Entrevista a César Rendueles por Pablo Batalla Cueto - mas24
«En un sistema alternativo seguramente algunos megarricos deberían
prescindir de sus yates con asientos tapizados en piel de pene de
ballena, tal vez la clase media japonesa se vería obligada a aceptar que
una vida sin inodoros domóticos es digna de tal nombre y los
estadounidenses podrían tener que asumir que los carriles bici no son un
anticipo de la llegada del Anticristo. Pero, por otro lado, en torno a
mil millones de personas podrían dejar de pasar hambre y un número
similar podría aprender a leer y escribir», piensa y escribe César Rendueles en Capitalismo canalla,
un espléndido ensayo en el que sobrevuela la historia del capitalismo a
través de la de la literatura para desnudar un sistema que no fue una
evolución pacífica e inevitable de los modos de producción anteriores,
sino una opción entre otras impuesta de manera extremadamente violenta, y
no está, como creía Marx, embarazado de socialismo. Rendueles, que nació en Gerona en 1975 pero es tan de Gijón como su padre Guillermo, vuelve a encender así la linterna que estrenó en 2013 con Sociofobia y con la que aspira a arrojar luz sobre las frondosidades de la jungla semiótica
que habitamos: un mundo hecho pedazos que premia la fragmentación y
castiga las narraciones continuas y coherentes. También a repensar un
socialismo que, en su muy autorizada opinión, debe ser revolucionario en
lo económico y reformista en lo institucional, pero conservador en lo
antropológico. El alma del hombre nunca fue plastilina moldeable a
voluntad, explica este doctor en filosofía que también cuenta, entre su
producción bibliográfica, con una hercúlea antología de El capital. «La razón en marcha ya no atruena, como dice el verso de La Internacional: es una suave y trivial música ambiental que fluye a través de los auriculares de nuestros iPods», escribe en otra página de Capitalismo canalla.
Bueno, en realidad es una idea de Karl Polanyi, un
historiador y economista austriaco del periodo de Entreguerras. Lo que
plantea Polanyi no es tanto una crítica del mercado libre por sus
efectos perniciosos como, de alguna forma, una consideración de su
posibilidad. En realidad, dice Polanyi, el mercado libre es una utopía
del siglo XIX como hubo muchas otras: la de Owen, la de
los falansterios, la de los saintsimonianos… La diferencia es que ésta
triunfó y nos la hemos llegado a creer, pero igual que el resto de
utopías es incompatible con aspectos esenciales de la antropología
humana y sólo genera violencia y sufrimiento. Históricamente, explica
Polanyi, el mercado libre no ha existido en el sentido de que siempre ha
requerido fuertes ayudas del Estado y de otras instituciones sociales
tanto para su implementación como para paliar los efectos de sus crisis.
El mercado libre es una utopía en el sentido más catastrófico de la
expresión, y yo creo que eso lo estamos viendo muy bien en estos días en
que se intentan liberalizar aspectos cada vez más amplios de la vida
social y en que, sin embargo, se requieren intervenciones gigantescas
para, por ejemplo, rescatar a la banca. Las intervenciones financieras
que se han hecho para rescatar a la banca en Europa son mayores que
varios planes Marshall. Con el rescate de la banca española podríamos
haber financiado toda clase de medidas sociales, desde por supuesto la
ley de Dependencia hasta muchísimas otras. Si no me equivoco, incluso la
renta básica. Yo creo que esa idea de Polanyi es una muy potente:
frente a un debate siempre ambiguo sobre si los efectos del mercado
libre son positivos o negativos, él dice que el mercado no es ni bueno
ni malo, sino imposible. Lo que parece mercado libre en realidad es una
ortopedia pública estatal muy potente y que tiene unos costes altísimos.
Es una crítica muy intuitiva, además.
El neoconservadurismo es, dice usted, un keynesianismo de derechas en realidad.
Sí,
lo que pareció entonces y hoy liberalización, y en algunos efectos lo
fue, ha tenido mucho de intervención del Estado, sólo que de una
intervención que en vez de estar dirigida al bienestar social lo ha
estado a reforzar el poder de las élites. Eso ha sucedido desde los años
setenta. Desde entonces, el gasto público no ha descendido: de hecho,
en Estados Unidos, durante toda la época de Reagan, la
deuda aumentó y el gasto público no se recortó significativamente,
simplemente se orientó hacia otras cuestiones. En España, el gasto
público se orientó en esos mismos años hacia las grandes obras públicas
para beneficiar a las grandes constructores y en Estados Unidos hacia la
industria armamentística y farmacéutica fundamentalmente. A eso hace
referencia esa expresión que yo creo que es muy intuitiva: la gente que
está pidiendo todo el rato que se retire el Estado lo que está pidiendo
es que se retire de la sanidad y la educación pero para reaparecer en
otros lados.
En otro pasaje de Sociofobia escribe
sobre cómo el capitalismo es capaz de hacer parecer irrelevantes esas
constantes intervenciones del Estado que el libremercado necesita,
redefiniéndolas como momentos excepcionales y no como la normalidad
histórica del capitalismo. ¿Cómo consigue eso el capitalismo?
Con
un aparato ideológico realmente eficaz. Yo creo que la izquierda tiene
mucho que aprender de las intervenciones que los neoliberales han ido
realizando desde los años setenta y de cómo los neoliberales han
conseguido convencer a grandes masas de trabajadores de que votaran
mociones y apoyaran políticas públicas que iban directamente en contra
de sus intereses. Es cierto que hay una parte de opacidad en esas
intervenciones. Son intervenciones poco visibles. Las subvenciones a
concesionarias de autopistas, que son una especie de impuesto En realidad, el capitalismo surgió históricamente de chiriparevolucionario
que pagamos a los ricos desde hace décadas en este país, no son, por
ejemplo, una cosa muy conocida. Pero la parte mayor de ese logro del
capitalismo es una eficacia asombrosa en la transmisión de ese discurso
ideológico. Margaret Thatcher decía que la economía es
el medio, pero que el fin es conquistar las almas y los corazones, y
tenía toda la razón. Lo hicieron extraordinariamente bien y lo estamos
pagando. Ese discurso se nos ha metido en los huesos.
Algunos días en algunos lugares
El
capitalismo, explica también usted en sus libros, no fue una evolución
pacífica e inevitable de los modos de producción anteriores, sino una
opción entre otras que fue impuesta a las sociedades del mundo de manera
extremadamente violenta.
Sí. En realidad, el
capitalismo surgió históricamente de chiripa. Hay una parte muy
importante de la historiografía marxista que no ha entendido bien eso,
que ha pecado hasta cierto punto de un cierto exceso de evolucionismo o
de hegelianismo y no se ha dado cuenta de que el capitalismo surgió como
consecuencia de una confluencia de factores, de sinergias, que se
habían dado por separado en otras sociedades pero nunca simultáneamente.
En otras sociedades había habido una gran afluencia de metales
preciosos, una gran masa de mendigos a la deriva sin disponer de medios
de producción, desarrollo tecnológico, etcétera, pero nunca había pasado
que de repente, en unos pocos países, se dieran todas esas
circunstancias a la vez. Es importante recordarlo: el capitalismo no es
inevitable, no es la única opción, sino el resultado de una serie de
casualidades que al final, pero sólo al final, fueron alimentadas o
impulsadas políticamente a través de medidas no siempre coherentes por
una clase, la burguesía industrial, a la que le interesaban, y que
efectivamente a veces utilizó una violencia extrema para conseguirlo. El
capitalismo fue resultado de medidas nada consensuales, nada resultado
del pacto social, nada que ver con eso que nos dicen de «lo que hemos
acordado» (risas). Sí, es el consenso que más o menos hemos aceptado,
pero desde luego a lo largo de siglos fue resultado de imposiciones muy
violentas. Yo, a mis estudiantes, siempre les pregunto lo siguiente:
«¿Cómo pasó que millones de personas abandonaran sus medios de vida
tradicionales para irse a las puertas de las fábricas a pedir que las
explotaran doce o catorce horas al día en un trabajo infame? ¿Eran
idiotas?». La respuesta es: no, no lo eran, simplemente no tuvieron otra
opción.
Usted describe el esclavismo como un «tubo de ensayo» del capitalismo, y al capitalismo como un esclavismo perfeccionado.
Sí.
Esto a veces se entiende mal, porque parece que describo el trabajo
asalariado, esto que tenemos todos, como algo comparable al esclavismo, y
no es verdad. No me gusta nada esa especie de catastrofismo de
izquierdas que lo diluye todo en una noche en que todos los gatos son
pardos y transmite la idea de que es lo mismo trabajar en una oficina
que en una plantación. No lo es. La izquierda necesita un poco más de
matiz; tendemos demasiado al trazo grueso. Lo que yo quiero decir es que
el tipo de trabajo que se generalizó en la sociedad industrial
—repetitivo, serial, no cualificado, con muy escaso control sobre los
medios de producción, etcétera— es algo que sólo se conocía en la
producción esclavista de materias primas en las colonias. Los campesinos
y los artesanos tradicionales se caracterizaban por tener un gran
control sobre su proceso productivo, por controlar todos o la mayor
parte de los pasos de la producción de la pieza, y tenían también cierto
control de cómo trabajaban, en qué condiciones y en qué horarios. Lo
que hoy asociamos al trabajo, que es llegar y obedecer unas órdenes y
que te pauten completamente ese proceso, sólo se había experimentado en
las colonias. No es tanto que las condiciones de vida del esclavismo se
hayan trasladado al trabajo asalariado, que eso no fue necesariamente
así y a partir de cierto momento dejó desde luego de ser así, como que
los procesos laborales que hoy identificamos como normales eran
desconocidos en la antigüedad y se volvieron normales como resultado de
un proceso de aprendizaje.
El libre mercado fue durante mucho tiempo un auténtico escándalo moral
El
capitalismo tampoco es eso que se suele decir que es: el sistema más en
consonancia con un supuesto instinto emprendedor y competitivo innato
en la especie humana. Usted explica que «casi todas las sociedades han
conocido el comercio, sí, pero sólo como una realidad marginal con un
peso muy limitado en su vida en común» y que «muchas culturas no han
dudado en expulsar o incluso ejecutar a quienes aspiraban a situarse por
encima de los demás».
Efectivamente. Ésa es una vieja
discusión en antropología, y lo que dicen los antropólogos más cercanos
al liberalismo es: «¿No veis que nuestros hijos intercambian canicas? Es
una tendencia comercial innata en el ser humano que hay que liberar
para generar prosperidad». Eso tiene un punto de verdad y un punto de
mentira. Es verdad que el intercambio es una cosa antropológica
universalmente extendida. Todas las sociedades han comerciado en alguna
medida, pero la expresión clave ahí es «en alguna medida». A eso de que
todas las sociedades han comerciado hay que añadir que todas las
sociedades han impuesto grandes límites a con qué se comerciaba, en qué
momento y hasta qué punto. Una pauta que fue tan universal como el
comercio hasta épocas muy recientes es que no se comerciaba con bienes
de primera necesidad y que ese comercio no ponía en riesgo la
supervivencia material de la sociedad. No se comerciaba con el suelo, no
se comerciaba con el trabajo… Una frase que suelo repetir pero que da
muy buena idea de esto es que el mercado era algo que pasaba algunos días en algunos
lugares. Es algo que todavía nosotros hemos conocido: en nuestros
pueblos sigue habiendo días del mercado y plazas del mercado. El mercado
no era algo que estuviera permanentemente presente, sino algo que
pasaba una vez a la semana o incluso al mes en algunos lugares y con
pautas muy establecidas. A menudo incluso con precios establecidos, que
es algo que también se nos olvida: en muchos mercados los precios no
eran libres, eran acordados conforme a ciertas necesidades de
reproducción social.
«El mercado fue un escándalo social» y «el trabajo asalariado constituye una extravagancia histórica», escribe asimismo en Capitalismo canalla.
