Paco Castejón
(Página Abierta, 244, mayo-junio de 2016).
El decrecimiento no es una buena
alternativa al desarrollo sostenible. El término “decrecimiento” es
introducido por Serge Latouche (Francia, 1940) a mediados de la década
de los 2000. Con él se quiere reivindicar la necesidad de que el
Producto Interior Bruto (PIB) de los países industrializados se
contraiga y así se reduzca el impacto ambiental que las actividades
económicas de esos países producen. De paso se abandona el paradigma del
crecimiento, que es la guía económica de estos países y del
capitalismo.
El decrecimiento es solo un elemento
más del esquema mental de este autor posmoderno. Más importante en el
pensamiento de Latouche es la oposición a un elemento del pensamiento
occidental que él considera clave. Para él, el principal problema reside
en el continuo que va desde el pensamiento científico hasta el
desarrollo industrial. Nuestra ciencia, basada en el método científico,
produciría de forma ciega desarrollo tecnológico, que da lugar, a su
vez, al desarrollo industrial, que marca nuestra forma de vida y tiene
efectos opresores.
Él critica todos estos elementos como
un continuo inseparable, que es imposible embridar por la política o por
cualquier institución, con un resultado siempre negativo para nuestras
vidas y para el medio.
Latouche introduce otro término que es
también importante en su pensamiento y que ha tenido menos predicamento:
la “tecnomáquina”. Con esta palabra se refiere a una gigantesca
construcción en la que todos participamos y en la que estamos
prisioneros. Nuestras vidas formarían parte de un engranaje que engloba
ciencia, tecnología, industria, actividad económica y cultura
occidental. Latouche no rechaza las aportaciones de culturas indígenas
para remediar estos problemas que nos trae la tecnomáquina.
Contrasta esta construcción tan
“moderna” –en el sentido de que posee una ordenación grande en la que
participan sujetos claros con intereses definidos– con el desarrollo
general de su pensamiento, de índole relativista.
Recientemente, el término se ha
extendido a más países –entre ellos, España– y se ha popularizado en los
sectores ecologistas y, también, en algunos sectores de izquierdas y
libertarios. Con esta extensión se amplía el significado del término de
lo estrictamente económico a una filosofía de vida que debería
extenderse a toda la sociedad para evitar el colapso ecológico.
La rápida asunción del término “decrecimiento”. Pronto se produce una asunción de este concepto por parte del movimiento ecologista y de algunos pensadores de izquierdas.
Una buena parte del ecologismo era
crítica en el fin de la década de los noventa del siglo pasado con un
concepto clave que había servido de guía a los pasos de este movimiento:
el “desarrollo sostenible”. En esa época se producen interesantes
debates en torno a este concepto, que se tratarán a continuación. Este
sector, disconforme con la construcción del “desarrollo sostenible”, y
ante el desgaste del término, busca nuevas explicaciones globales que le
puedan servir de guía.
Asimismo, esta corriente ecologista
tiene el objetivo prioritario de derribar el capitalismo. Buscaría, por
tanto, propuestas que resulten inasumibles para este sistema económico.
Si el desarrollo sostenible ha sido asumido por el sistema capitalista,
hay que buscar un concepto que resulte inasumible. Y ciertamente, el
decrecimiento lo es en un sistema cuyo fin es el crecimiento.
Los grupos
“decrecentistas-ambientalistas” suelen tener como objetivo final la
construcción de un mundo donde la vida se desarrolle en comunidades
pequeñas, autocentradas y casi sin necesidades de transporte. Algo a lo
que desde luego no tienden ni las sociedades de los países
industrializados, ni de los emergentes.
Por extensión, el término decrecimiento
es adoptado por algunas tendencias de pensamiento de izquierdas a la
búsqueda de construcciones y teorías globales para una sociedad
alternativa. Estas teorías asumirían las propuestas ecologistas,
especialmente si ponen al capitalismo en un brete insalvable: si el
capitalismo necesita crecimiento, defendamos el decrecimiento.
