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Ética y decrecimiento

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Víctor Bermúdez - El periódico Extremadura

Dicen que los inocentes (los niños, los nativos de culturas ancestrales, los sencillos hombres del campo) son buenos hasta que los pervertimos, colonizamos y corrompemos los malvados civilizados. Ya lo cuenta el Génesis: el ser humano es bueno hasta que, queriendo saber más de la cuenta (probando el fruto del árbol del conocimiento), rompe el equilibrio ecológico del paraíso y hace aparecer el mal en el mundo. Por eso, la bondad les parece a muchos un asunto del corazón, y no del entendimiento. Y algo de (o mucho, o casi nada más que) eso hay en la defensa de algunas propuestas políticas. Como la del decrecimiento.

El decrecimiento es un movimiento político que cuestiona el objetivo de la economía clásica (el crecimiento económico ilimitado, al que culpa de los problemas ecológicos y las desigualdades sociales) y que aboga por la disminución paulatina de la producción y el consumo, afirmando que la gente puede vivir mejor con menos, en la línea de una “economía budista”, que decía Schumacher. Los partidarios del decrecimiento proponen un modelo económico en que la autosuficiencia, el consumo de productos locales y duraderos, y, en general, la adopción de un modo de vida más austero, son principios fundamentales.

El decrecimiento parece una doctrina encomiable y necesaria, y de la que quizás urja convencer a mucha gente en un futuro próximo. ¿Pero cómo? Es obvio que para eso necesitamos argumentos filosóficos, de naturaleza moral, política y hasta metafísica. Digo filosóficos, y no científicos, porque no existen criterios científicos para legitimar teorías políticas (si así fuera dejaríamos a los científicos hacer las leyes y formar gobiernos).

Buscando esos argumentos asistí hace unos días a unas conferencias en pro del decrecimiento organizadas aquí en Mérida. El resultado fue un tanto decepcionante. La primera de las ponentes (pese a ser filósofa de formación) no ofreció casi ningún razonamiento ético. Daba por sentado el presunto derecho de la naturaleza a no ser esquilmada, y el no menos presunto derecho de las próximas generaciones a vivir en un planeta viable. La bondad de tales cosas se suponía evidente. O se confiaba a criterios emotivos. ¿Cómo no vamos a sentirnos responsables de la suerte de nuestros descendientes? Tanta alergia debían de darle los argumentos éticos que la ponente se empeño en comparar el advenimiento del decrecimiento con el de un nuevo paradigma científico, como si el “progreso moral” dependiera de datos y anomalías empíricas, tal como el de la ciencia. O emociones o datos, parecía decir. La cosa, por lo que se ve, era no pensar.

Otro de los ponentes, Antonio Turiel, un prestigioso científico del CSIC, tras describir de forma magnífica los probables efectos del consumo desaforado de los recursos energéticos, también fundaba en emociones (en el miedo al colapso energético y económico) su apuesta moral por el decrecimiento. Tras su conferencia busqué y leí una novela divulgativa que tiene escrita sobre el tema. Su protagonista es un científico que salva al mundo gracias a su buen corazón, racionando a la gente la energía que solo él sabe producir mientras la educa en la contención y la responsabilidad.

Lo que ni Turiel ni ningún decrecionista justificaba allí es por qué debemos ser contenidos y responsables, ni por qué hay que conservar nada, o por qué han de importarnos un pimiento las futuras generaciones. Emociones y datos acaso sean condiciones necesarias para responder estas preguntas, pero no son suficientes. El decrecimiento como elección (no como imposición) política no debería depender de gráficos apocalípticos (por muy certeros que sean), ni de una infundada empatia universal. Los buenos no lo son por estar bien informados, ni por tener buen corazón, sino por conocer con certeza lo que somos y nos conviene. Y en conocer, o creer conocer eso, se fundan los argumentos morales. Tal vez sea un alarde de optimismo antropológico, pero creo que si algo tiene que crecer para que decrezca la fiebre productiva y consumista, y la estupidez moral que la provoca, es el nivel racional de la reflexión acerca de lo que es realmente bueno y justo para todos.

Víctor Bermúdez es profesor de filosofía

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