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15M y decrecimiento

Xabier Borràs - RADI.MS
El nacimiento del 15M despertó conciencias, ciertamente. Mucha gente adormecida por el propio sistema —en el cual se había dejado atrapar—, adocenada por la sociedad de consumo, por el supuesto «estado del bienestar», reaccionó furibundamente cuando la llamada «crisis» les afectó el bolsillo, el modus vivendi, la comodidad de la no intervención, de la partitocracia, de la alienación en suma. Evidentemente, el 15M también ha sido una expresión más clara del final del transfranquisme y de sus consensos sociales, políticos y territoriales.
No analizaremos ahora ni el extraño surgimiento ni el desarrollo del 15M en estos tres años. Otras voces, mucho más autorizadas, lo han hecho, con acierto y desacierto, y una simple búsqueda en los buscadores de Internet puede dar fe de ello. Sin embargo, sí que nos interesa ver si el 15M es un movimiento «revolucionario», tal como se ha propagado a bombo y platillo, o un simple ataque de reformismo para los nuevos tiempos que preconiza el neocapitalismo y que ya han comenzado a dar resultados, como la irrupción de varias formaciones políticas en el hemiciclo europeo el pasado 25 de mayo (por ejemplo: Podemos y otras formaciones surgidas a la sombra del 15M) con programas casi calcados de la literatura «indignada».
Indignarse y comprometerse está muy bien siempre y cuando se tenga cordura (conocimiento) y no solamente el simple e incluso lógico arrebato que pueden provocar las consecuencias humanas y sociales de, por ejemplo, los recortes que imponen el capital y el estado. Pasar de criticarlo todo desde el sofá de casa o desde el bar a hacerlo en la plaza, aprender qué es verdaderamente una asamblea, pensar, en definitiva, en el presente arrollador y en el futuro incierto más allá del propio ombligo, son hechos que no se pueden despreciar. Aunque, claro, hacer todo esto para acabar con reclamaciones hacia el estado y el capital desde la misma óptica del estado y del capital no parece lo más adecuado para llegar a otro mundo posible
De hecho, el llamado Estado de bienestar ¿qué es?: ¿una conquista de las clases populares u otra faceta del sistema de dominación que ofrece a la población algunos servicios sociales necesarios? Será por eso que se sigue pidiendo, incansablemente, que el Estado proporcione derechos y servicios, pero, por el contrario, parece que estemos incapacitados para hacernos responsables de nuestra vida y de cómo podemos alcanzar la libertad.
Actualmente, tres años después de aquel desvelarse, en que en muchos lugares el objetivo se centraba en el marco de asambleas que se quería que fueran soberanas y de diversas iniciativas para modelar nuevas instituciones y nuevos valores de carácter popular y autogestionado, las movilizaciones se han convertido estériles y continuadas —reivindicativas, claro, pero de pura resistencia cotidiana—, y se ha abandonado cualquier otra perspectiva que no sea el inmediatismo y el hiperactvisme, bases de la ideología sistémica de la propia sociedad de consumo, que es uno de los «enemigos» a abatir. El 15M no supo o, más bien, no quiso romper con las instituciones del sistema y mucho menos construir otras nuevas, lo que conduce a una especie de callejón sin salida en el que lo único que se consigue es perpetuar el propio sistema. Evidentemente, todo ello no es ni revolucionario ni transformador y hace pensar, en definitiva, si no se trataba precisamente de eso.
 
