Silvia Federici
La
servidumbre se desarrolló en Europa entre los siglos V y VII, en
respuesta al desmoronamiento del sistema esclavista sobre el cual se
había edificado la economía de la Roma imperial. Fue el resultado
de dos fenómenos relacionados entre sí. Hacia el siglo IV, en los
territorios romanos y en los nuevos Estados germánicos, los
terratenientes se vieron obligados a conceder a los esclavos el
derecho a tener una parcela de tierra y una familia propia, con el
fin de contener así sus rebeliones y evitar su huida al «monte»,
donde las comunidades de cimarrones comenzaban a organizarse en los
márgenes del Imperio.
[El
mejor ejemplo de sociedad cimarrona fueron los bacaude
que
ocuparon la Galia alrededor del año 300 a. C.. Vale la pena recordar
su historia. Eran campesinos y esclavos libres que, exasperados por
las penurias que habían sufrido debido a las disputas entre los
aspirantes al trono romano, deambulaban sin rumbo fijo, armados con
herramientas de cultivo y caballos robados, en bandas errantes (de
ahí su nombre «banda de combatientes»). La gente de las ciudades
se les unía y formaban comunidades autogobernadas, en las que
acuñaban monedas con la palabra «Esperanza» escrita en su cara,
elegían líderes y administraban justicia. Derrotados en campo
abierto por Maximiliano, correligionario del emperador Diocleciano,
se volcaron a la guerra de «guerrillas» para reaparecer con fuerza
en el siglo V, cuando se convirtieron en el objetivo de reiteradas
acciones militares. En el año 407 d. C. fueron los protagonistas de
una «feroz insurrección». El emperador Constantino los derrotó en
la batalla de Armorica (Bretaña). Los «esclavos rebeldes y
campesinos [habían] creado una organización ”estatal” autónoma,
expulsando a los oficiales romanos, expropiando a los terratenientes,
reduciendo a esclavos a quienes poseían esclavos y [organizando] un
sistema judicial y un ejército». A pesar de los numerosos intentos
de reprimirlos, los bacaude
nunca
fueron completamente derrotados. Los emperadores romanos tuvieron que
reclutar tribus de invasores «bárbaros» para dominarlos.
Constantino retiró a los visigodos de España y les hizo generosas
donaciones de tierra en la Galia, esperando que ellos pusieran a los
bacaude
bajo
control. Incluso los hunos fueron reclutados para perseguirlos. Pero
nuevamente encontramos a los bacaude
luchando
con los visigodos y los alanos contra el avance de Atila.]
Al
mismo tiempo, los terratenientes comenzaron a someter a los
campesinos libres quienes, arruinados por la expansión del trabajo
esclavo y luego por las invasiones germánicas, buscaron protección
en los señores, aun al precio de su independencia. Así, mientras la
esclavitud nunca fue completamente abolida, se desarrolló una nueva
relación de clase que homogeneizó las condiciones de los antiguos
esclavos y de los trabajadores agrícolas libres, relegando a todo el
campesinado en una relación de subordinación. De este modo durante
tres siglos (desde el siglo IX hasta el XI), «campesino» (rusticus,
villanus)
sería sinónimo de «siervo» (servus).
En
tanto relación de trabajo y estatuto jurídico, la servidumbre era
una pesada carga. Los siervos estaban atados a los terratenientes;
sus personas y posesiones eran propiedad de sus amos y sus vidas
estaban reguladas en todos los aspectos por la ley del feudo. No
obstante, la servidumbre redefinió la relación de clase en términos
más favorables para los trabajadores. La servidumbre marcó el fin
del trabajo con grilletes y de la vida en la ergástula.
Supuso una disminución de los castigos atroces (los collares de
hierro, las quemaduras, las crucifixiones) de las que la esclavitud
había dependido. En los feudos, los siervos estaban sometidos a la
ley del señor, pero sus transgresiones eran juzgadas a partir de
acuerdos consuetudinarios («de usos y costumbres») y, con el
tiempo, incluso de un sistema de jurado constituido por pares.
