Rocio Meana Acevedo - 15/15\15
La noción de decrecimiento surge al abrigo de la reivindicación de la
existencia de límites al crecimiento y del desarrollo de la teoría
bioeconómica de Georgescu-Roegen, que enmarcó por primera vez a la
economía en la biosfera a través de principios físicos como
irreversibilidad del tiempo y la transformación entrópica de la energía y
la materia. Serge Latouche, economista, ideólogo y uno de los
principales defensores del decrecimiento, lo define como “una necesidad,
no un principio, ni un ideal, ni el objetivo único de una sociedad del
post-desarrollo y de otro mundo posible”. Así mismo, añade que “su
consigna tiene como principal objetivo el abandono del crecimiento por
el crecimiento” (Latouche, 2003, pp 3-4). Si no hay crecimiento, una
sociedad de crecimiento entra en crisis. Por este motivo, decrecimiento
no significa crecimiento negativo, sino un cambio de lógica y de
trayectoria. Un nuevo enfoque que nos apremia a cambiar nuestra forma de
ver el mundo y a abandonar la sociedad de consumo, renunciando a la
inercia de crecer por crecer para reencontrar un equilibrio entre los
seres humanos, y entre éstos y la naturaleza.
Si el decrecimiento se pudiera resumir en un programa, implicaría
lograr un reajuste a los límites biofísicos del planeta para evitar o
minimizar el colapso civilizatorio de un modo libre y voluntario que
además garantice la justicia social y el buen vivir a través de la
satisfacción de todas las necesidades humanas fundamentales de los
habitantes del planeta y de la supervivencia de las demás especies. La
transformación que se requiere para una transición de este calado debe
abordar múltiples vertientes: la ética, la cultural, la social, la
política, la económica y la tecnológica. Este artículo tratará de
aproximarse a la transformación ética y cultural con el objetivo de
lograr un cambio del imaginario colectivo que lleve a la autolimitación y
la sencillez voluntaria.
La sencillez voluntaria es definida por Samuel Alexander como “un
estilo de vida que implica minimizar conscientemente el consumo
derrochador e intensivo de recursos. Pero que también comporta
reimaginar la buena vida dedicando progresivamente más tiempo y energía a
perseguir fuentes no materialistas de satisfacción y de significado”.
Dicho de otro modo, la sencillez voluntaria implica un nivel de vida
material suficiente a cambio de más tiempo y libertad para alcanzar
otras metas vitales —el tiempo con la familia, la participación política
y comunitaria, la creación artística o la espiritualidad— con el
objetivo de tener una vida más llena, feliz y libre en armonía con la
naturaleza (Alexander, 2015, p 212). Este concepto está muy vinculado a
una cultura de la suficiencia que exige la existencia de un componente
de autolimitación que nos lleve a ser capaces de vivir con menos,
consumir de forma responsable y examinar nuestras vidas para diferenciar
lo que es importante de lo que es superfluo. La autolimitación implica
entonces la existencia de una consciencia de lo que es suficiente que
sea justa y que deje espacio a los demás, un umbral, sin duda, difícil
de establecer.
El decrecimiento resulta muy afín y se encuentra muy vinculado para
algunos autores —como Julio García Camarero— a la búsqueda de un
desarrollo a escala humana que Max-Neef (2001) defiende alcanzar a
través de la satisfacción de las nueve necesidades fundamentales,
finitas y universales: la subsistencia, la protección, el afecto, el
entendimiento, la participación, el ocio, la creación, la identidad y la
libertad. El umbral de la autolimitación que buscará el decrecimiento
se deberá establecer entonces en función de la satisfacción de todas
estas necesidades de un modo que no implique la superación de la
capacidad de carga del planeta y que no comprometa la satisfacción de
las necesidades fundamentales del resto de seres humanos. Para ello el
consumo de energía y materiales deberá verse sustancialmente reducido y
traducido en una mayor frugalidad en las sociedades opulentas del Norte.
Una frugalidad que de otro modo iría de la mano de una nueva abundancia
que pase necesariamente por la reactivación de la socialidad del ser
humano, es decir, por una potenciación de los bienes relacionales.
