Esta es una reflexión nacida a raíz de las propuestas económicas de Podemos. No es una descalificación ni un insulto gratuito, después de todo yo mismo estoy en Podemos. Pero es bueno que mientras bajamos la cabeza y aceptamos los paquetes de medidas económicas que se van proponiendo, pues es lo que la gente pide, no dejemos sin decir las verdades del barquero.
Escuchar
a compañeros activistas hablar de la necesidad de “recuperar
nuestro estado del bienestar” siempre es algo que me hace torcer el
morro.
De
todas las miserias que la organización de las comunidades y
territorios bajo la forma de estado-nación nos ha traído, tal vez
la peor sea haber fijado unas fronteras “físicas” al ellos
y nosotros, ese antagonismo anteriormente basado en lazos
sanguíneos o la pertenencia a una comunidad religiosa. Hoy día la
nacionalidad representa ese antagonismo explícito, al identificar al
individuo con un determinado territorio (estado) y una comunidad de
personas que dicen tener una serie de rasgos identitarios en común,
lo que les conforma como nación. Los de fuera son extranjeros,
son diferentes, no son de los nuestros.
Sobre
esos antagonismos con fronteras se ha construido la economía
neocolonial, manteniendo ese sometimiento de los países del sur al
poderío económico y militar de sus vecinos del norte. Hablar del
estado del bienestar es hablar de los privilegios materiales de
occidente frente a la miseria de los países del sur. Que países tan
ricos como Perú, el Congo o Guinea Ecuatorial tengan una economía
tan débil y una población tan precaria no es una casualidad. Y no
voy a hablar de la responsabilidad de occidente en las oligarquías
extractivistas peruanas, ni de la dictadura pelele guineana ni de
quienes alimentan la guerra congoleña. No se trata de denunciar los
procesos políticos que posibilitan sino de asumir la necesidad
material de que unos tengan poco, para que otros puedan tener mucho.
La
globalización económica, que permite “transportar” la huella
ecológica fruto de la sociedad industrial a millones de kilómetros
del lugar donde se disfruta el producto de esa industria, produce un
efecto alienante en los habitantes de ese privilegiado primer mundo
donde van a parar las riquezas del resto, mientras otros ven (por
poner un ejemplo) como sus antiguas tierras son ahora propiedad de
multinacionales que las utilizan para cultivos orientados a la
exportación –para abastecer a occidente- y sus núcleos urbanos
son lo que Mike Davis llama “ciudades
hiperdegradadas”. No somos conscientes del daño que
nuestro modo de vida produce a otros.
Es
por eso que cuando programas económicos como el de Podemos proponen
en líneas generales medidas para que la gente consuma más y así
reactive la economía, es lícito preguntarse si ese aumento del
consumo no aumentará también el desgaste ecológico que provocamos
no sólo en nuestro propio suelo, sino también en el de nuestros
vecinos del sur, los mismos que nutren nuestra industria de materias
primas (café, cacao, algodón, azúcar, te, aceite de cacahuete, de
Palma, cereales, maderas tropicales, piel, cuero, productos de origen
mineral, etc.) así como las industrias de terceros países que
venden sus productos en nuestros mercados.
Sería
también lícito preguntarse si ese mayor consumo no apunta también
hacia un aceleramiento del cambio climático, cuyas consecuencias
también están más presentes en casa del vecino.
Habría
también que pensar si esa cantidad de energía invertida en la
industria estatal, que se proponen resucitar, así como la que viene
embebida en todos aquellos productos que se supone que debemos
consumir, no será parte del pastel que les corresponde a otros, pues
por desgracia es
ya un bien limitado.
Habría
en definitiva que poner sobre la mesa la pregunta del millón: Si ese
estado del bienestar que deseamos sería viable de una manera
diferente a la habitual: a costa del vecino. Si ahora que el peak oil
ha convertido
la economía en un juego de suma cero existe alguna manera de
crecer sin estrujar aún más al maltrecho tercer mundo, y ya de
paso, alguien podría levantar la mano y preguntarse si realmente
necesitamos consumir como bestias para llevar una vida digna y
plena.
Alguien
me recordará ahora que hay que ganar unas elecciones y claro, hay
que decir a la gente lo que quiere oír y patatín patatán. No seré
yo quien lo niegue. Hay que ganar, “por lo civil o por lo
criminal”. No hay esperanzas de conquistar otros poderes sin antes
tener el poder político por las riendas. Tampoco negaré que si
queremos mantenernos a flote en esta dictadura de los mercados
globales tendremos que movernos con lentitud y cuidado, siendo muy
conscientes de la interdependencia de las diferentes economías, o
nos hundirán el barco en medio año.
Pero
sería bueno que recordásemos la pasividad y en algunos casos
entusiasmo con el que gran parte de las izquierdas y los movimientos
sociales convivieron con el primer mandato de Zapatero, cuando
vivíamos
de puta madre.
Recordarles las estrategias
de intervención neocolonial del gobierno en países pobres bajo el
nombre de “Plan África”,
recordarles su uso
discriminado de la inmigración para ocupar el lugar de máxima
precariedad en nuestra clase trabajadora, recordarles como se
multiplicó la venta de armas, y en fin, volver a preguntarnos si
este es el bienestar que queremos, si estamos aquí para provocar un
cambio o para decir “qué hay de lo mío”.
¿Seremos
capaces de ver más allá del interés egoísta de nuestro estado?
¿Nos atreveremos a intentar resolver los problemas que causamos
fuera de nuestras fronteras, aunque pongan en riesgo nuestros propios
intereses? ¿Existe un camino intermedio donde podamos entendernos
con los economistas post-keynesianos en quienes confían los líderes
de Podemos? ¿Dejaremos de lanzar consignas vacias y nos empezaremos
a tomar en serio el internacionalismo que predicamos?
Y
si negamos esta posibilidad, asumiendo que nuestro plan se basa en un
bienestar excluyente e insostenible, habrá que hacerse una última
pregunta:
¿Y
quién redactará un programa económico para ellos?
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