Ladislao
Martínez y Chato Galante
Partiendo
de una consideración ampliamente compartida que sitúa al
decrecimiento como una corriente del ecologismo social, a la hora de
valorar la importancia de su aportación se trataría de responder a
dos preguntas relevantes:
¿Hay
algún aporte sustantivo de las corrientes decrecentistas
a los postulados
básicos del ecologismo social? ¿Qué utilidad política tiene este
concepto para el ecologismo social del que todos y todas nos
reclamamos?
A
partir de la literatura decrecentista
que hemos leído, la
respuesta a esa primera pregunta no puede ser positiva, más allá de
constatar su insistencia en la utilidad de usar un “término obús”
o concepto provocador para servir de síntesis de una corriente de
pensamiento. Su objetivo central declarado es impulsar la reflexión
en torno al mito de crecimiento ilimitado, que es uno de los ejes
básicos del sistema económico a combatir, pero en esa reflexión no
se encuentra nada nuevo de interés significativo. Por poner sólo
unos ejemplos, que podrían extenderse a muchos otros casos, la idea
de la necesidad de limitar el uso de combustibles fósiles en un
mundo con recursos finitos y con un cambio climático ya presente y
en rapidísimo avance, estaba presente en los textos del ecologismo
social mucho antes de que apareciera el decrecentismo.
Otro
tanto podría decirse de la inconveniencia de extraer, procesar y
trasegar las ingentes cantidades de muchos tipos de productos no
renovables en un mundo que cada vez hace más visibles sus límites
físicos, proceso que ya se había señalado repetidamente cuando las
corrientes decrecentistas
hicieron su aparición.
Tampoco es ninguna novedad teórica plantear la conveniencia de
reducir la jornada laboral, que en el decrecimiento aparece como
clave de bóveda para conseguir al tiempo producir menos y evitar el
drama del paro; la pista en este caso lleva hasta los orígenes del
movimiento obrero combativo, que no sólo lo enunció como programa,
sino que lo materializó como conquista en determinados momentos. La
propia crítica a la irracionalidad de pretender un crecimiento
ilimitado en un mundo de recursos y sumideros finitos, es una
constante en el ecologismo social desde sus orígenes.
Las
limitaciones teóricas del concepto
Parece,
por tanto, que el eje del debate se circunscribe a la conveniencia
política de emplear
el término decrecimiento, para los fines y usos que proponen quienes
defienden su utilidad. Pero antes de ello es necesario empezar
remarcando las limitaciones teórico conceptuales del término
decrecimiento, a la hora de articular sobre él un modelo alternativo
al actual sistema económico. En primer lugar porque, aunque se
presente como antítesis del crecimiento, se trata al igual que éste
de un concepto inscrito en el marco teórico de la ideología
económica del sistema.
El
término decrecimiento no es entendible desde el enfoque analítico
de la economía ecológica, que rechaza la pertinencia del actual
modelo de cuentas nacionales y, a partir de una metodología más
abierta e integral, plantea un nuevo sistema económico que
articulará el impulso de ciertas actividades, recursos y energías
con la reducción de otros. Sin que sea posible fijar parámetros
generales cuyo aumento o disminución garanticen la salud de la
economía (Naredo, 1987).
Además,
en el marco de la crisis global del sistema, cuando sectores
significativos de la población pueden poner en cuestión su lógica
económica interna, la tarea del ecologismo social es plantear la
necesidad de transformar radicalmente el metabolismo económico de la
sociedad, y explicar cómo puede hacerse utilizando el aparato
analítico y conceptual elaborado por la economía ecológica. Y este
es un trabajo que no nos vamos a ahorrar improvisando una explicación
estructurada en torno al decrecimiento, concepto deudor de la
ideología económica dominante y que parece más relacionado con
fantasmas del pasado (crecimiento cero, desmaterialización de la
economía,…) que con un nuevo modelo de sociedad sobre el que
construir ese otro mundo posible.