La apuesta del decrecimiento
Hay un aspecto clave, en relación al 15M: el hecho de que la protesta surge, como decíamos al principio, en el momento que las clases medias descubrieron de pronto que ya no tenían dinero para pagar el consumo brutal con el que estaban anestesiadas. La mayoría de la gente vivía con la creencia —y la inconsciencia— que era posible el absurdo de un crecimiento infinito en un mundo de recursos limitados. El verdadero problema en nuestras sociedades, pues, es que el decrecimiento por fuerza, y que ahora se identifica como un «crecimiento negativo», se gestiona de forma autoritaria, aunque se pase por el falso filtro de la austeridad mal entendida.
La reducción de salarios y de pensiones, la negación de derechos sociales, el paro creciente, las jornadas laborales interminables…, se aceptan mayoritariamente sin violencias gracias a los mecanismos de psicología social y los eficaces descubrimientos neurocientíficos. De hecho, el mercado somos todos y gobernar es dar miedo, crear frustración política —haciéndonos creer que no hay alternativas posibles— y desanimar a la gente, sobre todo a través de los medios de comunicación de masas, para que pierda poco a la poco la capacidad de resiliencia. Sólo hay que ver cómo se han incrementado las medidas restrictivas a nivel socioeconómico y de disminución de derechos y de libertades, acompañadas del control y de la represión propias de gobiernos paranoicos.
Es en este contexto que las tesis reformistas del 15M entran en crisis, porque sólo hay dos alternativas, tal como ha resumido el filósofo Ramon Alcoberro (http://www.alcoberro.info/planes/decreixement06.htm): o se tiende a un decrecimiento voluntario y convivencial, consensuado socialmente y explicitado, o nos dejamos llevar por el «crecimiento negativo» gestionado por gobiernos cada vez más represivos y con la policía del pensamiento instalada en la televisión, los periódicos y en Internet. «Los gobiernos mienten cuando dicen que el capitalismo actual puede crecer o que se puede implementar una ˝economía de crecimiento sostenible˝ sin reducir libertades, derrumbar salarios y destruir el medio natural. Por ello han sido cada vez más autoritarios y manipuladores. Afortunadamente, los pueblos siempre son más creativos y en momentos de crisis nacen también herramientas para superarlo. O eso queremos creer. La filosofía, entendida como sabiduría vital más que como herramienta de análisis de los discursos, tendrá un papel importante si tenemos que salir de la crisis de civilización provocada por el hiperconsumo», escribe acertadamente Alcoberro.
 
¿Qué clase de «bienestar», pues, es éste que produce malestar emocional y pobreza?
Las terribles e insospechadas consecuencias globales del hiperconsumo (calentamiento global, manipulación genética, etc.), dramáticamente aumentadas desde la catástrofe nuclear de Fukushima, revelan el verdadero peligro de acomodarse a las exigencias de los estados y del capital. «Una sociedad pensada desde el y para el crecimiento, pero que no es capaz de ofrecer crecimiento se niega a sí misma —y de ahí buena parte del desconcierto social y político que se ha producido en el pensamiento político progresista desde principios de siglo», apunta Ramon Alcoberro.
El decrecimiento, que pretende romper el lenguaje engañoso de los drogadictos del productivismo —con que deja de ser simétrico al crecimiento— «no será posible sin la limitación necesaria de nuestro consumo y de la producción, el paro de la explotación de la naturaleza y de la explotación del trabajo por el capital», dice Serge Latouche, uno de los más brillantes teóricos de este concepto. Evidentemente, no quiere decir que tengamos que «retornar» a una vida de privación y de trabajo, sino todo lo contrario: desde la renuncia al falso confort material, debería ser una liberación de la creatividad, una renovación de la convivencialidad y la posibilidad de llevar una vida digna, aspectos sobre los que el 15M no sabe/no contesta.
La utopía local, autónoma, autogestionada, independiente, cooperativa…, da la posibilidad de empezar a cambiar la sociedad desde abajo, la única estrategia democrática que nos puede llevar a otro mundo posible. Por el contrario, ni los métodos estatistas, que nos proponen cambiar la sociedad desde arriba al amparo del poder del Estado, ni los acercamientos de la “sociedad civil”, como el 15M y otros, no apuntan en absoluto a cambiar el sistema, sino al contrario: se empeñan en perpetuarse hasta el asco. Pero las alternativas están ahí: complejas y necesitadas de profundos cambios en nuestras conciencias, verdaderamente liberadoras para un escenario de democracia ecológica.


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