Andrei Briones Hidrovo - Iberoamérica Social
La
forma de vivir antropogénica se ha desarrollado de manera que ha dado
origen a una crisis mundial ecológica y que nos encamina a una
catástrofe sin precedentes (Latouche, 2009). Tal es la magnitud que se
está poniendo en riesgo el funcionamiento de la madre Tierra (Gaia)
(Lovelock, 2000) y por ende la vida que ella sustenta (Lovelock, 2011)
(MA, 2005). Básicamente, el problema de fondo se ciñe al sistema
económico que, con más de dos siglos de antigüedad, ha evolucionado y se
ha mantenido con el tiempo (Paz Y Miño, 2018) (Piketty, 2014). Éste,
tiene como esquema general la extracción/producción de recursos
renovables y no renovables, los cuales son manufacturados,
comercializados, vendidos y desechados con el paso del tiempo, es decir,
todo con el fin de generar un beneficio económico a fin de acumularlo y
a través de este volver a tener más beneficios. De esta manera, se
instauró lo que se conoce como consumismo dentro de nuestras sociedades,
un acto que va más allá de la condición permanente biológica de consumir
que tenemos como seres vivos, creándose así sociedades de consumo
(Bauman, 2007). En consecuencia con el desarrollo de sociedades
capitalistas, productivistas-consumistas, se impuso el homo oeconomicus,
la omnimercantilización y el imaginario del crecimiento infinito
(Latouche, 2012), con un elemento que, usado desde sus inicios como
medio de intercambio, al día de hoy sigue siendo una fuente de poder: el
dinero. Sin embargo, tener dinero es también sinónimo de libertad, ya
que con este se puede adquirir prácticamente todo lo que sea y cuanto
sea posible sin que haya algún efecto negativo directo de por medio.
Dicha libertad sin límite alguno, está repercutiendo severamente en la
naturaleza, lo que ha ocasionado por ejemplo, que la concentración de
carbono en la naturaleza aumente exponencialmente, se contaminen vastos
recursos hídricos, se deforesten grandes extensiones de tierras y gasten
recursos no renovables, etc., que su vez ha dado lugar a la mayor
problemática mundial que enfrenta la humanidad: el cambio climático
(IPCC, 2014). Considerando el contexto socioeconómico en el que vivimos,
de entre todos los consumos, el consumo de alimentos es básico y
necesario para la vida y por lo tanto, para un futuro, cualquiera que
este sea, no podrá ser erradicado o reducido a un mínimo como quizás se
pudiese hacer con otros en el marco de un nuevo modelo de vida.
Es
necesario dividir el acto de consumir alimentos en dos etapas: la
producción y el consumo. Como dato importante a tener en cuenta, cabe
señalar que la población actual mundial ya supera los 7500 millones de
habitantes, de los cuales 815 millones sufren desnutrición, siendo
África el continente con mayor desnutrición seguido por Asia (FAO, et
al., 2017), con riesgo a crecer debido al cambio climático (FAO, 2016).
También hay que decir que una persona adulta requiere al menos de 1300
kilocalorías (kcal) diarias (energía), siendo lo normal un consumo que
oscila entre 2000 y 3500 kcal, según la actividad de la persona
(Schwartz, 2017).
Debido
a la sobrepoblación mundial existente, la cual es 3 veces mayor a la
que ecológicamente se podría mantener en la Tierra (Latouche, 2009), la
producción de alimentos se ha expandido y extendido exponencialmente de
tal manera que se están extinguiendo millones de hectáreas de bosques,
acidificando y erosionando suelos, sobreexplotando los mares,
eutrofizando y contaminando recursos hídricos, es decir, se están
comprometiendo los recursos abióticos que son medio de sustento de vida
(MA, 2005) (FAO, 2016). Sin embargo, todo aquello que se produce no
llega a la boca de todos, debido principalmente al modelo socioeconómico
implementado mundialmente que genera grandes desigualdades (Piketty,
2014) (Falconí, 2017), a lo que se suma el hecho de que un gran
porcentaje se desecha (Harvey, 2016). La producción de alimentos, ya
sean estos beneficiosos o no para la salud humana, se ha convertido en
un gran negocio en el cual aún predomina el interés económico.
Los
procesos existentes en la naturaleza son irreversibles y de baja
entropía, es decir, en todo aquello que hay una transformación,
crecimiento o desarrollo, la energía empleada no puede volver a su
estado inicial y una parte de ésta no es útil para realizar un trabajo, a
lo que se conoce como entropía (Georgecu-Roegen, 1996). Se puede citar
como ejemplo el reloj de arena. La arena en la parte superior del reloj
tiene baja entropía y es capaz de realizar un trabajo a medida que cae.
