En
forma explícita o implícita, la utopía del mercado total está
sustentada sobre un conjunto de mitos o falacias que se han venido
convirtiendo en sentido común en la medida en que el conocimiento
colonial eurocéntrico de las ciencias sociales hegemónicas se fue
imponiendo como la forma de conocimiento pretendidamente universal
(Lander, 2000a; Mignolo, 2001). De estos mitos sólo se destacan los
más significativos.
En
primer lugar está el
mito del crecimiento sin fin.
Quizás la idea fuerza más potente del proyecto histórico de la
sociedad industrial, tanto en sus versiones liberales como en sus
versiones socialistas, ha sido el mito prometeico de la posibilidad
del control de la naturaleza para hacer posible el crecimiento sin
límite, así como la identificación de la felicidad humana con un
bienestar material en permanente expansión. De acuerdo con este mito
no existen límites materiales para la manipulación/explotación
siempre creciente de los recursos y de la capacidad de carga del
planeta Tierra. Como corolario, se asume que en los casos en los
cuales aparezca alguna traba, ésta siempre podrá ser sobrepasada
mediante una respuesta tecnológica, el llamado technological
fix.
De acuerdo con el imaginario de la utopía del mercado total, basta
para ello con que operen sin interferencia las leyes espontáneas del
mercado. La elevación de los precios de los bienes escasos
garantizaría los incentivos requeridos para la inversión en
investigación y desarrollo que le dé respuesta a todo posible
obstáculo al crecimiento sin fin.
El
crecimiento sin límite no es sólo un imaginario, no es sólo un
componente básico de la utopía del mercado total, es igualmente una
exigencia estructural del funcionamiento de la sociedad del capital,
una necesidad que tiene poco que ver con los niveles de bienestar y
de consumo de la población. En cada estadio de consumo de bienes
materiales, la lógica expansiva de la valorización del capital
–como condición de su propia supervivencia– exige más. No hay,
ni puede haber, punto de llegada. El mejor ejemplo de esta exigencia
inexorable es el de la economía japonesa de los últimos años.
Desde el punto de vista del capital, los altísimos niveles de
consumo alcanzados por la población de dicho país no son, ni pueden
ser, suficientes. A pesar de su extraordinaria abundancia material,
una economía de crecimiento cero se convierte en una profunda e
insostenible crisis.
El
mito del crecimiento sin límite ignora los estrechos
condicionamientos que imponen los recursos naturales y la capacidad
de carga del planeta, desconoce el hecho de que, a pesar del
restringido acceso a los recursos que tiene la mayoría pobre del
Sur, los recursos y la capacidad de carga del planeta están siendo
utilizados en una escala que ya ha sobrepasado las posibilidades de
la reposición natural, no de algunos ecosistemas locales o
regionales, sino del sistema ecológico planetario global. Los
actuales niveles de utilización de los recursos y capacidad de carga
del sistema global no son compatibles con la preservación de la vida
sobre el planeta Tierra a mediano plazo (World Wide Fund
International et al., 2000; United Nations Development Program, 2000
y Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, 2000).
El
mito del crecimiento sin fin opera como dispositivo necesario para
ocultar la realidad de que sólo mediante una radical redistribución
del acceso y uso de los recursos y capacidad de carga del planeta a
escala global sería posible el logro de niveles de vida dignos para
las mayorías pobres del planeta. Es un dispositivo que pretende
negar el hecho de que en el uso de los recursos y de la capacidad de
carga del planeta hemos llegado a una situación que, sin exageración
alguna, es ya propiamente una situación de suma-cero en la que la
apropiación de más recursos por parte de algunos implica,
necesariamente, que habrá menos recursos y capacidad de carga
disponibles para otros, que mientras más ricos sean los ricos,
necesariamente, dados los límites materiales existentes, más pobres
serán los pobres[1].
El
segundo mito fundante de la utopía del mercado total es el
mito de la naturaleza humana,
tal como ésta ha sido caracterizada por el pensamiento liberal
clásico y ahora radicalizado por el neoliberalismo, lo que
Macpherson (1979) ha denominado el individualismo posesivo. En esta
concepción, el ser humano es por naturaleza egoísta e
individualista: el motor determinante de su acción en última
instancia es siempre el propio beneficio. Negando el carácter
histórico-cultural de este modelo de sujeto humano, se afirma que la
sociedad del mercado total es la sociedad que mejor expresa la
naturaleza universal de lo humano, el único modelo de organización
social que permite el despliegue máximo de todo el potencial de la
creatividad y la libertad humana.
Desde
esta perspectiva, toda diferencia cultural es un obstáculo a
superar, expresión de lo primitivo, atrasado, subdesarrollado,
populista, comunitario, obstáculos que afortunadamente el mercado
podrá superar si lo dejan operar sin trabas. El llamado hombre
económico, producto histórico de la hegemonía de la relación
social del capital se convierte en el sustento naturalizador básico
de la utopía del mercado total[2].
Un
tercer mito fundante de la utopía del mercado total es el
mito del desarrollo lineal y progresivo de la tecnología.
El modelo tecnológico hegemónico de la sociedad industrial de
occidente es entendido como producto de un desarrollo ascendente
hacia tecnologías cada vez mejores y más eficientes, de contenido
político neutro, fundamento material de la sociedad de la
abundancia. En este mito desaparece por completo el tema de las
opciones tecnológicas y del condicionamiento social de las
tecnologías, convirtiendo a la tecnología en una variable
independiente que condiciona al resto de las dimensiones de la
sociedad[3].