El principio de revaluación decrecentista: la conformación de una nueva escala de valores
Para Serge Latouche (2009) el decrecimiento lleva implícita como premisa la salida de la economía, cambiar los valores y desoccidentalizarse. En este sentido, el autor nos habla del altruismo, la cooperación, la creatividad y la primacía de la vida social frente al consumo; así como de la defensa del ocio creativo frente al trabajo obsesivo con vistas al incremento del gasto en bienes superfluos.
Todos estos valores no son nuevos y, en muchas ocasiones, reivindican la necesidad de recuperar muchos saberes tradicionales olvidados y una revalorización del mundo rural. Otro de los elementos clave tiene que ver con el triunfo de la vida social frente a la lógica de la propiedad y el consumo (Taibo, 2009) y con el paso del individualismo a la colectividad. La importancia de la colectividad es un aspecto que Max-Neef resalta en El desarrollo a escala humana (2001) a través de la necesidad de articular lo personal con lo social para alcanzar un verdadero desarrollo humano. Julio García Camarero expresa esta misma idea reflexionando sobre cómo puede armonizarse la individualización con el anhelo de una existencia comunitaria compartida. En este contexto, el autor resalta la importancia de distinguir entre individualización e individualismo, pues mientras el primer término hace referencia a una necesidad de autodeterminación, el segundo va asociado al egoísmo que hoy caracteriza a la sociedad capitalista. De este modo, la individualización, entendida como autodeterminación, solo puede alcanzarse si nos comprometemos con los demás. Un compromiso que no implica renunciar a la propia individualidad (Beck citado en García Camarero, 2010).
Por otro lado, el decrecimiento también implica la necesidad de pasar del actual antropocentrismo a un biocentrismo que reconozca a todos los seres vivos dignos de consideración moral. Este enfoque nos llama a ser conscientes de nuestra interdependencia y semejanza con el resto de seres del planeta [1] con los que compartimos historia evolutiva, así como la necesidad de aplicar una ética de responsabilidad que solo podemos practicar los seres humanos (Riechmann, 2005). Del mismo modo es imperativo asumir nuestra ecodependencia en cuanto a que al dañar a otras especies y degradando ecosistemas ponemos en riesgo nuestro propio bienestar y supervivencia (Riechmann, 2012). En esta línea, el filósofo Masanobu Fukuoka nos invita a replantear la teoría de la superioridad del ser humano en cuanto a que en la naturaleza no existen seres vivos superiores ni inferiores, pues todos sin excepción dependen los unos de los otros. Su propuesta es la concepción de la naturaleza según la teoría de la rueda del dharma [2], según la cual “la naturaleza se expande en todas direcciones, de manera tridimensional, y al mismo tiempo, a medida que se desarrolla, converge y se contrae.
Podemos ver estos ciclos de expansión y contracción como una rueda (…) La Tierra y todos los seres vivos sobre ella nacieron como un solo cuerpo unificado y con un destino común. Todo lo relacionado con el papel, el propósito y el trabajo de cada uno de ellos se originó y fue concluido en el mismo instante. Todas las cosas se diseñaron de tal manera que uno es muchos, el individuo es el todo, el todo es perfecto, no se desperdicia nada, nada es inútil y todas las cosas dan lo mejor de sí”. Ambas tesis, aun con algunas diferencias que no son objeto de análisis en este artículo, defienden una visión macroscópica del mundo que el decrecimiento no puede obviar.
Uno de los resultados más importantes al que se llegaría con este paso de una visión antropocéntrica a una perspectiva más biocéntrica es la inversión de los círculos concéntricos que componen el mundo. Esto pasa por el reconocimiento de que los problemas ambientales no lograrán solucionarse si solo nos fijamos en ellos de forma aislada —tal y como ha sido planteado desde la perspectiva del desarrollo sostenible—, y no como consecuencia de nuestra propia organización socioeconómica, según la cual la biosfera es un subsistema de nuestra esfera social, y la esfera social un subsistema de la esfera económica. Como consecuencia, la sostenibilidad nunca se podrá abordar sin concebir los círculos concéntricos que conforman el mundo de manera totalmente inversa de forma que el dominio ecológico pase a ser considerado la ley suprema de la que dependen todos los demás, que deberán ajustarse a sus límites. Del mismo modo, la economía también deberá dejar de gobernar a las personas para pasar a ser una herramienta que contribuya a la satisfacción de la necesidades fundamentales de los individuos que componen la sociedad. Esto no hace más que certificar la vinculación del decrecimiento con lo que hoy se conoce como economía ecológica, un concepto que economistas como Georgescu-Roegen o Herman Daly ya anticipaban al interpretar el sistema económico como una esfera dependiente de otra superior: la biosfera y sus límites.
