Desde esta perspectiva, la discusión en torno a las bondades del
desarrollo y el crecimiento económico debería ser reformulada. El 4 de
marzo, en el debate “Riqueza y pobreza en el Uruguay” que contó con la
participación de Andrea Vigorito, Fernando Isabella, Rodrigo Alonso y
Gabriel Delacoste, los tres últimos, protagonistas de una reciente
polémica sobre el asunto en la diaria y Brecha,
Isabella continuó su defensa del crecimiento económico como algo si no
bueno, al menos necesario (además de inevitable) para el progreso
social. En este sentido, al considerar los problemas ambientales del
desarrollo económico, si bien expresó que no es su intención
“minimizarlos”, puso la prioridad en el “máximo desarrollo de las
fuerzas productivas”. Y aquí está el problema de este enfoque, ya que,
como mencionábamos antes, éste desarrollo implica una abierta
contradicción con la pervivencia de los soportes bio-sociales que lo
hacen posible.
Podemos suponer que para Isabella, preocuparse por el problema
ambiental mientras se tienen como norte el progreso y el crecimiento
económico, implica el uso de tecnologías “limpias”, leyes que controlen y
penalicen la contaminación a partir de cierto nivel, etc., es decir, lo
que se llama “desarrollo sustentable”. El problema con esto es que el
crecimiento económico es por definición insostenible (no se puede crecer
infinitamente en un planeta finito), y porque como fue señalado al
principio, a mayor complejidad, mayores externalidades.
Así, la mejor solución para el problema de la contaminación no es
desarrollar tecnologías cada vez más complejas para remediar las
externalidades causadas por formas de producción y tecnologías cada vez
más complejas (una espiral absurda), sino el uso de tecnología apropiada
que no destruya los ciclos naturales o, mejor aún, que los utilice en
su favor.
La termoeconomía explica que eso que llamamos “producción” no es más
que la transformación y el pasaje de materia y energía de la naturaleza a
la economía de las sociedades humanas (siendo los desechos y la
polución el proceso inverso). Como decíamos, los ecosistemas poseen sus
ciclos de regeneración y una determinada capacidad de carga, de modo que
pueden “absorber” y procesar cierto nivel de disrupción sin que su
normal funcionamiento (su conservación) se vea demasiado alterado. Pero
llega un momento en que, si la presión sobrepasa cierto umbral, los
ciclos se rompen y los sistemas eventualmente colapsan.
Esto es precisamente a lo que conduce el máximo desarrollo de las
fuerzas productivas, y por eso mismo el discurso izquierdista debería
replantearse seriamente tal principio fundacional suyo. Es la historia
de nuestra civilización industrial: a mayor progreso, mayor disrupción
ecológica, hasta el punto culminante y global del caos climático que ya
está aquí.
Bien puede usarse el caso uruguayo como ejemplo de todo lo expuesto.
Nadie puede dudar que nuestro crecimiento económico ha ido acompañado de
una degradación igualmente creciente de nuestro ecosistema, siendo la
contaminación del agua quizás el caso más paradigmático. Pero la
contaminación y destrucción de los suelos vía monocultivos forestales y
sojeros (éstos, con la aplicación indiscriminada del cancerígeno
glifosato y otros agrotóxicos) es también alarmante, con graves
consecuencias sobre nuestro tejido económico y social, como la sangría
constante de miles de pequeños y medianos productores rurales, muchos de
ellos productores de alimentos que luego debemos importar a precios
inflados, en un éxodo rural producto de una expansión del latifundio y
una concentración de la tierra como no se han visto aquí en 300 años.
Mientras tanto, el PBI crece, y crece la recaudación fiscal. El
Estado puede redistribuir parte de ella para beneficio de la sociedad, y
cabe suponer que una porción se destina a paliar los peores efectos de
la destrucción ambiental, ya sea invirtiendo cada vez más en potabilizar
un agua cada vez menos potable o elevando el gasto para la atención de
problemas de salud derivados de la contaminación. Pero es un ciclo
perverso (e insostenible) pues, ¿no vale más prevenir que curar?
¿Realmente estamos dispuestos como sociedad a ponerle un precio en
dólares a nuestra salud colectiva? ¿Estaría usted dispuesto a dejarse
cortar un brazo si eventualmente se lo reemplazan por uno mecánico de
última generación?
Isabella sostiene que podemos crecer con un impacto positivo sobre el
ambiente, y pone como ejemplo los molinos eólicos para la generación de
electricidad, pero se equivoca. Porque el problema no es esta o aquella
tecnología particular, sino el rol que cumple en el funcionamiento de
todo el sistema del que es parte. Dejando de lado que la extracción de
la materia prima, la fabricación, el traslado, la instalación y el
mantenimiento de dichos molinos son actividades contaminantes que se
realizan con tecnología industrial basada en energías fósiles, los
molinos se instalan para generar más energía, es decir para crecer más,
lo cual en términos absolutos empuja al alza la demanda y el consumo de
más materia y energía (principalmente energía fósil), aumentando así la
degradación ambiental ya descrita (el mismo proceso observable en
nuestra historia para la hidroelectricidad, nuestra tradicional fuente
de energía renovable, cuya adopción creciente a lo largo del siglo
pasado no significó una disminución del consumo de petróleo, sino todo
lo contrario).
Más allá de este ejemplo, el problema no es la existencia de formas
de crecimiento que impacten positivamente sobre el ambiente (obsérvese
cómo, cuando se sostiene tal cosa, el “impacto positivo” que se defiende
suele consistir en aliviar a los ecosistemas de otras cargas que
nosotros mismos les hemos impuesto, v.g. la quema de combustibles
fósiles), que por definición son inexistentes, sino el ser concientes de
los límites biofísicos de nuestro medio y en desarrollar formas de vida
justas que se mantengan dentro de ellos.
Se me dirá, ¿pero qué puede hacer un pequeño e insignificante país
como Uruguay en el concierto de una civilización global que ha atado su
suerte al crecimiento económico y del que no se apartará, probablemente,
hasta que sea demasiado tarde para sí? Y respondo: dar el ejemplo.
Marcar el rumbo de la transición hacia una sociedad más justa y
armónica, consigo misma y con el medio del que depende para su vida. No
sería la primera vez que nuestro pequeño país es pionero en señalar
caminos hacia un mundo mejor.
Concretamente, esto significaría, primero que nada, junto con la
búsqueda de formas de desconcentración de la propiedad rural, abandonar
el modelo forestal-sojero e implementar uno agroecológico (lo que podría
tener sentido incluso dentro de los parámetros del actual capitalismo
global, al apuntar a la producción agrícola de calidad, para la que hay
buenos mercados, como ya hemos hecho con la ganadería).
En el referido debate, Isabella afirmó que no conoce “ninguna
experiencia de transformación profunda que haya sido exitosa en
contextos de estancamiento” pero sí “unas cuantas que se han frustrado
por la falta de crecimiento económico.” Lo que oculta esa afirmación es
la multitud de “experiencias” que han colapsado y desaparecido en buena
medida a causa del crecimiento económico, que ilustran y dan
fundamento histórico al análisis de Greer: los rapa nui, los romanos,
los mayas, los vikingos de Groenlandia, los anasazi, los cahokianos…
Nuestra civilización industrial ya usa en un año los recursos que el
planeta tarda un año y medio en regenerar. ¿Tendremos que agregarla a la
lista?
La trampa del crecimiento
octubre 13, 2016
No comments
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario