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Pequeño tratado del decrecimiento sereno


Hoy más que nunca, el desarrollo sacrifica tanto a la población como su bienestar concreto y local sobre el altar de una buena tenencia abastracta, desterritoralizada. Claro está, este sacrificio en honor de un pueblo mítico y desencarnado se hace en provecho de los 'empresarios del desarrollo' (las firmas multinacionales, los dirigentes políticos, los tecnócratas y las mafias).

El crecimiento hoy en día es un asunto rentable a condición de que el peso y el precio recaigan en la naturaleza, en las generaciones futuras, en la salud de los consumidores, en las condiciones de trabajo de los asalariados y, más aún, en los países del Sur. Por eso es necesario una ruptura.

Todos los regímenes modernos han sido productivistas: repúblicas, dictaduras, sistemas totalitarios, hayan sido los gobiernos de derecha o de izquierda, liberarles, socialistas, populistas, socioliberales, socialdemócratas, centralistas, radicales, comunistas. Todos han hecho del crecimiento económico la piedra angular de su incuestionable sistema.

El cambio indispensable de rumbo no depende de quienes con una simple votación podrían resolver la cuestión llevando al poder a un nuevo gobierno o votando a favor de otra mayoría. Lo que se necesita es mucho más radical: una revolución cultural, ni más ni menos, que deberá desembocar en una refundación de lo político.

El proyecto del decrecimiento es, entonces, una utopía, es decir, un generador de esperanzas y de sueños. Sin embargo, lejos de refugiarse en lo irreal, trata de explotar las posibilidades objetivas de su puesta en práctica. De ahí el calificativo de 'utopía concreta'. Si no partimos de la hipótesis de que es posible otro mundo, no habrá política, sólo habrá gestión administrativa de indiviudos y de las cosas. El decrecimiento es, pues, un proyecto político.

Extraído de 'Pequeño tratado del decrecimiento sereno'. Serge Latouche. Icaria. 2009.

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