Sí,
exactamente. En las primeras fases del proceso de mercantilización fue
así. En los países católicos se percibe bien ese escándalo que produjo
la idea de empezar a comerciar con bienes de primera necesidad, de
mercantilizarlo todo, de abrir las puertas a la especulación financiera,
etcétera. Era algo literalmente inmoral y quienes lo practicaban, los
primeros comerciantes modernos, eran auténticos buscavidas que habían
perdido el contacto con su comunidad y el compromiso con sus normas
sociales y por distintos motivos circulaban de un lugar a otro buscando
oportunidades allí donde las hubiera. De repente había una comunidad que
no tenía tela o azúcar y allí aparecían éstos a venderle tela o azúcar
al precio más alto posible. Eso se consideró durante mucho tiempo un
auténtico escándalo, algo que violentaba las normas del justo comercio
que establecían más bien lo contrario: el azúcar, la tela, son bienes de
primera necesidad y se venden a un precio razonable que permita la
reproducción social, y tú no vas por ahí aprovechándote de la
oportunidad de que alguien tenga poco. Con la especulación financiera,
lo mismo: aprovecharse de que alguien no tuviera para cobrarle un
crédito a precios usurarios se consideraba un escándalo moral. Esa
capacidad para escandalizarse con esas prácticas pervivió durante mucho
tiempo y se fue perdiendo como resultado de un proceso lento.
En Capitalismo canalla cuenta una anécdota muy reveladora protagonizada por el emperador de Persia.
Una que contaba Heródoto,
sí. Una delegación espartana fue a Persia a tratar de intimidar al
emperador advirtiéndole de las represalias que sufrirían los persas si
se atrevían a atacar a los griegos y Ciro respondió que
no le daba ningún miedo una sociedad que habilitaba un espacio público
en el que engañarse los unos a los otros. Ese espacio público era el
mercado, el ágora. Se ha dicho que era institución desconocida en
Persia, pero no es verdad: sí que había mercados La cuestión no es mercado sí o mercado no, es qué espacio le concedemos al mercadoen
Persia, lo que pasa es que estaban muy, muy regulados y tenían
características diferentes a las de los nuestros. En realidad no se
trata de abolir el mercado. Polanyi es muy cauto en ese sentido: dice
que no hay que demonizar el mercado, porque el mercado ha tenido, a
veces, resultados muy positivos. En Atenas, por ejemplo, Pericles lo
impuso como una manera de impulsar la democracia frente a las prácticas
clientelares de la aristocracia. Lo que hacían los aristócratas era dar
banquetes y abrir sus casas a los pobres para que pudieran comer en su
mesa, generando de esa manera redes clientelares. Frente a eso, el
mercado era un espacio en el que cada cual podía encontrar sus medios de
subsistencia a bajo precio, y por lo tanto algo que tuvo efectos
democratizadores reales. La cuestión no es mercado sí o mercado no, es
qué espacio tenemos que concederle al mercado para que tenga efectos
positivos y qué espacio tenemos que quitarle para que no tenga efectos
negativos.
El capitalismo no es un modo de producción en
consonancia con la naturaleza humana, sino, por el contrario, uno
tremendamente antinatural, que nos separa temerariamente de nuestra
esencia más profunda como seres humanos. Usted compara el capitalismo
con ese váter de la embajada estadounidense en Australia en el que, en
un famoso capítulo de Los Simpsons, el agua gira como en los
del hemisferio norte gracias a un complejo ingenio adosado a él. Como
él, el capitalismo ha necesitado «una enorme y complicadísima
ingeniería» para hacernos «llegar a aceptar que el trabajo, la tierra,
los alimentos básicos o incluso el agua son mercancías que se pueden
comprar y vender».
Sí, sí. Hombre, esto de la naturaleza
humana es muy complicado: no sabemos exactamente qué es. Pero hay
instituciones que, aunque puedas suprimirlas, aparecen a poco que te
descuidas. No conocemos, por ejemplo, sociedades sin familias. No existe
tal cosa, no hay ninguna sociedad a lo largo de la historia conocida
que no haya tenido instituciones familiares de un tipo de otro. Yo diría
que eso es un indicador de que tal vez las familias sean un componente
fundamental de nuestra naturaleza. Frente a eso, hay instituciones que,
por el contrario, requieren intervenciones permanentes para no
desmoronarse, y el capitalismo es una de ellas, una institución muy
expansiva pero muy frágil que se perpetúa a través de crisis constantes
resueltas por medio de grandes procesos de ortopedia. Cuando tenemos
instituciones de ese tipo, yo creo que debemos sospechar de su idoneidad
o de su consonancia con nuestra naturaleza. Debemos pensar en ellas, y a
lo mejor al pensar en ellas llegamos a la conclusión de que hay que
mantener esa institución y esas intervenciones, pero a lo mejor también
deducimos que hay que buscar instituciones más sostenibles en el tiempo.
Pañales tayloristas
Más
mensajes. El capitalismo, además de no ser un sistema adaptado a la
naturaleza humana, tampoco es un sistema frío y racional, sino uno
tremendamente irracional, una especie de insania gigantesca. Usted
propone varios ejemplos demostrativos de esto. En Sociofobia hace, en relación con ello, una referencia a los Yes Men. ¿Quiénes son los Yes Men?
Son
un grupo artístico que se dedica a suplantar y parodiar a
representantes de las instituciones financieras y las grandes empresas
en foros empresariales internacionales, haciendo propuestas
absolutamente descabelladas pero que sin embargo son aceptadas por los
empresarios con toda naturalidad. Por ejemplo, se hacen pasar por
miembros de la Organización Mundial del Comercio y presentan iniciativas
como ilegalizar la siesta, recuperar la trata de esclavos, establecer
un mercado de votos o de derechos humanos de tal forma que un Estado que
necesite violar los derechos fundamentales pueda comprarle a otro su
cuota de infracciones o acabar con el hambre en el mundo haciendo que
los pobres se alimenten comiéndose sus propias heces. Los empresarios
acogen todo eso con una sonrisa; lo ven como propuestas originales, a lo
mejor un poco excéntricas, pero en el fondo aceptables. Yo creo que eso
saca a la luz hasta qué punto vivimos en una sociedad completamente
enloquecida. Hemos aceptado propuestas completamente dementes y en
cambio el puro sentido común se ha vuelto casi En lugar de adaptar el trabajo a las necesidades antropológicas, hacemos justo lo contrariorevolucionario, casi subversivo. Las propuestas que se hacen con eso que se llama hiperracionalidad adolescente,
eso que dicen los adolescentes de: «¡¿Por qué no lo cambiamos todo?!»,
son de puro sentido común pero hoy nos parecen casi demenciales. Por
ejemplo, aceptamos que haya un 25% de paro en vez de repartirnos el
trabajo, que es una cosa de puro sentido común pero que en el sistema
actual, con las inercias que tenemos, parece casi imposible. A ese tipo
de demencia me refiero: a ser incapaces, por la inercia social en la que
estamos envueltos, de poner en marcha propuestas sensatas, de sentido
común y perfectamente aplicables porque tenemos los mecanismos
tecnológicos, sociales y culturales necesarios para ello.
También se refiere, en Sociofobia, a los patent trolls. ¿Quiénes son los patent trolls?
Los patent trolls son
empresas que se dedican a comprar patentes y licencias de forma masiva y
sin ningún criterio y a acumular miles, a veces decenas de miles, con
la esperanza de que en algún momento sean de utilidad y les permitan
secuestrar empresas productivas que quieren desarrollar algo pero que no
lo pueden hacer porque necesitan una de las patentes que poseen los patent trolls.
Al principio eran pequeños timadores que se dedicaban a comprar unas
pocas patentes y a esperar a ver si sonaba la flauta, pero últimamente
son más bien grandes grupos empresariales que compran paquetes de miles y
miles de patentes. El troleo de patentes se ha convertido en una forma
de especulación financiera, y yo creo que es un buen ejemplo de la
capacidad cancerígena que tiene el capitalismo financiero para
extenderse como una metástasis a todos los lugares hasta el punto de
cortocircuitar el desarrollo tecnológico, que es una de las pocas cosas
que se suponía que sí fomentaba.
¿Es cierta la anécdota
que cuenta de las cajeras de supermercado a las que su supervisor no
permitía ir al baño más que una vez durante la jornada laboral, y por
ello llevaban pañales?
Sí, sí. Me la contó una persona
que lo conocía de primera mano. Hay muchos casos de ese tipo. Lo de los
pañales es una situación extrema, pero hay muchísimos lugares en los que
hay cronometrajes y reglamentos para regular el número de veces que los
trabajadores pueden levantarse de su puesto, lo cual genera una enorme
ansiedad. Esa supervisión muy, muy estrecha, vinculada al taylorismo y a
los procesos de supervisión llamada científica del trabajo, es
una pauta bastante habitual en las maquilas del tercer mundo y está
detrás de esas situaciones laborales tan estresantes que se conocen, por
ejemplo, en las fábricas de Apple en China.
¿Lo es que
«algunos expertos recomiendan a las madres trabajadoras en periodo de
lactancia que miren una fotografía de su bebé mientras se extraen leche
en su lugar de trabajo, pues la rutina laboral tiende a interrumpir el
flujo natural de leche materna»?
Sí, sí. Es un consejo
habitual que se da a las madres que siguen dando el pecho a sus hijos
pero se incorporan al puesto de trabajo. Ni siquiera una foto de sus
hijos, sino una de cualquier bebé. Si no, se corta el flujo de leche y
luego tienen dificultades para dar el pecho. Otra pauta antropológica
universal es una cierta división del trabajo por géneros. En general, en
la mayor parte de sociedades tradicionales las mujeres realizan
trabajos que les permitan mantener una lactancia prolongada y seguir
dando el pecho a sus hijos. Se encargan de todo tipo de tareas pero
siempre y cuando les permitan la lactancia prolongada. En cambio, en
nuestras sociedades nos enfrentamos a ese tipo de dilemas derivados de
un trabajo completamente desvinculado de la vida cotidiana y familiar y
de nuestras redes de afinidad. Tenemos que inventarnos esa clase de
artilugios para que algo tan básico como la alimentación de un lactante
se pueda mantener. Frente a lo que ha sido la norma antropológica
durante miles de años, en lugar de adaptar el trabajo a las necesidades
antropológicas adaptamos las necesidades antropológicas al trabajo.
Milton Friedman y Friedrich Hayek fueron considerados psicópatas en los setenta, explica en No es más loco quien mata de hambre a millones de personas que un asesino en serie Capitalismo canalla.
Sí,
bueno, más que psicópatas gente con una visión bastante extravagante de
la realidad. Hoy, cuando uno piensa en economía piensa básicamente en
economía neoclásica ortodoxa. Sin embargo, es una escuela económica que
durante más de treinta años ocupó un lugar muy marginal en las
facultades de economía de todo el mundo. Eran unas poquitas personas,
unos pocos catedráticos, los que defendían ese modelo. Hayek y Friedman
eran conscientes de esa posición marginal y sabían que les iba a costar
muchísimo alcanzar una posición de centralidad, pero tuvieron algo de
lo que yo creo que en la izquierda deberíamos aprender: una enorme
paciencia. Supieron replegarse a las trincheras de sus cátedras cuando
les tocó hacerlo y esperaron y esperaron hasta encontrar su oportunidad.
Durante ese tiempo de espera después de la segunda guerra mundial esas
teorías fueron absolutamente marginales, pero un buen día triunfaron, y
triunfaron no con un triunfo epistemológico, científico; no en
experimentos cruciales que demostraran que tenían razón, sino
políticamente y a través de mecanismos institucionales de expulsión de
otras corrientes y escuelas y de adquirir poder en las instituciones
académicas y financieras. Hoy esas teorías parecen la economía sin más,
algo para lo que no hay alternativa, pero es mentira: sí que la hay, y
cuando esos tipos de corbata, Lacalle y compañía, nos
dicen: «Nosotros somos expertos, sabemos de economía de verdad», tenemos
que tener siempre claro que la suya es una escuela entre diez mil y una
que, como por otra parte todas, falla más que una escopeta de feria.
«Hoy
Norman Bates trabaja en Standard & Poor’s y esnifa coca en el
asiento de cuero de un Bentley» y «la globalización neoliberal es la
historia de cómo el noventa y nueve por ciento entregamos
voluntariamente el control de nuestras vidas a fanáticos con una
percepción delirante de la realidad social [y de cómo] dimos carteras de
economía, sueldos principescos, privilegios fiscales y un alto
reconocimiento social a gente cuyo lugar natural es un rancho en Waco
rodeado por el FBI».
