartir, la reciprocidad y el bienestar real, que no tiene nada
que ver con lo que muestran las estadísticas de PIB.
La
tasa de interés negativo tiende a fomentar el consumo de productos duraderos.
Si tenemos que escoger un producto con un valor de 20, que tiene una vida media
útil de un año, o un producto que cumpla la misma función con un valor de 40,
pero una vida útil dos veces mayor, en una economía con intereses positivos se
escogerá el primer producto, ya que permite invertir el capital no empleado y
obtener más dinero. En una economía de “demurrage” se optará, en cambio, por
comprar el producto más duradero, puesto que el dinero, en el futuro, no valdrá
lo que vale hoy.
En
una economía con intereses negativos, cuanto más tiempo tarde una inversión de
dinero en depreciarse, más éxito tendrá. Si el tiempo medio para sustituir la
inversión necesaria se duplica, el dinero desembolsado para una nueva inversión
productiva se reduce a la mitad. En términos monetarios implicará que la
economía tiende a decrecer (justo lo que necesitamos), aunque los bienes en
uso, más duraderos, mejoran notablemente el contenido vital cotidiano, trayendo
mayor bienestar.
Mientras
el interés promueve el descuento de futuros flujos de efectivo, el “demurrage”
alienta el pensamiento a largo plazo. En la contabilidad actual, un bosque que
tiene la capacidad de generar unas rentas de cinco mil euros por año, es
considerado más valioso si es inmediatamente cortado por un beneficio de
120.000 euros (el valor neto actual del bosque sostenible calculado a una tasa
de descuento del 5% es de sólo 100.000 euros). Este estado de cosas conduce a
la conducta infame y cortoplacista de las grandes corporaciones internacionales,
que sacrifican incluso su propio beneficio a largo plazo (y el de todos) por
resultados a corto para el ejercicio fiscal. Tal conducta es perfectamente
racional, aunque parezca increíble, en una economía basada en el interés, pero
en un sistema de aplazamiento, el puro cálculo objetivo aconsejaría que el
bosque sea preservado. Así la codicia ya no motivaría el robo del futuro el
beneficio del presente.
El
interés negativo reduce, pues, el asalto a los recursos naturales, y la
agresión al medio ambiente. De esta forma la economía empieza a
adaptarse a la capacidad reproductiva de la naturaleza, de forma que se
liberan
recursos para su uso posterior, o para el desarrollo de pueblos hasta
ahora
excluidos.
En
realidad Keynes, él mismo lo reconoce, no fue el auténtico ideólogo de la utilidad de una economía de
intereses negativos, que castigara la posesión ociosa del dinero, sino Silvio Gesell, economista alemán que defendió el sistema no
solamente para un situación puntual de emergencia, como hacía Keynes, sino como
solución de continuidad, a fin de generar una sociedad basada en criterios económicos,
sociales y éticos muy distintos de los vigentes. Él fue el auténtico
descubridor de los efectos taumatúrgicos del aplazamiento, que plasmo en su
imprescindible obra “El Orden Económico Natural”.
Con
el sistema usurario actual es mucho mejor tener mil dólares que diez personas
que te deban cien dólares. En un sistema de aplazamiento ocurre justo lo
contrario. Puesto que el dinero pierde valor con el tiempo, si tengo algo de
dinero que no estoy usando me resulta útil prestarlo, de forma que si necesito
algo de efectivo en el futuro puedo cobrar mis obligaciones o crear otras
nuevas con alguien dentro de mi círculo próximo que tenga más dinero del que
necesite para cubrir sus necesidades inmediatas.
Gesell,
llama al dinero de interés negativo “dinero libre”, y lo describe así: “el dinero ha sido reducido al nivel de los
paraguas. Amigos y conocidos se asisten unos a otros mutuamente, con toda
naturalidad, con préstamos. Nadie acumula, o puede acumular, puesto que el
dinero está bajo la compulsión de circular. Pero justamente porque nadie puede
formar reservas de dinero, las reservas no son necesarias, pues la circulación
del dinero es regular e interrumpida”.
En
otras palabras, el aplazamiento redefine el dinero reforzando su función de
medio de intercambio, desincentivando su uso cómo depósito de valor. El dinero,
entonces, ya no es una excepción a la tendencia universal en la naturaleza a la
oxidación, la putrefacción y la decadencia, esto es, al reciclado de los
recursos. El dinero ya no perpetúa un reino humano separado de la naturaleza.
“Sólo el dinero que se desactualiza como
un periódico, se pudre como las papas, se oxida como el hierro, se evapora como
el éter, es capaz de soportar la prueba de ser un instrumento efectivo de
intercambio. Este dinero ya no es preferido sobre otros bienes, ni por el
comprador ni por el vendedor. Entonces intercambiaremos bienes por dinero, sólo
porque necesitamos dinero como medio de intercambio, no porque esperemos tener
una ventaja de su posesión”.
Y
es que tal y como están las cosas, el poseedor de dinero, elemento que no sufre
el paso del tiempo como las demás mercancías, tiene ventaja sobre los
productores y distribuidores de productos de primera necesidad, puesto que
puede marcar los tiempos y esperar una coyuntura favorable, razón por la que,
para salir al mercado, exige una contraprestación, que es, precisamente, el
interés positivo, que supone ni más ni menos que una extorsión.
