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La explosión de las necesidades en el marco del sistema socioeconómico

Joaquim Sempere

Durante el siglo XIX, con antecedentes que se remontan a la revolución científica europea iniciada en el siglo XVI, emerge en Europa y América del Norte un sistema socioeconómico intrínsecamente expansivo: el capitalismo industrial. A lo largo del siglo XX y XXI éste se extenderá por el resto del mundo. ¿Cuál es el origen de esta expansividad?

Se pueden invocar varias explicaciones. En primer lugar, para Marx, con la acumulación de capitales monetarios debido a la expansión ultramarina europea y a la afluencia masiva de metales preciosos, empieza a generalizarse el ciclo mercantil D-M-D’ debido a que los detentadores de grandes fortunas buscan ocasiones para acrecentar estas fortunas. Frente al intercambio de valores de uso (M-D-M’), el ciclo D-M-D’ sólo tiene sentido si la cantidad final de dinero es mayor que la inicial, de modo que impone una dinámica expansiva del valor de cambio. En segundo lugar, para Weber, la raíz de esta tendencia es religiosa: la compulsión puritana al trabajo como medio para glorificar a Dios y lograr la certeza de estar entre los elegidos. Esta compulsión, que se complementa con la austeridad y el ahorro, y por tanto la reinversión en lugar del consumo ostentoso, implica una nueva concepción del tiempo (todo minuto restado a la glorificación del Señor es censurable) y está vinculada a la idea de que el ser humano continúa con su trabajo la obra creadora de Dios, en lo que se ha llamado “el octavo día de la creación”. En tercer lugar, la antropología dominante en el liberalismo supone que el ser humano aspira siempre a más, que su tendencia es a la maximización de sus utilidades. Esta antropología hunde sus raíces en el individualismo posesivo alumbrado por la modernidad.

La historia muestra que la tendencia maximizadora del producto supuesta por el liberalismo no es universal, y por ende no se puede considerar una tendencia inherente al ser humano. Los seres humanos prefieren a veces sacrificar la producción al ocio. O prefieren preservar la cohesión comunitaria aun a costa de renunciar a aumentar la producción de bienes. Es cierto que la ambición ilimitada ha existido desde hace miles de años, en circunstancias históricas y geográficas muy diversas, como ilustran las pirámides de los faraones egipcios de hace 4 o 5 mil años, por poner un ejemplo. Pero la observación histórico-antropológica indica más bien la coexistencia en el alma humana de tendencias diversas que afloran y se desarrollan en función de circunstancias distintas. Una elaboración interesante de esta idea es la del antropólogo norteamericano Alan Fiske (1991), que distingue cuatro modalidades típicas de conducta: community sharing, equality matching, authority ranking y market pricing, o sea comunidad, igualdad, jerarquía y mercado. Sus estudios empíricos revelan que los cuatro modos de conducta social están potencialmente presentes en los seres humanos de cualquier sociedad, pero en cada sociedad (y en cada época) una o varias de las cuatro adquieren preponderancia.

Esto no significa que las demás desaparezcan, de hecho se pueden detectar manifestaciones de las mismas en una misma sociedad. Así, en una sociedad capitalista actual predomina el mercado en muchas actividades, pero en las relaciones con los amigos hallamos conductas igualitarias, en la actividad empresarial o familiar respetamos las jerarquías y en las labores domésticas que hacemos para servirnos los unos a los otros actuamos según principios comunitarios.

Un enfoque modular como el de Fiske –que también han desarrollado otros autores, con categorías parecidas, como el economista español David Anisi— permite una comprensión más matizada y completa de las conductas humanas que otros enfoques más monistas y, en particular, tiene una clara intención crítica contra la antropología individualista y utilitarista liberal. Pero me refiero aquí a esta cuestión sin intención de entrar a fondo en el tema, sino sólo de dejar constancia de argumentos apreciables que ponen en jaque la visión liberal individualista del problema. En todo caso, y sea cuál sea la explicación antropológica que pueda invocarse, admitiremos como dato factual que la tendencia maximizadora es poderosa en el capitalismo industrial y se ha convertido en la tendencia dominante en las conductas económicas.