Sí. En esa parte del libro aludo a American psycho, una novela que cuenta la vida de Patrick Bateman, un yuppie de
Manhattan que por el día es empleado de una institución financiera y
por la noche un asesino en serie ultraviolento y caníbal. A mí es una
novela que me gustó mucho porque como thriller es muy mala, una mierda, pero como sátira de las Reaganomics,
de la economía de aquel momento, es muy buena y refleja con mucha
claridad lo loca que es la parte de día de la vida del protagonista. En
realidad no es más loco trabajar matando de hambre a miles de personas a
través de procedimientos financieros que dedicarse por ocio y en el
tiempo libre a asesinar a gente. Son dos cosas igualmente enloquecidas.
Por otra parte, la gente que conoce bien esos ambientes financieros
cuenta que son ambientes realmente muy agresivos. Lo ha contado alguna
peli chula y lo cuenta Owen Jones en su último libro, El establishment:
el ambiente de la City es una cosa increíble, como de ultras de fútbol,
un ambiente supermisógino, homófobo, racista, ultracompetitivo,
autoritario e incluso violento. En esas instituciones que tienen un
increíble poder económico y político existe una cultura muy incompatible
con la vida en común, y eso debería hacernos reflexionar sobre hasta
qué punto deberíamos darles tanto poder sobre nuestras vidas.
Una
realidad fascinante del capitalismo, que usted aborda en sus libros, es
su falta de discursos de legitimación. «La sociedad de mercado no tiene
ningún Pericles, Catón o san Agustín. No hay declaraciones de derechos,
actas fundacionales ni monumentos. […] Ningún arco del triunfo
conmemora las batallas en las que ha vencido la United Fruit Company.
Ningún sacerdote hace abracadabra en una lengua muerta para que
aceptemos la transustanciación de la riqueza especulativa en bienes y
servicios tangibles», escribe.
Sí, efectivamente una
cosa extraña es que así como la izquierda o la democracia tienen grandes
discursos que impulsan sus ideales, el capitalismo se ha impuesto con
un discurso de baja intensidad en el que lo que se dice es: «Bueno, sí,
esto no es que sea una maravilla, pero por lo Lo que se llama 'fallos de mercado' no son en realidad fallos, sino la normamenos
nos libra de la pobreza y de la guerra». De todas formas es algo que ha
cambiado un poco en los últimos años: el neoliberalismo sí ha
conseguido generar formas de legitimación más amplias y dirigidas a las
masas populares. Thatcher, en este sentido, fue una auténtica
innovadora. También Reagan. Hoy hay millones de personas dispuestas a
comprar esos discursos, pero históricamente no ha sido así; más bien ha
sido lo contrario. La legitimación histórica del capitalismo es esa
cosa, tan típica del Partido Popular en España, de: «Nosotros somos
serios». En estas elecciones, el lema del Partido Popular ha sido
«España en serio». Es como decir: «Hombre, no es que tengamos grandes
ideas, no es que se nos ocurran grandes soluciones, pero eh, somos gente
de orden, somos gente seria, somos gente con la cabeza encima de los
hombros y que no se dedica a hacer locuras». Eso es lo mejor que el
capitalismo ha sabido decir de sí mismo durante mucho tiempo, y es muy
significativo. Tenemos grandes problemas que necesitan, para
solucionarse, algo más que personas de orden (risas).
En Sociofobia señala
una desnudez del emperador que no se suele señalar: la de que el libre
mercado y la dictadura de la ley de la oferta y la demanda hacen que se
dediquen cantidades ingentes de recursos y esfuerzos a ciertas
lucrativas estupideces que absorben las que deberían dedicarse a
cuestiones más útiles pero menos rentables a corto plazo. Hay equipos de
científicos abandonando investigaciones importantísimas por falta de
recursos a la vez que mantenemos a un ejército de mentes brillantísimas
ocupado en desarrollar un sistema de reconocimiento facial para que
Facebook etiquete automáticamente nuestras fotos.
Efectivamente.
Yo creo que el gran problema de la sociedad de mercado no es tanto el
mercado en sí —que, insisto, en algunos aspectos de la vida económica es
muy eficaz y está bien— como que nos quita soberanía colectiva, la
capacidad de tomar en comunidad decisiones sobre aspectos muy
importantes de nuestra vida. La investigación es un buen ejemplo de eso.
Una vez que se deja al mercado la decisión de qué se investiga y qué no
se investiga se renuncia a cierto tipo de investigaciones que por
ciertos motivos tal vez nunca vaya a ser rentable llevarlas a cabo. Es
lo que se llama fallos de mercado, pero esa etiqueta no está
del todo bien, porque transmite la idea de que son excepciones cuando lo
que son esos fallos es la norma. Además, son la norma, de manera cada
vez más evidente, en aspectos relacionados con el medio ambiente y la
falta de sostenibilidad de un sistema que se enfrenta a límites físicos
inminentes. Es imposible que el mercado afronte, en esta sociedad en que
nos hemos privado a nosotros mismos de mecanismos de soberanía
esenciales, los límites ecológicos a los que se enfrentan nuestras
sociedades, y eso es algo que yo creo que a corto plazo se nos va a
venir encima de una manera radical. Y no es sólo el medio ambiente. El
transporte, por ejemplo: imagínate la cantidad de alternativas de
transporte colectivo, o combinaciones de transporte privado y colectivo,
que podríamos organizar para acabar con el modelo actual de predominio
absoluto del transporte privado. Podríamos organizar todo tipo de cosas,
pero es imposible porque estamos sometidos a una inercia mercantil que
hace que lo que intuitivamente deberían ser soluciones se transforme en
problemas. ¿Qué pasaría si mañana se paralizara la industria del
transporte privado para dar lugar a alternativas colectivas? Pues un
problemón, porque se estaría paralizando un vector importantísimo de la
vida económica y mucha gente se iría al paro.
Puzles de ruido y furia
El mundo de hoy, escribe en sus libros, es una jungla semiótica
que «premia la fragmentación y castiga las narraciones continuas y
coherentes», haciéndonos vernos como «una concatenación incoherente de
vivencias heterogéneas, relaciones sentimentales esporádicas, trabajos
incongruentes, lugares de residencia cambiantes, valores en conflicto…».
Sí.
Eso es algo que se ha abordado mucho en la sociología reciente, aunque a
veces en unos términos un poco esotéricos. Es una vivencia muy
cotidiana, en realidad: tú preguntas a una persona de cincuenta y pico o
sesenta años cómo se define y normalmente te dará una definición que
tenga que ver con su trabajo. Las personas de esa edad hacen unas
narrativas Internet es una especie de prótesis que nos ayuda a sobrellevar mejor la fragmentación posmodernapersonales
de quiénes han sido muy vinculadas a las ocupaciones que han tenido
durante toda su vida y que la han articulado en buena medida. Con las
personas menores de treinta y cinco años, eso es prácticamente
imposible. Yo lo hago mucho con mis estudiantes. Muchos y muchas
trabajan, pero es impresionante ver cómo a los treinta y cinco e incluso
menos, a los treinta años, la gente ha pasado por diez trabajos
completamente incongruentes entre sí, con niveles de cualificación
absolutamente diversos y que casi nunca generan una cierta identidad
personal. Cada uno de esos trabajos es, simplemente, algo que les ha
pasado; un mero fragmento de sus vidas que además casi nunca ha sido
para ellos una experiencia de solidaridad. Incluso entre gente de
izquierdas, comprometida, el ámbito laboral no suele ser un espacio de
cooperación, colaboración y mejora en común. Yo creo que ése es un
cambio extremadamente grave que además se ha expandido al resto de
nuestras vidas. Es como si la vida fuera ahora un consumo de pedacitos
de realidad, compartida a veces, a veces no, que vamos hilvanando como
podemos pero que no tiene un sentido conjunto. Y eso puede estar bien en
lo que tiene de fin de unas narrativas tradicionales que también solían
ser narrativas de opresión insoportable y que por lo tanto está muy
bien cargarse, pero hombre, que la alternativa sea una especie de puzle
loco o abstracto y sin sentido yo creo que genera mucho sufrimiento.
Aquellas narrativas completamente dadas, absolutamente rígidas, eran una
cosa mala que había que solucionar, pero la alternativa no puede ser la
pura liquidez, la pura fragmentación. Yo creo que eso genera
sufrimiento y que no compone una vida. Una vida es algo más; algo a lo
que puedes dar un sentido cuando miras hacia atrás y hacia delante, pero
cada vez más gente se enfrenta a mirar su vida y ver una nada, un
sinsentido, un puro ruido y pura furia.
No sólo al
trabajo: las autonarrativas de vida tradicionales solían estar
vinculadas, también, a un lugar geográfico del que no se salía y a una
familia que no se abandonaba. Se era, por ejemplo, maestro, asturiano y
el marido y el padre de una determinada mujer y unos determinados hijos.
Hoy, además de esos currículos vítae fragmentarios, la gente, o mucha
gente, vive en varios lugares a lo largo de su vida y encadena dos e
incluso tres familias nucleares.
Sí, sí. La gente cambia
de pareja, de amigos, de aficiones… Y ya digo: eso tiene un aspecto
positivo. Estar vinculado de por vida a un trabajo en una cadena de
montaje o a un círculo de afinidad opresivo que te controlaba era un
horror y algo que había que cambiar, pero se ha pasado a otro extremo
que tampoco es bueno. Yo creo que a veces la izquierda, o cierta
izquierda posmoderna, ha concedido demasiado al neoliberalismo y ha
visto esa falta total de raíces y ataduras como algo bueno. A mí me
parece que en cambiar de ciudad y de trabajo cada dos años o en no ya
poder acceder a distintos modelos de familia, sino no poder tener una
familia en absoluto, que es una imposibilidad a la que se enfrenta mucha
gente por no tener las condiciones económicas y sociales para poder
tener pareja estable o hijos o cuidar de sus padres, no hay goce, sino
sufrimiento. Y me parece que el capitalismo está encantado con esa
fragmentación extrema: es su ideal sistémico que nos comportemos de esa
manera.
Usted sostiene en Sociofobia que Internet
en general y Facebook en particular son una especie de sutura de esa
fragmentación que podría volvernos locos de no atajarse, pero una sutura
imaginaria. La sensación de sociabilidad de que nos imbuye Internet es
absolutamente irreal.
Sí. Internet no es la única
herramienta que opera en ese sentido, pero está entre las principales.
En Internet, o en los discursos asociados a Internet, encontramos una
especie de muleta o de prótesis que nos ayuda a sobrellevar mejor esa
fragmentación. Si no tienes círculos de afinidad permanentes, si no
tienes amigos a los que ves todos los días y que te echan un cable
cuando las cosas van mal, pues bueno, por lo menos tienes Facebook,
tienes Twitter y el teléfono está parpadeando constantemente con
mensajillos. Nadie confunde eso con la auténtica amistad, yo no sugiero
eso, pero sí que se genera una especie de medio ambiente ideológico, de
cortina de humo, que nos hace menos conscientes de esa mala vida que
llevamos y tolerarla mejor. Yo Se logró que asumiéramos esa vida a salto de mata como algo divertido y 'cool'suelo
comparar eso con los psicofármacos, con ese estado de sopor que te dan
los antidepresivos. Nadie es tan idiota como para confundir eso con la
felicidad, pero ese sopor te permite sobrellevar mejor tu mierda de
vida. También hay un conjunto de discursos vinculados al consumo y a los
estilos de vida que cumplen una función parecida: «Bueno, no tengo una
vida como las de antes, con una narrativa coherente, pero tengo
experiencias, viajes, etcétera, que de alguna forma me permiten
sobrellevar esta vida mejor».
«Internet sirve para intercambiar series de televisión, pero no cuidados», advierte en Sociofobia,
donde explica también que «el capitalismo ha destruido las bases
sociales de la codependencia instaurando un proyecto socialmente
carcinógeno y nihilista. El ciberfetichismo maquilla este programa de
destrucción social para hacerlo apetecible y cordial, en lugar de
apocalíptico. Nos habla de comunidades digitales y de conexiones
ampliadas, pero es profundamente incompatible con el cuidado mutuo, la
base material de nuestros lazos sociales empíricos».
