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El despilfarro

 Jean Baudrillard

Sabemos en qué medida está asociada la abundancia de las sociedades ricas al despilfarro, puesto que se ha llegado a hablar de una ‘sociedad de residuos’ y hasta se ha contemplado la posibilidad de hacer una ‘sociología de la basura’ ¡Dime qué tiras y te diré quién eres!  Pero la estadística de los desperdicios y del detritus no es interesante en sí misma: sólo es un signo redundante del volumen de los bienes ofrecidos y de su profusión.

No es posible comprender el despilfarro ni sus funciones si no se ve en él el desecho residual de lo que se hace para ser consumido y no se consume. Una vez más, nos encontramos ante una definición simplista del consumo, definición moral fundada en la utilidad imperativa de los bienes. Y allá van todos nuestros moralistas a hacer la guerra contra toda forma de dilapidación de las riquezas, desde el individuo privado que ya no respeta esta suerte de ley moral interna del objeto que sería su valor de uso y su duración, que desecha sus bienes o los cambia siguiendo los caprichos del nivel social o de la moda etc., hasta el despilfarro a escala nacional o internacional y hasta un despilfarro de algún modo planetario que sería responsabilidad de la especie humana en su economía general y su explotación de las riquezas naturales. En pocas palabras, el despilfarro se considera siempre como una especie de locura, de demencia, de disfunción del instinto, que lleva al hombre a quemar sus reservas y a comprometer sus condiciones de supervivencia mediante una práctica irracional.
Esta visión refleja al menos el hecho de que no estamos viviendo una era de abundancia real, que cada individuo, grupo sociedad actuales y hasta la especie como tal está situada bajo el signo de la escasez. Ahora bien, en general, quienes sostienen el mito del irresistible advenimiento de la abundancia son los mismos que deploran el despilfarro, vinculado al espectro amenazador de la escasez. De todas maneras, es necesario abordar toda esta visión moral  del despilfarro entendido como disfunción, desde el punto de vista del análisis sociológico, lo cual pondría de relieve sus verdaderas funciones.

Todas las sociedades siempre han despilfarrado, dilapidado, gastado y consumido más allá de lo estrictamente necesario por la sencilla razón de que justamente el individuo, como la sociedad, siente que no sólo existe, sino que vive a través del consumo de un excedente, de lo superfluo. Este consumo puede llegar a la ‘consumación’, hasta la destrucción pura y simple, que adquiere entonces una función social específica. Así, durante el potlatch se sella la organización social en virtud de la destrucción competitiva de bienes preciosos. Los kwakutls sacrifican mantas, canoas, cobres blasonados quemándolos o echándolos al mar para ‘sustentar el rango’, para afirmar su valor. A través de todas las épocas, también las clases aristocráticas han afirmado su preeminencia mediante el wasteful expenditure (derroche).

De modo que haría que revisar la noción de utilidad, de origen racionalista y economicista, siguiendo una lógica social mucho más general en la que el despilfarro, legos de ser un residuo irracional, adquiere una función positiva que sustituye la utilidad racional por una funcionalidad social superior y, llevada al extremo, aparece como la función esencial: el aumento del gasto, lo superfluo, la inutilidad ritual del ‘derroche porque sí’ llegan pues a ser el  lugar de producción de los valores, de las diferencias y del sentido, tanto en el plano individual como en el social. En esta perspectiva, se perfila una definición del ‘consumo’ entendido como  consumación, es decir, como despilfarro productivo, perspectiva inversa desde el punto de vista ‘económico’ –fundado en la necesidad, la acumulación y el cálculo- según el cual, por el contrario, lo superfluo precede a lo necesario, el gasto precede en valor (si no ya en el tiempo) a la acumulación y la apropiación.

“¡Oh, no hay que razonar sobre la necesidad! Nuestros más viles mendigos son en alguna pobrísima cosa superfluos. No concedásis a la Naturaleza más de lo que ella exige y la vida del hombre será de tan bajo valor como la de las bestias. ¿Comprendes que nos hace falta un poco de exceso para ser?”
Shakespeare. El rey Lear

Dicho de otro modo, uno de los problemas fundamentales que plantea el consumo es el siguiente: las personas ¿se organizan en función de su supervivencia o en función del sentido, individual o colectivo que dan a sus vidas? Pues bien, este valor de ‘ser’, este valor estructural, puede implicar e l sacrificio de valores económicos. Y este problema no es metafísico. Está en el corazón mismo del consumo y puede traducirse del siguiente modo: la abundancia, en el fondo, ¿no adquiere únicamente sentido en el despilfarro?

(…)

En cierto modo, con la abundancia ocurre algo semejante: para que llegue a ser un valor, hace falta que haya, no sólo suficiente, sino demasiado, es necesario mantener y manifestar una diferencia significativa entre lo necesario y lo superfluo, ésta es la función del despilfarro a todos los niveles: Lo cual implica que es ilusorio querer reabsorberlo, pretender eliminarlo, pues, de alguna manera, es el elemento que orienta todo el sistema. Como pasa con los aparatos ¿dónde termina lo útil y comienza lo inútil? Es algo que no se puede definir ni circunscribir. Toda producción y gasto que vaya más allá de la estricta supervivencia puede fustigarse como despilfarro (no sólo en el campo de la moda o de la ‘chatarra’ alimentaria, también en lo referente a los súper presupuestos militares, la ‘bomba’, el sobreequipamiento agrícola de ciertos campesinos estadounidenses y las industrias que renuevas su panoplia de máquinas cada dos años en lugar de amortizarlas. Pues no sólo el consumo, también la producción obedece en alto grado a procesos de ostentación… (por no hablar de la política). En todas partes las inversiones rentables están inextricablemente ligadas a las inversiones suntuarias.

(…)

Para ser, la sociedad de consumo tiene necesidad de sus objetos o, más precisamente, tiene necesidad de destruirlos. El uso de los objetos sólo lleva a su pérdida lenta. El valor creado es mucho más intenso cuando se produce su pérdida violenta. Por ello, la destrucción continúa siendo la alternativa fundamental a la producción; el consumo no es más que un término intermedio entre ambas. En el consumo hay una tendencia profunda a superarse, a transfigurarse en la destrucción. Allí es donde adquiere todo su sentido. La mayor parte del tempo, en la cotidianidad actual, el consumo está subordinado, como gasto dirigido, al orden de productividad. Ésta es la razón de que generalmente los objetos estén allí por defecto y de que su abundancia misma signifique paradójicamente la escasez. Las existencias son la redundancia de la falta, el signo de la angustia. Sólo en la destrucción los objetos están allí por exceso y, al desaparecer, testimonian la riqueza. En todo caso, es evidente que la destrucción, ya sea violenta o simbólica (happening, potlach, acting out destructivo, individual o colectivo), ya sea sistemática e institucional, está condenada a ser una de las funciones preponderantes de la sociedad postindustrial.

Jean Baudrillard. La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras.

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