En
este terreno, por último, no podemos resistir la tentación de hacer
un breve apunte metodológico. Prácticamente desde sus orígenes, el
ecologismo tiene la inveterada costumbre de buscar conceptos
“definitivos” que, expresados en términos “inasumibles” por
el sistema, plantean la urgente necesidad de transformaciones
sociales profundas. Esta metodología ha demostrado sobradamente su
eficacia a la hora de desarrollar campañas concretas. Pero,
trasladada sin el debido cuidado al campo teórico, puede generar
secuelas reduccionistas no deseables que intentan abarcar toda una
escuela de pensamiento, el ecologismo social, en un único concepto.
Problema que se agrava cuando, como en este caso, se trata de un
concepto cuanto menos equívoco.
Mejores
formas de identificación
En
todo caso no deja de resultar sorprendente esa preferencia por un
término que resulta polémico, dejando de lado otras fórmulas de
identificación menos conflictivas y preexistentes (el propio término
ecologismo social, ecologismo radical, ecosocialismo o tantos otros),
lo que denota una actitud poco sensible a la necesidad de construir
terrenos comunes en el campo del ecologismo social. ¿De verdad se
cree que añadir un “potente término identificador”, aunque éste
fuera el más afortunado del mundo, puede implicar un cambio
importante en la situación y las tareas de la lucha ecologista?
Suponer que un nuevo enunciado político produce avances
significativos en la correlación de fuerzas de la sociedad, es una
afirmación idealista que prueba además una confianza desmedida en
la mercadotecnia.
En
distintas polémicas con amigas y amigos decrecentistas,
se ha objetado que el ecologismo tiene una larga tradición de empleo
de expresiones impactantes como “Nuclear,
no gracias”, “El
coche devora la ciudad”, “Mejor con menos” o
“Lo pequeño es
hermoso”, por citar
sólo algunas. No creemos que todos los enunciados anteriores sean
igual de eficaces ni utilizables en cualquier momento y lugar/1,
pero en todo caso se trata de consignas de campaña o de expresiones
para combatir alguna idea concreta, y más o menos válidas en un
contexto determinado. No se trata, por tanto, de plantear dudas sobre
su utilidad, como tampoco tenemos objeciones mayores al empleo del
término decrecimiento vinculado a ciertos contextos, como
decrecimiento del consumo de combustibles fósiles, de las emisiones
de dióxido de carbono o del trasiego de materiales y productos. Pero
los problemas aparecen al valorar su pertinencia cuando se trata de
definir a todo un movimiento sociopolítico con aspiraciones de
transformar el mundo, realizando un cambio revolucionario del modelo
de sociedad.
Más
sorprende por último ese empeño en el uso del término, cuando
alguno de sus más vehementes defensores reconocen que, para lo que
quieren decir, hay términos mejores. El propio Latouche afirma que
“con todo rigor,
convendría más hablar de acrecimiento, tal como hablamos de ateísmo
que de decrecimiento”.
Y
plantea inmediatamente después que se trata de abandonar “la
religión de la economía, del crecimiento, del progreso, del
desarrollo” (Latouche
2008, p. 16). Una expresión que para nosotros resume perfectamente
el impulso provocador de su autor… pero también la falta de
precisión que le acompaña en demasiados casos.
El
“otro” decrecimiento
Otro
asunto no menor es que el término decrecimiento existía previamente
a su uso por quienes se reclaman de él y tiene connotaciones
bastante desagradables, puesto que su significado en términos de la
economía oficial no es otro que el de la recesión. Además debería
preocupar que se trate de un término infrecuente, desconocido para
un amplio sector de la población cuyos intereses se intentan
defender y sobre todo que se usa de manera intermitente. Es decir, es
un término que casi desaparece de los medios de comunicación y de
las publicaciones de más amplia lectura en situaciones de bonanza
económica y que se emplea mucho más, asociado siempre a
estrecheces, problemas sociales, recortes de derechos, en situaciones
de crisis como las que ahora viven buena parte de los países
periféricos de Europa. Desde luego su carácter de provocación es
evidente pero su utilización obliga necesariamente, sobre todo al
dirigirse a sectores sociales amplios, a empezar explicando que el
decrecimiento del que se habla no es ese que bastante gente conoce y
que evoca tantos problemas. Si se tiene en cuenta la función
pedagógica de la política, no es muy aconsejable recurrir a la
estrategia de la provocación cuando va acompañada, en tantas
ocasiones, de una tarea añadida a menudo farragosa.
