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Espacios de autonomía

Carlos Taibo

Desde mucho tiempo atrás defiendo la idea de que la construcción de espacios de autonomía en los cuales procedamos a aplicar reglas del juego diferentes de las que se nos imponen debe ser tarea prioritaria para cualquier movimiento que ponga manos a la tarea de contestar el capitalismo desde la doble perspectiva de la autogestión y la desmercantilización, y lejos, claro, de cualquier designio de competir con el sistema.

La opción que me ocupa es tan necesaria como honrosa y hacedera. En último término se asienta en la convicción de que hay que empezar a construir, desde ya, la sociedad del mañana, con el doble propósito de salir con urgencia del capitalismo y de perfilar estructuras autogestionadas desde abajo, lejos del trabajo asalariado y de la mercancía.

Porque, como bien dijo Landauer, de la mano de un argumento similar al que ya le he atribuido, «nosotros somos el Estado, y seguiremos siéndolo en tanto no hayamos creado instituciones que formen una verdadera comunidad». Me parece, por añadidura, que esos espacios, que por lógica han de tener capacidad de atracción y de expansión, configuran un proyecto mucho más realista que el que preconiza desde siempre, ahora con la boca pequeña, la socialdemocracia ilustrada. Cuando alguien me habla de la necesidad de crear una banca pública, me veo en la obligación de preguntarme cuánto tiempo podemos aguardar a que aquélla se haga realidad, tanto más cuanto que la propuesta en cuestión tiene por necesidad que pasar, una vez más, por el cauce de partidos, parlamentos e instituciones.

¿Es más utópico demandar la autogestión generalizada que reclamar un gobierno mundial o la reforma del Fondo Monetario Internacional? Agrego —aunque creo que el añadido está de más— que esos espacios de autonomía de los que hablo no pueden ser, en modo alguno, instancias aisladas que se acojan a un proyecto meramente individualista y particularista; no se trata de crear, como ya lo había señalado Elisée Reclus, o como lo repitió Jacques Camatte un siglo después, pequeños Estados. Su perspectiva tiene que ser, por fuerza, y al amparo de un efecto expansivo, la de la autogestión generalizada. No sólo eso: su aprestamiento no puede dejar de lado la contestación activa, frontal, del sistema, ni puede cancelar el combate con el capital y con el Estado. Antes bien, debe propiciar la insurrección permanente en todos los ámbitos, como lo hacen, por cierto, muchas de las propuestas que nacen del feminismo radical. No se olvide, por lo demás, que quienes pelean por esos espacios las más de las veces han preservado formas de lucha de honda tradición y, lejos del sindicalismo de pacto que se revela por todas partes, trabajan en organizaciones que han estado de siempre en esa reyerta.

Parece sencillo retratar, siquiera sólo sea de forma somera, algunos de los objetivos que deben blandir los espacios de autonomía: acabar con la división del trabajo, con el obrero-masa víctima de trabajos repetitivos y con las consecuencias negativas de la mecanización; recuperar sabidurías en proceso de desaparición; restaurar la conciencia de lo que significa el trabajo autónomo, sin jerarquías ni instrucciones que vienen de arriba, y resucitar la dimensión colectiva y de colaboración, frente a la atomización presente; zanjar la histeria de la competitividad; rematar con la obsesión por el consumo desenfrenado, repartir el trabajo y hacer frente al desempleo; revalorizar el trabajo doméstico y repartirlo, y, en fin, terminar con el homo oeconomicus vinculado con las sociedades de la necesidad, y no con las del don.

El debate sobre la autonomía

Cierto es que el proyecto que ahora defiendo ha suscitado críticas que merecen tanta atención como réplica. Se ha dicho, por lo pronto, y creo que contra toda razón, que se asienta en una aceptación soterrada del orden capitalista. Sorprende que esto lo digan quienes han decidido asumir el camino de las dos vías alternativas que se vislumbran en el mundo de la izquierda: la parlamentario-legalista y la revolucionario-putschista. Si en el primer caso la sorpresa lo es por razones obvias, en el segundo remite a razones que deben serlo también, de la mano de la sonora aceptación de todo el imaginario del poder, de la jerarquía, de la vanguardia y de la sustitución. No quiero molestar a nadie cuando subrayo que esas dos vías presuntamente alternativas comparten demasiados elementos comunes.