Cuando la arena está ya en la parte inferior ha agotado toda la
capacidad de realizar un trabajo, su entropía ha aumentado y para
recuperar la energía gastada (regresar la arena a la parte superior) hay
que usar más energía. Otro claro ejemplo es el cuerpo humano, que
funciona a baja entropía pero una vez que la persona fallece, este pasa a
tener alta entropía. Con lo dicho, un árbol convierte la materia
inorgánica en orgánica usando energía solar (fotosíntesis) con pocas
pérdidas (baja entropía). Sin embargo, ante la alta demanda mundial, la
agricultura y la producción general de alimentos ha pasado a tener una
alta entropía (Georgecu-Roegen, 1996) (Latouche, 2009), gracias a la
tecnificación y uso de agroquímicos que han dado lugar a mayores
consumos energéticos. Aquello se enmarca en lo que se conoce como
agricultura intensiva. El otro tipo de agricultura es la
extensiva, la cual requiere de grandes extensiones de tierra y que no
busca optimizar rendimientos por unidad de hectárea (EUROSTAT, 2014). Lo
mismo sucede con la industria bovina, porcina, y avícola. Ante lo
expuesto, considerando las circunstancias y condiciones actuales, la
producción de alimentos tienen impactos significativos hacia los
ecosistemas y ambiente en general, los cuales son medidos a través de lo
que se conoce como huella ecológica, la cual compara la capacidad de
suministro de recursos y servicios de la naturaleza con la demanda
humana de éstos, estableciendo así un vínculo de comprensión con los
factores sociales y económicos. Dicha huella abarca 6 categorías (tierra
para cultivos, tierra para pasto, áreas de pesca, producto forestal,
tierra para edificación y emisiones de carbono) las cuales son
equiparadas en términos de unidades y sumadas, dando lugar a una unidad
final que es la hectárea global (gha, siglas en inglés) (WWF, 2016). A
esto se puede sumar la huella hídrica, que representa el consumo de agua
requerido para producir una unidad de alimento (Waterfootprint, 2017).
Para ejemplificar, la carne de cerdo requiere de 5988 lt/kg, y emite
12.1 kg CO2/kg; la patata 287 lit/kg y 2.9 kg CO2/kg; un vaso de leche (250 ml) 255 lt y 1.9 kg CO2/kg; la carne de res 15415 lt/kg y 27 kg CO2/kg
(Waterfootprint, 2017) (Lewis, 2015) (Shrink That Footprint, 2018).
Para tener una idea de aquellos valores, un auto en promedio emite 26 kg
CO2/100 km. Los valores expuestos, que incluyen la
producción, transporte, distribución y desecho, son referenciales y
aunque las prácticas a nivel mundial están homogenizadas, pequeñas
variaciones podrían existir pero que estarían dentro del orden de
magnitud señalado. Según Global Footprint Network (2013), la huella
ecológica en Ecuador (lo que se consume o demanda de la naturaleza) es
de 1,94 gha/persona que sería equivalente a 5944 m2 de área de bosque por persona que es igual a 60 casas con un área de terreno de 100 m2.
Estados Unidos tiene una huella ecológica de 8,7 gha/persona, mientras
que Finlandia y Australia tienen 6,7 y 9,7 gha/persona respectivamente. A
todo esto, cabe destacar que 1/5 de las emisiones globales de gases de
efecto invernadero son generadas por la agricultura, silvicultura, y la
modificación y uso de la tierra (FAO, 2016) y que debido a la
competencia y las reglas del mercado, por ejemplo, la patata que se
produce en Estados Unidos es consumida en Ecuador siendo que este es
productor de patata, que a su vez ha de exportar a otros lugares. En
consecuencia, el intercambio de productos alimenticios a sus distintas
escalas geográficas, a razón de aumentar la comercialización y obtener
mayores beneficios, tiene impactos significativos sobre el ambiente
(Latouche, 2009).
Hasta ahí es la parte de la producción de
alimentos. En relación al consumo, el principal factor para que este se
dé es el recurso económico (dinero) y su poder adquisitivo, es decir, en
la medida que más se tenga, mayor será el consumo de alimentos, no solo
a nivel doméstico sino también fuera de éste, teniendo en cuenta que
existen límites físicos. A excepción de los países del norte de Europa
(de Francia hacia arriba), Australia, Canadá y Estados Unidos, el
promedio de ingreso en el mundo se encuentra por debajo de los US$
10.000/año, menos de US$ 900/mes (Worlddata, 2016) (Worldatlas, 2017).