Por
citar un ejemplo que nos parece pertinente y de actualidad, no vemos
la manera en que el decrecimiento pueda enriquecer movimientos como
el del 15-M. Justo cuando uno de los motores de ese movimiento es el
profundo malestar de la ciudadanía por el desmantelamiento de
servicios públicos y el recorte de los derechos sociales,
difícilmente el empleo de un término como decrecimiento puede
ayudar a dinamizarlo ¿Qué sentido tiene, para un colectivo que
intente ampliar su influencia en este movimiento, tratar de reforzar
su perfil político definiéndose como decrecentista?
En un movimiento que tiene como rasgo distintivo que “su
programa es la acción que decide emprender”,
lo más razonable sería elegir entre los aspectos centrales de tu
discurso aquellos que reúnen la doble condición de ser a la vez
radicales y tener una repercusión garantizada. Piénsese que cuando
se escriben estas notas el movimiento ha celebrado ya acciones
masivas contra “el pacto del euro” o contra los desalojos,
aspectos ambos que sin duda reúnen la doble condición antes
expuesta.
El
riesgo de un idealismo apolítico
En
ocasiones las posiciones decrecentistas comparten con ciertas
corrientes del socialismo utópico y libertarias su escasa valoración
de los problemas de la política concreta. Ignoran o minusvaloran las
graves dificultades que presenta la transición hacia su modelo
social, las resistencias de los beneficiarios del modelo actual y los
riesgos de malograr avances concretos en la confrontación social. En
definitiva, prestan escasa atención a problemas decisivos para
lograr transformaciones sociales reales. Casi nunca hablan de
acumulación de fuerzas, de posibilidades de avanzar en tal o cuál
campo, de aspectos organizativos o de posibilidades de ganar a este o
a aquel sector social para un avance. Con frecuencia se limitan
simplemente a hacer autopropaganda del modelo propio, con la
esperanza de arrasar las resistencias de un poder que, en sus
esquemas, es a la vez omnipresente y sorprendentemente frágil. En su
planteamiento la acción política no es fundamentalmente un asunto
de programas, luchas, alianzas o prioridades. En la práctica parece
que les basta, incluso cuando descienden al terreno de las propuestas
concretas, con formular opciones genéricas sin detenerse a definir
por quién y cómo pueden ser puestas en marcha. Parece que así, al
margen de la escasez de medios propios, pueden provocar una
revolución cultural que alcance a amplios sectores sociales y que
venza las resistencias de los poderosos.
Tampoco
parecen conceder demasiada importancia a uno de los problemas
cruciales que enfrenta el ecologismo social cuando intenta actuar en
sociedades opulentas y que ya fue enunciado por Manuel Sacristán en
los años 70: el escaso poder de seducción de una revolución cuyo
programa político debe incluir, como aspecto central necesario, la
idea “de nada en
demasía”. Lo que
conlleva trasladar a amplios sectores de la ciudadanía la
constatación de que muchas preferencias, que ya han sido cubiertas
por el sistema en estos países para una franja mayoritaria de la
sociedad, no pueden sin embargo reclamarse como derechos porque no
son universalizables. Es decir, que la transformación social
necesaria implica para
toda la población renunciar
a ciertos privilegios, de los que obtienen los correspondientes
niveles de seguridad y bienestar y que el sistema ya ha conseguido
prácticamente universalizar en las sociedades ricas: viajes en
avión/2,
aire acondicionado, consumo de carne, y que son mayoritariamente
consideradas conquistas sociales irrenunciables. Para hablar con
precisión, no es que no pueda hacerse nada de esto en absoluto, pero
sin mentir debe decirse que hay que hacerlo en mucha menor escala que
en la actualidad y que, por tanto, debe haber un sistema para decidir
racional y democráticamente cuando puede hacerse y cuando no.
