Franck Richard - Periodico Diagonal
En 1853, fue publicado por primera vez “Bartleby, el escribiente,”
de Herman Melville. El cuento narra la historia de un peculiar copista
que trabajaba en una oficina de Wall Street.
En un primer momento, este hombre se reveló trabajador, concienzudo,
discreto, y no se relacionaba con sus compañeros. Un día, de repente,
deja de escribir y rechaza ciertas tareas amparándose en una frase,
siempre la misma, “I would prefer not to”, que se ha traducido
habitualmente por “preferiría no hacerlo”. Poco a poco, Bartleby deja de
trabajar y de comer –excepto galletas de jengibre– y se niega también a
ser despedido.
El relato, dedicado a “Bartleby y a toda la Humanidad”, incita a preguntarse sobre el carácter universal del texto, ya que Melville no da ninguna explicación psicológica sobre el extraño comportamiento de su personaje.
Locura, autismo, expresión de un “anti-poder”, invitación a la lucha directa contra los aparatos del estado… Los intentos para entender Bartleby han sido numerosos.
Pero, volvamos a Melville. La obra de un autor es siempre la expresión de una individualidad, de un cuerpo, del mundo en el cual evoluciona este cuerpo.
Melville nació el primer día de agosto de 1819 en Pearl Street, al sureste de Nueva York en una familia humilde. Su padre falleció a causa de una neumonía tras haber intentado crear, sin éxito, su propio negocio. El autor de Moby Dick conoció posteriormente una larga sucesión de fracasos en su carrera de escritor y una gran inestabilidad financiera hasta el fin de su vida, en 1891.
Su historia personal coincidió con el desarrollo de nuevas formas de explotación industrial y la generalización del trabajo asalariado. El progreso científico permitió la invención de la máquina de vapor, la mejora de la industria textil y de la metalurgia. Estas innovaciones técnicas tuvieron importantes consecuencias en la organización social, el desarrollo de los mercados financieros y el nacimiento de la clase obrera.
Melville era un hombre de su tiempo. La novela Moby Dick es un claro testimonio de las preocupaciones de su autor respecto a asuntos como la situación social, la clase obrera, el bien y el mal y el lugar del individuo en el universo.
En este contexto, el libro puede ser visto como una condena del trabajo asalariado, de esta nueva forma de subyugación consentida entre un empleador y sus empleados. Este “I would prefer not to” resuena como una indignación doble, por un lado, ante la perfidia de los nuevos capitalistas y, por otro, ante la vorágine laboral de la clase obrera.
Paul Lafargue escribirá un poco más tarde en su famoso “derecho a la pereza” : “Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacralizado el trabajo”.
Encontramos la misma condena del trabajo asalariado bajo la pluma de Nietzsche: “En la glorificación del trabajo, en los discursos ineludibles sobre las bondades del trabajo, veo la misma secreta intención que en los elogios de los actos impersonales y de interés general: el miedo secreto a todo lo individual. Se comprende ahora muy bien, al contemplar el espectáculo del trabajo –es decir, de esa actividad ardua que se extiende desde la mañana hasta la noche–, que no hay mejor policía, pues sirve de freno a cada uno de nosotros y contribuye a que se detenga el desenvolvimiento de la razón, de los apetitos y de los deseos de independencia. El trabajo gasta la fuerza nerviosa en proporciones extraordinarias y priva de esa fuerza a la reflexión, a la meditación, a los ensueños, a los cuidados, al amor y al odio; nos pone delante de los ojos un fin siempre vano, y recompensa con satisfacciones fáciles y del todo comunes”.
Bartleby, hombre gris entre los hombres grises, lleva toda la carga de una humanidad que vende su alma al diablo. Su rechazo, sin odio ni cólera, condena los horrores económicos futuros que abarcarán desde la sumisión voluntaria de la mayoría hasta la ley del más fuerte, dando como resultado la Inglaterra victoriana, la Francia de Zola, los campos nazis que proclamaron que “el trabajo te hace libre”, la economía globalizada actual.
Hoy son numerosos los apologistas, de izquierdas o de derechas, de la religión del trabajo. Venderse sería el horizonte insuperable del homo economicus dentro un mundo dominado por la economía de mercado. Sin embargo, es necesario cuestionar el papel del trabajo en nuestras sociedades, en las que escasea.
La solución pasa por imaginar otras formas de participación, compartir el trabajo para reducir el paro, fomentar los intercambios no necesariamente económicos, de tal manera que se rompan todas las contingencias y los miedos que nos han impuesto.
Nuestro destino no es dirigir o seguir. Seamos individualidades fuertes que dirijan nuestras propias vidas. Renunciar a la forma actual del trabajo y a su lógica es inventar una nueva sociedad más igualitaria y más libre.
¡Dejemos, pues, de venerar al dios del trabajo! ¡Seamos los herederos de Albert Cossery, dandi y escritor suntuoso, para quien “no hacer nada es un trabajo interior”.
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