Sí. Hay una frase de Carolina Alguacil, la chica que inventó el término mileurista,
que yo repito mucho. Alguacil estudió muy bien esa vida del precariado y
decía que en algún momento «incluso parecía divertida»: viajábamos,
vivíamos en un piso compartido, íbamos a conciertos, teníamos un sueldo
de mierda pero nos apañábamos y era casi divertido. Se consiguió que
asumiéramos la idea de que esa vida de mierda, esa vida a salto de mata,
es una vida intensa, divertida y cool, un estar en la
vanguardia de no se sabe muy bien qué. Y eso está muy asociado a la
cultura de las tecnologías, y efectivamente tiene un límite muy preciso,
que es cuando de repente ves que cosas absolutamente cruciales y
definitorias de en qué consiste ser una persona, crecer y evolucionar no
las puedes hacer en este medio ambiente líquido. No puedes ni cuidar de
los demás, ni cuidarte a ti mismo, ni crear una familia, ni en general
desarrollar un proyecto de vida que vaya más allá de lo inmediato:
estudiar filología inglesa en vez de un curso de inglés, montar en tu
barrio un negocio comprometido con un conjunto de valores y tradiciones
locales en lugar de una start-up que si en unos meses fracasa
la abandonas y ya está, etcétera. Es un problema y son unas limitaciones
que no tienen que ver sólo con los cuidados, pero que en el ámbito de
los cuidados salen a la luz con mucha claridad.
«La
sociabilidad que ofrece el capitalismo puede llegar a ser muy abundante
pero siempre es extremadamente epidérmica», escribe también en Sociofobia.
Sí. El mercado, efectivamente, genera sociabilidad. Es una idea muy del siglo XVIII, cuando Montesquieu escribía
sobre el «dulce comercio» que, frente a los conflictos que generaban la
religión y a las identidades étnicas, daba lugar a relaciones cordiales
y serenas que beneficiaban tanto al consumidor como al vendedor: esa
cosa de ser amable y cordial con el camarero que nos atiende y que el
camarero también lo sea con nosotros. El mercado y las relaciones
mercantiles, es cierto, consiguen que desconocidos que normalmente
desconfiarían los unos de los otros tengan motivos para relacionarse en
términos pacíficos y que cuando vamos por la calle y vemos a un
desconocido no pensemos si nos va a pegar un garrotazo y matarnos porque
es de la tribu de enfrente, y en ese sentido es positivo. Lo que pasa
es que esa cordialidad y esa afabilidad son poco profundas, epidérmicas,
poco comprometidas con el bienestar.
En Sociofobia echa mano de dos términos llamativos: ciberutopía y ciberfetichismo.
Sí. Llamo ciberfetichismo a
eso que comentábamos antes; esa creencia en que las tecnologías de la
comunicación van a hacer más llevaderos o más soportables o incluso a
solucionar algunos de los grandes problemas a los que nos enfrentamos
hoy. En línea con eso, la ciberutopía es una ideología muy
difundida en nuestro tiempo y que tiende a considerar que la solución a
los principales o a algunos de los principales problemas a que nos
enfrentamos tienen como mínimo una dimensión tecnológica. Una cosa que a
mí me fascina es cómo prácticamente el único punto de consenso que
existe entre todas las opciones políticas es que la tecnología va a
jugar un papel destacado en la solución de toda clase de dilemas
sociales. En el ámbito educativo, por ejemplo, el único progreso que la
izquierda ha promovido en las últimas décadas es la introducción de
tecnología en las aulas. Frente al fracaso escolar, la desigualdad,
etcétera, la única propuesta es introducir tecnología en las aulas, no
mejorar las condiciones sociales de docentes y estudiantes. Es algo muy
significativo que pasa en muchos otros ámbitos de nuestra vida.
También alude varias veces a la ideología californiana. ¿Cuál es esa ideología?
Tiene
que ver también con esto. Es el núcleo duro del ciberutopismo y lo
forman los grandes magnates de Silicon Valley, que tienen
características muy interesantes porque no son como los capitalistas
clásicos, que asociamos a tendencias políticas conservadoras y a los
estilos de vida ostentosos que identificamos inmediatamente con la
derecha política, sino gente políticamente progresista, liberal en lo
moral, encantada con el multiculturalismo y con la diversidad sexual,
comprometida al menos en algún grado con valores medioambientales
amables, etcétera, y que sin embargo, en lo que toca a la economía, son
anarcoliberales muy, muy radicales. Esos magnates consideran en términos
generales que la tecnología ocupa un lugar central en la solución de
nuestros problemas políticos y que eso es compatible con una
mercantilización extrema. En su versión más caricaturesca es una
ideología muy limitada, pero en versiones más complejas ha tenido una
gran influencia.
Su crítica a Internet y al ciberentusiasmo se centra particularmente en los proyectos cooperativos de moda en la red, como el movimiento copyleft
o Wikipedia, que han sido abrazados con entusiasmo por cierta
izquierda. «La izquierda», escribe usted concretamente, «parece
reencontrarse [en ellos] con una versión cool y
tecnológicamente avanzada de su propia tradición universalista» y con
«la consumación misma [de la] aspiración [de] los socialistas, [que]
querían un tipo de fraternidad que, sin embargo, preservara la libertad
individual». Sin embargo «las pruebas empíricas sugieren
sistemáticamente que Internet limita la cooperación y la crítica
política, no las impulsa».
Sí, sí. Lo que yo quería
plantear ahí de alguna forma es cómo cierta izquierda ha concedido
demasiado a ese ciberutopismo californiano. La izquierda ha aceptado que
las limitaciones de nuestro sistema democrático iban a poder ser
superadas en buena medida gracias a la aparición de mecanismos y
procedimientos tecnológicos que permiten la cooperación o la
coordinación a gran escala, y eso tiene una parte de razón pero también
tiene importantísimas limitaciones. La cooperación no necesita sólo
condiciones técnicas: también condiciones sociales y políticas, y es
curioso cómo la propia izquierda, que era quien mejor sabía contar eso,
lo ha llegado a olvidar. Mi crítica es ésa.
Al hojear en la librería su Sociofobia
antes de comprarlo, lo primero con lo que me topé fue la siguiente
frase: «El Partido Comunista Chino ha descubierto que Lady Gaga es una
aliada, no el enemigo». ¿A qué se refiere esa observación?
A algo que se observó empíricamente en Alemania del Este y que cuenta [Evgeny] Morozov en
algún lado, que es que en la RDA, al principio, intentaron controlar la
señal de televisión que llegaba de la Alemania Federal, de Occidente,
porque se consideraba que la influencia de la televisión occidental
socavaba el poder del partido comunista y su dictadura, pero que en un
momento dado observaron que era al revés; que en las ciudades que tenían
acceso a la señal televisiva del Oeste había menos protestas y menos
conflictos que en las ciudades a las que no llegaba esa señal, porque
poder ver las series de moda de la época en la televisión occidental
hacía a la gente más dócil, no menos. Por lo visto, ahora está
sucediendo lo mismo en China: el partido comunista se está dando cuenta
de que dar acceso a la cultura popular occidental más mainstream
hace a la gente más dócil en lugar de menos. Yo creo que ésa es una
lección interesante y que debería hacernos pensar que tal vez los medios
de comunicación no sean en sí mismos la panacea de la crítica y la
libertad. Por supuesto, hay que tener acceso libre a la información, no
es que yo diga lo contrario, pero la fuente de la crítica y de la
rebelión contra el poder establecido yo no creo que debamos buscarla
ahí, sino en otra clase de cuestiones.
¿Supusieron las televisiones privadas, como advertía el canciller Kiesinger, el fin de la democracia?
No,
no, es al revés. Yo creo que lo que pasa más bien es que el fin de la
democracia trajo consigo las televisiones privadas. Y no soy nada
conspiranoico: simplemente creo que cuando empiezan a deteriorarse los
ideales igualitarios y democráticos es cuando empieza un proceso que se
retroalimenta con aquél y por el cual aceptamos, junto con otras
privatizaciones de ámbitos importantes de la vida en común, el control
privado del espacio informativo. No, no es tanto que la televisión
privada corrompa la democracia como lo contrario: que la corrupción de
la democracia y la renuncia a intervenir en esos espacios hacen que se
ponga e marcha una especie de bola de nieve que va aumentando cada vez
más ese proceso degenerativo.
En Sociofobia insiste mucho en contraponer los conceptos de altruismo y compromiso, que son habitualmente confundidos.
Sí,
porque muchas veces van a la par. Lo que yo digo es que realmente lo
que se opone al individualismo egoísta no es el altruismo, porque el
altruismo se puede, y lo suelen hacer los teóricos de la racionalidad
práctica, reinterpretar en términos de egoísmo: soy altruista porque lo
prefiero, porque es mi preferencia personal. Hay quien prefiere no
pensar nunca en los demás y hay quien prefiere pensar todo el rato en
los demás igual que hay quien prefiere el helado de fresa y quien
prefiere el helado de vainilla. Yo creo que en el concepto de altruismo
hay un punto de trampa discursiva, y por eso le opongo el concepto de
compromiso. Comprometerse es estar vinculado a normas colectivas
irreductibles a preferencia personal; a normas que sigues de una manera
en que jamás te preguntas si prefieres hacer esto o no: las sigues y
punto. Tú cuidas a tus hijos no porque lo prefieras, sino porque tienes
que hacerlo, y sacas a pasear a tu perro no porque lo prefieras, sino
porque estás comprometido con que tener un perro implica un conjunto de
normas y responsabilidades. La gente que empieza a preguntarse si
prefiere sacar a pasear a su perro o no es la que acaba abandonando
animales. O cosas más básicas aún: tú no pagas un café en un bar después
de buscar y encontrar en ti la motivación necesaria para pagarle el
café al camarero: eso es una idea absurda. Lo pagas porque estás
comprometido con que pedir un café en un establecimiento público implica
pagarlo y ya está. Internet, al licuar la solidez de los vínculos
sociales que es precisamente la base del compromiso, hace que se
confundan mucho los dos conceptos. La gente que necesita rastrear en sí
motivaciones altruistas es muy raro que desarrolle conductas
cooperativas.
La fragmentación posmoderna conlleva otros
peligros que no deben subestimarse. Uno de ellos es que «la atomización
de las decisiones y la ausencia de deliberación colectiva incrementa
drásticamente el peligro de que las irracionalidades individuales se
retroalimenten generando una catastrófica bola de nieve colectiva».
Sí,
efectivamente. Eso se ve muy bien en economía, donde hay una cierta
dependencia del camino. Lo decíamos antes con respecto al transporte
público: si en cierto momento se hubiesen tomado ciertas decisiones
sobre las ciudades, el transporte y la sostenibilidad, ahora tendríamos
ciudades mucho más vivibles, sostenibles y mejores para todos, pero
ahora es extremadamente costoso volver atrás. Obligaría a grandes
sacrificios que normalmente la gente no está dispuesta a asumir. Pasa en
todos los ámbitos. Por ejemplo, en el de la educación. En Madrid, por
ejemplo, la educación supone ya más del cincuenta por ciento del sistema
educativo. Deshacer eso generaría todo tipo de problemas, costes y
sacrificios para los profesores que están contratados en la red privada,
para las familias que asisten a ella, etcétera. Si desde el primer
momento hubiésemos rechazado esta vía, ahora no estaríamos en esta
situación. Abrir la puerta a la mercantilización siempre es muy
peligroso, y aunque cada acción concreta parezca generar un A mí me irrita muchísimo esa cosa de 'cuanto peor, mejor'. Cuanto peor, peor, y ya estábeneficio
inmediato o a corto plazo hay que tener siempre en cuenta dónde nos va a
colocar eso en el medio y en el largo plazo. ¿Vamos a poder revertir
los efectos perniciosos que se puedan generar o no? ¿Me va a colocar
esto en una situación en la que ya no pueda dar marcha atrás? La mayor
parte de las sociedades históricas tenía muy presente eso: no pensaban
tanto en si esto o aquello era beneficioso a corto plazo como a dónde
les iba a llevar a largo plazo. Se ve muy bien en la propiedad
inmobiliaria: hay todavía países donde uno no compra un piso o un suelo
para siempre, sino que el suelo pertenece al Estado y no es enajenable y
uno puede comprarlo durante noventa o cien años pero no para siempre,
porque se considera que lo contrario genera un efecto bola de nieve que
no sabes a dónde te va a llevar.
