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De Nietzsche a Valtonyc

Julio Fuentes - El Salto

Decía Nietzsche que no existen hechos, sólo interpretaciones. Esta idea, que atraviesa el pensamiento del filósofo de Sils-Maria desde su temprana obra Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, viene a ponderar que no existe la verdad de la cosa en sí, y que tan sólo existe un ejército de metáforas. La realidad es, por tanto, un constructo, una creación del ser humano y, de forma inevitable, como toda creación, no ha de ser individual sino múltiple. No es la verdad del positivismo científico, medible e inalterable como una perfecta ecuación matemática. Es la verdad miscelánea y cambiante propia de la imaginación y la duda humanas.



Desde el punto de vista de la política, autores como Gramsci van un paso más allá de la metafísica nietzscheana cuando desarrollan conceptos como hegemonía, guerra de posiciones o guerra de movimientos. No en vano, la metafísica de Nietzsche tiene mucho de dialéctica desde cierto punto de vista.

Tomar la hegemonía mediante la apropiación de unos conceptos que sean entendidos por la mayoría como “de sentido común”, y mostrarse como el representante de esas “ideas mayoritarias” o “de consenso” es la estrategia que propone Gramsci –pensador ahora tan interpelado– para alcanzar el poder. Así, la hegemonía busca alcanzar el poder mediante una legitimación más allá de las urnas; la dominación, por el contrario, es ostentar el poder mediante el uso de la coerción, de la represión, etc. Y cuando esto sucede se dice que hay una “crisis de régimen”.

Vivimos un momento especialmente complejo en relación a la libertad de expresión. La sentencia firme del Tribunal Supremo contra el rapero Valtonyc, condenado a tres años y medio de cárcel, el secuestro del libro Fariña que aborda la cuestión del narcotráfico en Galicia o la retirada de la obra sobre presos políticos en ARCO son claros exponentes de esta problemática. Desde el punto de vista gramsciano podríamos afirmar que suponen además un claro ejemplo de “crisis de régimen” en tanto fenómenos reactivos contra la libertad de expresión que veníamos conociendo.

Parece por tanto que, dentro de nuestro código penal, y atendiendo a lo que viene sucediendo de forma cada vez más habitual, existen interpretaciones de los hechos que han de ser eliminadas, declaradas ilegales y, por tanto, castigadas. Y, según se percibe, hay mayor castigo para las interpretaciones de los hechos que para los hechos en sí. De aquellos ejércitos de metáforas que nos hablaba Nietzsche, según nuestros tribunales debemos ahora hacer una cuidadosa criba; sin embargo, dentro del ámbito de la libertad de expresión toda criba es una suerte de censura. Pareciera, por tanto, que el recurso a la coerción o la represión era la última salida que le quedaba al legislador para ocultar una realidad vergonzante. “Si no existe aquello de lo que no se habla, al menos impidamos que hablen aquellos que lo hacen más claro”. Visto desde fuera, y ante lo inaudito de tantas y tantas situaciones, ésta pareciera la consigna.

Hablemos ahora de todo lo contrario, de aquellos símbolos e interpretaciones que son fomentados, espoleados y puestos sobre la mesa en todo momento. Si 2017 fue el año de la bandera, parece que 2018 arranca como el año del himno. De tan manoseados, los símbolos también necesitan renovarse para seguir ejerciendo su influencia. Por este motivo, tras el empacho de las banderas asistimos ahora a la cuestión del himno nacional y la letra perpetrada hace unos días por Marta Sánchez. Llama la atención que, mientras sufrimos el gobierno tal vez más corrupto de Europa, también asistamos al momento de mayor orgullo patriótico desde la muerte del dictador Francisco Franco.

Es tramposa la voluntad de querer extrapolar a nuestra realidad lo que sucede en otros países respecto a los símbolos patrios, ya que dicha simbología, forzosamente, está cargada de connotaciones. Las connotaciones de la bandera de Estados Unidos o Francia para con sus ciudadanos nada tiene que ver con las connotaciones que tiene la bandera española, evidentemente. Este orgullo repentino en nuestros balcones (menos en el de los desahuciados, que no pueden poner bandera ninguna) es un orgullo reactivo contra aquellos que ponen en cuestión la forma o unidad del estado.

Es un orgullo contra, no un orgullo por. Pero, ante todo, es una clara muestra de aquello que nos decía Gramsci al respecto de la hegemonía y la apropiación de conceptos que son asimilados como “de sentido común” o “de consenso”. En todo caso, y a tenor de los acontecimientos, el mayor de los peligros quizá es que dejemos de sorprendernos. Nietzsche es siempre esclarecedor, y recurro nuevamente a sus palabras para cerrar este artículo: “La verdad es la mentira más eficiente”.

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