Expansión económica y desarrollos científicos

Esta tendencia expansiva de la economía moderna, sean cuales sean sus raíces, coincidió en el siglo XIX con desarrollos científico-técnicos que pusieron a punto técnicas muy potentes de dominación de las fuerzas naturales y que se combinaron con una filosofía del poder, del poder humano sobre la naturaleza, cuyos profetas iniciales más reconocidos han sido Francis Bacon y René Descartes. Pero su plasmación sociotécnica tal como la conocemos no habría sido posible sin el aprovechamiento masivo de fuentes de energía fácilmente disponibles.

El descubrimiento de la energía fósil del carbón, y luego del petróleo y el gas, junto con la invención de técnicas para aprovecharlas, fue el desencadenante de la revolución energética que es la base de la revolución industrial, o termoindustrial, según la expresión del suizo Jacques Grinewald. Estas fuentes de energía se podían obtener a un coste muy bajo en trabajo y en dinero, de modo que permitieron una inyección desmesurada de energía en el sistema productivo. Los efectos de esa inyección han sido varios:
– Obtener minerales del subsuelo, incluso a grandes profundidades, y someterlos a considerables transformaciones físico-químicas, introduciendo así en la biosfera substancias antes inexistentes: compuestos metálicos, fármacos, agroquímicos, productos químicos de uso industrial, etc. Algunos de ellos influyen positivamente en el bienestar humano, sobre todo los fármacos. La mayoría de esas substancias son contaminantes.
– Expandir el transporte por tierra, mar y aire, y así redimensionar espacio y tiempo. El espacio se reduce y el tiempo se dilata logrando contener más actividades humanas.
– Aumentar la productividad del trabajo humano sustituyendo la energía somática humana por energía exosomática sobre todo fósil. Esto libera también tiempo (aunque a veces sólo potencialmente) y además proporciona una plétora de objetos y servicios producidos por el ser humano.
– Multiplicar la productividad y la producción agrícola y ganadera, rompiendo –al menos a corto plazo— la maldición maltusiana y haciendo posible, junto con los progresos en higiene, medicina y farmacología, un enorme crecimiento de la población humana, que pasa de los 900 millones en 1800 a los 6.500 millones en 2000.

Como consecuencia de los dos últimos factores, reducir el coste económico de los productos de la industria y la agricultura y hacerlos accesibles a mucha más gente. En la segunda mitad del siglo XX esto dará lugar al consumo de masas y al nivel de impacto ecológico más elevado de la historia humana.

La demanda

Este crecimiento de las magnitudes de la actividad económica no puede autosostenerse sin un crecimiento paralelo de la demanda que dé salida a la plétora de mercancías lanzadas al mercado. Este aumento de la demanda toma la forma de génesis incesante de nuevos deseos y nuevas necesidades, tanto entre las minorías acomodadas de los países ricos y pobres como entre la población en general de los países ricos, y a una progresiva expansión de la capacidad adquisitiva de las masas en algunos países “emergentes”.

La génesis de nuevas necesidades no puede entenderse sin tomar en consideración una historia previa, multisecular, de progresos en el refinamiento de los sentidos y las costumbres de los seres humanos. Estos progresos siguen a veces a la aparición de nuevas técnicas que ahorran esfuerzo y tiempo de trabajo, que mejoran la alimentación y la higiene, que permiten combatir más eficazmente la enfermedad y el dolor, alargando la vida, que activan y multiplican las capacidades sensoriales, intelectuales y artísticas de las gentes (como la imprenta y la fotografía). En la Europa moderna, en los dos o tres siglos que precedieron a la plena eclosión del industrialismo, esta historia de refinamiento dio frutos notables y preparó a la población a la posterior explosión de las necesidades que la industria y la producción masiva hicieron posible en el siglo XX. La fe en el progreso se alimentó durante siglos de esta notable evolución de las costumbres, que proporcionaba una imagen tangible de la posibilidad de transformar el marco material de la vida humana y de mejorar substancialmente el bienestar humano.