Además de este hecho, el decrecimiento
proporciona una explicación sencilla y compacta de lo que hay que hacer.
Y el término resulta lo bastante ambiguo para acoger en su seno ideas y
teorías diversas. No es extraño encontrar autores que se declaran hoy
“decrecentistas” tras haber sido defensores del desarrollo sostenible.
Críticas al “desarrollo sostenible”. El
desarrollo sostenible es un concepto que se extendió rápidamente en los
años noventa. El término fue introducido por la entonces primera
ministra noruega Gro Harlem Brundtland, autora del informe a la ONU
titulado “Nuestro futuro común”. El desarrollo sostenible es aquel que
permite satisfacer nuestras necesidades sin comprometer la satisfacción
de las necesidades de las generaciones futuras.
Esta formulación resulta muy
interesante, puesto que introduce el concepto de la solidaridad
intergeneracional, pero tiene todavía algunos problemas que resolver.
Estos problemas han hecho que muchos autores abandonen el término y
declaren que no vale la pena trabajar para aclarar esos puntos más
oscuros.
El primer debate atañía al término en
sí mismo. ¿Son “desarrollo” y “sostenible” términos compatibles? Algunos
autores decían que es imposible desarrollarse sin causar impactos
ambientales y sin consumir recursos no renovables. Para empezar es
necesaria una buena definición de desarrollo. Otra vez según la ONU,
“desarrollo” es el proceso de ampliar la gama de opciones de las
personas. Formulado así, es posible desligar el desarrollo de los
requerimientos materiales del consumo.
Y es también posible distinguir
desarrollo de crecimiento. Desde el punto de vista ambiental es muy
sugerente poder distinguir calidad de cantidad: no todos los modelos de
crecimiento económico son igual de destructivos. No es lo mismo aumentar
el consumo de energía a base de renovables que a base de carbón o
nuclear. Tampoco es igual desarrollar una industria de la construcción
para enladrillar el territorio que para rehabilitar el parque de
viviendas ya existente.
Aparece también un debate en torno al
concepto de necesidad. ¿Cuáles de nuestras necesidades deben
satisfacerse lícitamente? Una forma interesante de resolverlo es aceptar
la postura de Manfred Max-Neef, según la cual, en todas las sociedades y
épocas las necesidades humanas son muy parecidas. Tenemos nueve:
subsistencia, protección, afecto, entendimiento, identidad, libertad,
ocio, participación y creación. Cuando alguna necesidad no se ve
cubierta nos enfrentamos con la pobreza, que puede ser material,
cultural, social, espiritual… Lo que cambia de época en época y de
cultura en cultura son los satisfactores, las formas de satisfacer las
necesidades. De esta manera podemos buscar satisfactores que impacten lo
menos posible contra el medio.
También hay que tener en cuenta la
previsión del futuro. ¿En cuántas generaciones hay que pensar? Hay que
reconocer que no sabemos cómo será el futuro y qué acontecimientos
importantes cambiarán el mundo, y en qué sentido. ¿Cómo saber cómo será
el mundo y de qué satisfactores se dispondrá?
Además, hay que considerar los tres
pilares de la sostenibilidad: ambiental, social y económico. ¿A cuál se
le da más peso? ¿Qué ocurre cuando entran en contradicción? A menudo nos
toca elegir entre un beneficio social a corto plazo, que implica un
cierto impacto ambiental, o bien, la explotación de un bien natural que
permite el desarrollo económico.
Por si esto fuera poco, el término ha sido asumido por numerosos agentes económicos y políticos que en
absoluto se plantean la necesidad de un respeto al medio ambiente. Todo
se torna en sostenible y ecológico, incluidos el automóvil privado o la
energía nuclear. Se llega a acuñar el término de crecimiento sostenible,
que sí resulta contradictorio, o, peor aún, crecimiento sostenido.
Desde mi punto de vista, el desarrollo
sostenible, como otros términos que nos han resultado muy operativos, no
debería abandonarse y deberíamos luchar por su construcción y su
interpretación, y porque conserve el significado original.
