Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate - Pueblos
Quienes asistieron al nacimiento de las primeras compañías comerciales
en Holanda en el siglo XVII, quienes vivieron la aparición de las
fábricas textiles en Manchester en el siglo XIX, e incluso quienes
contemplaron la configuración de las grandes empresas fordistas y de los
incipientes conglomerados corporativos estadounidenses a lo largo de
los primeros dos tercios del siglo XX, no dejarían de mostrar su asombro
ante el poder acumulado hoy en día por las empresas transnacionales. Es
más, podríamos llegar a afirmar que el mismísimo Karl Marx (que no fue
ni mucho menos ajeno a las dinámicas de centralización y concentración
del capital) se quedaría perplejo si pudiera visualizar la dimensión
global y el peso que las grandes corporaciones han alcanzado en
múltiples aspectos de nuestras vidas, de todas y cada una de las
personas y pueblos que vivimos en este mundo globalizado.
Es precisamente a partir de la actual fase de
globalización neoliberal, iniciada hace cuatro décadas en el contexto de
la crisis de los 70, cuando las tendencias expansivas de las empresas
transnacionales se agudizan. Éstas se convierten en los agentes que con
mayor fuerza impulsan una salida a dicha crisis desde el ahondamiento de
los valores civilizatorios vigentes (ánimo de lucro, maximización de la
ganancia, acumulación, crecimiento incesante), a través de una
propuesta política conocida como Consenso de Washington
(desregulación, apertura, flexibilización, limitación de las capacidades
de los Estados). La implementación de dicha propuesta se ve favorecida
por el disciplinamiento de la clase trabajadora, por un lado, así
como por las mejoras tecnológicas en el transporte, la comunicación y
la información, por el otro.
De esta manera, éstas asumen el papel de agente hegemónico de la globalización neoliberal y amplían no sólo su frontera espacial a lo largo y ancho del mundo, sino también su frontera sectorial (incorporando
progresivamente al mercado capitalista y controlando ámbitos como la
agricultura, los servicios, los bienes naturales, las patentes sobre la
propia vida, etc.), e incluso su frontera política (alcanzando una capacidad de incidencia superior a la de los Estados y los pueblos).
Acumulan así un poder extraordinario que se expande más
allá de lo económico y que se evidencia también en los ámbitos político,
cultural y jurídico. En este sentido, y en lo que respecta al poder
económico, las empresas transnacionales se sitúan en el centro de las
grandes cadenas globales de producción, distribución, comercialización,
finanzas y comunicación, lo que les permite acumular beneficios que
superan en ocasiones las capacidades de los propios Estados. Algunos
ejemplos: Wal-Mart, la mayor empresa del mundo, maneja un volumen anual
de ventas que supera la suma del PIB de Colombia y Ecuador, mientras la
petrolera Shell tiene unos ingresos superiores al PIB de Emiratos Árabes
Unidos, al igual que el BBVA comparado con Guatemala.
Por supuesto, esta situación de privilegio económico se traslada de manera natural a un poder político creciente.
Las multinacionales son las principales beneficiarias (y defensoras a
ultranza) de la democracia de baja intensidad en la que vivimos, donde
las decisiones se alejan de la ciudadanía y se toman cada vez más en
ámbitos supraestatales (como estamos viendo en las negociaciones del
TTIP[1] o del TISA[2]),
sin las mínimas garantías democráticas de participación e información, y
contando con la connivencia de Estados matrices y receptores, así como
de las principales instituciones multilaterales, formales (FMI, OMC) o
informales (G7). Es en este contexto y en estos espacios donde su
capacidad de incidencia a través de lobbies se acrecienta, a la
vez que, en sentido contrario, los Estados (y no digamos ya los pueblos)
pierden peso específico. De esta manera, los gobiernos ven limitada su
capacidad para actuar en defensa de la ciudadanía en espacios donde no
tienen protagonismo. A su vez, la infiltración de las transnacionales en
sus competencias y responsabilidades es tal que en muchas ocasiones los
Estados priman la alianza con éstas frente a su compromiso con las
mayorías sociales, bien sea por derrotismo (no hay alternativa),
persuasión (empleo, negocios, inversión extranjera directa, etc.) y/o
corrupción (sobornos, puertas giratorias, etc.), situando a las grandes
corporaciones como agentes políticos de primer orden.