No es cierto que el consumidor sea soberano como pretende la economía estándar. Hay muchas razones para pensar lo contrario. Es la producción la que determina el consumo y la apetencia del consumo. No puede haber apetencia de pan y vino antes de que existan el pan y el vino –que son productos de la industria humana y no alimentos naturales–. Esto siempre ha sido así. Pero lo es todavía más en la era de la gran industria, en que las necesidades más básicas están satisfechas para la mayoría de la población y las nuevas necesidades que emergen requieren una ampliación, un aprendizaje y un cultivo del deseo. La gran industria ha desarrollado mecanismos para fomentar el deseo de nuevos productos para poder abrir mercados a esos nuevos productos: la venta a plazos, los reclamos comerciales (mal llamados “publicidad”). Pero hay mecanismos más sutiles que fomentan la necesidad y la demanda incesante de objetos nuevos.

Uno de ellos es la mentalidad fáustica del hombre moderno, seducido narcisísticamente por la potencia que la especie humana ha sido capaz de desarrollar, el poder sobre las
cosas, la victoria sobre las limitaciones naturales, la capacidad para embridar muchas fuerzas naturales y ponerlas al servicio de la especie humana, los avances en facilidad y comodidad, etc. Esta mentalidad impregna nuestra civilización y se expande con éxito por el resto del mundo. De hecho, asistimos a una occidentalización de la humanidad entera, que abraza con entusiasmo los valores occidentales y su filosofía de la dominación.

Otro mecanismo de expansión de las necesidades es el mimetismo social. En nuestra búsqueda permanente de reconocimiento de los demás y de integración en nuestro entorno social, sujetamos nuestras conductas a las pautas dominantes como señal de inserción y de aceptación. “No ser menos que el vecino”, que se resuelve habitualmente en “no tener menos que el vecino”, es un principio de conducta casi universal, sobre todo en sociedades donde el tener es señal de autorrealización personal. Es por eso que las modalidades del consumo tienden a homogeneizarse con gran rapidez y pregnancia –aunque es esencial especificar a este respecto que el nivel adquisitivo que sirve de referencia en primer lugar no es el nivel medio de la sociedad de que se trate, sino el nivel de la clase social o estrato al que cada persona o familia cree pertenecer–. La autoestima es la otra cara del reconocimiento que actúa en las decisiones de consumo. El mimetismo social resulta de la búsqueda generalizada de reconocimiento, sentido de pertenencia y autoestima. En sociedades tan dinámicas y con tanta movilidad vertical potencial, además, el punto de referencia no lo establecen “los iguales” solamente sino también los privilegiados, que con sus niveles adquisitivos superiores, marcan una aspiración que tiende a generalizarse más allá de las fronteras de clase e imprimen a las aspiraciones de todos una dinámica en espiral, pues si los menos ricos aspiran a tener y consumir como los más ricos, éstos buscan y han buscado siempre a lo largo de la historia la distinción, que requiere signos visibles que señalen la supuesta superioridad y excelencia de estos oligoi y aristoi. En busca de la distinción de clase, las minorías privilegiadas imprimen a su tener y consumir una nueva vuelta de tuerca para “guardar las distancias”, y colocan su nivel de vida unos escalones más arriba. De esta manera, el aumento del consumo en la sociedad de masas se autoalimenta sin cesar.

Los más ricos sofistican su tren de vida definiendo para toda la sociedad niveles más altos de lo que se considera deseable, mientras los menos ricos corren sin cesar en una carrera frustrante en la que lo que se consigue no tarda en quedar devaluado. Hay numerosas encuestas que muestran la insaciabilidad de las gentes en contextos de este tipo.

Las necesidades instrumentales

Pero el crecimiento permanente de las necesidades y demandas no responde sólo a este tipo de factores psicosociales. Obedece también a necesidades instrumentales. Entiendo por tales las que se refieren a los medios instrumentales que hacen posible acceder a los bienes necesarios. Si necesito la legumbre como bien de consumo final, necesitaré también el campo de cultivo, las actividades agrícolas y las herramientas que hacen posible disponer de esta legumbre. Este concepto amplía el concepto más habitual de “necesidad”, que suele aplicarse sólo a las necesidades finales, y remite al entero metabolismo entre especie humana y naturaleza. Reúne en una sola y misma consideración la producción y el consumo, dos caras inseparables del metabolismo socionatural.

