Jorge Riechmann
El
gran helenista Pierre Vidal-Naquet solía explicar a sus alumnos que
en los orígenes de la conciencia histórica occidental están tanto
la fuente griega –la búsqueda de la verdad- como la fuente judía:
la reflexión
sobre la ambigüedad humana. Evocaba
el episodio narrado en Samuel II, 11-12: el rey David ve desde la
terraza de su palacio a la bella Betsabé desnuda. Se entra de que es
la esposa de uno de sus oficiales, Urías, el hitita. David se
acuesta con Betsabé y la deja encinta; y envía a Urías a morir en
la guerra contra los amonitas. Natán le informa de que ha cometido
pecado, y Jehová perdona a David pero hace morir al hijo de David y
Betsabé. Luego David y Betsabé tienen otro hijo, y éste será
Salomón “en toda su gloria”, antepasado de Jesús de Nazaret
según la tradición cristiana. El
Mesías,
por tanto, es
hijo del rey pecador.
Esta ambigüedad y fragilidad de lo humano también la percibían los
antiguos griegos, claro está: la justicia es el peor de todos: la
peor injusticia es la que tiene armas, y el hombre está naturalmente
dotado de armas para servir a la prudencia y la virtud, pero puede
usarlas para las cosas más opuestas” (Aristóteles, Política
1253a).
Lo
humano es el
reino de la ambivalencia radical, donde bendición y maldición van
juntas.
Los seres humanos –en cuanto animales culturales- somos
autocreadores como quería Nietzsche, sí. Dice el Coriolano de
Shakespeare: “Soy el creador de mí mismo”. Es cierto, ésta es
una realidad que hay que mirar de frente [Pero
¿qué clase de creador? ¿En qué condiciones se produce esa
creación, esa autoproducción de Homo sapiens sapiens, el animal
desequilibrado por el lenguaje y la técnica, el animal cultural? Una
tentación fatal es el sueño del “darse a luz a sí mismo”: un
mundo sin madres. Otra tentación que ha de evitarse: pensar a este
autoproductor a través de los modelos del “genio creador” del
Renacimiento o el Romanticismo. No evoquemos a Miguel Ángel ni a
Beethoven. Mi propuesta: un grupo de mujeres indígenas en algún
tianguis –mercadillo— de Centroamérica. Creo que esa imagen nos
desencaminará menos...].
Pero
también en cuanto animal cultural es inherente al anthropos
una
gigantesca posibilidad
de autodestrucción que
la conciencia mítica de la humanidad ha subrayado sin tregua: la
hybris
contra
la que advertían los trágicos griegos, el mito de Pandora, el
pecado original judeocristiano que nos expulsó del Jardín del
Edén... Podemos ver como una significativa síntesis de todo esto el
paso del diario de Robert Oppenheimer donde el famoso físico nuclear
evocaba las palabras del dios hindú Krishna: “Me he convertido en
la Muerte, Destructora de mundos”.
Así
que “soy el creador de mí mismo” (Coriolano/ Shakespeare), pero
“me he convertido en la Muerte, destructora de mundos” (Krishna/
Oppenheimer). ¡Hay que soldar los dos enunciados! Esta ambivalencia
radical se da en cada una de nuestras dimensiones básicas. El
trabajo, que puede ser cumplimiento y autorrealización pero también
alienación y opresión; las ideas, al mismo tiempo medio de
conocimiento y persiana que tapa la realidad o funda que la
sustituye; la ciencia, que nos aproxima a la verdad y simultáneamente
posibilita una tecnología que pone en riesgo la misma existencia
humana; la técnica, sin la cual no somos humanos –Homo
faber—
pero que descuella en ingenio para aniquilar al otro; el lenguaje,
que hace posibles tanto la poesía como el genocidio... Como señala
Terry Eagleton:
“Nuestra
condición de ‘caídos’ tiene que ver con el sufrimiento y la
explotación que acarrea inevitablemente la libertad humana. Radica
en el hecho de que somos animales contradictorios, pues nuestros
poderes creativos y destructivos emanan más o menos de la misma
fuente. El filósofo Hegel creía que el mal florecía a la par que
la libertad individual.
Una
criatura dotada de lenguaje puede expandir mucho más allá el
restringido radio de acción de las criaturas no lingüísticas.
Adquiere, por así decirlo, poderes divinos de creación. Pero como
la mayoría de las fuentes potentes de invención, estas capacidades
son también sumamente peligrosas. Un animal así corre el peligro
constante de desarrollarse demasiado rápido, sobrepasarse a sí
mismo y acabar quedándose en nada. La humanidad tiene un cierto
elemento potencial de autofrustración o autoperdición. Y eso es lo
que el mito bíblico de la Caída se esfuerza por formular, pues Adán
y Eva emplean sus poderes creativos para deshacerse a sí mismos. El
ser humano es el Hombre Fáustico, de ambición demasiado voraz para
su propio bienestar y eternamente impelido más allá de sus propios
límites por el reclamo de lo infinito.
Esta
criatura hace el vacío a todas las cosas finitas en su arrogante
relación amorosa con lo ilimitable. Y como el infinito es una
especie de nada, el deseo de esa nada constituye una expresión de
(...) la pulsión de muerte freudiana. La fantasía faustiana, pues,
delata el desagrado puritano por lo carnal. Para alcanzar el infinito
(un proyecto conocido, entre otros nombres, por el de Sueño
Americano), necesitaríamos abandonar de un salto nuestros
desconsoladoramente limitantes cuerpos. Lo que distingue al
capitalismo de otros modos de vida históricos es su conexión
directa con la naturaleza inestable y contradictoria de la especie
humana. Lo infinito (el inacabable impulso por obtener beneficios, la
marcha incesante del progreso tecnológico, el poder permanentemente
creciente del capital) siempre corre el riesgo de aplastar y ahogar a
lo finito. El valor de cambio --que, como bien reconoció
Aristóteles, es potencialmente ilimitado-- prevalece sobre el valor
de uso. El capitalismo es un sistema que necesita estar en perpetuo
movimiento simplemente para mantenerse donde está. La transgresión
constante forma parte de su esencia. (...) El capitalismo no es la
causa de nuestra situación de ‘caída’, como tienden a imaginar
los izquierdistas más ingenuos. Pero, de todos los regímenes
humanos, es el que más exacerba las contradicciones incorporadas en
un animal lingüístico.”
Retengamos:
libertad
y destructividad se hallan estrechamente entreveradas en un animal
lingüístico. El
“tercer chimpancé” orgullosamente autobautizado Homo
sapiens sapiens en
realidad es más bien un Homo
sapiens demens:
“El
ser humano es un ser razonable y desrazonable, capaz de mesura y de
desmesura, racional y afectivo; sujeto de una afectividad intensa e
inestable, sonríe, ríe, llora, pero también sabe conocer
objetivamente; es un ser serio y calculador, pero también ansioso,
angustiado, gozador, ebrio, extático; es un ser de violencia y de
ternura, de amor y de odio; es un ser invadido por lo imaginario y
que puede reconocer lo real, que sabe de la muerte y que no puede
creer en ella, que segrega el mito y la magia, pero también la
ciencia y la filosofía...(...) Y en la ruptura de los controles
racionales, culturales, materiales, cuando hay confusión entre lo
real y lo imaginario, cuando hay hegemonía de ilusiones, desmesura
desencadenada, entonces homo
demens sujeta
a homo
sapiens y
subordina la inteligencia racional al serviciode sus monstruos.”
Extraído de: 'Acerca de la condición humana' de Jorge Riechmann
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