Joel Sangronis
"La prisa por desarrollarse, por lo demás, me hace pensar en una desenfrenada carrera por llegar más pronto que los otros al infierno."
Octavio
Paz.
"El hombre razonable se adapta al mundo; el irrazonable persiste en adaptar el mundo a sí mismo. Por tanto, el progreso depende del hombre irrazonable."
Bernard
Shaw.
Desde
que en las ardientes llanuras del África oriental aparecimos como
especie, hace ya más de un millón de años, nuestra principal
característica evolutiva ha sido la adaptabilidad. En un principio
nos adaptamos de forma oportunista a la diversidad de entornos
naturales que nos rodeaban, pero hace cerca de quince mil años atrás
comenzamos un proceso inverso, ya no solamente nos adaptábamos a los
ambientes que íbamos colonizando, ahora comenzamos a utilizar
nuestra creciente inteligencia para modificar esos entornos y así
adaptarlos a nuestras necesidades y deseos: ¡Habíamos dado inicio a
lo que hoy conocemos como civilización!
Lentamente,
a través de los siglos, excavamos canales y desecamos pantanos en el
creciente fértil, domesticamos plantas y animales desde China hasta
Egipto y Mesoamérica, desde el Cáucaso hasta los Andes; construimos
zigurats y pirámides, forjamos bronce y acero; nuestras ciudades se
fueron haciendo cada vez más grandes y complejas. Los pueblos que
más y mejor adaptaron sus entornos a sus deseos y expectativas
acumularon poder y fuerza por encima de aquellos que escogieron vivir
adaptándose al medio que los circundaba; no en vano casi todas las
grandes civilizaciones de la antigüedad fueron guerreras y
esclavistas.
El
dominio sobre la naturaleza se reveló ante nuestros ojos como una
especie de acto mágico, como un juguete que nos fascinaba en sí
mismo, más allá de la utilidad material y los beneficios que nos
pudiera aportar.
Comenzamos
a venerar los elementos que dominábamos (fuego, agua, viento) y los
materiales e instrumentos que creábamos (bronce, hierro, armas) con
una mezcla de fascinación ensoberbecida e infantil autocomplacencia.
El dominio y el poder sobre nuestro entorno nos deslumbró y
obnubiló; a nuestra instintiva tendencia depredadora se le sumó la
soberbia y la arrogancia. Nos sentimos amos y señores de la
naturaleza, y en nuestro recién estrenado narcisismo, nos lanzamos a
crear mitos y dioses antropomórficos que satisficieran nuestro
creciente ego y vanidad. El fuego era nuestro, no importaba que
Prometeo pagara un precio eterno por entregarnos ese don. El arco y
las flechas de Apolo, el martillo de Thor, la fragua de Hefestos,
eran las proyecciones teístas de nuestro creciente dominio sobre los
elementos. Con cada nuevo descubrimiento, con cada invención,
sentíamos cumplirse una voluntad divina que nos hacía dueños y
señores de todo lo existente, tal y como el Yahvé semita lo había
dispuesto en el Pentateuco, o el nórdico Odín en las sagas
vikingas. Los gritos desesperados de Casandra y Jeremías
advirtiéndonos sobre los peligros que entrañaban los artilugios que
en forma de regalos y dones nos ofrecían nuestros dioses interiores
(inteligencia y creatividad) nunca fueron escuchados.
El
dominio sobre la naturaleza era nuestro, a través de el, sentíamos
justificar nuestra existencia; en una época tan lejana como el 2.700
A.C, el mítico guerrero sumerio Gilgamesh proclamaba en la ciudad de
Uruk: “Estoy comprometido con esta tarea: subir a la montaña para
talar el cedro y dejar así tras de mí un nombre perdurable”.
Esto
no sólo sucedía en esa parte del mundo, ya desde los albores de la
civilización china un filósofo icónico de esa cultura como Sun Tzu
declaraba: “Glorificamos la naturaleza y sobre ella meditamos ¿por
qué no domesticarla y regularla? La naturaleza se extraviará a
menos que el hombre la corrija”
Platón,
uno de los pensadores más influyentes para el modelo cultural
occidental, en su Timeo declara que el mundo material no es sino una
copia imperfecta del mundo ideal que creamos en nuestra mente, por lo
que es fácil deducir que sólo reconstruyendo el primero según el
modelo del segundo el hombre llegará a su plenitud y felicidad. El
ascender o alcanzar el lado superior de esta visión dualista de la
realidad; salir de la caverna, para utilizar la metáfora del propio
filósofo, será lo que en adelante, en la cultura occidental, va a
ser considerado como progreso. San Agustín, quizás el más célebre
e influyente de los neoplatónicos, reforzará esta visión con su
tesis de la ciudad de Dios frente a la ciudad terrena. El progreso
será entonces salir de la ciudad terrena, del mundo sensible,
histórico, y acercarse a la ciudad divina. Ya aquí se observa
perfectamente el desprecio a lo terreno, al mundo, al entorno, la
persecución de un mundo ideal, mundo por lo demás inalcanzable para
hombre alguno en esta vida, porque la ciudad de Dios es, por su
propia naturaleza, imposible de construir o habitar por el ser humano
en su vida terrena.
El
pensamiento renacentista de los siglos XV y XVI va a configurar y
modelar en alto grado la forma en que, en lo sucesivo, los europeos
percibirán y se relacionarán con el ecosistema terrestre. La
característica principal de este período histórico va a ser la
fascinación que el hombre va a sentir por sí mismo y por sus
creaciones. El universo girando en torno a la tierra y la tierra
girando alrededor del hombre. La ratio divina medieval va a ser
sustituida por la ratio técnica. Cuando Galileo propone la
matematización del mundo y Descartes el reloj como modelo del
universo, estaban sentando las bases para el control instrumental de
los procesos sociales y naturales. La modernidad había comenzado.
El
influjo de Francis Bacon en el pensamiento y la filosofía de la
modernidad viene dado tanto por sus tesis de la razón utilitaria
como por su defensa del principio de que a través de la ciencia y la
razón el hombre recuperaría el estado de autoridad y poder que
había disfrutado Adán antes de su expulsión del paraíso
(instauratio magna), es decir, que la ciencia, y su hija, la técnica,
de nuevo nos harían señores de la tierra y el mar y de toda
criatura viviente, esto es, que través de la ciencia y la razón,
caminaríamos por la senda que nos posibilitaría convertir de nuevo
a la tierra en el paraíso bíblico.
En
la afirmación baconiana de: “la finalidad de nuestro fundamento es
el conocimiento de las causas y los movimientos secretos de las
cosas; y el ensanchamiento de los límites del imperio humano para
efectuar todas las cosas posibles” podemos encontrar los
antecedentes de Hiroshima y Nagasaki, de Chernóbil y Fukushima, del
SIDA, el Ebola y demás barbaries contemporáneas.
En
la misma línea argumentativa de Bacon, el químico y filósofo
naturalista inglés Robert Boyle afirmaba pocos años después de la
muerte de aquel: “La veneración de que están imbuidos algunos
hombres hacia lo que llaman la naturaleza ha sido un impedimento
desalentador para el imperio del hombre sobre las criaturas
inferiores de Dios”.
La
modernidad occidental redujo la naturaleza a un sistema material que
podía y debía ser explotado según los deseos y necesidades
humanas, pues este era el fin con que lo había creado Dios. “La
vocación del ser humano reside en el hecho de ser maestros y
poseedores de la naturaleza” sentenció René Descartes, otro de
los padres de la modernidad occidental. El capitalismo vino a
desarrollar estas tesis hasta el paroxismo transformando todo lo
existente en mercancía. El derecho del hombre (cristiano, blanco y
europeo) al progreso a través de la obtención del conocimiento,
control y apropiación de la naturaleza pasó a ser la ideología
dominante en el mundo occidental. El dominio de la naturaleza devino
así en un objetivo no sólo posible, sino también deseable, e
incluso, en un deber.
Así,
la naturaleza transformada en un simple depósito de materias primas
que se regía por principios mecánicos y cuya finalidad última era
la de servir al progreso de los hombres, quedó desamparada de toda
forma de dimensión ética o moral; la naturaleza era una “máquina
mundo” construida por Dios para beneficiar a la humanidad, y la
generosidad de Dios, que duda podía caber, no tenía límites.
Con
el desarrollo de la ciencia positiva, con el establecimiento del
paradigma de la libertad individual y el estado moderno, el hombre de
la ilustración europea se miró a sí mismo saliendo del atraso, la
oscuridad y la ignorancia. Iluminado con el fuego de la razón, fuego
que la ciencia mantendría encendido por siempre, se lanzó a la
conquista del cosmos y de la polis, es decir, de la naturaleza y de
la historia.
La
ilustración vino a establecer nuevas bases para la civilización
occidental, bases fundadas en la incondicional fe en la razón humana
y en la instrumentalización de la ciencia y la educación como vías
hacia el progreso y la felicidad infinitas de los hombres. La
ilimitada confianza en el progreso, a través de la ciencia, se
convertirá en un dogma de fe para los representantes de esta
corriente histórica. Las tesis iluministas de la ciencia y la
tecnología como expresiones culminantes de la cultura humana fueron
los antecedentes del fin de la historia de Fukuyama.