El freno de mano de la historia
Marx, y en consecuencia la teoría y el movimiento a los que dio nombre, creía en una especie de embarazo
socialista del capitalismo. La idea era que el capitalismo desarrollaba
unos avances tecnológicos que, sin embargo, desaprovechaba, y que el
socialismo haría un uso más eficaz y racional de ellos. ¿Cabe seguir
creyendo, a la vista de los hechos, en ese embarazo?
Yo
creo que en cierto sentido no y en cierto sentido sí. No en lo que esa
idea alimente una cierta tendencia que existe en la izquierda y a mí me
irrita muchísimo, que es esa cosa de que «cuanto peor, mejor»; esa
especie de izquierdismo catastrofista en sentido positivo que cree que
el desmoronamiento o la crisis del capitalismo genera ya de suyo
mecanismos de emancipación. Yo creo que cuanto peor, peor, y ya está,
entre otras cosas porque casi siempre se puede ir a peor. He llegado a
leer en autores muy prestigiosos que la precarización es casi una buena
noticia porque nos coloca en la antesala de formas de trabajo ya no
vinculadas a la cadena de montaje fordista y más libres y cercanas a la
vida nómada y a las derivas de la multitud. A mí, más allá de que haya
cosas criticables y espantosas en las cadenas de montaje fordistas, eso
me parece una auténtica gilipollez y algo que además tiene un componente
elitista muy fuerte. Creo, en cambio, que sí había una parte potente de
las ideas de Marx en este ámbito que sigue teniendo
validez, que es la de que la modernidad ha desarrollado herramientas que
están a la mano, que ya conocemos, para poder vivir mucho mejor. Esa
idea de que la fuente de crítica no debe ser lo mal que vivimos, sino lo
mucho mejor que podríamos vivir, yo creo que sí sigue siendo sugerente.
No todos vivimos particularmente mal; yo no considero que viva
particularmente mal, pero sé que podría, y que podríamos todos, vivir
mucho mejor, porque tenemos a la mano las herramientas sociales,
tecnológicas, culturales y políticas necesarias para ello. Lo que Marx
hacía muy bien en este sentido era diferenciar entre capitalismo por un
lado y modernidad e Ilustración por otro, y yo creo que la moraleja de
su idea de la preñez socialista del capitalismo no es que el destino del
capitalismo sea superarse a sí mismo para dar lugar al socialismo sino
que hay una tensión entre capitalismo y modernidad e Ilustración que
podemos aprovechar para hacernos cargo de algunos de los problemas que
el capitalismo es incapaz de solucionar e incluso poner a funcionar
algunas capacidades que el propio capitalismo crea pero es incapaz de
desarrollar.
«Hay gente que cree que superar la sociedad
de mercado consiste sencillamente en repartir los beneficios que hoy se
concentran en pocas manos, [pero] la verdad es que si distribuyéramos
las ganancias anuales del IBEX 35 en su máximo histórico entre todos los
españoles, tocaríamos a unos setecientos euros por cabeza. Seguro que a
muchos nos vendrían muy bien, pero no es exactamente la emancipación
fraterna», escribe en Sociofobia. La solución a los problemas del mundo no es un simple reparto, sino un cambio radical de modelo.
Sí, sí. Es una crítica que hago en Sociofobia:
así como la izquierda tradicional tenía un proyecto de sociedad, en los
últimos tiempos no nos atrevemos a imaginar o a proponer un modelo
alternativo.
Para cierta izquierda más tradicional, la solución a
nuestros males es volver al desarrollismo de los años cuarenta,
cincuenta y sesenta; a ese keynesianismo de posguerra. No En los últimos treinta años, una parte de la izquierda ha aceptado la derrota históricalo
dice así, expresamente, pero es el modelo que subyace a sus propuestas,
y es materialmente imposible. El planeta es incompatible a largo plazo
con ese modelo de desarrollo que sólo tuvo sentido coyunturalmente, en
un momento muy concreto. Frente a eso, para la izquierda que no opta por
esa vía ni siquiera hay modelo; a lo que se limita es a repetir que
necesitamos la renta básica, cuando la renta básica es un modelo de
distribución y no uno de producción. Mi crítica va por ahí: las cosas
son más complicadas y yo creo que tenemos que atrevernos a asumir de
alguna manera esa complejidad. En los últimos treinta años, una parte de
la izquierda ha aceptado la derrota histórica y se dice a sí misma:
«Como nunca vamos a gobernar, como nunca vamos a tener que hacer
propuestas en positivo que se tomen en serio, plantearse un modelo
alternativo real es perder el tiempo». Yo creo que ha llegado el momento
de que vayamos en serio a un modelo económico sostenible, equitativo y
productivo que permita una red de redistribución ambiciosa, y creo que
ya se empiezan a escuchar voces en ese sentido, pero es una tarea
urgente acelerar ese proceso. Seguramente hayan sido los ecologistas los
que más hayan aportado ahí.
En sus libros también hace
una crítica a la concepción que el socialismo y el pensamiento crítico
en general ha tenido siempre del hombre como una especie de plastilina
antropológica moldeable a voluntad. En Capitalismo canalla,
usted se pregunta lo siguiente antes de abordar la obra de Dostoyevski:
«¿Y si el hombre nuevo es imposible? ¿Y si nuestro lastre antropológico
es demasiado pesado? […] ¿Y si el hombre nuevo no es una fantasía
futurista inofensiva, sino un proyecto cruel y salvaje, un nivel
incrementado de atrocidad cuyos prolegómenos ya han comenzado?».
Sí…
Yo me siento cada vez más atraído, más interpelado, por cierto
naturalismo, por ciertas corrientes que se preguntan en serio por las
dimensiones biológicas y naturales de nuestra vida en común. Creo que ha
habido, también desde la izquierda, un rechazo muy pernicioso del
naturalismo, una idea de que somos, sí, pura arcilla, pura plastilina
histórica que podemos moldear a nuestro antojo, cuando la verdad es que
no es así. Hay ciertas constantes antropológicas que se mantienen a lo
largo del tiempo y con las que deberíamos contar no para aceptarlas sin
más, sino para, al revés, modularlas y construir sobre ellas. Yo creo
que lo que ha pasado es que la izquierda ha renegado del concepto de
naturaleza humana y lo que ha hecho con ello ha sido regalárselo a la
derecha, que nos lo ha devuelto convertido en un horror, en una
monstruosidad de egoísmo, lucha por la vida y conflicto permanente,
cuando ésa es sólo una parte de la naturaleza humana. Lo que te cuentan
los sociobiólogos es que la naturaleza humana, y no sólo la humana, sino
también la de muchos animales, también es cooperación, cuidados y
altruismo. Creo que ese abandono ha sido un error histórico terrible de
la izquierda, entre otras cosas porque el capitalismo está encantado con
esa ductilidad extrema de nuestra naturaleza. Es exactamente lo que nos
dicen los neoliberales: ¡si da igual todo! ¿Que no tiene usted familia?
¡No pasa nada, somos totalmente dúctiles, ya nos adaptaremos! ¿Que no
tiene usted amigos? ¡No pasa nada, en seguida aparecerá tecnología que
le moldeará a usted de tal manera que tampoco necesite eso! Yo creo que,
por el contrario, la idea de que no somos totalmente maleables es una
fuente de resistencias muy importante contra esta disolución de todo lo
sólido.
En relación con lo anterior —ni el capitalismo está preñado de socialismo ni ha lugar a creer en la posibilidad de moldear un hombre nuevo—,
usted da vueltas, en sus libros, a una idea que toma de Walter
Benjamin: la de que el comunismo debe ser un manotazo en el freno de
emergencia de la locomotora de la historia mundial, no un pie en su
acelerador.
Exactamente. Hay una tradición socialista
que no se atrevió a pensar a fondo en la idea de naturaleza humana, pero
que sí asoció las transformaciones políticas progresistas a un cierto
conservadurismo antropológico. Santi Alba Rico lo
explica muy bien cuando dice que la izquierda tiene que ser
revolucionaria en lo económico, porque el capitalismo es irreformable; La izquierda se ha centrado demasiado en la épica de la revolución y muy poco en el día despuésreformista
en lo institucional, porque tenemos que cuidar nuestras instituciones, y
conservadora en lo antropológico, porque realmente hay que ser muy
prudente a la hora de transformar los vínculos antropológicos sociales
establecidos. Es una idea que tiene que ver también con ésa brechtiana
de que el socialismo es el punto medio, el término medio, no algo
radical sino algo que se corresponde con cierta normalidad
antropológica. Yo creo que hay que rescatar esa idea frente a cierta
aceleración posmoderna; que hay que rescatar esa parsimonia antropológica.
Un
siglo antes que Benjamin, Max Stirner, uno de los grandes ideólogos del
egoísmo político, escribía que toda revolución es una restauración.
¿Tenía razón, de alguna manera, Stirner cuando clamaba eso desde la
trinchera contraria a la nuestra? ¿No es que la revolución sea una
restauración, sino que debe serlo?
Bueno, a
veces sí y a veces no… La verdad es que me cuesta contestar, porque
desconfío un poco de la idea de revolución. Yo creo que los
planteamientos revolucionarios son muy perniciosos, porque han llevado
mucho a la izquierda centrarse exclusivamente en ese momento de gimnasia
política intensiva, en ese atletismo político que es el momento del
activismo, de la militancia extrema, comprometida y arriesgada. A mí me
convence más esa idea de Žižek de que realmente lo
importante es el día después, cuando la gente se va de la calle, se
vuelve a sus casas y hay que empezar a tomar decisiones. Hemos pensado
muchísimo en la épica revolucionaria, en cómo tomar el Palacio de
Invierno, si a través de las urnas o a través de asambleas y piquetes, y
poquísimo en ese día después. ¿Habrá multas de aparcamiento? ¿Habrá
juzgados? ¿Habrá clubes deportivos? ¿Habrá escuelas públicas? Cómo va a
ser ese mundo nuevo es lo que a mí me preocupa y creo que deberíamos
empezar a preocuparnos un poco menos de la épica y un poco más de ese
conjunto de transferencias con dinámicas diferentes, algunas de ellas
contradictorias, y de cuáles van a ser las condiciones económicas.
Tenemos más o menos claras las políticas y un poco menos las sociales y
culturales, pero no tanto las económicas. A mí eso me preocupa mucho
más.
«Curiosamente, […] nada resulta tan subversivo y
repugnante para el capitalismo posmoderno […] como los intentos de
construir nuevos proyectos sociales a partir de lo que ya somos y
siempre hemos sido: hijos, madres, novios, vecinos, amigos, compañeros…
Renunciar a un ascenso por principios éticos, apoyar solidariamente a un
compañero de trabajo o resistirse a mudarse allí donde lo ordene el
mercado son herejías insoportables para los apóstoles de los márgenes de
beneficio», escribe en Capitalismo canalla para apoyar su tesis de que no es una idea descabellada construir un nuevo orden social a partir de lo que siempre hemos sido.
Sí, eso es la pura realidad. Hay un libro muy bonito que se titula La conquista de lo cool en el que Thomas Frank cuenta
cómo ha habido una sinergia progresiva entre el capitalismo más
avanzado, de emprendedores, más atractivo incluso estéticamente, y la
contracultura que aparece a partir de los años sesenta. Ha habido un
flujo muy intenso y en ciertos momentos los grandes empresarios
empezaron a utilizar un léxico cercano al de la izquierda radical y a
hablar de revolución, de transformación radical, etcétera. El mejor
ejemplo de ello es aquel anuncio tan famoso de Mac de 1984 en el que se
representaba una escena de la novela de Orwell en la
que un montón de gente idiotizada, toda gris, miraba una gran pantalla
de televisión vigilada por policías hasta que aparecía una chica con un
martillo, rompía con él la pantalla de televisión y entonces empezaba a
aparecer color y diversión por todas partes y la siguiente frase:
«Macintosh, para que 1984 no sea nunca ya 1984». Eso es algo muy
generalizado. Los capitalistas han ido integrando en sus propios valores
una cierta idea de subversión, de renovación, de transformación, y eso
muchas veces se lee en términos de cooptación o de falsificación, pero
no es del todo así. Los líderes de ese proceso fueron empresarios que ya
desde los años sesenta se rebelaron contra el poder de las grandes
corporaciones más consolidadas, y eso debería hacernos pensar que hay un
poder subversivo en cierta cotidianidad que en sí misma En todas las sociedades existen tradiciones comunitarias que se pueden reaprovechares
muy difícil de cooptar. Eso es algo que a la izquierda se lo enseñaron
los zapatistas y otros procesos similares en Latinoamérica: hay una
potencia subversiva enorme en cierto conservadurismo antropológico que
al capitalismo le resulta mucho más difícil gestionar.
