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Los decrecentistas de antes

Docecelemines

Hace un tiempo me tope con un vídeo que relataba una metáfora del modo de vida esclavo ( o la buena vida, según se mire). Os invito a verlo.


Investigando algo más sobre el ponente, descubrí que se trataba se Carlos Taibo, profesor de Ciencias Políticas en la Autónoma de Madrid, y una de las cabezas visibles del decrecimiento en España.
¿Y qué es el decrecimiento?


Pues un movimiento que afirma que dejando de crecer como lo hacen ( o quieren) las economías del norte opulento, consumir menos, ecológica y sosteniblemente y productos de proximidad, obviando una publicidad que nos incita a lo contrario y aprovechando el aumento de tiempo libre en ocio creativo en vez de los hobbies basados en el consumismo.


En una primera aproximación podría parecer que hablamos de un movimiento revolucionario cuyos integrantes lleven rastras y cultivan en huertos urbanos, se desplazan en bicicletas y se reúnen en asambleas para tomar decisiones ( que también).


Sin embargo, es una descripción bastaste realista de mis abuelos, y ahora mismo de mis padres, aunque con matices.


Mis abuelos consumían verduras, frutas y hortalizas, siempre de estación. Su supermercado (su huerta) estaba a 500 metros de casa y la “compra” le llegaba en su burra o mula. Tenían cerdos, gallinas y conejos. Cabras y ovejas para obtener lácteos. Hacían jabones y ( tiempo atrás) amasaban su pan. El vino que tomaban era de su cosecha, destilaban sus licores y elaboraban sus dulces. Su economía estaba basada en el autoconsumo y sus necesidades fuera del mismo era el pescado.


Por supuesto no vivían acosados por una publicidad feroz ni tenían información de lo que se podía importar desde la otra punta del planeta por pocos euros, pero eran unos auténticos decrecentistas sin saberlo. Al igual que mi padre que, a lo largo de los años, ha adquirido esa ideología sin darse cuenta.
 

Y heme aquí, criticando nuestro modo de vida actual mientras trabajo en una empresa eminentemente exportadora, bombardeado por anuncios de comida rápida y bandejas plastificadas, con ofertas de ropa de marcas suecas cosidas en Bangladesh y estrenando un teléfono cada año porque la manzana, ese año, ha cambiado de color y hay que estar a la última,  preguntándome si los auténticos revolucionarios fueron mis abuelos y nosotros somos unos borregos que sólo merecemos que nos saquen a pastar un par de horas al día.

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