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Navidades, felicidad y decrecimiento. ¿Qué relación hay entre el consumo y la felicidad?

 
Filka Sekulova [1]

Traducido al castellano para EcoPolítica por Javier Zamora García [2]

Entramos en fechas navideñas, y con ello, volvemos a sumergirnos en ese túnel de compras y gastos que siempre acompaña a esta época del año. Constantemente recibiremos, de una manera u otra, el mensaje de que la celebración, para ser verdaderamente dichosa, debe acompañarse de una buena cantidad de gasto (regalos, comidas, cenas, fiestas… Con todo lo que ello conlleva en términos, sin ir más lejos, de transporte). Por esa razón, las Navidades son siempre una buena ocasión para reflexionar sobre nuestra obsesión con el consumo material, y la influencia que tiene ello en nuestra felicidad. No hay mejor manera de hacerlo que al calor de las ideas del decrecimiento.

Las palabras felicidad y decrecimiento son las dos difíciles de abarcar en una sola y simple definición. Decrecimiento no es simplemente “menos” y felicidad no es simplemente un estado de “dicha”. El decrecimiento es una plataforma en la que diferentes ideas confluyen. Estas ideas  engloban desde los límites al crecimiento material y a la extracción de recursos a nivel planetario hasta los límites al reconocimiento social que uno puede recibir a través de las posesiones materiales; desde los límites a la libertad obtenida a través del uso de la tecnología y la velocidad hasta los límites de la industrialización capitalista para mantener o mejorar nuestra satisfacción vital.  Al final, el decrecimiento ha pasado a significar la deseada metamorfosis hacia la equidad social y la sostenibilidad ambiental, mientras que sus implicaciones literales de reducción abren el espacio para que las alternativas crezcan,  tanto primero en lo mental como después en lo material.

La felicidad es una idea más filosófica, para algunos incluso metafísica. Teóricamente, puede ser definida como la sensación positiva asociada con la ausencia de dolor (la llamada “felicidad hedónica”); o como un vivir que está en coherencia con las creencias de uno y satisface sus mejores potenciales (la llamada “felicidad eudaimónica”). Mientras que algunas actividades producen tanto felicidad hedónica como eudaimónica, no todos los tipos de felicidad hedónica producen felicidad eudaimónica.  Es cierto que la felicidad no puede limitarse a un marcador entre hedonismo y eudaimonía. Además, el lector probablemente tenga una comprensión única de la felicidad que está más allá de una sola definición. En ese sentido, la intención aquí no es hegemonizar la percepción de la felicidad. Sin embargo, por razones de simplicidad, hablaré de la felicidad como un efecto secundario de vivir una vida que merece la pena  ser vivida, más que como una meta en sí misma. Además, asumiré que este efecto (secundario) puede ser medido, o aproximado, a través de preguntas concretas y escalas numéricas. Esto puede ayudarnos a operacionalizar algunas partes de la “felicidad” y ver cómo cambia, o podría cambiar, en un contexto de decrecimiento.

¿Por qué hablar de decrecimiento y felicidad? Algunos de los miedos que comúnmente emergen en respuesta a la palabra decrecimiento tienen que ver con  una posible pérdida de los niveles actuales de comodidad, placer, libertad y, generalmente hablando, bienestar. En realidad, si el decrecimiento implica la extracción y uso de menos combustibles fósiles, minerales y recursos naturales, menos tecnología, coches y aviones; si el decrecimiento implica el abandono de infraestructuras de gran escala, así como el hecho de compartir nuestro trabajo pagado y no pagado, rediseñar nuestros entornos urbanos y – más importante que eso – participar más en todos los niveles… ¿Perderíamos nuestra felicidad?
Para responder a estas cuestiones tenemos que considerar dos premisas básicas. En primer lugar, nuestro bienestar está influido por condiciones tanto materiales como inmateriales, y dichas condiciones nos influyen de manera diferente.

Mientras que una mejora de las condiciones materiales – tal como el nivel de ingresos disponibles, propiedad inmobiliaria o vehículos motorizados – tiende a aumentar nuestra felicidad, este efecto dura poco. Un estudio famoso de ganadores de lotería en los Estados Unidos demuestra cómo  la felicidad rápidamente desciende a niveles previos (e incluso aún menores) después de haber ganado una gran suma de dinero. Además, la satisfacción que uno recibe de una cesta de consumo creciente contribuye cada vez menos a la felicidad (o utilidad) en el tiempo.

Así, incluso en un marco conceptual puramente economicista, el crecimiento material infinito no logra su objetivo inicial: incrementar el bienestar infinitamente. Sin embargo, los cambios en ámbitos no monetarios de la vida – tales como la salud, las amistades, las relaciones, y la vida pública y social – tienden a tener un efecto más duradero sobre la felicidad (Easterlin, 2003).  Las alteraciones en estos ámbitos causan rupturas más profundas y permanentes en el bienestar que cualquier tipo de pérdida monetaria. Estos descubrimientos de los estudios sobre la felicidad  concuerdan con aquellas llamadas desde la teoría del decrecimiento adesplazar la importancia que concedemos a los componentes de la vida puramente (económico-)monetarios hacia aquellos basados en relaciones humanas, conectividad social y convivialidad.