Desde el prisma de las necesidades instrumentales, la explosión de las necesidades aparece con todo su grosor. Un rasgo prominente de la actual sociedad industrial opulenta es una muy adelantada división del trabajo que interpone entre los productores de cada objeto y sus consumidores complejísimos conjuntos de actividades que complican enormemente el metabolismo socionatural. No sólo los artículos técnicamente sofisticados como el ordenador o el teléfono móvil requieren secuencias interminables de procesos minero-industriales y de transporte, sino que también para satisfacer necesidades elementales como el agua dependemos de complejos sistemas reticulares que articulan puntos –muy alejados entre sí— de captación del agua, almacenamiento, depuración, transporte y distribución hasta los grifos domésticos. Y para que el pan llegue a nuestras mesas intervienen tractores, agroquímicos, fertilizantes (fabricados todos ellos a muchos kilómetros del campo de cultivo), fábricas de harina, hornos, transportistas y distribuidores. Dicho con otras palabras: el metabolismo socionatural de hoy interpone entre ser humano y medio natural unos complicados sistemas de producción y transporte que consumen grandes cantidades de materiales y energía y generan grandes cantidades de contaminantes. Este metabolismo tiene que ver con las técnicas que se han desarrollado en la moderna civilización termoindustrial, pero también con el tipo de organización socioeconómica (la capitalista) cuya fuerza impulsora es la búsqueda del máximo beneficio crematístico. La crisis ecológica mundial se puede describir, pues, como el resultado de un metabolismo hipertrofiado y enfermizo cuyos impactos ambientales no guardan proporción con el consumo y el bienestar finales alcanzados.

Reflexión final

El sistema de necesidades hoy dominante y en expansión en el mundo no cambiará si no cambia substancialmente el tipo de metabolismo socionatural. Esto sólo será posible si se aproximan en el espacio producción y consumo, o sea, si se reorganiza la vida humana en comunidades más autosuficientes y de escala menor, con formas de agricultura más ecológicas, con energías renovables captadas y aprovechadas a escala local, con técnicas “amigas de la Tierra” que substituyan las técnicas depredadoras hoy dominantes. En conjunto, se trata de simplificar el metabolismo socionatural hasta lograr niveles de bienestar suficientes minimizando el impacto humano sobre la biosfera. Este objetivo es inseparable de la tarea de liberar las fuerzas productivas de la dinámica acumulativa capitalista poniéndolas al servicio de unas necesidades más frugales.

En la esfera subjetiva y cultural, un tipo así de metabolismo simplificado requeriría una cultura de la suficiencia y un ataque frontal a la mentalidad adquisitiva y acumulativa hoy predominante. Esto exige redefinir prioridades y valores que den preferencia a lo simple y al respeto por el medio natural, que recuperen una noción del tiempo más sensata, que reequilibren esperanzas y posibilidades. Es fundamental comprender la importancia de las necesidades psicosociales de reconocimiento, autoestima, pertenencia comunitaria y seguridad como condiciones del bienestar. La civilización adquisitiva y posesiva actual asocia la satisfacción de esas necesidades con el mundo de objetos que nos inunda. Los signos de prosperidad material se erigen en símbolos de logro vital, de éxito, en condiciones necesarias para lograr el reconocimiento de los demás. Una nueva civilización de la suficiencia debe conseguir que las personas logren ese reconocimiento con una “mochila” de bienes mucho más austera y frugal. Esto es posible, aunque difícil, puesto que nos hemos acostumbrado a una plétora desbordante de cosas, de movilidad, de comodidades, a las que es duro renunciar. Es la tarea principal de la reforma moral que la crisis ecológica de hoy exige.

1 comentario:

  1. Excelente artículo, ha resumido magistralmente el problema y señalado el punto de partida para solucionarlo, el necesario cambio de valores y de fuentes de la felicidad. No es posible que sigamos luchando por una sociedad en armonía con la Naturaleza sin atacar primero el fundamento moral de nuestra sociedad.

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