Santiago Alba Rico
En
el mes de julio de 2008 se celebró en Coney Island el campeonato del
mundo de devoradores de hot-dogs.
El joven
estadounidense Joey Chestnut batió en la final al japonés Takeru
Kobayashi y superó todas las anteriores marcas mundiales al engullir
66 perritos calientes en 12 minutos ante el delirio de los más de
50.000 espectadores que presenciaron en directo la hazaña. Como
premio, el campeón recibió un bono de 250 dólares en compras de un
centro comercial y un año entero de hot-dogs
gratis en la cadena
Nathan's.
En
este instante, mientras redacto estas líneas, se celebra el
campeonato mundial de perdedores de peso. Cada
segundo cinco personas
disputan la final —un haitiano, un somalí, un ruandés, un
congoleño, un afgano— y los cinco obtienen la victoria. El premio
es la muerte. El apetito de Joey Chestnut no es nada comparado con el
que ha devorado -digamos- a René, Sohad, Randia, Sevére y Samia:
cada 12 minutos la pobreza mata de hambre a 3.600 hombres, mujeres y
niños en todo el mundo. O lo que es lo mismo: cada 5 hot-dogs
en Honey Island 300
seres humanos mueren de inanición en África.
En
1876, el virrey de la India, lord Lytton, organizó en Delhi el
banquete más caro y suntuoso de la historia para festejar el
entronizamiento de la reina Victoria como Emperatriz colonial.
Durante una semana 68.000 invitados no dejaron de comer y de beber;
durante esa semana, según cálculos de un periodista de la época,
murieron de hambre 100.000 súbditos indios en el marco de una
hambruna sin precedentes que se cobró al menos 30 millones de vidas
y que fue inducida y agravada por el "libre comercio"
impuesto desde Inglaterra. Mientras los colonialistas ingleses comían
perdices y corderos, los supervivientes indios se comían a sus
propios hijos. El hambre, lo sabemos, disuelve todos los lazos
sociales e impone el canibalismo. Hace falta tener mucha
hambre para comerse
con lágrimas en los ojos el cadáver de un vecino, pero hace falta
tener muchísima más
hambre para devorar
alborozadamente 66 perritos calientes en 12 minutos.
Confesaré
que cada vez que pienso en hambrunas no me viene a la cabeza el
vientre abultado de René ni la teta escurrida de Samia sino la
voracidad aplaudida de Joey Chestnut, como símbolo publicitario de
una economía que no puede permitirse siquiera calmar el apetito de
los saciados. Chestnut no es un caníbal, no, pero en cierto sentido
se alimenta del adelgazamiento de los etíopes, los tailandeses y los
egipcios: la tercera parte de la cosecha mundial de cereales sirve
para engordar los animales que nos comemos los occidentales (1 kilo
de carne por persona y día los estadounidenses, más de Vi
kilo los europeos) y
bastaría reducir un 10% la producción de pienso para dar de comer a
la tercera parte de los 1.000 millones de personas que, según la
FAO, pasan hambre en el mundo. Exagerar es medir lo inconmensurable,
hacer aprehensible lo irrepresentable. Exageremos: Chestnut es un
caníbal. Delante de las 50.000 personas que lo aplaudían, se comió
a René, Sohad, Randia, Sevére y Samia y a otros 3.595 hombres,
mujeres y niños. Ni siquiera Bokassa demostró jamás tanto apetito.
A
Chestnut se le puede pedir que coma menos e incluso que se enfrente a
su gobierno, pero en realidad es sólo otra víctima del hambre. Está
el hambre de los que no tienen nada y el hambre de los que nunca
tienen suficiente; el hambre de los que quieren algo y el hambre de
los que quieren siempre más: más carne, más petróleo, más
automóviles, más teléfonos móviles, más imágenes, más juguetes
y - t a m b i é n – una moralidad superior. La relación entre
ambas insatisfacciones es un sistema global. Queríamos un hombre
libre y tenemos un hambre libre.
Confieso
que cada vez que pienso en el hambre no me viene a la cabeza el
esqueleto de Sohad ni los inmensos ojos febriles de Sevére sino el
ejército de los EEUU en Iraq y la alegría depredadora del
Carrefour.
Exagerar
es empequeñecer lo ilimitado, reducir lo descomunal a escala humana.
Exageremos: el canibalismo es, no ya obligatorio, sino elegante. Unos
pocos millones de mentes privilegiadas (desde gobiernos y
multinacionales) dedican todo su esfuerzo a encontrar la manera de
que a todo el mundo, en todas partes, le falte algo; de que los niños
de Haití y Sierra Leona pasen hambre y se desesperen por ello y de
que los consumidores occidentales, después de devorar bosques, ríos,
minerales y animales (con sus imágenes), se queden con hambre y se
alegren de ello. El capitalismo quita a los países pobres sus
recursos y al mismo tiempo las fuerzas para resistir; el capitalismo
nos da mercancías a los occidentales y al mismo tiempo el hambre
necesario para engullirlas sin parar; y el hambre se convierte así,
de un lado y de otro, en la desgracia objetiva de África, Asia y
Latinoamérica y en la felicidad subjetiva de una humanidad cultural
y materialmente insostenible y condenada a la destrucción.
La
hambruna disuelve, sí, todos los lazos sociales e impone el
canibalismo. La pobreza relativa aviva el ingenio, inventa soluciones
colectivas, improvisa solidaridades y crea redes sociales de
resistencia. Pero por debajo de cierto umbral, cuando el hambre
amenaza la supervivencia, las tramas se deshacen y sólo quedan
impulsos atómicos, solitarios, animales: individuos puros
enfrentados entre sí. Sólo en este sentido -biológico y casi
zoológico— puede decirse que nuestras sociedades occidentales son
"individualistas". Alguna vez he expresado la regla de la
satisfacción antropológica con la siguiente fórmula: "Poco es
bastante, mucho es ya insuficiente". Por debajo de "poco"
hay hambre y son imposibles la conciencia, la resistencia y la
solidaridad; por encima de "bastante" hay más
hambre y son
imposibles también la conciencia, la resistencia y la solidaridad.
"Demasiado" siempre quiere "más". Hemos superado
ya ese punto a partir del cual lo único que tenemos —ni coches ni
carne ni casas ni imágenes— es hambre; y nuestra voracidad, como
la de Joey Chestnut, se está comiendo, mientras redacto estas
líneas, no sólo a Samia y Sohad y Sevére, tan borrosos y lejanos,
sino a los propios hijos.
Extraído del libro "El naufragio del hombre". Santiago Alba Rico
0 comentarios:
Publicar un comentario