En segundo lugar, la llamada paradoja de Easterlin demuestra que el crecimiento de los ingresos no contribuye al bienestar subjetivo en el tiempo. Esto ocurre por dos razones. La primera es la comparación social. Constantemente nos reflejamos en los otros y hacemos inferencias sobre cómo debería ser una vida buena y respetable. Por mucho que nuestros ingresos crezcan, siempre habrá algunos que por comparación social estén por encima, perpetuando una ‘carrera de locos’ por el estatus. Por esta razón, incluso en una sociedad justa y con riqueza bien distribuida, si nos quedamos enganchados en el crecimiento material, nunca será suficiente como para que todas las personas se sientan satisfechas y distinguidas. La segunda razón es la llamada adaptación de nuestros términos de referencia. Cuanto más ganamos, más esperamos ganar, así que no logramos percibir y disfrutar lo que ya tenemos.

¿Cómo se relacionan estas dos ideas con la idea del decrecimiento?  Intuitivamente, si el decrecimiento representa una disminución equitativa del consumo que afecte a todas las personas, esto no tendrá necesariamente un efecto negativo en el bienestar subjetivo. En primer lugar, por la adaptación. Nuestras aspiraciones tienen a adaptarse tanto al alza como a la baja. A diferente velocidad, pero a pesar de todo se adaptan. En segundo lugar por la comparación social. Un descenso en el consumo que afecte a todas las personas cambiará nuestros puntos de referencia, suavizando así  (o incluso neutralizando) los efectos potencialmente negativos que pudiera tener sobre la felicidad (Sekulova  y van den Bergh, 2013). Pero si solo una fracción de la población reduce su nivel de consumo material, mientras que la parte restante de la sociedad se caracteriza por abundante riqueza material, el bienestar de la fracción desfavorecida seguramente sea menor. Esto es lo que se observa durante episodios de crisis económica. Por el contrario, en el decrecimiento tendemos a hablar de una relación democráticamente establecida entre salarios máximos y mínimos. Se ha demostrado que la desigualdad de salarios tiene un efecto altamente negativo sobre la salud y la satisfacción vital. Así, si la brecha de ingresos entre individuos (y países) se reduce como resultado del decrecimiento, la competencia disminuiría y el bienestar subjetivo seguramente mejore.

Además, el decrecimiento implica un movimiento en dos direcciones simultáneas: una hacia la reducción,  pero también otra hacia la transformación o la “adaptación”. La hipótesis aquí es que el hecho de que una sociedad al completo consuma menos a través de múltiples acciones complementarias – o “adaptaciones” – no tiene por qué hacernos “menos felices” per se.

Para entender a qué nos referimos con esto de la “adaptación”, podemos comenzar con la propuesta del reparto del trabajo y la reducción de la jornada laboral formal. Las pruebas sobre el efecto de la reducción de la jornada son variadas y altamente dependientes del contexto. La reducción de la jornada laboral en el contexto de una sociedad basada en el crecimiento económico fuerza a que la gente tenga dos trabajos (en vez de uno) para poder seguir manteniendo altos sus ingresos.

Además, reducir la jornada laboral en un contexto de altos niveles de consumo material incrementaría el tiempo disponible para ocio intensivo en recursos (como viajes en avión o el uso de automóviles), contribuyendo de esa manera más bien poco al decrecimiento la felicidad (eudaimónica).

Por el contrario, el reparto del trabajo en el contexto del decrecimiento implica un nivel más bajo de ganancias individuales, consumo y poder adquisitivo. Sin embargo, la reducción de la jornada laboral – y el reparto del trabajo – en un contexto de decrecimiento son acompañados de ciertas transformaciones sociales o “adaptaciones”. En concreto, de un incremento en el tiempo y el espacio vital dedicados a actividades no monetarias, recíprocas y comunales. Aumentar el tiempo que dedicamos al trabajo comunal al tiempo que reducimos las horas de trabajo formales no tiene por qué hacernos infelices. La calidad de las interacciones sociales – los llamados bienes relacionales – es uno de los factores claves para el bienestar subjetivo. Se ha probado que mejorar nuestros lazos sociales y nuestra conectividad incrementa satisfacción vital. Por otro lado,  se ha probado tanto a nivel nacional como en distintos países que el aumento de la libertad – entendido como tener control sobre tu tiempo y la vida en general –  afecta la satisfacción vital más de lo que lo hacen la buena salud, el trabajo o el nivel de ingresos.

Los niveles de felicidad entre voluntarios, por ejemplo, se confirman más altos que los del resto de la población. Esto, en parte, se debe a la presencia de emociones empáticas y menores aspiraciones materiales que acompañan al voluntariado. En suma, la reducción de la jornada laboral, acompañada por un aumento del tiempo que uno dedica a los bienes relacionales o a las actividades que uno considera valiosas, probablemente tenga un efecto positivo en el bienestar, incluso en un contexto de reducción del consumo material.