Los
poderes públicos deben ser conscientes de tal circunstancia y, en uso de sus
atribuciones, regular la igualdad de las mercancías en su acceso al mercado,
imponiendo a la que no se corrompe, el dinero, una tasa periódica, que supone
una pequeña fracción de su denominación, cuyo abono se justifica mediante una
estampilla que debe ser anexada al papel moneda para que éste conserve su
validez como medio de pago.
Podemos
pensar que hablamos de un proyecto utópico, permanentemente pendiente de
implementación y que nunca podrá demostrar su eficacia. Sin embargo, y aunque
ocultos poderes fácticos guardan celosamente el secreto, el hecho es que el
sistema fue puesto en práctica, en concreto durante la recesión brutal
resultado de la crisis de 1929 y, por cierto, con resultados que superaron en
mucho las expectativas planteadas.
Fue
en el pequeño pueblo de Wörgl,
en Austria, en 1932. Se emitió numerario local, de forma que cada pieza, para
seguir siendo válida, requería una estampilla mensual que costaba el 1% de su
valor nominal. Esta medida antiacumulación instaba a los ciudadanos a gastar su
dinero rápidamente, y llegó a darse el caso de que algunos pagaron incluso
impuestos por anticipado. Por primera vez en muchos siglos, desde los tiempos
de los pueblos arcaicos de cazadores-recolectores, la acumulación de riqueza se
volvió una molestia. ¿Qué ocurrió? Pues que la economía de Wörgl despegó
como nunca se había visto. La tasa de desempleo se desplomó, mientras el resto
del país caía en una profunda recesión. Las obras públicas fueron completadas y
una ola de prosperidad inusitada inundó el poblado, la que se contagió incluso
a localidades vecinas. Además, como había pronosticado Gesell, los ciudadanos
se ayudaban, y optaban por prestar dinero a sus familiares, amigos o vecinos,
con lo que un espíritu colaborativo, ya olvidado, hizo súbitamente acto de
presencia.
Inmediatamente
sonaron las alarmas en los despachos de los usureros. La moneda de Worgl (y
cientos de imitaciones) fueron implacablemente prohibidas en 1933, a petición
del amenazado Banco Central Austriaco que exigió, y por supuesto obtuvo, que el
uso de la moneda alternativa fuera tipificado como delito, y castigado con
penas de prisión. Los desesperados habitantes de Wörgl
recurrieron el caso ante la Corte Suprema,
que por supuesto dio la razón a los
lacayos de los especuladores. ¿Veis cómo no perdonan que veamos claro?
¿Veis cómo somos como borregos que llevan del ronzal al matadero? ¿Veis
cómo nunca
permitirán que tengamos el control real?
Y
es que el experimento de Wörgl se había vuelto extremadamente peligroso al
empezar a cruzar fronteras, océanos y continentes. En Checoslovaquia, un gran
número de municipios decidieron introducir un sistema monetario similar. En el
principado de Liechtenstein pensaron hacer también lo mismo. Y otro tanto ocurrió
en el principado de Mónaco, París y Niza. En el reino de Yugoslavia
(concretamente en Serbia), en Francia e incluso en España distintos municipios
copiaron al del Tirol, entre 1934 y 1936. En Estados Unidos, con la Reserva
Federal haciendo de las suyas, y la moneda nacional evaporándose en una
auténtica epidemia de quiebras bancarias, centenares de ciudades americanas
imitaron el ejemplo de la ciudad austriaca, nuevamente con resultados
prometedores. En el Senado se presentó un proyecto de ley para efectivizar la
introducción del “dinero menguante” de Silvio Gesell.
Pero
los amos sacaron inmediatamente la artillería pesada. Suiza, donde algunas
ciudades habían sido seducidas por el sistema de Worgl, prohibió incluso al
alcalde de la localidad austriaca, Michael Unterguggenberger, la entrada en el
país. El Gobierno federal norteamericano y, por supuesto sus bancos, no querían
ni oír hablar de que la “fiebre monetaria de Wörgl” pudiera extenderse por el
país. A pesar de la vigorosa defensa del sistema por parte del prominente
economista Irving Fisher, Roosevelt prohibió inmediatamente las monedas de
emergencia al lanzar el New Deal, llegando a confiscar todo el oro del país y a
declarar un feriado bancario de cuatro días, en marzo de 1933, mediante la Emergency Banking Act, para acabar
definitivamente con ellas, ante el pavor que causaba al establishment el efecto descentralizante de la moneda libre.
El dinero basado en el aplazamiento es solo parte de la transición necesaria.
Existen otras vías, como la contabilidad del costo completo, los sistemas
bancarios JAK, las monedas locales y de crédito mutuo, la economía de arrendamiento,
de P2P y la ecología industrial. Pero en todo caso, el aplazamiento, y el
ataque directo al control de la masa monetaria por los grandes operadores
financieros y bancos centrales es la clave. Una economía que emula a la
naturaleza, la única sostenible, no puede descansar sobre un sistema monetario que precisa del
crecimiento exponencial. Visionarios, como Silvio Gesell, E. F. Schumacher,
Paul Hawken, Herman Daly y muchos otros no han trabajado en vano. Han plantado
las semillas de un nuevo tipo de economía que curará nuestra asolada tierra. El
agotamiento de los recursos geológicos y energéticos acabará con el reino de
los usureros, y nos permitirá encontrar vías accesibles para enviarlos a todos
al infierno, de donde nunca debieron salir.
Saludos,
Calícrates
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