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¿Pensar el Mal? El Problema de las Percepciones Contemporáneas del Desarrollo y la Seguridad

Oscar Guardiola-Rivera - Posdesarrollo

Indiferencia

Juan Carlos, un joven profesional Colombiano que trabaja haciendo lobby para uno de los grupos industriales más influyentes del país, me explica de la siguiente manera la razón por la cual la mayoría de la gente acepta hoy el estado de cosas aún si no concuerda con el: ‘Es muy simple, cada uno de nosotros piensa que hacer algo no implica diferencia alguna. Mi voto en contra no va a cambiar el que vuelvan a re-elegir a Uribe; si salgo a la calle a protestar contra el maltrato a los indígenas por parte del gobierno, mi voz se ahogaría en el océano de quienes dicen que la guerrilla es el culpable de todo y que el verdadero problema es el secuestro y la inseguridad, porque previenen el desarrollo y la inversión extranjera. En últimas, si uno intenta hacer algo diferente, es como arar en el desierto. Dirás que soy de derechas, pero lo cierto es que esas diferencias ya no cuentan. Eso es lo que idelistas como tú no entienden: ser de centro es ser razonable y aceptar que hay que empezar por reconocer las cosas tal como son; unos ganan y otros pierden, pero esos costos son necesarios para el progreso’. Antes de terminar mi café y recusar a Juan Carlos por ser indiferente, recuerdo su pasado como activista estudiantil y su interés genuino por la diferencia. Juan Carlos no es un conservador reaccionario a ultranza sino más bien un liberal pluralista: ha estado en numerosas ocasiones en el Sur del país aprendiendo de las comunidades indígenas y respeta su legado, y en su trabajo de lobby en el Senado de la República contribuye con su grano de arena cda vez que puede para que los Parlamentarios garanticen con hechos la declaración constitucional de acuerdo con la cual Colombia es un país pluricultural y tolerante.

Lejos de ser un indolente, él piensa que es necesario hacer algo en pro del bien común, pero reconoce que su acción simplemente no basta y que hay que estar dispuestos a pagar los costes necesarios. La suya es, sobra decirlo, una opinión común. Dicha opinión es el punto de partida de este artículo. Nos preguntaremos qué es problemático en dicha posición, e intentaremos reflexionar acerca de la manera en que ella informa la fusión hoy en curso entre la seguridad y el desarrollo en la práctica tanto como en la teoría. Afirmaremos que, a pesar de su supuesto ‘realismo’, dicha posición en verdad repite en la época actual una de las más características soluciones que el pensamiento religioso ha dado al problema del mal. Finalmente, tras reconocer la continuidad de dicha forma de pensamiento religioso en la vida cotidiana y en la práctica política democrática que asocia la seguridad al desarrollo futuro de la comunidad, pasaremos a exponer su núcleo sacrificial, y a rechazarlo.

Es cierto, como afirma mi amigo Juan Carlos, que para el pensamiento corriente sólo cuentan las consecuencias directas de nuestras acciones u omisiones. En esa dimensión causal corriente, nuestras acciones no son más que gotas de agua en el océano. Lo que hagamos o dejemos de hacer no afecta a los demás ni está afectado por ellos, con los cuales solamente nos relacionamos de manera abstracta, negativa, y a distancia, como las bolas dispersas en una mesa de billar. Si tal es el caso, tan solo podremos evaluar las consecuencias directas de nuestras acciones u omisiones especulando que hemos hecho la mejor elección posible, en términos de sus costes y beneficios, en comparación con las elecciones posibles de otros, sus consecuencias, costes, y beneficios. Procederemos entonces a comparar mundos posibles como si los tales existiesen en un sucesión actual, que podemos contemplar y respecto de la cual podemos pasar juicio. Para ello tenemos que especular además con el conjunto de todos los mundos sucesivos y actualmente posibles, o el conjunto de todas las elecciones posibles y sus consecuencias directas, y con la posibilidad de decidir en favor de una de ellas; la que más nos convenga de acuerdo con un criterio de maximización (el bien general o la felicidad de la mayoría, en contraste con el mal menor). Ello implica, de manera crucial, la necesidad de sacrificar cualesquiera otras. Dicho de manera más simple, tenemos que jugar a ser Dios.

