Pierre Clastres
En
el siglo XVI, decían los primeros cronistas, a propósito de los
indios brasileños, que eran gente sin fe, sin rey, sin ley.
Ciertamente, esas tribus ignoraban la dura ley de división, la que
en una sociedad dividida impone el poder de algunos sobre todo el
resto. Esa ley, ley de rey, ley del Estado, es ignorada por los
mandan, los guaycurús, los guayakís y los abipones. La ley que
ellos aprenden a conocer en el dolor es la ley de la sociedad
primitiva que le dice a cada uno: Tu
no vales menos que otro, tu no vales más que otro.
La
ley inscrita en el cuerpo, señala el rechazo de la sociedad
primitiva a correr el riesgo de la división, el riesgo de un poder
separado de ella misma, de
un poder que se le escaparía. La
ley primitiva, cruelmente enseñada, es una prohibición de la
desigualdad, de la que cada uno guardará memoria.
Siendo
la misma substancia del grupo, la ley primitiva se hace substancia
del individuo, voluntad personal de cumplir la ley. Escuchemos una
vez más a George Catlin:
"Aquel
día parecía que una de las rondas no terminaría jamás. Por más
que se arrastraba indefinidamente a un desgraciado que llevaba un
cráneo de alce enganchado en una pierna, ni la carga caía ni se
rompía la carne. Era tal el peligro que corría el pobre muchacho
que se levantaron clamores de piedad en la muchedumbre. Pero la ronda
continuaba, hasta que el maestro de ceremonias en persona dio orden
de detenerse.
Aquel
joven era particularmente hermoso. Recuperó pronto su sentido y no
sé cómo le volvieron las fuerzas. Examinó calmadamente su pierna
sangrante y desgarrada y
la carga enganchada
todavía en su carne y luego, con una sonrisa de desafío, se
arrastró gateando a través de la muchedumbre que se abría delante
de él hasta el Prado (en ningún caso los iniciados tienen derecho a
caminar mientras sus miembros no hayan sido liberados de todas sus
púas). Logró hacer más
de un
kilómetro, hasta
un lugar alejado donde permaneció solo tres días y tres noches, sin
ayuda ni alimento, implorando al Gran Espíritu. Al término de ese
lapso, la supuración lo liberó de la púa, y se volvió al pueblo,
caminando con las manos y las rodillas, ya que estaba en tal estado
de agotamiento que no podía levantarse. Se le curó, se le alimentó
y pronto se restableció."
¿Qué
fuerza impulsaba al joven mandan? Desde luego no la de un afán
masoquista, sino el deseo de fidelidad a la ley, la voluntad de ser,
ni más ni menos, igual a los demás iniciados.
Decíamos
que toda ley es escrita. He aquí como se reconstruye, de cierto
modo, la triple alianza ya reconocida: cuerpo, escritura, ley. Las
cicatrices dibujadas en el cuerpo es el texto inscrito de la ley
primitiva, es en este sentido una escritura
en el cuerpo. Las
sociedades primitivas son, dicen con fuerza los autores del
Anti-Edipo, sociedades
de la marca. Y
en esta medida las sociedades primitivas son, efectivamente,
sociedades sin escritura, pero en el sentido en que la escritura
indica primeramente la ley de división, lejana, despótica, la ley
del estado que escriben sobre el cuerpo los codetenidos de
Martchenko. Y es precisamente —nunca se insistirá suficientemente
en ello— para conjurar esa ley, ley fundadora y garante de la
desigualdad, es contra la ley de Estado que se plantea la ley
primitiva. Las sociedades arcaicas, sociedades de la marca, son
sociedades sin Estado, sociedades
contra el Estado. La
marca en el cuerpo, igual en todos los cuerpos, enuncia: No
tendrás el deseo del poder, no tendrás el deseo de sumisión.
Y
esta ley de la no división no puede hallar para inscribirse sino un
espacio sin división: el cuerpo mismo. Profundidad admirable de los
salvajes, que de antemano sabían todo eso, y cuidaban, al precio de
una terrible crueldad, de evitar el advenimiento de una crueldad aún
más aterradora: la ley
escrita en el cuerpo es un recuerdo inolvidable.
Extraído de: "La
sociedad contra el Estado". Pierre Clastres
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