La reconceptualización a través de la lucha del lenguaje y la reformulación de los indicadores de progreso
Establecida la nueva escala de valores, se precisa una redefinición de conceptos muy relevantes y en ocasiones erróneamente conceptualizados por el imaginario dominante. Hablamos de la riqueza y la pobreza, la abundancia y la escasez, la felicidad, el progreso o el desarrollo. Esto pasa por una lucha del lenguaje que Julio García Camarero repasa de forma concienzuda a lo largo de todas las páginas de su ensayo El decrecimiento feliz y el desarrollo humano (2010). Y es que, el lenguaje, además de ser la forma principal de comunicarnos, determina nuestro modo de interpretar la realidad y conforma nuestro imaginario (González Reyes, 2010). Por tanto, la riqueza y la pobreza deberán dejar de medirse únicamente en términos crematísticos para pasar a estar asociadas a la satisfacción de todas y cada una de las nueve necesidades fundamentales humanas. De la misma forma, la felicidad y el bienestar deberán dejar de vincularse a la capacidad de consumo de bienes para asociarse a otras búsquedas como el ideal asiático de vivir con tranquilidad y ver el mundo como algo transitorio (Fuokuoka, 2015) o el del buen vivir Latinoamericano [3]. Todo ello para finalmente reconceptualizar al progreso y al desarrollo en términos cualitativos cuya medición dependa del grado de satisfacción de las necesidades humanas fundamentales (Max-Neef, 2001). Esto último sin duda exigirá redefinir los objetivos de desarrollo y sus indicadores. En este sentido la inadecuación del PIB parece obvia en cuanto a que lo único que señala es cuánto se produce para el mercado sin importar el qué y el para quién, y sin tener en cuenta muchas actividades que contribuyen positivamente al bienestar tanto individual como de la comunidad.
En su análisis crítico al decrecimiento, Van der Bergh (2011) hace referencia a la dificultad de medir el éxito del proyecto decrecentista dada la complejidad de su propia naturaleza. No le falta razón. El decrecimiento no es un proyecto cuantitativamente absoluto, pues implica que ciertas variables crezcan —las relacionadas con la mejora de la calidad ambiental y de la calidad de vida de las personas— y que otras decrezcan —aquellas actividades destructivas y que no proporcionan una mejora del bienestar humano—. Si a esto añadimos que el decrecimiento tiene un carácter multidisciplinar, resulta evidente la dificultad de encontrar un indicador universal para su medición. De este modo, el decrecimiento puede servirse de indicadores individuales para medir el progreso en terrenos concretos, tales como: la tasa de desempleo, la redistribución de riqueza, la tasa de pobreza, el índice de escolaridad, la tasa de emisión a la atmósfera de gases de efecto invernadero o los kilómetros viajados por los alimentos antes de llegar al plato. En ocasiones, estos valores combinados pueden dar como resultado ciertos agregados de bienestar (Kallis, 2011). En este sentido cabe prestar especial atención a nuevos indicadores sociales como el Índice de Bienestar Económico Sostenible [4] o el Índice de Progreso Genuino [5]. Su utilización sin duda nos aproximaría, con más éxito que la de los actuales, a una medición del desarrollo a escala humana. Todo ello sin olvidar que, por el momento, no existe ningún sistema de indicadores perfecto, y que en ocasiones ciertos índices o flujos materiales son difícilmente agregables.
La poesía y el amor como motores de la nueva cosmovisión
Son muchas las herramientas imprescindibles para acometer el cambio de imaginario que se precisa para comenzar una transición hacia un modelo socioeconómico sostenible. Las más importantes son señaladas con acierto en La gran encrucijada (2016):
- Informar sobre la marcha real de la crisis civilizatoria y sus riesgos.
- Desmontar las creencias socioeconómicas dañinas como el mito del crecimiento ilimitado.