En Capitalismo canalla, aborda esa idea echando mano de una fascinante novela de Andréi Platónov: Chevengur.
En ella, Platónov se plantea la posibilidad de que la transformación
política se apoye en las formas de organización tradicionales del
campesinado ruso en lugar de arrasarlas.
Chevengur,
sí. Es una novela complicada, que a mí me da la sensación de que se lee
casi como una novela de ciencia-ficción o de fantasía exacerbada, pero Paco Fernández Buey explicó muy bien que lo que hace en realidad Platónov es
explicarnos a través de la fantasía problemas muy reales de la Rusia
leninista. Los revolucionarios rusos se enfrentaron al problema de cómo
implementar un programa de cambio social en una sociedad prácticamente
feudal que por una parte necesitaba cambios culturales profundos para
poner en marcha esos procesos pero por otro hacía a los revolucionarios
preguntarse hasta qué punto podían aprovechar la sociabilidad
tradicional para poner en marcha esos cambios. ¿En qué medida —se
preguntaban— podemos convertir a los siervos en revolucionarios sin
transformarlos completamente? ¿Tenemos que hacer que abandonen
completamente su forma de vida tradicional o hay en sus formas de
sociabilidad tradicional elementos que podemos reelaborar para que esa
sociedad se convierta en una sociedad emancipada? Lenin era partidario de la aceleración histórica radical y del cambio cultural profundo, igual que Mao,
pero en cambio Platónov veía algo que hoy en día se ha recuperado
mucho, que es esa idea de que en las sociedades tradicionales, además de
autoritarismo, patriarcado y reacción, también hay elementos vinculados
a los bienes comunes y a cierta sociabilidad que se pueden reelaborar
depurándolos de esos otros elementos negativos. Yo creo que, de nuevo,
han sido los movimientos indígenas latinoamericanos los que han
rescatado esa idea para la contemporaneidad, pero lo han hecho mucho
después de Platónov. Cuando lo intentó hacer Platónov, nadie entendió de
qué diablos estaba hablando. Por eso tuvo tan poca fortuna.
En Capitalismo canalla también
menciona una reflexión de Dostoyevski sobre que lo que los
revolucionarios pretendían era imponer la forma de pensar del hombre
francés, y concretamente la del de la región parisina, a todos los
pueblos del mundo. Lo que usted propone apoyándose en esa cita es que en
todas las tradiciones del mundo hay instituciones comunitarias que
reaprovechar y que no es preciso arrasarlo todo para construir la nueva
sociedad solidaria a la que aspiramos los comunistas.
Sí, Dostoyevski,
que no era un reaccionario de izquierdas sino un reaccionario de
derechas, plantea en un momento dado que el problema de los
revolucionarios es que se parecen demasiado a los capitalistas: son
nihilistas que quieren destruirlo todo y desde la nada construir una
sociedad nueva y no entienden que con la nada no se puede construir
nada. La moraleja de Dostoyevski, que plantea todo eso desde la derecha
política y desde una defensa a ultranza de las instituciones
tradicionales —no podemos tocar absolutamente nada, necesitamos al zar,
necesitamos a Dios, porque si no nos veremos abocados a la
autodestrucción—, es ésa: la izquierda, una vez más, ha concedido
demasiado al capitalismo. Pero yo no creo que tengamos que comprar el
lote dostoyevskiano entero. Una cosa es reconocerle a Dostoyevski que en
lo que toca a las instituciones antropológicas hay que ser muy
prudente, que el cambio político no puede pasar por destruir la familia y
que si se la quiere cambiar se tendrá que empezar por reconocer su
importancia crucial a lo largo de la historia humana y otra cosa es
comprarle el lote entero y reconocer como único modelo de familia
posible el patriarcal occidental. Históricamente no es verdad, además.
De lo que se trata es de construir desde nuestra base antropológica y de
transformarla en lo que tenga de transformable, pero sin arrasar hasta
sus El socialismo es un proyecto bastante modesto en realidadcimientos.
Se habla mucho, últimamente en las ágoras del pensamiento crítico, de los cuidados. Es un concepto que no siempre se entiende bien.
Bueno,
es una palabra que se ha convertido un poco en un comodín. Vale casi
para todo y yo creo que a veces se saca de contexto. Es verdad que el
trabajo de cuidados tiene una importancia económica y social crucial que
tradicionalmente el pensamiento económico, sociológico y político no ha
sido capaz de reconocer y que ha habido una reivindicación de esa
importancia o de ese papel crucial que yo creo que es muy positiva. Lo
que pasa es que eso se ha acabado convirtiendo en parte en un comodín
político, en una metáfora que vale para todo. Ya parece que encontrarte
en un bar es un trabajo de cuidados, o que ir en bici por la calle es
cuidar no sé qué, lo cal yo creo que es absurdo. A mí me interesa pensar
en los cuidados como exclusivamente lo que son, no llevarlos a
cualquier lado. Lo que sí es verdad es que en el trabajo reproductivo,
en el trabajo de cuidados, salen a la luz con mucha intensidad algunas
contradicciones, algunos dilemas y tensiones profundas de nuestra
sociedad. Una madre soltera que cuida de dos hijos tiene inevitablemente
una percepción muy intensa de algunas limitaciones o contradicciones
muy profundas de nuestra sociedad vinculadas al trabajo y a las
carencias del Estado del bienestar. Un joven emprendedor de treinta y
dos años al que le vaya muy bien a lo mejor puede hacerse una idea muy
dulce de esta sociedad y de las oportunidades que ofrece, pero cuando
tienes que cuidar de un padre anciano y no te da la vida ni el dinero
para ello ni tienes ayuda pública es muy difícil no darte cuenta de que
este mundo tiene problemas profundos y muy serios que sólo se pueden
solucionar colectivamente.
En estos últimos doscientos
años, el liberalismo se ocupó de la libertad y el socialismo de la
igualdad, pero hemos descuidado la fraternidad. ¿Me equivoco si digo
que, si hubiera que condensar sus libros en un tuit, podría hacerse con ese resumen?
Sí,
seguramente, pero sólo en cierto sentido. Para la izquierda, la
fraternidad iba de suyo: formaba parte de la práctica política del
activismo, y más que de la fraternidad yo creo que de lo que se ha
hablado poco es de condiciones del cambio político que tienen que ver
con el vínculo social y con el tipo de compromisos que somos capaces de
desarrollar. Es algo que se está viendo mucho ahora en Madrid y otras
ciudades en las que se están poniendo en marcha procesos participativos
que se están enfrentando a limitaciones muy profundas. La gente,
sencillamente, no quiere participar. No participa, porque el cambio
político, la participación y la democracia requieren unas determinadas
condiciones sociales e instituciones a través de las cuales la gente se
sienta obligada, comprometida, con la participación.
También en Capitalismo canalla,
reflexiona que, detrás del complejo andamiaje teórico del socialismo se
escondía un objetivo modesto e incluso poco ambicioso: alimentar,
vestir y alfabetizar a la gente. «El fin de la explotación no es más que
un manotazo para despejar la mesa, que deja todo lo importante por
hacer», escribe. Nos imaginamos el socialismo que el capitalismo hace
realista imaginarse: una mera destrucción de lo existente sin un
programa claro de qué hacer sobre los escombros humeantes del viejo
mundo.
Sí, es esa idea de Brecht a la
que aludía antes: el socialismo es el término medio, un proyecto en
realidad bastante modesto pero que requiere de un desarrollo
institucional relativamente complejo para conseguirse. A eso me refería
con lo de que la izquierda ha depositado demasiada importancia en los
momentos épicos del cambio social y mucha menos en la extrema
complejidad de las transformaciones políticas y sociales. Yo hago mucho
hincapié últimamente en la necesidad de pensar con cierto detalle qué
tipo de instituciones queremos y cómo se van a vertebrar en lo concreto.
También qué elementos podemos aprovechar o rescatar del pasado. Yo creo
que, por ejemplo, en el ámbito económico eso es palmario: la sociedad
ha renunciado durante mucho tiempo a pensar cómo queremos que se
institucionalice la economía a través de A la izquierda le hace falta menos complejidad especulativalos
distintos mecanismos que tenemos; cuánto queremos que se planifique,
cuánto queremos dejar a la coordinación no mercantil y cuánto al mercado
en sentido profundo. Tenemos que pensar todo eso y tenemos que pensar
qué herramientas para redefinir y repartir el trabajo tenemos y cómo
creemos que debe ponerse en marcha ese reparto. Ha habido una dejación
con respecto a todo eso; la izquierda se ha quedado en un «lo que
surja», y creo que es un error.
¿Hace falta, le hace falta al socialismo, menos complejidad teórica y más complejidad práctica?
Hace
falta menos complejidad especulativa. Yo creo que adolecemos mucho de
eso. Yo soy muy crítico con la influencia del mundo académico en la
política, sobre todo en las últimas décadas. Y hace falta más reflexión
yo no diría exactamente práctica, sino más bien institucional. No es
verdad eso de: «¡Lo importante es la práctica, el estar ahí, el que está
ahí es el que sabe!». No, también hace falta gente que piense con
cierta parsimonia y que no esté dominada por las urgencias del día a
día. Pero esa reflexión tiene que estar enraizada en la construcción de
instituciones reales vinculadas al movimiento práctico.
Otra
idea que transmite en sus libros es que el libre mercado es
evidentemente un mal sistema, pero la planificación no es exactamente la
solución. El mensaje es que ni todo se puede dejar al albur de un
mercado que desperdicia cantidades enormes de esfuerzo social en un
descomunal proceso de ensayo y error, ni todo se puede planificar. «El
mercado libre nos proporciona unas anteojeras para ignorar nuestras
limitaciones prácticas, la planificación es una lupa que las magnifica»,
escribe. ¿Cuál es el término medio ideal entre planificación y mercado?
No
lo sabemos, porque son decisiones contingentes que dependen mucho de
cada momento histórico, de cada situación y de cada ámbito de la
realidad social. Lo que yo creo qe es importante es darnos cuenta de que
no existe un único procedimiento, un único mecanismo que pongamos en
marcha y que vaya ya funcionando por sí mismo de forma automática. Lo
que tenemos son herramientas contingentes que tenemos que ir gestionando
a través de la deliberación democrática. Y esas herramientas son
plurales: no tenemos sólo una. No existen sólo la deliberación
planificadora autoritaria, la no autoritaria y la espontaneidad
mercantil, sino que tenemos todo un conjunto de herramientas —la
redistribución, la cooperación no centralizada y más o menos espontánea
pero vinculada a reciprocidad, etcétera— del cual podemos tomar para
cada ámbito de la vida una u otra. Para regalarnos cosas en Navidad y en
los cumpleaños funciona mucho mejor la reciprocidad, para otras cosas
funciona mucho mejor la planificación, hay ámbitos en los que funciona
muy bien en el mercado y tal vez haya ámbitos de nuestra vida en los que
tengamos que poner en marcha otros mecanismos. Últimamente doy muchas
vueltas a la idea de que hay trabajos muy desagradables, muy ingratos,
que es injusto que tenga que realizarlos sólo un grupo social o unas
personas en concreto. Deberíamos repartírnoslos y ese reparto no debería
ser abandonado a la buena voluntad de cada cual, sino que debería ser
obligatorio realizarlo. Creo que debemos inventar nuevos mecanismos para
todo ello, pero lo importante para mí es dejar de confiar en las
herramientas en las que ha confiado la derecha, que podríamos llamar procedimentales:
herramientas que pones en marcha y te despreocupas. Las cosas,
desgraciadamente, son más complejas. Ha habido una excesiva confianza en
la teoría social y yo creo que estamos absolutamente abandonados a la
contingencia. Siempre vamos a tener dilemas, siempre vamos a tener que
estar negociando con esas distintas herramientas.