El crecimiento y los límites. Es
evidente que la Tierra es un sistema finito y que, a pesar de la
energía que permanentemente le llega del Sol, posee límites: el terreno,
la cantidad de ciertos materiales, etc. Por tanto, resulta extraño
construir una teoría económica y un sistema económico basado en el
crecimiento perpetuo, sin reparar en que esté basado en el consumo de
recursos naturales limitados.
Es necesario introducir el concepto de
límite en la teoría económica y mirar a los ecosistemas como abiertos,
pero finitos. Los bienes naturales deben ser evaluados de alguna manera.
El reciclaje, los procesos cíclicos en que los productos de uno son los
insumos de otro, debería estar en la base de nuestra producción.
La sostenibilidad implica consumir solo
recursos renovables a un ritmo menor que el que tardan en regenerarse,
siempre que sea posible. Y también implica sustituir los recursos no
renovables por otros renovables.
Pero, además, es preciso introducir el
concepto de límite en las mentalidades. Seguimos viviendo y consumiendo
como si el mundo fuera infinito, como si los tanques de las gasolineras
se llenaran de combustible de forma mágica y siempre fuéramos a tener
combustible disponible para nuestros coches. Es curioso que, a pesar de
la finitud de nuestra vida, consumamos y vivamos como si todo fuera
ilimitado.
Crítica al PIB como indicador. La
forma de medir el rendimiento económico de un país, el Producto
Interior Bruto (PIB), adolece de graves problemas que lo invalidan como
un buen indicador económico.
El PIB a menudo no tiene en cuenta los
recursos naturales, y no cuenta la riqueza económica que estos suponen,
bien cuando se destruyen o cuando se consumen. Esto hace que se falseen
los precios de los bienes y servicios, puesto que no cuentan de forma
íntegra el valor de lo que se consume. Esto es lo que se conoce como
externalidades: el valor de los productos y de los servicios no
reconocido en su precio final. La forma de corregir este problema, de
“internalizar las externalidades”, es introducir ecotasas que, al menos,
lancen señales del valor ambiental y social de lo que se consume.
El PIB aumenta cuando se realiza una
actividad que daña el medio, sin descontar los daños que esta actividad
produce. Sorprendentemente, los trabajos encaminados a descontaminar o a
restaurar el medio también contribuyen al PIB. ¿No sería más sensato
restar ambas contribuciones?
Las sinergias entre diferentes impactos
o acciones tampoco se tienen en cuenta en el PIB. Nos limitamos a
sumar, cuando muy a menudo el producto final es más que la suma de los
términos. Esto sucede, por ejemplo, con la contaminación atmosférica en
la que se cuentan por separado los diferentes contaminantes sin
considerar el daño combinado que producen.
Otro problema es que no se pueden
contar cabalmente algunos bienes naturales: ¿cuánto costaría, por
ejemplo, la última pareja de ballenas? Se dice que el valor es el que
los consumidores estén dispuestos a pagar (willing to pay);
pero esto no es satisfactorio, por resultar totalmente subjetivo. Es
imposible conocer el valor económico de esas especies. ¿Cuánto cuesta la
vida humana? Según las evaluaciones económicas, la prima que uno
obtendría en un seguro de vida. Ni qué decir tiene que se trata de una
evaluación totalmente insuficiente.
El PIB debe ser reformado para
incorporar paulatinamente los costes naturales en la contabilidad. Pero,
además, se hace imprescindible la protección de algunos bienes
naturales con la regulación y la planificación.
Un binomio maldito: crecimiento y PIB. Es necesaria otra teoría económica. En efecto, el problema viene de la construcción de un binomio maldito: crecimiento y PIB.
En la economía realmente existente, el
éxito se mide en crecimiento del PIB, lo que resulta muy negativo, dados
los problemas que, como se ha visto, tienen ambos conceptos. Es
necesario criticar el crecimiento del PIB como medida del éxito
económico. No es posible el crecimiento indefinido del PIB sin ponerle
numerosos adjetivos. Habría que señalar dónde y cómo se puede crecer y
dónde no se puede, porque tarde o temprano se chocará con algún límite
si no se tiene cuidado en cómo se crece. El desarrollo implica añadir el
término de “calidad” a la forma de crecer.