La
formación de la actitud científica moderna es una línea divisoria
en la historia de la humanidad más importante aún que el
renacimiento. Modificó drásticamente la relación del hombre con el
resto de la naturaleza, o para decirlo con palabras de Marx, comenzó
un extrañamiento, una dislocación de su cuerpo inorgánico que
hasta el día de hoy no ha cesado de profundizarse.
La
modernidad produjo una ciencia, esto es, una visión del mundo y la
realidad, parcelaria, fraccionada, mecanicista, reduccionista y
profundamente incapaz de autorregularse. El capitalismo, que exacerba
y desata los peores instintos del ser humano (vive de ellos) vino a
combinarse con las ideas y paradigmas científicos para producir una
bestia incontrolable, que no puede parar de depredar y crecer, que se
defiende ferozmente de cualquier intento de control o regulación, y
que amenaza, en cumplimiento del síndrome de Frankestein, con
destruir a su creador, el ser humano.
Al
establecer la categoría de progreso como un postulado universal, la
modernidad eurocéntrica igualó con un mismo rasero (su rasero), los
deseos, aspiraciones y sentido de vida de todas las sociedades y
culturas del resto del mundo. El progreso era una aspiración y deber
universal, y quienes no lo asumieran no eran otra cosa que bárbaros
y salvajes dignos del más absoluto desprecio.
Los
estudios de Charles Darwin sobre la selección natural fueron
aplicados por las élites dominantes de los países colonialistas
para afirmar “científicamente” que los miembros de la raza
blanca europea eran los auténticos representantes del progreso
evolutivo humano y por ende tenían un legítimo derecho a poseer y
gobernar la “máquina mundo”. Progresar, aun hoy, es parecerse,
consumir, depredar y vivir como europeos o estadounidenses.
El
capitalismo vino a igualar los significados de los términos
progreso, producción, crecimiento económico y ganancia. La ciencia
ha terminado siendo un instrumento del capital; se investiga en
función de la ganancia que dicha investigación pueda generar. Si
genera una gran acumulación de capital entonces se entiende que esas
investigaciones han sido útiles para el progreso.
La
razón ilustrada gestó o influyó poderosamente en casi todas las
corrientes revolucionarias del siglo XIX, incluyendo por supuesto a
Marx. Las tesis marxianas rebosan de entusiasmo y admiración por los
logros de la razón científica, misma que permitiría el desarrollo
de las fuerzas productivas que a su vez terminarían por crear las
condiciones para el establecimiento de una sociedad sin división de
clases.
El
sabio de Tréveris hizo un penetrante y revolucionario estudio sobre
el desarrollo de las fuerzas productivas y su impacto en los procesos
de transformación social, pero aunque lo enunció (rompimiento del
equilibrio metabólico), no profundizó sobre el carácter depredador
y destructivo de las fuerzas que la ciencia y la tecnología desatan
y potencian.
Es
imposible no percibir a lo largo de toda la obra marxiana una
declarada admiración por la razón científica y una inquebrantable
confianza en el progreso humano, progreso que, a través del
desarrollo de las fuerzas productivas, permitiría la creación de
una sociedad más justa que nadaría en la abundancia ¿Podemos
imaginar hoy a siete u ocho mil millones de personas “nadando en la
abundancia en un ecosistema cerrado y limitado como el terrestre?
El
concepto de fuerzas productivas debe ser entendido como algo que va
mucho más allá de la simple creación e inserción de nuevas
tecnologías en el sistema de producción. Como fuerzas productivas
deben entenderse todo el conjunto social que amplía la capacidad y
la posibilidad de producción y reproducción del modelo
socioeconómico existente, por ello hoy, la ideología (falsa
conciencia) del progreso lineal, creciente y permanente, se convierte
en engranaje principal e indispensable de las fuerzas productivas del
capitalismo mundial.
La
enorme mayoría de los seres humanos contemporáneos no sienten en
absoluto que haya una crisis del sistema vigente, por el contrario,
están deslumbrados y fascinados por él. La Revolución Bolivariana
por ejemplo, no es, en modo alguno, una revolución antisistema;
quienes a ella se adscriben, desde sus más altos dirigentes hasta
sus militantes de base, no quieren menos capitalismo, menos estado
asistencialista y ni hablar de menos consumo, por el contrario, la
aspiración generalizada es a más progreso, que casi por unanimidad,
se identifica con más consumo de objetos fetiches.
La
lógica del capital, la racionalidad instrumental, el valor de cambio
y la ilusión fetiche del progreso están hoy más vivas que nunca en
Venezuela.
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