Margarita Mediavilla - Última Llamada
Dicen que toda crisis trae consigo una oportunidad,
pero las oportunidades no llegan por sí mismas a ejercer sus posibles
efectos beneficiosos de manera automática. Para que una crisis se
convierta en oportunidad hemos de ser capaces de realizar una difícil
alquimia que consiste en convertir el dolor en lucidez; esa lucidez que
–anudada con el coraje- permite cambiar comportamientos, actitudes y
valores erróneos.
No da la impresión de que en España
estemos sabiendo convertir la crisis en oportunidad. A siete años del
estallido de la burbuja inmobiliaria vuelven a verse grúas y andamios en
nuestras calles. Seguimos teniendo millones de casas vacías y un país
envejecido que no necesita nuevas viviendas, pero la industria de la
construcción no ha cambiado sus aspiraciones ni su forma de hacer
negocios. El capital español sigue aferrado a sus esquemas empresariales
rígidos, sin adaptarse a la nueva realidad; más bien intentando que
sean la sociedad y la política las que se sigan adaptando a su
destructivo negocio.
Tampoco hemos aprovechado la oportunidad que los altos
precios del crudo nos brindaron entre 2006 y 2014. El año pasado nuestro
consumo de petróleo volvió a aumentar después de 9 años de descenso (en
los que cayó un 25% respecto al máximo de 2008). Los altos precios del
petróleo no nos han servido para darnos cuenta de lo dependientes que
somos de un combustible cuyo suministro no tenemos, ni mucho menos,
asegurado. En cuanto el precio de la gasolina ha bajado hemos vuelto a
usar nuestro vehículo privado con los mismos patrones de antes. No hemos
cambiado nuestros hábitos de transporte ni hemos intentado ambiciosos
planes de movilidad en las ciudades; no nos hemos planteado instalar
paneles solares ni mejorar el aislamiento de nuestras viviendas.
Las empresas de la construcción no han intentado, siquiera, algo tan
obvio como reorientar su negocio hacia la rehabilitación de edificios
para la mejora de la eficiencia energética, cosa que podría haber
ayudado a mitigar dos de nuestros mayores problemas: la dependencia
energética y la crisis del sector de la construcción.
Si no hemos sabido aprovechar, siquiera, esas sencillas oportunidades
empresariales, no es extraño que apenas hayamos realizado un ejercicio
de reflexión colectiva acerca de todo lo que nos ha llevado a la crisis,
ni nos estemos preguntando qué es lo que ha cambiado en el mundo desde
el año 2008.
La crisis de la deuda volverá, porque es
evidente que se ha cerrado en falso. También el precio del petróleo
subirá en unos pocos años, dado que las compañías petroleras están
teniendo unas tasas de inversión en nuevos pozos muy escasas que, como
advierte la Agencia Internacional de la Energía, son insuficientes para
cubrir el declive de los yacimientos convencionales. La industria de los
petróleos no convencionales (fracking) está en números rojos y, en los
próximos años, tampoco vamos a poder contar con el balón de oxígeno que
estos contaminantes recursos han aportado.
Cuando
esto ocurra, España se volverá a encontrar con una economía hipotecada,
tanto por la deuda como por los altos precios del petróleo. Volveremos a
encontrar que la importación de crudo se lleva un 4% o un 5% del PIB,
como hizo en años pasados, y no tendremos el transporte público, las
viviendas eficientes ni los hábitos de consumo que nos permitirían, al
menos, reducir la sangría económica que supone la importación de
energía.
La reciente crisis energética no ha dado
lugar a una reacción como la que se vivió en el shock petrolero de los
años setenta. Los altos precios de la gasolina no han llenado nuestras
ciudades de bicicletas, como se llenaron las holandesas y danesas en su
día; no han servido para extender la alarma acerca de los límites del
planeta, como hicieron los informes del Club de Roma; ni para disparar
un movimiento anticonsumista como el hippie, que surgió en aquellos años
en los que también se inventaron la permacultura, la bioconstrucción y
las energías renovables. Ahora el hippismo de los setenta está
desprestigiado y es ridiculizado; es, más bien, el fascismo de los años
treinta lo que se vuelve a poner de moda.
No vivimos
en los audaces setenta y nuestra generación no tiene el valor de
preguntarse cuántas reservas de petróleo realmente quedan. Hemos
convertido en tabú las cuestiones “escasez de energía” y “límites al
crecimiento” aduciendo que son debates muy antiguos y pasados de moda y,
efectivamente, son problemas muy antiguos y debates que se cerraron en
falso: por ello vuelven de nuevo una y otra vez.
Nuestra reacción a la crisis ha consistido en esconder la cabeza debajo
del ala y echar toda la culpa al político corrupto o al emigrante. En
estos años hemos tomado conciencia sobre el bipartidismo, la “casta”
empresarial o el neoliberalismo, pero se ha avanzado muy poco en la
conciencia sobre la crisis energética y ecológica. Muy pocos queremos
ver que Europa se está quedando sin energía desde el año 2000, cuando
los yacimientos del Mar del Norte empezaron a declinar; que vivimos en
un planeta amenazado por el cambio climático y por una salvaje
destrucción de la biodiversidad; que los combustibles fósiles van a
abandonarnos a lo largo de este siglo, y que todo ello, tarde o
temprano, va a tener enormes consecuencias económicas.
Las causas ambientales y energéticas de la crisis siguen, todavía, sin
ser analizadas y no deberíamos subestimarlas de esta manera. El
paulatino descenso de la calidad de la energía, que ya estamos viviendo,
no es la causa de todo eso que llamamos “crisis” pero agrava todos los
problemas. La energía escasa acentúa los peores defectos del
capitalismo, hace imposibles las tasas de ganancia y el crecimiento de
antaño y vuelve más sangrantes las desigualdades sociales. Nuestra
economía de consumo basa sus cimientos en una radical insostenibilidad
ambiental y energética. Las y los españoles, a estas alturas, ya
deberíamos saber bien a qué conduce ese tipo de radical y profunda
insostenibilidad: a un enorme pinchazo de la burbuja.
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