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El discurso tramposo y confuso del crecimiento

Fernando Luengo - Econuestra

Profesor de Economía Aplicada de la Universidad Complutense, miembro del colectivo econoNuestra y coautor del libro “Fracturas y crisis en Europa” (Clave Intelectual-EUDEBA)

Retorno del crecimiento. Tema estrella en los debates políticos y en los medios de comunicación. El mensaje dominante: estamos a las puertas (o se divisa el final del túnel) de la salida de la crisis económica; adiós a la recesión. Todo vale para alimentar el mantra. Una mejora insignificante en el comportamiento del Producto Interior Bruto (PIB) sirve para lanzar las campanas al vuelo y proclamar a los cuatro vientos que la crisis económica es cosa del pasado.

En realidad, era lógico y previsible que la caída de la producción tuviera un suelo, pues todas las crisis, y esta no es una excepción, implican una reestructuración de las empresas y los mercados que genera oportunidades de negocio a los ganadores de esa reestructuración, lo que, en términos estadísticos, se convierte en aumentos del producto. Pero no nos detengamos aquí y ofrezcamos algo de perspectiva: Un ligero aumento del PIB es suficiente para olvidar u omitir que la mayor parte de las economías europeas, la nuestra también, todavía están recuperando, sin que lo hayan alcanzado, el nivel productivo que tenían en 2007. El Fondo Monetario Internacional advierte, además, que, en el mejor de los escenarios, durante el próximo quinquenio el PIB de la economía española crecerá ligeramente por encima del 1%.

Pero abramos de nuevo el foco, ganemos perspectiva. Los que defienden que estamos ante un punto y aparte en el rumbo de nuestra economía pasan de puntillas sobre el bloqueo del crédito bancario a familias y empresas, la pérdida de capacidad adquisitiva de los trabajadores, los elevados niveles de endeudamiento privado y público, los insoportables niveles de desempleo y la continua destrucción de capacidad productiva. Aunque cueste reconocerlo, aunque se ignoren o se minimicen, estos y otros indicadores nos hablan de una recuperación de la actividad económica tan exigua como frágil.

Hay un segundo mensaje, puede que más sutil, que se presenta como incuestionable, respaldado, aparentemente, por la teoría económica y la evidencia empírica, ampliamente aceptado por el conjunto del arco político e ideológico: Con el crecimiento todos ganan. Un proceso de suma positiva del que todos, en mayor o menor medida, se benefician; tan sólo los más críticos e irreverentes, en un arranque de honestidad intelectual y de radicalidad, ponen el énfasis en que algunos ganan mucho más que otros. Así las cosas, el objetivo de los gobiernos, cualquiera que sea su signo ideológico, es aplicar políticas destinadas a crecer. Punto y final a la cuestión.

Nada avala, sin embargo, esa presunción. Por ejemplo –y no es un ejemplo cualquiera-, la experiencia de las últimas décadas en la “Europa Social”, la que algunos reivindican y añoran como alternativa a la globalización auspiciada por los mercados, resulta reveladora al respecto. En esos años el PIB de las economías comunitarias aumentó, al tiempo que se generalizó el estancamiento salarial, creció la desigualdad, avanzó la precariedad y se extendió la pobreza, no sólo entre los excluidos y marginales, los perdedores de siempre, sino también entre los que disfrutaban de un empleo. La presión fiscal descansó, cada vez más, sobre los ingresos de los trabajadores asalariados, mientras que los beneficios, las rentas del capital y las grandes fortunas pagaron menos impuestos (esta es la crisis fiscal que oculta el discurso dominante). Se trataba de un crecimiento por lo demás insostenible pues descansó en un consumo despilfarrador de materiales y energías no renovables y en la degradación de las condiciones medioambientales; un crecimiento que destruyó riqueza, comprometiendo, en consecuencia, el nivel de vida del conjunto de la población y, muy especialmente, del de los más pobres. Esto sucedía, con mayor o menor intensidad, tanto en las economías meridionales, con tejidos productivos débiles, como en las más avanzadas del continente. Y lo más importante, esta deriva se producía en un contexto caracterizado por relativamente fuertes estados de bienestar y unas izquierdas políticas y sindicales influyentes, algunas de las cuales llegaron a gobernar, y en consecuencia también fueron responsables de esa deriva.

¿Hay alguna razón para suponer que el retorno al crecimiento, todavía balbuceante, abrirá un camino distinto al recorrido en las últimas décadas? Todo lo contrario, están creándose las condiciones para que la situación empeore, puede que de manera irreversible. Las oligarquías económicas, en connivencia con las elites políticas, además de enriquecerse con la crisis, se encuentran cada vez más fuertes y arrogantes, en disposición de imponer sus designios y hacer prevalecer sus intereses. El desmantelamiento de los estados de bienestar y de los espacios de negociación colectiva abren posibilidades de negocio a los capitales privados e intensifican la explotación de la fuerza de trabajo. Y la población, entre la frustración, ante el imparable tsunami conservador, y el temor de que todo puede ir a peor. Nunca habían estado tan desequilibradas las relaciones de poder en la Europa comunitaria. Con ese desequilibrio, el crecimiento económico –del que todavía estamos muy lejos, no lo olvidemos- reproduciría de manera ampliada las asimetrías que ya eran perfectamente visibles antes de la implosión financiera.

Entre tanto, la izquierda tradicional concentra buena parte de su artillería en cuestionar la recuperación del PIB por insuficiente y en criticar los efectos contractivos de los ajustes presupuestarios, insistiendo en la conveniencia de flexibilizar las políticas de estabilidad macroeconómica, dando más cancha a las medidas contracíclicas de inspiración keynesiana. En otras palabras, exigiendo situar el crecimiento económico en el corazón de las políticas gubernamentales

Una izquierda debilitada y desorientada, preocupada (siempre lo ha estado) por presentar una imagen de “respetabilidad, realismo y responsabilidad”. Atrapada en la sacrosanta iconografía del crecimiento, no parece capaz de abrir un debate social y, mucho menos, articular una acción política sobre el contenido y la sostenibilidad de los procesos económicos, los que han prevalecido en las pasadas décadas, los actuales y los que se avecinan. Reflexión muy necesaria, sobre todo ahora que se anuncia el fin de la recesión y la superación de la crisis, e imprescindible para dotar de señas de identidad a una izquierda con voluntad de transformar el actual orden de cosas.

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