Jorge Armesto - El Salto
Cada vez es más frecuente ver cómo se mitifican vidas de feroz individualismo.
Según mi pobre experiencia, las personas que a lo largo de su vida
adquirieron mayores responsabilidades y compromisos en el cuidado de
otras, son también las que mejor protegen sus relaciones personales.
Acostumbran a ser las que organizan, las que miman, las que sorprenden
con pequeños detalles, materiales o no. Son las que se interesan por
nuestras vidas, las que no dejan pasar mucho tiempo sin saber de
nosotros, las que proponen un paseo, un café o unas tapas. O dicho en
certera frase de Perogrullo: las personas que más cuidan, cuidan más.
Y,
al contrario, son las que menos responsabilidades asumen, de las que
podríamos suponer que son más dueñas de su tiempo, las que afirman que
este nunca les llega a nada, sin que sepamos exactamente qué graves
ocupaciones les afanan. Son las que tienen un arsenal de
autojustificaciones para explicar su distanciamiento vital. Son las que
desaparecerían durante meses o años si no fuesen nuestros cuidados los
que lo impidiesen; son las que mantienen una indiferencia más acusada
por la vida de los otros.
Cada vez es más frecuente ver cómo se
mitifica esa vida de feroz individualismo. Los medios de comunicación
dan voz a los “antinatalistas”, personas que se ven impelidas a
justificar lo que no necesitaría ser justificado, exhibiendo retorcidos
argumentos éticos: “el planeta está superpoblado”, “¿a qué mundo
capitalista mandamos a estos niños?”. Sin embargo estas personas viven
un estilo de vida de hedonista urbanita que deja una enorme huella
ecológica. O citando a Alba Rico: “Este mundo no está preparado para más
niños, dice. ¡Pero está preparado para más coches, más teléfonos
móviles, más aparatos de aire acondicionado, más bombillas, más
refrescos, más hamburguesas! Es una irresponsabilidad traer niños al
planeta, dice. ¡Pero es muy sensato traer un automóvil nuevo!”.
Así, esa presunta dimensión ética se rebela como lo que realmente es:
un disfraz de un modo de entender el mundo en el que la decisión de
cuidar es equivalente a otras decisiones posibles, como si formasen
parte todas de una infinita oferta de consumo. Unos tienen hijos, otros
hacen turismo de aventura. Unos adoptan perros, otros prefieren estar
más libres porque viajan mucho en avión. Para el mundo postmoderno del
hiperconsumismo todas las acciones son igualmente legítimas.
Hace
unos días leí un reportaje sobre estos antinatalistas de la sociedad de
consumo. Uno de ellos manifestaba que tener hijos era incompatible con
“darse los domingos un atracón de series”. O lo que es lo mismo, el
cuidado de seres humanos en su máximo grado de necesidad se pone en el
mismo plano que el consumo compulsivo de los productos audiovisuales de
las multinacionales.
Estas personas autónomas, feroces defensores
de su individualismo (que ellos llaman independencia) llegan a sentirse
incluso constantemente asediadas. ¿Por quién? ¿Por las plataformas
televisivas? ¿Por las infinitas formas de ser espectador? ¿Por el
turismo low cost? No. Asediadas por personas o animales que
necesitan ser cuidados. Asediadas, al parecer, por los cada vez más
minúsculos espacios de relación interpersonal altruista que penosamente
aún sobreviven y que ellos juzgan con desconfianza o mirada desdeñosa.
En
este mundo al revés que estimula la permanente autorrealización
narcisista, son precisamente aquellos que luchan sin descanso por ser
radicalmente autónomos los que siente su vida amenazada por las
molestias que, al parecer, causa el pobre y abandonado mundo de los
cuidados.
Esta autorrealización termina por ser una alienante y
permanente huida hacia ninguna parte. Un consumo compulsivo de
experiencias, de objetos, de cultura, de series, de viajes o conciertos;
experiencias todas que necesitan de un aumento constante de su dosis
para mantener a duras penas alguno de sus triviales efectos: los viajes
deben ser más largos, el cine más minoritario, el ocio más
artificiosamente exclusivo.
El hiperconsumismo fabrica un espejismo que despoja al ser humano de
su carácter ontológicamente dependiente. Somos discapacitados en grado
máximo en la infancia y volveremos a serlo en nuestra vejez. Igualmente,
a lo largo de nuestra vida pasamos por etapas de dependencia más o
menos marcadas. Sin embargo, el mercado nos sumerge en la amnesia
permanente hacia los cuidados que recibimos y recibiremos, para
obligarnos a vivir una alucinación de personas (blancas, adultas, con
ingresos estables) capaces de sostenerse únicamente por sí mismas.
En
contraposición a las experiencias epidérmicas del mercado, las de los
cuidados resultan ser brutalmente orgánicas. Quien pasó por la
inolvidable coyuntura de cuidar a un ser vivo enfermo o desvalido sabe
que no hay nada comparable, nada que nos enseñe más sobre nosotros
mismos y nos potencia hasta alcanzar lo mejor que podemos ser. Nos da la
medida de nuestro yo, no solo circunscrito al espacio temporal de la
vida adulta, sino de la totalidad de nuestra existencia.
Uno de
los aprendizajes que ofrece la paternidad es la comprensión nítida y
exacta de los cuidados que una vez nosotros mismos recibimos en un
tiempo que ya somos incapaces de recordar. Y únicamente cuando nos
convertimos también en cuidadores rescatamos esa parte oculta de la
vida. Solo entonces comprendemos que como seres humanos vivos mantenemos
una deuda de cuidados permanente.
El neocapitalismo intoxica y
asfixia todos los espacios de la vida. Generamos contenidos
gratuitamente para Facebook (¡incluso aceptamos sumisamente que nos
censure!), trabajamos para Wallapop cuando limpiamos el desván de los
trastos, para Blablacar cuando viajamos en coche y para Airbnb cuando
alquilamos la habitación de invitados.
Todos los ámbitos de la
existencia son economizados y vendidos por las míseras cantidades con
las que nos remunera el nuevo sistema de autoexplotación digital. Al
menos la explotación del trabajo asalariado producía algún tipo de
vínculo humano: hoy se sustituye por algo más precario, mísero y
solitario.
El capital nos prefiere solos, dispersos, saltando de
relación en relación. Su ideal productivo es la tela de Penélope, que se
hace y deshace cada día en un esfuerzo permanente, alienante e
infecundo. El capital ansía y promueve la segregación, pues cuando una
pareja se separa alguien compra un nuevo microondas.
Frente a esa
invasión son únicamente los cuidados los que se alzan como muro de
resistencia. Los cuidados combaten la contaminación mercantil como esas
bacterias que destruyen los detritus.
Tienden a expandirse y colonizar
nuevos espacios de un modo casi biológico, emulando la propagación de la
vida cuando expande sus raíces fértiles por la tierra yerma. Alguien
adopta un gato y no tarda en cuidar dos. Conoce a otras personas que
cuidan y colabora en proyectos de cuidados.
Los cuidados son los
únicos susceptibles de generar efímeros “otros” posibles al ubicuo
mercado. Lugares improductivos donde nada se compra, nada se consume,
nada se gasta y que nos resguardan, en esos breves instantes
compartidos, de una atmósfera contaminada de mercadurías y relaciones
económicas. Los cuidados son los invernaderos donde crece la vida en
clima hostil.
Lo revolucionario es echar las redes en los parques
y senderos. Salir a pasear con un perro salvado del refugio y, mientras
el animal corre feliz y agradecido, mantener una charla agradable con
otra persona que hace lo mismo. Lo radical es ser deliberada y
conscientemente improductivo, mientras, al tiempo, se trabaja sin
descanso por mantener, construir y agrandar los vínculos afectivos,
despreciando y relegando los vínculos virtuales.
Los autónomos,
los celosos de su baldía libertad, los que se jactan de no depender de
nadie y que nadie depende de ellos, terminan siendo la feliz,
inconsciente y belicosa vanguardia del ejército de la barbarie
capitalista. Se vuelven, en nombre de su independencia, en los más
apasionados defensores de un sistema inhumano que tiene como fin último
la disgregación y la soledad, pues es más fácil tratar con átomos que
con organismos vivos. Y así, el delirio de la autorrealización
individual es el engañabobos con que el capitalismo aletarga a sus
esclavos.
Politizar el amor y deseconomizar la vida
mayo 16, 2018
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