- Relacionar la superación de la Gran Recesión con la necesidad de afrontar los desafíos energético y climático.
- Elaborar hojas de ruta para el cambio y aprender de las experiencias concretas llevadas a la realidad que empoderan a la ciudadanía.
- Regenerar la democracia.
Sin embargo, se precisa algo más: un giro ideológico y político que dé lugar y generalice un cambio de conciencia. En palabras de Albert Recio: “si no se incluyen elementos movilizadores basados en las mejoras a aspirar va a ser difícil avanzar mucho en el terreno de la autocontención (…) La batalla central es conseguir que una parte de esta población seducida o atrapada en la pseudo-utopía consumista cambie su percepción del mundo y se movilice en formas diversas por un nuevo proyecto social. Y ello requiere organizar los programas en torno a perspectivas optimistas y completas” (Recio, 2008, p 33). En definitiva, una transformación socioeconómica tan radical como la que propone el decrecimiento, precisa una motivación muy poderosa antes de que la inminencia del colapso haga imposible la tarea de llevar a cabo una transición ordenada: Una llamada a la subjetividad de las personas que logre una movilización voluntaria más fuerte que la que pueden alcanzar acontecimientos externos como una guerra o una catástrofe natural.
Evidentemente, la transición hacia una sociedad de decrecimiento no tendrá las mismas implicaciones para todos los pueblos, pues deberá saber observar la heterogeneidad del mundo para identificar las necesidades de cada territorio de modo que se pueda comenzar a labrar el importante objetivo de equidad entre el Norte y el Sur, entre clases sociales y entre generaciones. Precisamente por este motivo, la adaptación al decrecimiento será sin duda más difícil en el Norte opulento, donde la inmensa mayoría de la población sufre de una fortísima adicción al crecimiento y al consumismo (García Camarero, 2010). Si a esto sumamos que la salida del capitalismo requiere la existencia de una gran participación ciudadana desde abajo, necesitaremos un catalizador equiparable al que proporcionó en su momento el mito del progreso. En la búsqueda de este objetivo Emilio Santiago Muíño (2016) propone la poesía, definiéndola como una forma de vivir y estar en el mundo que incluya “toda acción que tienda a dignificar y elevar la vida del ser humano desplegando lo mejor de su condición” (Santiago Muíño, 2016, p 133). La poesía como pauta cultural busca lo maravilloso en lo cotidiano, un reencantamiento del mundo que puede permitir que disfrutemos de una vida plena en un contexto de disminución necesaria de la producción, del consumo y, en definitiva, del metabolismo económico, a través del redescubrimiento, el disfrute y el fomento de la soberanía creativa de las personas. Una búsqueda que, lejos de ser una ocurrencia sin fondo, tiene unas implicaciones filosóficas y antropológicas importantísimas, pues supone una respuesta del ser humano ante la conciencia de su propia muerte (Santiago Muíño, 2016).
La poesía de Emilio Santiago Muíño como motor de la reforma moral que dé paso a una sociedad poscapitalista sostenible, no difiere mucho del amor que reclama Julio García Camarero (2010) como condición necesaria para el decrecimiento feliz y el desarrollo humano. Del mismo modo, ambas propuestas se asemejan a la de Masanobu Fukuoka (2015), que para mejorar el mundo insta a una vida en una cultura natural que se base en el disfrute de la verdad y la belleza de la naturaleza para recuperar todo aquello que dota realmente de sentido a la naturaleza humana: la belleza, el amor, la receptividad y la comprensión. El concepto de amor al que se refieren estos autores debe ser una unión activa hacia el ser humano y hacia todo lo que le rodea, todo ello sin comprometer la propia individualidad (García Camarero, 2010).
La poesía y el amor sin duda ofrecen un argumento o una vía positiva que puede dar paso a la deconstrucción del mito productivista y consumista enfocándose en las virtudes de la sencillez y la buena vida antes de llegar al colapso como medio que lleve al paradigma de sobriedad que se necesita para lograr un reajuste a los límites ambientales. Así mismo, este enfoque positivo y preventivo sin duda ofrecería muchas más posibilidades de éxito en el plano de la justicia social. Sin embargo, la tarea de la transformación cultural no es sencilla. Los procesos de socialización son lentos y el tiempo del que disponemos es escaso. El colapso puede acelerar el proceso, pero al mismo tiempo deberemos construir y mantener espacios colectivos para difundir las ideas que conformen el nuevo imaginario.