Si mantenemos el PIB como está, casi
ciego al capital natural y a los impactos ambientales, el crecimiento
nos lleva a la superación de límites importantes del planeta y a
producir daños ambientales globales que pueden incluso poner en
cuestión nuestra civilización. El cambio climático es el principal
desafío al que nos enfrentamos. A pesar de que conocemos lo que se debe
hacer para limitar el calentamiento global, las dinámicas políticas y
económicas, junto con los enormes intereses que rodean las emisiones de
gases de invernadero, impiden dar pasos más eficaces en la dirección
apropiada.
Es imprescindible levantar otra teoría
económica que corrija el indicador PIB para evitar los problemas que hoy
conlleva, que pueda tener en cuenta los límites que la naturaleza
impone y que valore de alguna manera los recursos naturales. En este
marco, el decrecimiento no tendría lugar.
Recapitulando. Tras
todo lo dicho, en mi opinión el “decrecimiento” no puede ser una
propuesta a añadir al programa ecologista. Supone, en realidad,
desenfocar el debate. No es buena idea centrarnos en si hay que crecer o
decrecer, sino en construir una forma de desarrollo sostenible.
Las propuestas ecologistas de aumentar
la austeridad privada, disminuir el consumo de recursos, construir unos
valores basados más en el ser que en el tener, primando la calidad sobre
la cantidad, siguen siendo vigentes y no es preciso buscar nuevos
conceptos.
Más aún, un programa de políticas
ecologistas podría producir crecimiento en el corto plazo, incluso en
los países industrializados. Habría que cambiar el modelo energético, lo
que implicaría detener las centrales nucleares, y proceder a su
desmantelamiento, y aumentar la producción e instalación de sistemas
para explotar las energías renovables; todo ello supondría actividad
económica que sumar al PIB.
Habría, también, que proceder a la
rehabilitación del parque de viviendas para que fueran más eficientes
energéticamente, lo que produciría actividad en el sector de la
construcción y crecimiento del PIB. Lo mismo habría que decir de la
modificación del urbanismo, etc. Todas estas actividades, por cierto,
suponen la creación de numerosos puestos de trabajo.
Es cierto que, a largo plazo, el
respeto con el medio ambiente implicaría un estancamiento secular e,
incluso, decrecimiento económico. Pero aún falta camino que recorrer
para llegar ahí.
La aceptación del decrecimiento como
guía supone abandonar el trabajo para reformar la teoría económica y el
PIB como índice. Habría que explicar que, en realidad, no nos importaría
crecer en algunos aspectos: economía inmaterial, o basada en energía y
productos renovables, y servicios sociales.
Encerrarnos en el decrecimiento nos
mete en un callejón sin salida. Renunciamos a reformar el desarrollo
realmente existente y lo impugnamos, en lugar de buscar estrategias que
permitan combinar la mejora de las condiciones de vida de las
sociedades, urbanas y rurales, con la protección ambiental.
El decrecimiento no es ni siquiera un
buen eslogan en época de crisis. En estos momentos, la sociedad asocia
decrecimiento a crisis y a problemas económicos. Sería necesario
explicar que el decrecimiento económico habría de venir acompañado de un
sinnúmero de medidas de emergencia social, de redistribución de los
recursos y de cambios en el modelo energético y productivo. Algunos
autores hablan de “decrecimiento sostenible” para tener en cuenta todos
estos problemas.
En mi opinión, es mejor seguir
trabajando por perfeccionar el concepto “desarrollo sostenible” e
intentar pulirlo para librarlo de los problemas que conlleva. También es
preciso seguir luchando por la interpretación del término, despojándolo
de lecturas interesadas.
El desarrollo sostenible puede
funcionar como un sistema normativo que se vaya introduciendo en los
valores sociales y en la forma de vida, para que, además, influya en las
políticas y en los procesos económicos.
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