Alberto Acosta - Rebelión
Sin duda el ser humano asoma como una plaga que destruye el planeta.
Más allá de las lecturas interesadas -e inverosímiles- de negacionistas
como el presidente norteamericano Donald Trump , la evidencia es
múltiple. Un ejemplo es la situación cada vez más compleja de la
agricultura. Tan es así que, comentando el inicio de una de las mayores
ferias de alimentos, agricultura y horticultura a nivel mundial: la
“Semana Verde” (“Grüne Woche”) en Berlín, Markus Balser, en el
Süddeutsche Zeitung –el diario de mayor circulación en idioma alemán-
del viernes 19 de enero, afirmó categóricamente que “la agricultura no
tiene más que ver con la tierra, pero sí más con la economía”. Gran
ejemplo de esta constatación es la producción alimenticia, inspirada
cada vez más en reflexiones económicas indiferentes a las necesidades de
subsistencia humana; casos puntuales son los biocombustibles para los
automóviles o la especulación con los alimentos en los llamados mercados
de futuro.
Esta realidad ha llevado a afirmar que vivimos una
nueva era, bautizada en 2002 como “antropoceno” por el Premio Nobel de
Química de 1995: Paul Crutzen. Esta afirmación, que sirve para describir
un cambio en la época geológica -donde los seres humanos empezamos a
marcar profundamente la historia de la Tierra superando la era del
“oloceno”-, no permite, sin embargo, llegar a conclusiones adecuadas de
cómo enfrentar los graves problemas que experimentamos y los que en
forma cada vez más compleja se nos vienen. El “antropoceno” deja
flotando en el aire la idea de que todos los seres humanos hemos
provocado por igual las presentes tensiones y afectaciones
socio-ecológicas.
Para enfrentar los problemas que asfixian al
planeta, cabe conocer y cuestionar la complejidad del mundo en que
vivimos, particularmente la economía que lo sustenta. Una economía
dispendiosa que demanda ingentes recursos naturales, provocando graves
desequilibrios ecológicos y sociales. Una economía que gira cada vez más
aceleradamente alrededor de la incesante búsqueda de ganancias,
alentada por el consumismo y el productivismo. Una economía atrapada
entre el fetichismo tecnocientífico y la mercantilización veloz de todas
las dimensiones de la vida, sea en el ámbito humano o no humano. Una
economía estructuralmente inequitativa en términos de distribución de la
riqueza [2] , del poder e incluso de los impactos provocados por
los desequilibrios ambientales (ocasionados también por la imparable
aceleración de dichas actividades económicas).
Los datos son contundentes. La revista catalana Ecología Política número 53 nos brinda una síntesis:
- En 2015, la mitad de las emisiones totales de CO2 fueron
responsabilidad de un 10% de la población mundial; mientras que la mitad
de sus miembros apenas responde por un 10% de la contaminación. Las
emisiones del 1% más rico superan 175 veces a las del 10% más pobre.
- Los agentes más contaminantes son las empresas petroleras y
cementeras. Y la entidad que más petróleo quema es el Departamento de
Defensa de los EEUU; el consumo per cápita del personal militar de dicho
país fue en 2011 un 35% superior al promedio de un ciudadano
norteamericano (por cierto, propietario de la mayor huella ecológica en
el mundo).
La norteamericana Elizabeth Kolbert detalló muchos de estos hechos deprimentes en su libro La Sexta Extinción: Una Historia Antinatural.
Ella estimaba que aproximadamente la mitad de las especies de plantas y
animales hoy existentes morirán antes de 2050; semejante extinción no
se debe a una catástrofe natural, sino a la actividad destructiva
humana. Lo que nosotros quemamos en un año en combustibles fósiles, a
los microorganismos les tomó formarlo, a través de complejos procesos,
un millón de años, nos recuerda la experta chilena en cambio climático
Maisa Rojas; otra perturbación atribuible a los seres humanos.
El sistema económico de mercado -dominante en Oriente y Occidente-
alienta a todos a perseguir el crecimiento a corto plazo, sin comprender
las consecuencias a largo plazo de semejante locura colectiva.
Calificar esta época de “antropoceno” es, en consecuencia, una verdad
muy incompleta pues oculta el nombre de la raíz de esta situación: el
capitalismo, la civilización de la desigualdad, que se nutre de sofocar
la vida. Más que “antropoceno”, vivimos en el “capitaloceno”, una
civilización que debe derrocarse para que el cambio climático -y demás
desórdenes naturales- no extingan a la humanidad.
Tal transformación
exige cuestionar a fondo las promocionadas alternativas
tecno-científicas y mercantiles, que no solucionan nada; un ejemplo es
la “economía verde”, que mercantiliza inmisericordemente a la
Naturaleza, incluyendo al mismo clima o a los genes humanos, como lo
analiza Kathrin Hatmann con contundencia en su nuevo libro: “La mentira
verde: salvación del mundo como modelo de negocio rentable” (Die grüne Lüge: Weltrettung als profitables Geschäftsmodell).
Pero las potentes críticas al “capitaloceno” deben ampliarse,
profundizarse y enriquecerse. Aquí compete pensar, por ejemplo, en
visiones ecofeministas como las que plantea el grupo venezolano “LaDanta
LasCanta”, quienes visibilizan que “la dominación de la Naturaleza y la dominación de las mujeres son dos caras de una misma moneda”, propia de la civilización patriarcal-capitalista. Es decir propia del “faloceno”, como lo califica este grupo de activistas.
Otro fundamento del “capitaloceno” es el racismo , una de las mayores lacras de la colonialidad vigente hasta la actualidad: “la
más profunda y perdurable expresión de la dominación colonial, impuesta
sobre la población del planeta en el curso de la expansión del
colonialismo europeo”, como explica el gran pensador peruano Aníbal Quijano.
Podríamos entonces también hablar del “racismoceno”, que junto al
“faloceno”, cimentan las bases del capitalismo: una civilización
antropocéntrica que se superará con una gran transformación social o de
lo contrario esta civilización terminará sumiendo a la humanidad en la
barbarie.-
[1] Economista ecuatoriano. Expresidente de la Asamblea Constituyente. Excandidato a la Presidencia de la República del Ecuador.
[2] El reciente informe de OXFAM confirma la tendencia: en el año 2017, el 1% más rico de la población mundial (33 millones de personas) acumuló el 82% del incremento de la riqueza global. El 50% de la población mundial: 3.600 millones de personas, los pobres, no recibieron nada de este aumento.
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