Desde
el punto de vista de los cambios que introdujo en la relación
amo-siervo, el aspecto más importante de la servidumbre fue la
concesión, a los siervos, del acceso directo a los medios de su
reproducción. A cambio del trabajo que estaban obligados a realizar
en la tierra del señor (la demesne),
los siervos recibían una parcela de tierra (mansus
o hide)3
que podían utilizar para mantenerse y dejar a sus hijos «como una
verdadera herencia, simplemente pagando una deuda de sucesión».
Como señala Pierre Dockes en Medieval
Slavery and Liberation (1982)
[La esclavitud medieval y la liberación], este acuerdo incrementó
la autonomía de los siervos y mejoró sus condiciones de vida, ya
que ahora podían dedicar más tiempo a su reproducción y negociar
el alcance de sus obligaciones, en lugar de ser tratados como bienes
muebles sujetos a una autoridad ilimitada. Lo que es más importante,
al tener el uso y la posesión efectiva de una parcela de tierra, los
siervos siempre disponían de recursos; incluso en el punto álgido
de sus enfrentamientos con los señores, no era fácil forzarles a
obedecer por miedo al hambre. Si bien es cierto que el señor podía
expulsar de la tierra a los siervos rebeldes, esto raramente ocurría,
dadas las dificultades para reclutar nuevos trabajadores en una
economía bastante cerrada y por la naturaleza colectiva de las
luchas campesinas. Es por esto que —como apuntó Marx— en el
feudo, la explotación del trabajo siempre dependía del uso directo
de la fuerza.
La
experiencia de autonomía adquirida por los campesinos, a partir del
acceso a la tierra, tuvo también un potencial político e
ideológico. Con el tiempo, los siervos comenzaron a sentir como
propia la tierra que ocupaban y a considerar intolerables las
restricciones a su libertad que la aristocracia les imponía. «La
tierra es de quienes la trabajan» —la misma demanda que resonó a
lo largo del siglo XX, desde las revoluciones mexicana y rusa hasta
las luchas de nuestros días contra la privatización de la tierra—
es ciertamente un grito de batalla que los siervos medievales
hubieran reconocido como propio. Sin embargo, la fuerza de los
«siervos» provenía del hecho de que el acceso a la tierra era para
ellos una realidad.
Con
el uso de la tierra también apareció el uso de los «espacios
comunes» —praderas, bosques, lagos, pastos— que proporcionaban
recursos imprescindibles para la economía campesina (leña para
combustible, madera para la construcción, estanques, tierras de
pastoreo), al tiempo que fomentaron la cohesión y cooperación
comunitarias (Birrell). De hecho, en el norte de Italia el
control sobre estos recursos sirvió de base para el desarrollo de
administraciones autónomas comunales (Hilton). Tan
importante era «lo común» en la economía política y en las
luchas de la población rural medieval que su memoria todavía aviva
nuestra imaginación, proyectando la visión de un mundo en el que
los bienes pueden ser compartidos y la solidaridad, en lugar del
deseo de lucro, puede ser el fundamento de las relaciones sociales.
La
comunidad servil medieval no alcanzó estos objetivos y no debe ser
idealizada como un ejemplo de comunalismo. En realidad, su ejemplo
nos recuerda que ni el «comunalismo» ni el «localismo» pueden
garantizar las relaciones igualitarias, a menos que la comunidad
controle sus medios de subsistencia y todos sus miembros tengan igual
acceso a los mismos. No era éste el caso de los siervos y de los
feudos. A pesar de que prevalecían formas colectivas de trabajo y
contratos «colectivos» con los terratenientes, y a pesar del
carácter local de la economía campesina, la aldea medieval no era
una comunidad de iguales. Tal y como se deduce de una vasta
documentación proveniente de todos los países de Europa occidental,
existían muchas diferencias sociales entre los campesinos libres y
los campesinos con un estatuto servil, entre campesinos ricos y
pobres, entre aquéllos que tenían seguridad en la tenencia de la
tierra y los jornaleros sin tierra que trabajaban por un salario en
la demesne
del
señor, así como también entre mujeres y hombres.
