Lewis Mumford
En
cuanto la mente humana comenzó a trascender sus limitaciones
animales, la afinidad mental se convirtió en condición
indispensable para la ayuda mutua. Los rituales promovieron una
solidaridad social que de otro modo podría haberse perdido a través
del desarrollo desigual de los talentos humanos y el establecimiento
prematuro de diferencias individuales. En este caso el acto ritual
afianzó la común respuesta emocional que predisponía al hombre a
la cooperación consciente y la ideación sistemática.
Al
establecer esa común experiencia compartida, se separó la expresión
de significados en formas simbólicas de las actividades cotidianas
de identificar plantas comestibles o animales hostiles. Una vez
trasladado a la pantomima y a la danza, algunos de esos significados
se transmitían a los espontáneos gritos que acompañaban a la
acción común, que a su vez se harían más definidos y deliberados
por medio de la repetición.
Fijándonos
en las expresiones contemporáneas de pueblos muy elementales,
podemos imaginarnos a aquellos grupos aborígenes reuniéndose frente
a frente, repitiendo los mismos gestos, replicando con las mismas
expresiones faciales, moviéndose con idéntico compás y empleando
análogos sonidos espontáneos para la alegría, la tristeza o el
éxtasis, coincidiendo así recíprocamente los miembros de cada
grupo. Tal puede haber sido una de las sendas más provechosas para
conducir al hombre a los dominios del lenguaje... mucho antes de que
las exigencias de la dura tarea de cazar convirtiesen el lenguaje en
ayuda para el indispensable ataque cooperativo.
Sin
duda, el desarrollo del ritual ocupó incontables años antes de que
apareciera en la conciencia, aun oscuramente, algo que pudiera
considerarse como un significado definido, asociado y abstracto. Pero
lo que resulta asombroso y da color a la noción de que el ritual es
anterior a todas las otras formas de cultura, es algo que subrayó el
distinguido lingüista Edward Sapir en relación con los aborígenes
australianos; por muy desprovista que una cultura esté de vestidos,
viviendas o herramientas, siempre dará prueba de un ceremonialismo
altamente desarrollado. No es conjetura dudosa, sino inferencia muy
probable, suponer que los primeros hombres se elevaron mentalmente
mucho más mediante las actividades sociales del ritual y del
lenguaje que a través del mero manejo de las herramientas, y que ese
hacer y usar herramientas se mantuvo durante siglos en situación
estacionaria, si se lo compara con las expresiones ceremoniales y la
creación del lenguaje. Al comienzo, las más importantes
herramientas del hombre fueron las que extrajo de su propio cuerpo:
imágenes, movimientos y sonidos formalizados; y su esfuerzo por
compartir estos bienes promovió la solidaridad social.
Sobre
este asunto, las recientes y perspicaces observaciones de Lili Peller
acerca del juego de los niños nos ofrecen un enfoque especial de la
función del ritual en la vida de los hombres primitivos. Dicha
autora nos dice que esa repetición escueta e insistente, que sería
extremadamente tediosa para cualquier adulto, les resulta totalmente
deliciosa a los niños, como han comprobado muchos aburridos padres
al verse obligados a repetir el mismo juego o el mismo cuento, sin
desviación alguna, decenas de veces.
«Los
juegos primitivos —señala la señorita Peller— son reiterativos,
porque eso proporciona placer de gran intensidad.» ¿No participaría
también el hombre primitivo de este placer infantil, tan elemental,
y sacaría de ello el mayor provecho? Tanto la espontaneidad más
salvaje como la repetición más monótona les resultan igualmente
placenteras a los muy jóvenes, y por estar tan profundamente
arraigada y tan premiada en cada sujeto esa capacidad innata para las
formas que pueden ser repetidas y fijadas,
parece
probable que fuera ella quien proporcionó las bases para el total
desarrollo del hombre.
(..)
De
lo que acabamos de exponer se sigue que, aunque la disciplina del
ritual ejerció una función importantísima e incluso indispensable
en el desenvolvimiento de la humanidad, quedan pocas, dudas de que
solo triunfó a costa de una gran mengua de la creatividad. La
prevalencia del ritual y de todas las manifestaciones institucionales
de él derivadas, explica tanto los actos de la evolución temprana
humana como su extrema lentitud: al alargarse tanto las palancas,
resultaron más poderosas que la máquina que controlaban.
Dondequiera
que encontramos al hombre arcaico vemos una criatura sujeta a leyes,
incapaz de hacer lo que le plazca, donde le plazca y como le plazca;
muy al contrario, descubrimos que en cada momento de su vida debe
moverse con cautela y circunspección, guiándose por las costumbres
de su especie, reverenciando a los poderes sobrehumanos, dioses
creadores de todos los seres, a los fantasmas y demonios, siempre
asociados con sus inolvidables antepasados, o a los animales,
plantas, insectos o piedras, seres todos consagrados y personificados
en su tótem. Apenas podemos olvidar —aunque también esto sea una
inferencia— que los hombres primitivos marcaban cada fase de su
desarrollo con los correspondientes ritos de iniciación, ceremonias
universales que los civilizados abandonaron tardíamente solo para
cambiarlas por precipitados sucedáneos de papel acerca de «el
cuidado y la alimentación de los niños», o «los problemas
sexuales de los adolescentes».
Mediante
inhibiciones y severas abstinencias, no menos que por actos de
sumisión llenos de fe, los hombres primitivos intentaron referir sus
actividades a las potencias invisibles que los rodeaban, procurando
apropiarse algo de su poder y adelantándose a su malignidad e
hipocresía, hasta obtener, a veces por conjuros mágicos, su ansiada
cooperación.
Extraído de: 'El
mito de la máquina'. Lewis Mumford
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