Frankenstein y el señor Cayo
Capitalismo canalla es, básicamente, un repaso de la historia del capitalismo a través de la de la literatura. Comienza con Robinsón Crusoe, novela que usted resume como «una versión tropical de la ética protestante y el espíritu del capitalismo».
Los luditas no destruían las máquinas porque sí. Tenían una visión muy lúcida del cambio socialRobinsón
es una figura liminar, un personaje fronterizo a caballo entre los
antiguos comerciantes aventureros y buscavidas y esa cierta
institucionalización del comercio a través de la cual los comerciantes
pasan a ser gente seria, de orden. Robinsón tiene esa doble cara: es un
aventurero que acaba en una isla desierta pero que instaura en ella un
régimen absolutamente reglamentado y parecido al que posteriormente va a
dominar en toda la sociedad inglesa y europea. Eso es lo que me resulta
atractivo de él: su carácter bifaz, liminar, que me permite iluminar
ese momento de transición.
Otra de las novelas analizadas es el Lazarillo de Tormes. ¿Por qué la escoge?
Por
la misma razón. El Lazarillo es otra figura fronteriza, sólo que en vez
de iluminar la construcción de la burguesía ilumina la construcción de
las clases trabajadoras. Lazarillo es un siervo que vive la
descomposición del sistema feudal de servidumbre, busca desesperado un
señor al que servir y va saltando de un noble a un ciego y del ciego al
clérigo y viendo la descomposición del sistema y la todavía no aparición
de una alternativa hasta que encuentra un trabajo como asalariado,
concretamente como aguador, que fueron los primeros asalariados que
hubo. Me interesa por eso, porque es una figura límite de otro grupo
social, en este caso los asalariados.
Probablemente no
haya institución del Antiguo Régimen más denostada por el liberalismo
que los gremios. Usted los reivindica como una institución positiva y
útil sirviéndose de un pasaje de E. T. A. Hoffmann.
Sí.
Es una idea que rescato de una corriente del socialismo que surgió en
los años treinta en Inglaterra: el socialismo gremial o corporativo, que
a mí me interesa mucho porque sus miembros eran socialistas
antiautoritarios, muy críticos con el estalinismo y que abogaban por una
vía parlamentarista y abiertamente democrática en una época en la que
lo que estaba más en boga era ese socialismo atlético y revolucionario.
Ellos no renunciaban al revolucionarismo y a la transformación social
radical pero defendían, efectivamente, no un rescate de los gremios
medievales, que eran un infierno autoritario, pero sí la idea de que
haya un conjunto de instituciones laborales y relacionadas con el
consumo que negocien democráticamente a través de mecanismos
transparentes algunos mecanismos importantes de la producción, la
distribución y el consumo. Autores como Cole, como Tawney
o como el propio Polanyi decían: «Bueno, el mercado tiene que tener un
espacio de competitividad, está bien que sea así, pero no debe llegar a
las dinámicas laborales y de consumo; necesitamos instituciones sociales
que puedan negociar esas condiciones: grupos de consumo que controlen
los procesos de calidad para que los productores no intenten colárnosla
pero también grupos de productores que negocien las condiciones
laborales en que se producen ciertos bienes y servicios». Lo que esos
autores decían justamente era que eso tenía cierta continuidad con los
gremios medievales, que también establecían parámetros de calidad,
condiciones laborales, etcétera. Una recuperación de los gremios sin más
sería absurda, una idiotez, pero un rescate de lo que tenían de bueno
sí era digno de proponerse. A mí esa idea de repensar los sindicatos,
los grupos de consumo, etcétera, como una posibilidad de inyectar
democracia en la sociedad me parece muy sugerente, aunque se ha
discutido poco. Tampoco es que yo la tenga muy articulada, pero creo que
valdría la pena pensar en ello.
También hace una cierta
reivindicación de otro movimiento denostado, que usted considera
incomprendido: el ludismo. No eran meros brutos destrozadores de
máquinas.
No, no, no. En absoluto. Al contrario: eran
gente con una visión muy lúcida del cambio social y tecnológico. Ellos
no destruían las máquinas porque sí, sino que entendían perfectamente,
frente a los tecnofetichistas que glorificaban la innovación por la
innovación, que la innovación se da en un contexto político, social y
económico determinado y no es neutra, sino que En muchos casos, el primer bebé que hemos tenido en brazos ha sido nuestro propio hijotiene
unos efectos muy concretos y una direccionalidad política muy concreta
destinada a beneficiar a las élites económicas de su tiempo. Los luditas
entendieron eso perfectamente; de hecho, sus exigencias no eran sólo
limitar o modular la innovación tecnológica, sino también
reivindicaciones laborales y no laborales. Yo creo que ahora, frente a
ese tecnoutopismo, a esa glorificación del cambio tecnológico de la que
hablábamos antes, el ludismo es un programa muy a reivindicar.
Otro de los libros a los que alude en Capitalismo canalla es El disputado voto del señor Cayo,
de Miguel Delibes. En él, el señor Cayo, alcalde de un abandonado
pueblo de tres habitantes, fascina a unos candidatos que van a pedirle
el voto en las elecciones generales de 1977 por ser una especie de
Robinsón castellano; uno de esos hombres del campo que sabe hacer de
todo. Usted escribe que «la capacidad de hacer cosas […] hoy nos resulta
heroica, propia de seres sobrenaturales. Sin embargo, ha sido la
normalidad antropológica durante decenas de miles de años» y que «la
idea de que una persona podía o debía dedicar treinta años de su vida
laboral exclusivamente a realizar una única tarea muy simple que,
además, por sí sola no sirve para nada, le hubiera resultado absurda a
prácticamente cualquier persona que viviera en una sociedad anterior a
la revolución industrial».
Sí. A mí esa novela me permite
ilustrar cómo durante mucho tiempo el control sobre el trabajo, y hasta
cierto punto sobre la propia vida a través del trabajo, era una norma
universal. Nuestra sociedad funciona exactamente al revés: la gente no
sabe hacer nada. Yo no sé hacer nada más que hablar delante de cuarenta o
cincuenta estudiantes secuestrados y escribir un texto con cierta
corrección. Más allá de eso, básicamente, no sé hacer absolutamente
nada, y como yo la mayoría de nosotros. Es una innovación antropológica
crucial que explica algunas de las luchas políticas que han tenido lugar
desde los inicios del capitalismo, buena parte de las cuales ha tenido
que ver con el control del proceso laboral y no sólo con la
remuneración, los horarios o con las condiciones de trabajo. Los
capitalistas siempre han privado a los trabajadores del control sobre el
proceso productivo y los trabajadores han intentado retenerlo. Eso es
algo que se nos ha olvidado muchísimo y es importante recordarlo: la
lucha no debe ser sólo por mejores remuneraciones, sino también por el
control y en última instancia la democratización del proceso de trabajo.
En general, la normalidad más absoluta nos parece milagrosa. Usted también reflexiona en Capitalismo canalla sobre lo asombroso que nos resulta algo tan natural como la maternidad.
Sí,
bueno, es una cosa muy generacional. Para la gente de mi generación,
que en general hemos tenido pocos hijos y muy tarde, algo que para la
mayor parte de la humanidad es de lo más cotidiano, porque han vivido
rodeados de críos, ha sido una cosa asombrosa. Para la mayor parte de
nosotros, el primer recién nacido que hemos tenido en brazos ha sido
nuestro propio hijo, y eso yo creo que debe darnos mucho que pensar
sobre los mecanismos de educación y crianza de nuestra sociedad. Antes,
los niños pequeños formaban parte del paisaje cotidiano. Uno crecía
rodeado de otros niños más pequeños y mayores y se socializaba en ese
ambiente aprendiendo a cuidar de los pequeños y a obedecer a los
mayores. Eso lo hemos perdido y es un problema serio, que explica
algunas de las idioteces que la gente de mi generación ha hecho y
pensado.
Otro libro: Frankenstein o el moderno Prometeo.
Usted entiende como una alegoría del proletariado a ese monstruo que,
imbuido de una bondad natural que al principio ejerce, se acaba viendo
obligado a destruir y asesinar cuando es universalmente despreciado por
la sociedad victoriana.
Bueno, no es una interpretación
que haya mantenido yo solo, sino una relativamente frecuente en la
teoría literaria de izquierdas. Y sí, es esa idea de que para las clases
altas victorianas el proletariado, las clases trabajadoras, eran una
especie de monstruo. Hay un libro muy bonito que se llama La hidra de la revolución y que va sobre esto mismo: las descripciones que desde Frankenstein refleja la idea que tenía la sociedad victoriana del proletariado el
siglo XVII se dan del proletariado como algo monstruoso, como una hidra
de mil cabezas dominada por impulsos animales incontrolados.
Frankenstein refleja esa idea de las masas ignorantes y dominadas por
pulsiones incontrolables y que por lo tanto no pueden participar en pie
de igualdad en el proceso político, y además la explica muy bien porque
la vincula a la tecnología y a la innovación social de la revolución
industrial.
El personaje de Frankenstein acabó siendo
trivializado y convertido en un disfraz de Halloween. ¿Fue esa
trivialización un acto consciente por parte del capitalismo? ¿Se
trivializó a Frankenstein para trivializar su mensaje, igual que se hizo
con las camisetas del Che?
Hombre, no creo. Yo creo que
el capitalismo lo trivializa todo. El consumismo tiene una capacidad
nihilista, corrosiva, asombrosa y brutal de trivializar lo que sea: sí,
los símbolos de la izquierda, pero también los religiosos. Trivializa lo
que sea.
En el libro no sólo se sirve de libros que le
han marcado para hacer esa historia del capitalismo que se propone, sino
que también cuenta anécdotas personales. Una de ellas tiene que ver con
un mitin de Alfonso Guerra y unos matones del SOMA.
Sí
(risas). Yo formaba parte de un grupo de insumisos a finales de los años
ochenta, cuando gobernaba el PSOE, y dentro de nuestro plan de acciones
en favor de la insumisión y antimilitaristas se nos ocurrió meternos en
un mitin de Alfonso Guerra para sacar una pancarta a
favor de la insumisión. El servicio de orden estaba formado en su mayor
parte por miembros del SOMA-UGT: gente ruda y contundente, y nada, nos
echaron a patadas de allí. Lo que yo cuento en el libro es que, cuando
salíamos, un amigo me dijo: «¿Viste cuántos éramos nosotros y cuántos
eran ellos?». El mitin había sido en el Palacio de los Deportes de
Oviedo, o sea, una cosa gigantesca: había miles de personas y nosotros
éramos unos quince. Mi amigo me dio: «Pues ésa es la correlación de
fuerzas que tenemos». Los de enfrente probablemente ni siquiera pudieron
leer la pancarta, por lo que nos comimos una manta de hostias increíble
para nada. A mí aquello me dio muchísimo que pensar sobre el papel de
la izquierda, sobre cierta izquierda radical y sobre cómo tenemos que
aspirar a más: no a nuestros grupúsculos diminutos, sino a más. La
anécdota me pareció buena para expresar el papel que ocupamos en la
sociedad e invitar a la reflexión sobre lo que nos está ocurriendo en
estos últimos años en que estamos intentando romper nuestras fronteras
tradicionales y llegar a mucha más gente.
A la gente que
llenaba aquel mitin: personas al menos teóricamente de izquierdas que
sin embargo apoyan a un partido que lo es sólo de nombre.
Sí…
Aquellos fueron unos años curiosos. De alguna forma el PSOE, para la
gente mayor sobre todo, acaparó, monopolizó, los discursos de izquierdas
desarrollando políticas que en muchos casos no lo eran en absoluto,
sobre todo en el ámbito económico, pero también en otros como las
fuerzas armadas o la policía. No se hizo jamás el menor intento por
democratizar esas instituciones, y de hecho estamos pagando todavía esa
lacra. El movimiento antimilitarista denunciaba justamente ese déficit
democrático, pero como el PSOE cooptaba o limitaba el discurso de
izquierdas conseguía hacer que no se oyeran esas voces.