El
“Qué hacer” de Latouche
Hay
excepciones a este ignorar los problemas de la transición. Por
ejemplo Latouche afirma: “El
decrecimiento no puede concebirse sin salir del capitalismo”.
Sin
embargo, pocas líneas más adelante encontramos esta otra afirmación
que expresa exactamente la idea contraria: “La
eliminación de los capitalistas, la prohibición de la propiedad
privada de los bienes de producción, la abolición de las relaciones
salariales o de la moneda abocarían a la sociedad al caos y sólo
sería posible a costa de un terrorismo masivo. Y, por otro lado,
esto no bastaría para salir del imaginario capitalista” (Latouche
2008, p. 173).
Como
se ve, no resulta fácil entender desde qué punto de vista se
plantea el teórico del decrecentismo
la puesta en marcha de
su alternativa social. Además páginas adelante (Ibidem,
p. 238) se plantea: “¿Cómo
afrontar ‘políticamente’ la megamáquina?/3”
y aquí vuelven a
aparecer las sorpresas. Dice Latouche: “La
respuesta tradicional de una cierta extrema izquierda consiste en
hacer de una entidad, ‘el capitalismo’, el origen de todos los
problemas”.
De
ahí cita a Castoriadis y se pregunta “¿qué
fuerzas sociales representan una alternativa? ¿O es la propia idea
de una relación entre una alternativa y unas fuerzas sociales
precisas lo que es falso?”.
Se desmarca de la idea de que el proletariado tiene la misión
histórica de transformar la sociedad y concluye que: “toda
la población puede ser sensibilizada para esta exigencia- salvo tal
vez un 3 a un 5% de individuos inconvertibles”.
La
puesta en cuestión del proletariado como sujeto de la revolución,
en el sentido utilizado por los clásicos, es una idea desde hace
mucho tiempo planteada y discutida desde los movimientos sociales,
con una aportación significativa del feminismo. Pero no es ese el
problema, es más aunque se estuviera enteramente de acuerdo con lo
que aquí dice, Latouche sigue sin responder a la pregunta por él
mismo formulada: “¿Cómo
afrontar “políticamente la megamáquina?” Y
deseamos a todo el mundo en la lectura de las páginas posteriores
mayor fortuna o mejor vista que la nuestra a la hora de encontrar
alguna referencia a esta cuestión decisiva. Puede que se trate de
resolver agitando vehemente al viento la bandera del decrecimiento,
pero no nos atrevemos a asegurarlo.
Sí
se puede encontrar en esas mismas páginas algo muy indicativo de la
personalidad de Latouche. “El
problema es que la lucha de clases se acabó y que el capital salió
triunfador arramblando prácticamente con todo lo apostado”
(Ibidem,
p. 240) E inmediatamente después, tras un revelador epígrafe
titulado “Qué
hacer”, se encuentra
la siguiente perla: “En
el núcleo del programa se encuentra la internalización de las
deseconomías externas… Esta medida, en principio conforme a la
teoría económica ortodoxa, permitiría, si fuera aplicada hasta sus
últimas consecuencias, realizar casi todo el programa de una
sociedad de decrecimiento”. Queda
más que demostrada por tanto la voluntad de provocar de Latouche,
pero al precio de generar muy serias dudas sobre su coherencia.
La
unidad en la acción
Aunque
sea de forma tangencial, por las limitaciones de espacio disponible,
es necesario hacer referencia a la afirmación según la cual, para
muchos autores y autoras decrecentistas,
se pueden incluir en esta corriente la mayoría de las experiencias
políticas indigenistas sobre todo latinoamericanas.
Pueden
constatarse evidentes similitudes, que por cierto son también
extensibles al grueso del ecologismo social, sobre todo en lo que se
refiere a su crítica de la ignorancia de los límites naturales que
demuestra el sistema. También es fácil de entender la importancia
que tendría la confirmación de tal supuesto/4.