El segundo factor a tener en cuenta es el ritmo de vida, que en el marco
del modelo socioeconómico establecido, gira en torno al trabajo. De
media, una persona trabaja 1800 horas al año, un 20% de las horas
totales de un año (El País, 2016). El tercer factor, que se origina de
la relación entre el primero y el segundo, es la manera como nos
alimentamos (nutrición). De esta manera, la posesión de dinero, los
hábitos y el tiempo para poder alimentarse determinan nuestra
alimentación. Las personas tienen por conocimiento general biológico que
es necesario comer para vivir y trabajar, pero la gran mayoría
desconoce cómo hacerlo de manera adecuada (FAO, 2016). Según la
Organización Mundial de la Salud, 1900 millones de personas (adultos,
mayores a 18 años) tenía sobrepeso en el 2016, siendo 650 millones
obesos; la mayoría de la población mundial vive en países donde la mayor
parte de la mortalidad es debido al sobrepeso y obesidad. Éstas se
deben a la acumulación anormal de grasa en el cuerpo y son causadas por
el desequilibrio energético entre las calorías consumidas y gastadas
(WHO, 2017). Además de lo expresado, la mala alimentación desarrolla
otras enfermedades como la diabetes o hipertensión arterial y condiciona
el estado de ánimo de las personas (La Vanguardia, 2017).
El
escenario expuesto revela un encadenamiento de acciones que finalmente
terminan repercutiendo tanto en la salud humana como en los ecosistemas.
Primeramente, cabe decir que desde el punto de vista energético, se
consume energía (sobre todo de fuente no renovables) para producir
energía en forma de alimentos que será consumida por los seres humanos
para generar trabajos, tanto para mantener el funcionamiento interno del
cuerpo como para realizar alguna actividad externa de ser el caso. Sin
embargo, dado que de manera general se consume más energía de la
necesaria, por un lado, incrementa la ineficiencia como tal y por otro,
se contribuye con el desequilibrio del cuerpo humano, lo que tiende a
aumentar a entropía de éste, lo que se traduce en sobrepeso, por
ejemplo. Es concluyente que el aumento de consumo de alimentos no es
proporcional al trabajo externo que se pueda realizar. Del lado de la
producción, también se puede decir que cuanto mayor es el consumo de
alimentos (y de energía), mayor será la huella ecológica, de carbón o
hídrica. Para ejemplificar aquello, quien coma ½ kilogramos de carnes de
res por semana tendrá a su cuenta 54 kg CO2 al mes, así
sucesivamente con otros alimentos. Sin embargo, quien pueda adquirir y
consumir dicha cantidad de carne por semana, es porque tiene los medios
económicos para hacerlo, lo que ya nos pone del lado del consumo.
Claramente, quien es considerado como pobre dentro de una
sociedad tendría un bajo consumo de alimentos (y por ende de energía) y
aparentemente una baja huella ecológica. No obstante, existe un factor
externo y es el tipo de alimento ofertado en el mercado. Sin entrar en
detalles, la mayoría de los alimentos consumidos tienen un mínimo de
procesamiento o en su defecto ha sido tratado con químicos, entre otros,
lo que deja sin opción de consumir alimentos verdaderamente sanos para
la salud humana y para los ecosistemas. A esto hay que sumarle que los
pocos alimentos ofertados que tienen la condición de ser ecológicos y
sostenibles tienen un costo mayor a los tradicionales, lo que frena su
mayor consumo. Esto es porque así funciona el mercado.
En toda
esta dinámica de producir-consumir, la mala alimentación y el exceso de
consumo de energía repercute en la contabilidad del Estado, como
encargado de la salud pública, y en la seguridad social. El
desequilibrio energético constante del cuerpo y aumento de su entropía
genera problemas en la salud los cuales tienen que ser tratados a través
de medicamentos y para ello el Estado requiere de dinero para poder
solventar dicho problema y mantener a la población saludable. Y no solo
son los medicamentos, sino también los recursos humanos (médicos),
equipos e infraestructura que tienen un alto costo. Pero este bucle
altamente entrópico no acaba allí; el Estado, a través de la explotación
de recursos renovables como no renovables obtiene dinero para entre
otros, invertir en salud pública y evidentemente cada dólar invertido
tiene por tanto su huella ecológica. Y así, la población trabaja
intensamente, como excesivamente y lo contrarresta haciendo ejercicios
en gimnasios, donde al final se va a gastar grandes cantidades de
energía.
Las evidencias expuestas nos revelan una difícil
circunstancia la cual presenta poco margen de acción si realmente se
desea darle un respiro al planeta y mantenerlo vivo. Para ello, decrecer
es un imperativo moral como lo menciona S. Latouche en su libro;
cualquier otra alternativa que vaya de la mano con el crecimiento y el
desarrollo que hoy conocemos, solo ahondará más en el problema. Comer de
forma equilibrada, igualitaria y equitativa no solo mejorará nuestra
salud, sino también la del planeta, pero claro que, eso será posible
dentro de sociedades donde se coopere, se participe y se respecte la
naturaleza.
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