En Capitalismo canalla repite dos ejemplos argumentativos que ya había utilizado en Sociofobia: el de cierta anécdota protagonizada por Buenaventura Durruti y el de cierto capítulo de Los Simpsons en
el que Bart Simpson y Martin Price compiten por el puesto de delegado
escolar. ¿Por qué le resultan llamativos esa anécdota y ese gag de Los Simpsons?
Lo de Durruti es
una historia conocida que demuestra que no era nada machista. La
contaba un anarquista que había ido a visitarle a su casa, donde se lo
había encontrado en delantal, fregando los platos y preparando la cena
para su hija y su mujer. Este hombre, al verlo así, le había dicho,
bromeando: «Pero oye, Durruti, ésos son trabajos femeninos», y Durruti
le había contestado que si creía que su mujer trabajaba, que él no, que
por lo tanto le tocaba a él ocuparse de la casa Durruti entendió mucho antes que la izquierda la importancia de los cuidados
y que si creía que un anarquista tiene que estar metido en un bar
mientras su mujer trabaja es que no había entendido nada. Es una
anécdota que hoy nos puede parecer trivial, pero que en el ámbito de la
España de los años treinta era una cosa realmente radical, y a mí me
gusta porque no la protagoniza un anarquista cualquiera, sino uno
caracterizado por ser un hombre de acción, un tipo rudo, un pistolero,
el primero en tomar las armas y en salir a la calle a pelear que, sin
embargo, cuando estaba en casa no tenía ningún problema en que sus
compañeros le vieran cambiándole los pañales a su hija. Yo admiro mucho a
Durruti; me parece un tío de una gran sabiduría moral, una persona muy
admirable que supo entender mucho antes que la mayor parte de la
izquierda e incluso que el feminismo la importancia de los cuidados no
como un espacio de servidumbre, no como una obligación desagradable que
uno puede llegar a interiorizar, sino como un espacio en el que es
posible la realización personal. En cuanto a lo de Los Simpsons,
a mí me llama mucho la atención ese capítulo porque en él Bart y
Martin, que es el empollón de la clase, compiten por el puesto de
delegado y el empollón hace una campaña negativa denunciando que con
Bart llegará la anarquía. Bart contraataca y hace otra campaña diciendo:
«¡Con Bart llegará la anarquía!» como algo positivo. Es un ejemplo
bonito porque las dos cosas pueden ser compradas en el discurso
electoral, y nos llama la atención sobre cierto perspectivismo, sobre
cómo la misma situación puede parecernos negativa o positiva según la
miremos. A mí me ayuda a desconfiar sobre mis propias preferencias,
sobre lo que me sale espontáneamente, y yo creo que eso es algo que
debemos hacer todos; que tenemos que ser autocríticos con lo que creemos
espontáneamente y que muchas veces está simplemente mediado por la
situación y por la perspectiva.
¿Un fantasma recorre Europa?
«Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo», escribían Marx y Engels en el Manifiesto comunista, y ello, explica usted, no era una boutade, sino una referencia a la «conciencia generalizada de que el conflicto social es inevitable».
Sí,
sí, sí. Es muy curioso, pero en los años cuarenta del siglo XIX había
una conciencia muy generalizada, tanto en las élites como entre los
trabajadores, de que los conflictos del capitalismo iban a estallar de
un momento a otro; que la Revolución francesa, las burguesas y la
industrial habían dejado un conjunto de problemas pendientes que tenían
que ser afrontados e iban a ser afrontados tarde o temprano a través de
un enfrentamiento. Lo que pasó fue que ganaron las élites. En las
revoluciones del 48 ganaron las élites. Pero esa conciencia existía. De
hecho, la historia del Manifiesto es muy curiosa: el colectivo que se lo encargó a Marx y a Engels
les metió mucha prisa, porque creían que no iba a llegar a tiempo para
la revolución que iba a estallar en meses y que de hecho estalló aquel
mismo año, en 1848. Llegaron por poco: si llegan a colgarse un poco más,
no llegan a tiempo, y eso es interesante porque nos ayuda a leer el Manifiesto de
otra manera, no tanto como un manifiesto utópico sino como un texto de
intervención en un contexto histórico concreto marcado por la urgencia
política.
¿Vivimos ahora una situación similar a la de 1848? ¿Es inevitable el conflicto social? ¿Somos conscientes de ello?
Hombre,
es inevitable que estallen tensiones cada vez más pronunciadas, pero
eso puede tener desarrollos muy distintos. No es imposible para nada que
las élites encuentren mecanismos para gestionar ese malestar y se
produzca un cierre por arriba y no un proceso de transformación
política. De hecho, hay países donde hay crisis desde hace más de
cuarenta años y sin embargo las élites han vencido sabiendo gestionar
ese malestar: Colombia, por ejemplo, o México; países en los que las
élites han encontrado mecanismos para establecer un orden férreo dentro
de una crisis gigantesca. Eso puede durar muchísimo, así que yo no creo
en ninguna clase de inevitabilidad. Todo depende en buena medida de
nosotros.
Al final de Capitalismo canalla, usted invoca a Esperanza Aguirre para darle la razón en algo: Se puede decir que soy un anarco-comunista conservador (risas)la democracia es, efectivamente, una coalición de perdedores.
Sí, es una frase que Esperanza Aguirre y
otros líderes del PP repitieron en muchas ocasiones, después de las
municipales y las autonómicas, para acusar a quienes podían evitar que
gobernara la lista más votada allí donde el PP había ganado por mayoría
simple. «Esto debería estar prohibido por ley para impedir que gobierne
una coalición de perdedores», decía, y a mí eso me hizo mucha gracia
porque me dio la impresión de que la democracia es justamente eso: no la
coalición entre PSOE, Izquierda Unida y Podemos, sino una coalición de
perdedores, un acuerdo entre los perdedores del capitalismo para impedir
que ganen los de siempre y que las élites sociales y económicas
impongan su ley una y otra vez.
¿Le describo muy mal si le describo como anarcocomunista?
(Risas) Bueno, un buen amigo, Luismi,
siempre me decía, cuando éramos adolescentes y militábamos en una
organización cercana al comunismo, que yo era muy libertario, muy
anarquista. Ahora, sin embargo, la gente me suele llamar más bien
reaccionario: dicen que soy muy conservador. Así que yo creo que si le
añades a eso de anarcocomunista el apellido conservador y me describes como anarcocomunista conservador, seguramente hagas una descripción bastante acertada, sí (risas).
En este último tiempo se le ha visto muy vinculado a Podemos.
No,
no estoy muy vinculado. Mucha gente cree que sí, que formo parte del
aparato de Podemos, pero no es así para nada. Sí que he apoyado esa
iniciativa casi desde el primer día, pero no tengo ninguna vinculación
orgánica. Cuando miembros o colectivos de esa iniciativa con los que me
siento identificado me piden ayuda, se la doy con el mayor gusto, pero
eso es todo. De hecho, Podemos es una organización muy plural y hay
algunos aspectos de esa organización plural con los que me siento muy
identificado y otros con los que menos.
¿Qué le gusta y qué no le gusta de Podemos?
Me
gusta que ha sabido convertir un malestar muy difuso en una propuesta
institucional concreta que además ha conseguido desbordar los límites
sociales del 15-M y llevar el malestar y la propuesta a más allá de los
treintañeros universitarios de clase media, incluyendo a gente de otro
espectro social. En general, me gusta mucho, lo que más en Podemos, que
haya conseguido superar los límites tradicionales de las organizaciones
de izquierdas en este país y conformar una herramienta real de cambio.
¿Lo que no me gusta? Bueno, lo que no me gusta no tiene tanto que ver
con Podemos como con nuestra propia sociedad. Venimos de una auténtica
devastación social y política que limita mucho la capacidad
transformadora de Podemos o de cualquier otra organización. Limita
mucho, por ejemplo, los discursos que se pueden poner en marcha. Ha
habido una labor muy clara de tanteo en ese sentido por parte de Pablo Iglesias y
de otra gente consistente en ir haciendo propuestas, lanzando globos
sonda y retirándolas cuando generaban un rechazo grande. Ahora Podemos
hace propuestas más vinculadas a la izquierda tradicional, más cercanas a
mis propias ideas, y otras más aceptables para la generalidad de la
gente. Pero yo no diría que es una limitación de Podemos o de sus
dirigentes, sino más bien una de la sociedad en la que nos movemos y que
tiene que ver no tanto con que seamos muy de derechas o muy
conservadores como con que vivimos en una sociedad profundamente
desinstitucionalizada donde esas propuestas parecen una locura porque no
encuentran un anclaje social e institucional en el que desarrollarse y
no ser un puro brindis al sol. Ése es un desafío real que tiene que ver
con lo que decíamos antes: las condiciones reales del cambio político.
Quejarse es gratis: tú puedes quejarte todo lo que quieras de que la
gente no sea mucho más de izquierdas, mucho más progresista, pero ésa es
la realidad con la que tenemos que trabajar y yo creo que en este
sentido Podemos ha sabido alinearse bien; ha sabido hacer propuestas
arriesgadas y ambiciosas pero tratando de llegar a una mayoría social.
Yo a veces echo de menos un poco más de pedagogía: es verdad que
probablemente no puedas proponer una renta básica, porque nadie lo va a
entender, pero sí que puedes hacer un poco de pedagogía y explicar que
realmente no es una idea grotesca. Echo de menos eso. Aunque se está
haciendo, ¿eh? No con la renta básica, pero sí con otras cosas. Podemos,
joder, en el ámbito de la realidad plurinacional española ha hecho un
ejercicio de pedagogía muy importante, que nadie había hecho en este
país en cuarenta años, explicando que no es un drama, que no pasa nada,
que la independencia de un territorio en el contexto de la Unión Europea
no es como las dos Coreas, no es que se ponga una valla y de pronto la
gente no pueda hablarse con sus primos catalanes, que la democracia
funciona así y que la solución a los problemas de la democracia es más
democracia. Sobre todo, Podemos ha aumentado la posibilidad de defender
una idea de España que no se base en el miedo y en que te van a pasar un
montón de cosas malas si te vas de aquí, sino en un proyecto compartido
atractivo. Creo que ahí sí se ha hecho una pedagogía muy atractiva y
que se puede llevar a otros ámbitos. No sé. Sea como sea, yo he sido muy
crítico a veces con muchas cosas, pero creo que éste es un momento
político muy interesante. Yo nunca pensé que lo fuera a vivir, y estoy
muy contento de estar viviéndolo.
¿Le ve recorrido a Podemos, o le parece que va a ser un suflé que se deshinche pasado un cierto momento de esplendor?
Joder,
no sé, espero que lo tenga, pero también puede ser un suflé, claro que
puede serlo. Yo creo que las élites políticas y económicas están jugando
sus cartas muy bien. Hay muchas burlas de ellos, pero realmente tanto
desde el punto de vista económico como desde el laboral o el político
están jugando sus cartas con una inteligencia asombrosa. En España no ha
habido un austericidio radical como el de otros países, sino que se han
puesto en marcha procesos mucho más inteligentes que llevan al mismo
lugar pero de un modo más paulatino, más lento. Han encontrado una
alternativa que es Ciudadanos que mantiene básicamente el mismo programa
pero lo hace mucho más atractivo para las clases medias educadas. Así
que sí, es posible el suflé y acabar en una derrota. También es posible
que nada acabe de fructificar del todo y que acabemos abocados a una
italianización política en la que ninguna propuesta acabe de cuajar.
Pero también es posible lo contrario: que prenda aquí la semilla de algo
que luego se extienda a toda Europa y le demos la vuelta a esto y
construyamos una contrahegemonía elaborada desde el sur. Quién sabe.
La salida, sea como sea, será colectiva. «Sencillamente
no podemos sobrevivir sin la ayuda de los demás. […] somos
codependientes y cualquier concepción de la libertad personal como base
de la ética tiene que ser coherente con esa realidad antropológica»,
escribe en Sociofobia.
Exactamente.
"La izquierda debe ser revolucionaria en lo económico, pero conservadora en lo antropológico"
marzo 03, 2016
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«El mercado libre ni ha existido nunca ni puede llegar a existir», escribe en Sociofobia y escribe de otras maneras, pero pivotando sobre la misma idea, en otras partes de ese libro y de Capitalismo canalla.
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