En ambas falta cualquier reflexión seria sobre el poder y la alienación. En ambas se elude la consideración de lo que el primero significa en todos los ámbitos: la familia, la escuela, el trabajo, la ciencia, la tecnología, los sindicatos y los partidos. En ambas se esquivan las secuelas que acompañan a las sociedades complejas, a la industrialización, a la urbanización y a la desruralización. En ambas se aprecia lo que por lo común es una aceptación callada de los mitos del crecimiento, el consumo y la competitividad. En ambas se barrunta, en fin, el riesgo de una absorción inminente por un sistema que en los hechos nunca se ha abandonado. Cuando estas gentes sonríen ante lo que entienden que es la ingenuidad utópica de quienes forjan espacios autónomos bien harían en revisar sus conocimientos de historia y en recordar cómo salieron adelante los primeros cristianos en la linde del imperio romano, cómo se consolidaron las incipientes empresas capitalistas frente a los Estados absolutos o cuáles fueron los éxitos, también las miserias, de unos socialistas, los primitivos —mal llamados utópicos—, de siempre condenados al olvido.

Obligado estoy a apostillar que si la discusión que hoy rescato es muy antigua, hoy tiene un relieve acaso mayor que el que le correspondió en cualquier momento del pasado. Lo tiene al menos a los ojos de quienes estimamos que el capitalismo ha entrado en una fase de corrosión terminal que, merced al cambio climático, al agotamiento de las materias primas energéticas, a la prosecución del expolio de los países del sur, a la desintegración de precarios colchones y al despliegue desesperado de un nuevo y obsceno darwinismo social, coloca el colapso a la vuelta de la esquina. Frente a ello, la respuesta de las dos vías alternativas antes mencionadas se antoja infelizmente débil: si en unos casos poco más reclama que la defensa de los Estados del bienestar y una «salida social a la crisis» —o, lo que es lo mismo, y tal y como lo sugerí en su momento, un tan irreal como sórdido regreso a 2007—, en otros se asienta en la ilusión de que una vanguardia autoproclamada, investida de la autoridad que proporciona una supuesta ciencia social, debe decidir por todos al amparo de su designio de imitar fiascos como muchos de los registrados en el siglo XX. En su defecto, unos y otros promueven alegatos radicalmente anticapitalistas que no se preocupan de documentar cómo el proyecto correspondiente se llevará a cabo. Al final, y en el mejor de los casos, se traducen en una activa y respetable lucha en el día a día que tiene, sin embargo, consecuencias limitadas.

Bien sé que el horizonte de la autonomía, de la autogestión y de la desmercantilización no resuelve mágicamente todos estos problemas. Es fácil, por ejemplo, que en los espacios autónomos pervivan muchas de las tramas de la sociedad patriarcal. Y no cabe descartar la posibilidad de que al amparo de aquéllos se afiancen la competición y
la insolidaridad, con un respeto postrero de las reglas del capitalismo. Me limito a certificar que el horizonte que ahora defiendo nos acerca a una solución plausible. Ni siquiera creo que esté por detrás de las demás aparentes opciones en lo que hace a una discusión mil veces mantenida: la que nace de la pregunta relativa a si somos tan ingenuos como para concluir que nuestros espacios autónomos no serán objeto de las iras represivas del capital y del Estado. No lo somos: simplemente nos limitamos a preguntar cuáles son las defensas que, para sus proyectos, desean y están en condiciones de desplegar nuestros amigos que preconizan las vías parlamentario-legal y revolucionario-putschista, tanto más cuanto que, las cosas como van, se intuye que no tendrán nada que defender. ¿Acaso son más sólidas y creíbles que las nuestras? ¿O será que, y permítaseme la maldad, quienes se lancen a la tarea de reprimir los espacios autónomos serán al cabo los amigos con los que hoy debatimos?

Dejo para el final, en suma, una disputa que no carece de interés: la de si el proyecto de autonomía y los otros dos que he glosado críticamente aquí son incompatibles o, por el contrario, pueden encontrar un acomodo. Responderé de manera tan rápida como interesada: si la consecuencia mayor de ese acomodo es permitir que muchas gentes se acerquen a los espacios liberados, bien venida sea. Pero me temo que hablamos de perspectivas que remiten a visiones diametralmente distintas de lo que es la organización social y de lo que supone la emancipación. Y me veo en la obligación de subrayar esa tara ingente que es que en las apuestas de la izquierda tradicional no haya nada que huela a autogestión, y sí se aprecie el olor, en cambio, de jerarquías, delegaciones y reproducciones cabales del mundo que aparentemente decimos contestar.
Aunque nadie tiene ninguna solución mágica para los problemas, cada vez estoy más convencido de que hay quien ha decidido asumir el camino más rápido y convincente.

Extraído de ‘Repensar la anarquía’ de Carlos Taibo

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