De esta manera se hace innecesario indagar sobre las implicaciones
del modelo tecnológico. El mercado simplemente funciona en
condiciones tecnológicas dadas. Al naturalizar y objetivar el modelo
tecnológico, se hacen opacas o invisibles sus relaciones de poder, y
también su papel básico en las condiciones de reproducción de las
relaciones de desigualdad y dominio propias de la sociedad
capitalista.
Asociado
a los mitos anteriores, está el
mito de la historia universal,
la noción según la cual la historia parroquial de Europa
Occidental, tal como ésta ha sido descrita por los historiadores
europeos, es el patrón de referencia, la plantilla universal a
partir de la cual abordar el estudio de las carencias y deficiencias
de toda otra experiencia histórica, la experiencia de vida de todos
los otros (Blaut, 1993; Chakrabarty, 2000). La sociedad del mercado
total es, en este metarrelato, el punto de llegada de la historia, de
toda historia, de la historia de todos los pueblos (Fukuyama, 1992).
De
acuerdo con el mito de la tolerancia y de la diversidad cultural en
la sociedad del mercado total, el liberalismo es la máxima expresión
del reconocimiento del otro, de la tolerancia de la diferencia,
paradigma necesario para la posibilidad misma de la diversidad
cultural. Sin embargo, en la sociedad del mercado total la diversidad
cultural se convierte en un mito en la medida en que, aun celebrando
la diferencia, el sometimiento de ésta a la lógica expansiva del
mercado establece severos límites a la posibilidad misma de la
preservación y/o creación de otros modos de vida. Toda celebración
de la diferencia y de la particularidad que ignore la operación de
las estructuras transnacionales de la geopolítica y de la
acumulación capitalista no puede sino contribuir a legitimar las
dinámicas globales de este sistema-mundo e invisibilizar la
operación continuada de la guerra cultural colonial e imperial
dirigida a la subordinación de toda diferencia y de toda autonomía
(Castro Gómez, 2000).
Articulado
a los mitos anteriores, está el
mito de una sociedad sin intereses,
sin estrategias, sin relaciones de poder, sin sujetos. En esta
invisibilización de los sujetos y sus acciones estratégicas
coinciden el neoliberalismo y vertientes significativas del
pensamiento posmoderno (Lander, 1996). Es el mundo del fin de la
política, la Historia, y las oposiciones y conflictos ideológicos.
Sintetiza todos los mitos anteriores y reafirma así la
naturalización y objetivación de la sociedad del mercado total.
Este
mito de la sociedad que opera sin sujetos capaces de imponer sus
proyectos estratégicos obvia, como veremos más adelante, el
extraordinario papel que tiene y siempre ha tenido el Estado en la
sociedad capitalista. Pero igualmente distorsiona en forma radical la
naturaleza y los modos de operación del mercado en la sociedad
contemporánea, en particular lo que constituye hoy su dimensión
definitoria: su carácter oligopólico. Característica en este
sentido es la argumentación de Hayek cuando, en su polémica contra
toda reivindicación de equidad y de justicia social[4],
afirma que no se puede cuestionar la justicia de los resultados que
produce el mercado ya que éstos no son el producto de la voluntad
humana, sino de la operación de fuerzas impersonales y espontáneas
(Hayek, 1983, 141). Este mítico “orden espontáneo” tiene poco
que ver con un mundo en el que de las 100 más grandes economías del
mundo, 51 son corporaciones y 49 son países (Anderson y Cavanagh,
2000), existen altos grados de concentración oligopólica en
prácticamente todas las industrias más importantes (Grupo de Acción
Sobre Erosión, Tecnología y Concentración, 2001) y estas
corporaciones son, conjuntamente con los gobiernos de los países más
ricos, las fuerzas principales detrás del diseño del orden jurídico
e institucional de la globalización[5].
[1]
De acuerdo con Friedrich A. Hayek, los pobres se benefician del
incremento en la desigualdad, ya que ésta permite que los ricos
aumenten la inversión que es clave para la eliminación de la
pobreza. “El rápido progreso económico con que contamos parece
ser en una gran medida el resultado de la (…) desigualdad y
resultaría imposible sin ella” (Hayek, 1975). “Una economía
exitosa depende de la proliferación de los ricos”, citado por
Waligorski (1990, 88).
[2]
Sobre la economía capitalista como un orden cultural, como una forma
de “producir sujetos humanos”, ver Escobar (1995, 59).
[3]
La investigación empírica en los campos de la sociología, de la
ciencia y de la tecnología documenta ampliamente que la ciencia (y
la tecnología), “lejos de ser una actividad autónoma, regida por
leyes propias, está determinada, en sus mismos productos, por
factores sociales” (Vessuri, 1989). Ver igualmente: Lander (1994);
MacKenzie y Wajcman (1985); Knorr-Cetina y Mulkey (1983).
[4]
Según Hayek, la justicia social “… es en la actualidad
probablemente la más grave amenaza a la mayor parte de los otros
valores de una civilización libre”. Economic Freedom and
Representative Government, Occasional Paper n° 39. Londres,
Institute of Economic Affairs, 1973, p. 13, citado por Waligorski
(1990, 135).
[5]
De la amplísima literatura sobre el poder de las empresas
transnacionales en la sociedad global contemporánea, se puede
consultar lo siguiente: Wallach y Sforza (1999); Barnet y Cavanagh
(1994); Korten (1995); y Lander (1998).
Extraído
de “La utopía del mercado total y el poder imperial” de Edgardo
Lander publicado en la Revista Venezolana de Economía y Ciencias
Sociales, vol. 8, núm. 2, mayo-agosto, 2002
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