Por
lo general, la tierra era entregada a los hombres y transmitida por
linaje masculino, aunque había muchos casos de mujeres que la
heredaban y administraban en su nombre. Las mujeres también fueron
excluidas de los cargos para los cuales se designaba a campesinos
pudientes y, en todos los casos, tenían un estatus de segunda clase.
Tal vez sea éste el motivo por el cual sus nombres son rara vez
mencionados en las crónicas de los feudos, con excepción de los
archivos de las cortes en los que se registraban las infracciones de
los siervos. Sin embargo, las siervas eran menos dependientes de sus
parientes de sexo masculino, se diferenciaban menos de ellos física,
social y psicológicamente y estaban menos subordinadas a sus
necesidades de lo que luego lo estarían las mujeres «libres» en la
sociedad capitalista.
La
dependencia de las mujeres con respecto a los hombres en la comunidad
servil estaba limitada por el hecho de que sobre la autoridad de sus
maridos y de sus padres prevalecía la de sus señores, quienes se
declaraban en posesión de la persona y la propiedad de los siervos y
trataban de controlar cada aspecto de sus vidas, desde el trabajo
hasta el matrimonio y la conducta sexual.
El
señor mandaba sobre el trabajo y las relaciones sociales de las
mujeres, al decidir, por ejemplo, si una viuda debía casarse
nuevamente y quién debía ser su esposo. En algunas regiones
reivindicaban incluso el derecho de ius
primae noctis —el
derecho de acostarse con la esposa del siervo en la noche de bodas.
La autoridad de los siervos varones sobre sus parientas también
estaba limitada por el hecho de que la tierra era entregada
generalmente a la unidad familiar, y las mujeres no sólo trabajaban
en ella sino que también podían disponer de los productos de su
trabajo, y no tenían que depender de sus maridos para mantenerse. La
participación de la esposa en la posesión de la tierra estaba tan
aceptada en Inglaterra que «cuando una pareja aldeana se casaba era
común que el hombre fuera y le devolviera la tierra al señor, para
tomarla nuevamente tanto en su nombre como en el de su esposa».
Además, dado que el trabajo en el feudo estaba organizado sobre la
base de la subsistencia, la división sexual del trabajo era menos
pronunciada y exigente que en los establecimientos agrícolas
capitalistas. En la aldea feudal no existía una separación social
entre la producción de bienes y la reproducción de la fuerza de
trabajo; todo el trabajo contribuía al sustento familiar. Las
mujeres trabajaban en los campos, además de criar a los niños,
cocinar, lavar, hilar y mantener el huerto; sus actividades
domésticas no estaban devaluadas y no suponían relaciones sociales
diferentes a la de los hombres, tal y como ocurriría luego en la
economía monetaria, cuando el trabajo doméstico dejó de ser visto
como trabajo real.
Si
tenemos también en consideración que en la sociedad medieval las
relaciones colectivas prevalecían sobre las familiares, y que la
mayoría de las tareas realizadas por las siervas (lavar, hilar,
cosechar y cuidar los animales en los campos comunes) eran realizadas
en cooperación con otras mujeres, nos damos cuenta de que la
división sexual del trabajo, lejos de ser una fuente de aislamiento,
constituía una fuente de poder y de protección para las mujeres.
Era la base de una intensa socialidad y solidaridad femenina que
permitía a las mujeres plantarse en firme ante los hombres, a pesar
de que la Iglesia predicase sumisión y la Ley Canónica santificara
el derecho del marido a golpear a su esposa.
Sin
embargo, la posición de las mujeres en los feudos no puede tratarse
como si fuera una realidad estática. El poder de las mujeres y sus
relaciones con los hombres estaban determinados, en todo momento, por
las luchas de sus comunidades contra los terratenientes y los cambios
que estas luchas producían en las relaciones entre amos y siervos.
Extraído
del libro de Silvia Federici ‘El Calibán y la Bruja’
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