Otra idea emblemática en el contexto del decrecimiento es la reducción de la dependencia del automóvil y otros medios de transporte rápido.

Si esa transformación permite una mayor presencia de naturaleza silvestre y paisajes rurales sin crear carestía social, probablemente tenga un efecto positivo en el bienestar. Los estudios sobre desplazamientos indican que cuantas más horas pasamos en un vehículo motorizado menos felices nos sentimos. Además,  hay cada vez más autores indicando el papel crucial que juegan las condiciones medioambientales en el bienestar. La polución del aire, por ejemplo, se asocia con niveles más bajos de felicidad en Londres y en una serie de ciudades en China.  Si la mayoría de poblaciones urbanas y suburbanas cambian el coche por el transporte público, o eligen puestos de trabajo basados en el principio de proximidad, no es probable que sufran un descenso en su  satisfacción vital.  Es cierto que renunciar al coche en una sociedad basada en los coches sería altamente molesto. Pero si se acompaña esta renuncia de una cierta adaptación social que promueva espacios (urbanos) donde los humanos coexistan con “la Naturaleza” en un contexto de proximidad y uso mínimo de vehículos motorizados, los niveles de estrés (y contaminación) bajarían, creando las condiciones para que el bienestar subjetivo florezca. Además,  es poco probable que nos haga infelices ralentizar la velocidad y aumentar el tiempo disponible para viajar mientras se disfruta más de la exploración y las visitas durante el viaje.

Finalmente, una última propuesta más abstracta pero clásica en la línea del decrecimiento se refiere a desafilar el concepto de riqueza, así como el prestigio social que uno puede ganar gracias a las posesiones materiales. Uno de las formas prácticas para conseguirlo es a través de las prohibiciones de la publicidad. De manera general, el consumo basado en la competencia tiende a afectar negativamente a nuestra felicidad. La literatura científica indica que los individuos con mayores puntajes en materialismo – es decir, quienes dan mayor énfasis a las aspiraciones monetarias y a la seguridad financiera – tienden a estar menos satisfechos con sus vidas (Kasser, 2002). Por el contrario, los individuos con puntajes altos en altruismo generalmente tienen niveles superiores de bienestar y pocos requisitos materiales para la realización de sus necesidades básicas. Además, hay algunos autores que demuestran que ver la televisión deprime las actividades sociales, las cuales son un componente importante de la felicidad. De este modo, cultivar un imaginario social que no esté colonizado por las posesiones materiales – a través de prohibiciones a la publicidad y diversas acciones voluntarias – podría finalmente mejorar el bienestar.

Las propuestas expuestas en el marco del decrecimiento están continuamente multiplicándose y redefiniéndose. Este artículo no argumenta que el decrecimiento deba ser ‘feliz’ o dichoso por defecto. Tampoco propone que el objetivo último de la sociedad deba ser aumentar la felicidad por todos los medios.  Más bien, lo que sugiere es que es probable que nuestro bienestar se incremente como consecuencia de cambiar ciertas prácticas, estructuras y valores, como propone el decrecimiento. En particular, si las reducciones en el ingreso o en el trabajo remunerado son compartidas por todas las personas y compensadas por un incremento en la autonomía personal; si el tiempo dedicado a actividades comunitarias es compensado por mejoras en las relaciones interpersonales; si la reducción en el uso de modos de transporte rápido se acompaña de un incremento en el tiempo disponible para viajar; si la reducción en el consumo de lujo y los niveles de confort material se compensa con niveles más altos de convivialidad; la felicidad no disminuirá, y puede incluso que aumente.

En otras palabras, el decrecimiento implica una trayectoria de acciones y políticas variadas que compensan entre sí sus ‘lados oscuros’. En general, si el decrecimiento despierta una mejora en los factores que producen efectos más duraderos sobre la felicidad – como  la salud, el tiempo libre, la vida social y las relaciones, el medio ambiente natural -, nuestro bienestar podría perfectamente mejorar en condiciones de consumo material menor.

Notas
[0] La imagen es una fotografía del Daily Mirror. Su uso en la presente web no tiene ningún propósito comercial.
[1] Filka Sekulova  es investigadora del Institut de Ciència i Tecnologia Ambientals en la Universitat Autonoma de Barcelona. Pertenece al grupo Recerca & Decreixement (Research & Degrowth).
[2] Javier Zamora García es licenciado en Derecho y Ciencias Políticas. Acaba de finalizar el Máster en Pensamiento Social y Político en la Universidad de Sussex. Es coordinador del Grupo de Lectura “Cornelius Castoriadis” y co-coordinador del Área de Cultura Ecológica de EcoPolítica.

Referencias

Kasser, T. (2002), The High Price of Materialism [El alto precio del materialismo], Cambridge, MA: MIT PRESS.
Sekulova, F. and van den Bergh, J. (2013), Income, Climate and Happiness: An Empirical Study for Barcelona [Ingresos, Clima y Felicidad: Un Estudio Empírico para Barcelona], Global Enviromental Change, Vol. 3-5, pp. 1467 – 1475

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