Notas
[1] Todos los seres vivos del planeta somos finitos, dependemos de la biosfera, somos sintientes y por tanto capaces de sufrir y aspiramos a la auto-conservación (Riechmann, 2005).[2] La rueda del dharma “es un antiguo símbolo que representa el modelo cíclico y a la vez direccionado que despliegan las enseñanzas del Buda” (Fukuoka, 2015, p 79).
[3] El buen vivir acepta la existencia de alternativas al modelo de desarrollo occidental y defiende aspectos muy vinculados al decrecimiento como la no separación entre sociedad y medioambiente, el valor intrínseco de la naturaleza y el rechazo a su instrumentalización (Gudynas, 2015).
[4] El Índice de Bienestar Económico Sostenible (IBES) contabiliza positivamente, al igual que PIB las inversiones, el consumo privado y el gasto público. Sin embargo, de forma adicional deduce el consumo privado y el gasto público en seguridad. Además, añade el valor de los servicios producidos y consumidos en el propio hogar y deduce los costes de la degradación ambiental y la depreciación del capital natural.
[5] El Índice de Progreso Genuino (GPI) combina una cifra de consumo personal corregido por una serie estadísticas sobre la distribución de la renta con contribuciones no mercantiles al bienestar —como el valor del trabajo doméstico y voluntario— y con una serie bastante completa de indicadores medioambientales; siendo todo ello restado del coste que suponen otros factores como el desempleo, la delincuencia, las tasas de accidentes, la precariedad en el empleo, la contaminación o la pérdida de espacios naturales (Hamilton, 2006). Este indicador, mucho más completo, se diferencia del IBES en lo siguiente: la adición de la redistribución de la renta, la contabilización del trabajo voluntario fuera del hogar y la sustracción de elementos de degradación social como la delincuencia, los accidentes o el empleo precario.
Bibliografía citada
- Alexander, S. (2015). Simplicidad. En: D´Alisa, G., Demaria, F. & Kallis, G. (Eds) Decrecimiento: vocabulario para una nueva era. Icaria. Barcelona. Pp 212-216.
- Fukuoka, M. (2015). Sembrando en el desierto. Semillas para la regeneración del planeta. Lozano Impresores. Murcia.
- García Camarero, J. (2010). El decrecimiento feliz y el desarrollo humano. Los Libros de la Catarata. Madrid.
- González Reyes, L. (2010). “En la arena del lenguaje”. En García Camarero (2010). El decrecimiento feliz y el desarrollo humano. Los libros de la Catarata. Madrid.
- Herrero, Y., Prats, F. & Torrego, A. (Coords). (2016). La gran encrucijada. Libros en Acción. Madrid.
- Kallis, G. (2011). “In defence of degrowth”. Ecological Economics, 70, pp 873-880.
- Latouche, S. (2003). “Por una sociedad de decrecimiento”. Le Monde Diplomatique, 97. Edición Española.
- Latouche, S. (2009). Pequeño tratado del decrecimiento sereno. Icaria. Barcelona.
- Max-Neef, M., Elizalde, A., & Hopenhayn, M. (2001). Desarrollo a escala humana. Editorial Nordan-Comunidad, Montevideo.
- Recio, A. (2008). “Apuntes sobre la economía y la política del decrecimiento”. Ecología Política, 35, pp 25-34.
- Riechmann, J. (2005). Un mundo vulnerable: ensayos sobre ecología, ética y tecnología. los Libros de la Catarata. Madrid.
- Riechmann, J. (2012). Interdependientes y ecodependientes: ensayos desde la ética ecológica (y hacia ella). Proteus. Barcelona.
- Santiago Muíño, Emilio (2016). Rutas sin mapa. Horizontes de transición ecosocial. Los libros de la Catarata. Madrid.
- Taibo, C. (2009). En defensa del decrecimiento: sobre capitalismo, crisis y barbarie. Los libros de la Catarata. Madrid.
- Van den Bergh, J.C.J.M. (2011). “Environment versus growth — A criticism of degrowth and a plea for a-growth”. Ecological Economics, 70, pp 881–890.
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