Los métodos de planeación, prevención, y establecimiento de valor que hoy predominan en la economía, en los discursos neo-desarrollistas, en las ideologías de seguridad y democracia, en las relaciones y en el ‘nuevo’ derecho internacionales, pertenecen todos a este estilo comparativo y especulativo. Por ejemplo, cuando George W. Bush afirmó en Marzo de 2008 al cumplirse cinco años de la guerra en Iraq, que los miles de soldados Estadounidenses muertos allí (los únicos contabilizados; nadie sabe a ciencia cierta cuantos Iraquíes han muerto) son un costo necesario y justificado en relación con los beneficios logrados y por lograr (cualesquiera que estos sean) acude precisamente al estilo comparativo y especulativo, puramente abstracto, asimilable a la posición de una divinidad que interviene desde fuera en el universo de los mundos posibles, en el cual las responsbilidades se confunden con sacrificios irresponsables y viceversa. Para utilizar un ejemplo más cercano a la América Latina actual, cuando se asume que el reclamo y la desconfianza de los países vecinos constituyen un precio justo que pagar frente al beneficio que representaría arrasar al enemigo común, el inhumano terrorista, se apela también a la construcción abstracta de los mundos posibles y la posición de la divinidad que decide sobre el mal menor o excepcional.

¿Hemos Olvidado Cómo Pensar el Mal?

En todos estos casos, el juicio que se supone pragmático, político, realista, o apoyado en los hechos y los datos, adquiere la estructura que caracteriza la reflexión teológica cristiana acerca del mal, el fin de los tiempos, y la historia. Por ello no es gratuito que al ser llamados a rendir cuentas nuestros ‘decisores’ políticos acudan a sus convicciones religiosas profundas, o se apuren a responder sin más con una apelación al ‘juicio de la historia’, que es lo mismo que no apelar a juicio alguno. En últimas, se trata de formas más o menos glorificadas, diríase cuasi-religiosas, del análisis de costo-beneficio.

En dicha estructura todo lo que aparece como malo desde un punto de vista mundano o particular, es, desde el punto de vista extra-mundano, universal, o de la totalidad, un sacrificio necesario para el mayor bien de esta última. Se nos dice: es necesario que ocurra ese mal (que mueran cientos de miles de Iraquíes, Estadounidenses y demás; que se irrespete la soberanía de otros países en un ataque militar anit-terrorista, etc.) para que el mundo llegue a ser el mejor de los mundos posibles. Se trata en verdad de un punto de vista que justifica el sacrificio, en la medida en que sólo tiene sentido hablar de sacrificio si puede también hablarse de la mayor perfección, la mayor grandeza posible, o el bien de la mayoría, siendo ésta la prueba contundente de la necesidad del primero. Como puede verse, estamos frente a una argumentación viciosa y circular.

Cabe observar además que, como bien lo revelan los casos de Iraq y Colombia referidos de pasada en los párrafos anteriores, esta estructura que justifica el mal no es más que el otro lado de la integración perfecta entre individualismo y racionalismo moderno; entre Leibniz y Nietzsche, como dirían los filosófos. En esta perspectiva, desde el punto de vista del resultado y el sistema todo está justificado. Se parte del supuesto según el cual vivimos en un mundo en el cual pese a nuestros mejores esfuerzos y las más buenas intenciones, nada de lo que hacemos representa la más mínima diferencia para los demás; que estamos radicalmente incomunicados, como las mónadas individuales de Leibniz, cada una de las cuales ‘constituye una perspectiva particular sobre la totalidad, tal como los habitantes de una ciudad la ven de diferentes maneras aunque se trate siempre de la misma ciudad’ (Dupuy, 1998: 42). ¿Cómo ordenar un caos semejante? Se nos dice que tan solo el todo, portador de un orden inmanente y espontáneo, de una armonía pre-establecida, escaparía al perspectivismo y constituye por tanto una realidad final y objetiva.