Pero hasta ahora no existe ningún dato real que permita afirmarlo
sin ambigüedades, no conocemos ningún líder indigenista de
relevancia cuyo discurso y acción puedan considerarse sin equívocos
decrecentista y
nos parece que las diferencias metodológicas y aún culturales entre
ambas posiciones por el momento sólo permiten constatar los
importantes aspectos comunes.
Para
concluir, consideramos necesario avanzar en la creación de un marco
que limite el alcance de la división de una corriente fundamental en
el futuro del ecologismo. Para ello lo decisivo es poner en valor la
experiencia del ecologismo social: centrarnos en la acción política
con los sectores sociales en conflicto más o menos profundo y
consciente con el sistema, buscar los mecanismos que posibiliten su
aceptación de un discurso alternativo elaborado a partir de la
experiencia práctica común, poner el énfasis en el impulso de la
acción política transformadora, mantener el esfuerzo unitario que
produzca la mezcla capaz de cambiar correlaciones de fuerzas sin
diluir las opciones estratégicas.
O
por decirlo con un ejemplo: lo importante son cosas como llegar a
tiempo para detener el cambio climático ya en marcha, y para ello lo
fundamental es dotarse de un programa suficientemente transformador y
reunir a su alrededor la fuerza social necesaria para el cambio.
En
este proceso tiene un papel significativo el debate sobre la
conveniencia de una definición decrecentista
del ecologismo social.
Contra esa idea polemizamos con vehemencia, en base a lo expresado en
este artículo y a la convicción de que el ecologismo social no
necesita de una “definición fuerte” que genera más problemas de
los que soluciona. Insistiendo siempre en los muchos aspectos que nos
unen y proponiéndonos buscar la síntesis en el discurso y en la
acción.
Bibliografía
citada:
Latouche,
S. (2008) La apuesta
por el decrecimiento.
Barcelona: Icaria.
Naredo
J.M. (1987) La economía
en evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas
del pensamiento económico. Madrid:
Siglo XXI.
Notas:
1/
Nadie dice “mi
sueldo es pequeño, luego mi sueldo es hermoso” o
es evidente que no se está “mejor
con menos” afectos,
por citar dos casos en los que estas expresiones prueban que
requieren un cierto contexto.
2/
Contamos una anécdota
de cuyo valor tenemos alguna duda, pero que nos parece muy
ilustrativa. En la misma manifestación contra el desalojo de una
casa ocupada tuvimos dos discusiones casi consecutivas. La primera se
inició cuando un veterano revolucionario se quejó de lo
excesivamente costosos que resultaban los aviones. Le intentamos
convencer de que esa afirmación era de derechas y que los aviones
eran siempre demasiado baratos (sin éxito. Lo atribuyó a nuestro
fanatismo ecologista). E inmediatamente después una compañera
decrecentista decía, con total sinceridad, no entender qué ventaja
le veía nadie a los aviones. Nosotros sí le vemos ventajas a los
aviones y al aire acondicionado en verano, pero creemos que existen
poderosas razones para limitar estrictamente su uso y que sólo desde
una inconsciencia culpable podemos proclamar nuestro “derecho” a
su uso.
3/
Las comillas
interiores y el término megamáquina es del autor.
4/
Con motivo del
referéndum constitucional de Bolivia tuvo lugar un acto en el
Círculo de Bellas Artes de Madrid. Tras una apasionada y nada
crítica exposición del proceso boliviano, una liberada de una ONG
española partidaria del decrecimiento, indicó que dicho proceso era
la experiencia más acabada de decrecimiento. Intervino después el
representante de la embajada boliviana, que no cesó de hablar de los
logros del gobierno de Evo Morales en mejorar la producción, con
continuas referencias estadísticas sobre el aumento en la extracción
de hidrocarburos, de litio,… No es sólo que en la experiencia
boliviana haya muchas sensibilidades distintas, lo que es obvio, sino
también que entre la cultura de respeto a la Pacha Mama y la teoría
del decrecimiento sigue habiendo una notable distancia.
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