Desde este punto de vista, quienes se concentran en el trillón de Dólares que ha costado la guerra en Iraq, en la pérdida de vidas Americanas e Iraquíes, o en los efectos geo-políticos indirectos de las doctrinas de soberanía contingente, auto–defensa y ataque preventivo, ven los árboles pero no el bosque: los movimientos caóticos de los hechos individuales, al parecer desordenados puesto que carecen de vínculos directos, se organizan al final en un todo coherente y pre-diseñado desde siempre. En este punto, este punto de vista del pensamiento religioso se funde con aquel otro de la llamada ‘astucia de la razón’, que es como los filósofos seculares llaman a la argucia espontánea pero inteligente de los propósitos y las causas finales. Esto es lo que algunos entienden en economía y política por ‘la mano invisible’ o ‘la razón de la historia’. Muy importante, este es precisamente el supuesto que anima el discurso y la práctica del desarrollo, fusionado hoy con el discurso de la seguridad y la democracia.

Muchos creen que este tipo de reflexiones en las cuales se justifica el sacrificio de otros como necesario o justificable desde el punto de vista de la totalidad son exclusivos de los defensores utilitaristas del mercado, o de quienes acuden a la intuición común para resolver el caso del conflicto entre principios mínimos o acuerdos ‘acerca de lo fundamental’. Eso no es cierto. Otros, aún más equivocados, piensan que el punto de vista de la totalidad equivale por necesidad al totalitarismo o es exclusivo de éste. En contra de quienes piensan así es necesario afirmar con toda contundencia lo siguiente: no es necesario pasar por el cálculo de utilidad o la agregación de las felicidades a la manera de un liberal utilitarista clásico, o creer en la perfectibilidad intrínseca y espontánea de la historia a la manera del progresismo historicista en sus versiones más o menos izquierdistas, para pensar el mal y la finalidad en los términos de un desarrollo final y estable. De hecho, como he sugerido antes, las versiones más recientes de esta tradición no provienen del utilitarismo o el bienestarismo clásicos, ni del historicismo (más o menos totalitario) de izquierdas. Antes bien, se las puede encontrar entre liberales anti-utilitaristas y neo-conservadores rabiosamente anti-izquierdistas, partidarios del desarrollo con rostro humano y la seguridad con democracia.

En efecto son estos últimos, y no los primeros, quienes dominan el ambiente político actual. De una parte están los ‘nuevos’ liberales, más liberales, tolerantes y multiculturalistas, que proclaman la posibilidad de un consenso sobre lo fundamental siempre que dicho consenso provenga de la razón política libre de toda contaminación; por ejemplo, la que proviene de creencias o afiliaciones ancestrales, políticas, o religiosas, que se rehúsen a separar al hombre del ciudadano. Ocupan esta posición quienes afirman, por ejemplo, que dado el mestizaje y las políticas de protección de los derechos de las minorías presentes en casi todas las constituciones liberales de las Américas, el racismo entre nosotros (que implica una estructura sacrificial) o bien ha dejado de existir, o se encuentra en proceso de corrección definitiva, o es insignificante. Ocupa una posición similar quien afirma la libre asociación y la unión sindical como derechos, siempre y cuando se trate de derechos políticamente nulos, es decir, siempre que el contenido de los mismos sea la ‘pura’ protección de los asociados (e.g. los trabajadores como ciudadanos individuales) incontaminada por perspectivas de transformación política significativa (i. e. los trabajadores como colectividad y hombres políticos). Pero también quien afirma su compromiso con los derechos humanos siempre que los mismos carezcan de tinte político y no comprometan la supervivencia y estabilidad de la comunidad mayoritaria. En todos estos casos, se trata de apostarle a un consenso cuyo contenido sea políticamente ‘puro’, mínimo o razonable.

De otra parte, están los menos liberales, de manera usual conservadores encubiertos o ‘reformados’, que suponen posible y razonable reducir la complejidad de los principios llamados ‘mínimos’ a una jerarquía dentro de una totalidad coherente. Para los tales, la única alternativa estimable frente a la posibilidad de una jerarquía cierta en un todo coherente (en la cual cada elemento se reconoce y conforma con el sitio que le corresponde) es el caos y la fatalidad. En dicha posición se encuentran quienes consideran un así llamado ‘derecho a la seguridad’ (o el llamado ‘deber de protección’ del derecho internacional, supuestamente justificatorio de la intervención militar) como la condición prioritaria del disfrute de los demás derechos, entre ellos la vida y la libertad, con la certeza de una reflexión madura acerca de los principios de una ética y política públicas. Se supone además que tales principios se derivan o disponen al lado del anterior ‘derecho a la seguridad’, la inherencia personal y colectiva de un supuesto principio de auto-defensa. Otro ejemplo es el de aquellos que, habiendo proclamado el respeto pleno a los derechos humanos, enfrentados a la amenaza del enemigo interno o externo consideran razonable ‘suspender’ ciertas libertades o derechos como si se tratase de meras limitaciones a los mismos, necesarias para enfrentar la emergencia.

En estos casos se trata de apostarle a la certeza razonable que excluye la contradicción entre principios (o ‘derechos’) así el propio ejercicio de la razón y la madura reflexión sobre puntos especialmente sensibles, en este caso el sacrificio como respuesta a la amenaza excepcional, lleve a resultados que son contradictorios sin que ello implique que el resultado inevitable sea un todo caótico.

¿Por qué he llamado a estas corrientes dominantes más y menos liberales, e incluído en esta última categoría a los conservadores anti-liberales? La primera razón es esta: los opinadores políticos de hoy rara vez aparecen con sus verdaderos colores, en particular los más conservadores y anti-liberales. Si lo hicieran, sus opiniones de seguro dejarían de coincidir con las del promedio mayoritario y ello daría al traste con sus pretensiones políticas. Es una regla reconocida de la política que de manera regular los votantes eligen a aquellos cuyas ideas, propuestas y acciones se parecen más o favorecen a las propias. La otra regla corriente de la política es que los políticos compiten por un número finito de votantes distribuídos a lo largo de un territorio usualmente demarcado como una extensión que va de la izquierda a la derecha del espectro ideológico. Si se juntan estas dos reglas, y se las compone en un solo principio, se entenderá por qué cada vez que alguien comienza una intervención pública diciendo ‘soy de derechas’, como mi amigo al comienzo de este artítulo, terminará afirmando que es de ‘centro’, que ‘derecha’ o ‘izquierda’ no importan (o que esta última se refiere a una utopía o un sueño que ya ha dejado atrás la historia) y que esa indiferencia prueba la posibilidad de un consenso más o menos unánime sobre mínimos razonables.

Conclusión: El Mal y la Democracia

Para concluír, cabe afirmar lo siguiente: un consenso semejante, unánime, lejos de resolver el problema del mal (que es lo que toda construcción política querría resolver, sea que se lo llame violencia desatada o desigualdad o como sea) en verdad lo esconde. La razón de ello es doble: primero, toda unanimidad es en últimas unanimidad menos uno. Solamente se la consigue mediante la unificación de la colectividad en contra su enemigo externo, y depende por ello mismo de la expulsión de este último. Se trata en últimas de una estructura sacrificial. Segundo, como ya he afirmado, la razonabilidad equilibrada –que es lo que supuestamente caracteriza a los procedimientos democráticos- puede permanecer contradictoria respecto de dicha estructura sacrificial. Ello queda demostrado por el hecho de que todas las constituciones en las cuales se incluyen declaraciones de derechos, incluyen también la posibilidad de su condicionamiento, derogación, o suspensión. Los derechos del enemigo externo, si es que los tiene, si es que no se lo representa como simplemente inhumano, pueden ser suspendidos, y la comunidad política puede derogar su compromiso con el respeto a tales derechos si lo que está en juego es su ‘necesaria’ supervivencia.

Siendo así las cosas, se requiere ir más allá de los procedimientos más o menos democráticos de equilibrio racional si es que se quiere comprender por qué las políticas de convergencia y unanimidad –las justificaciones últimas del desarrollo y la estabilidad como una dirección histórica dada- son incapaces de tomar posición en contra del sacrificio en aras del todo social. Lejos de hacerlo, tales procedimientos, sus políticas y sus justificaciones más ideológicas, parecen condenadas a repetir el mal.

Bibliografía

Dupuy J. P. (1998) El Sacrificio y la Envidia. Barcelona: Gedisa.


Publicado en PostDesarrollo el 12 de junio de 2009. El autor es colombiano, y actualmente es docente en la Escuela de Leyes del Birkbeck College, University of London (Inglaterra). Se permite la reproducción del presente artículo siempre que se cite su fuente.

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