Pero, además, las empresas transnacionales acumulan también poder cultural,
jugando un papel fundamental en la reproducción simbólica del sistema,
convirtiéndose en sujetos activos en defensa de una civilización
individualista, consumista, fragmentada y despolitizada. De esta manera,
han entendido con claridad que su legitimación depende de los
imaginarios colectivos, de los valores imperantes, para lo cual han
llevado la cultura a su terreno (mercantilizándola en la medida de lo
posible), a la vez que han diseñado, impulsado y generalizado un formato
universal de sociedad, de ciudadanía global, y de saber y conocimiento,
adaptado a la primacía del crecimiento capitalista y a la democracia de
baja intensidad.
Finalmente, y como garantía para mantener todo este entramado de poder económico, político y simbólico, las corporaciones transnacionales acumulan un aplastante poder jurídico. Éste se muestra en una lex mercatoria (derecho
fuerte, basado en una maraña de complejos tratados, acuerdos
comerciales, de inversión, etc.) que se impone sobre la soberanía de los
pueblos y sobre el marco internacional de derechos humanos (derecho
débil), generando así una arquitectura de la impunidad que les protege y blinda jurídicamente de las posibles iniciativas populares y/o de los Estados.
El círculo se cierra. Pasamos del poder económico al
político, y de éste al cultural, todo ello bajo un marco jurídico
actualmente inexpugnable y que les favorece. Han conseguido, por tanto,
ser el agente protagonista y hegemónico en nuestra realidad global, con
una gran incidencia en múltiples ámbitos de nuestras vidas.
En el centro del conflicto capital-vida
La relación entre las empresas transnacionales y el
sistema vigente es de absoluta simbiosis. Por un lado, es éste quien
dentro de su propia lógica de reproducción ha posibilitado y favorecido
el poder de las empresas transnacionales, frente al de las personas y
pueblos. Por el otro, son las grandes corporaciones el agente
fundamental y centro del sistema, quien lo valida y sostiene. Sistema y
trasnacionales son por tanto hermanas siamesas imposibles de separar:
éstas no sobrevivirían sin un modelo de sociedad que no primara los
valores civilizatorios del lucro, ganancia, competencia y acumulación;
mientras que el sistema no se podría trascender sin enfrentar
explícitamente a las transnacionales. Su devenir camina entonces por la misma senda.
Es precisamente esta senda la que muestra hoy en día con
toda crudeza su carácter desigual, ingobernable, violento e
insostenible. Hablamos de crisis civilizatoria, atravesamos una
crisis multidimensional cuya génesis situamos en el propio modelo de
sociedad global imperante, cuyos parámetros de civilización básicos
desde hace más de dos siglos (progreso, individualismo, crecimiento
económico capitalista y democracia liberal-representativa) y cuyos
principios fuertes (ánimo de lucro, ganancia, acumulación), agudizados
en la actual fase de globalización neoliberal, nos conducen a un
callejón sin salida.
Esto es fundamentalmente porque el propio
sistema es incapaz de enfrentar esta situación en clave de bienestar,
democracia, justicia y sostenibilidad, valores de segundo orden o
incluso antagónicos con su propia naturaleza. Y es esta naturaleza la
que lleva en su génesis una vulnerabilidad estructural que se manifiesta
en un sistema de dominación múltiple que sufrimos las mayorías
populares, de manera intensa pero desigual, y en el que se articulan
capitalismo, patriarcado, productivismo, colonialidad y democracia de
baja intensidad. Son precisamente las grandes corporaciones quienes se
sitúan como agente necesario en dicha dominación múltiple. En este
sentido, la primacía de sus valores y estrategias de mercantilización,
centralización y concentración no sólo no ha conllevado la mejora
económica prometida (cantidad y calidad en el empleo, prestación de
servicios, inversiones, transferencia tecnológica), sino que ha generado
unos impactos muy negativos en términos sociales, políticos,
ambientales y culturales, sistemáticamente denunciados por personas y
pueblos de todo el mundo.
Asistimos a una crisis que apunta a la raíz del sistema.
Un sistema que de manera asfixiante y natural ha ido mercantilizando,
dominando y arrebatando espacios a la democracia, a la humanidad, a la
vida en definitiva, por lo que no puede ser reformado sino trascendido.
Nos enfrentamos pues a un conflicto explícito entre la vida y el capital,
en el que este último lamina las bases materiales de reproducción de la
vida, se desarrolla sobre violencia y sobre crecientes desigualdades
que afectan a grandes mayorías, y se muestra ingobernable a la hora de
responder a criterios de justicia y sostenibilidad. Por lo tanto, el
conflicto se acrecienta en la pugna entre las personas y los pueblos en
favor de la vida, por un lado, y quienes la ponen en riesgo (el capital,
las empresas transnacionales y sus alianzas), por el otro.
Los caminos se bifurcan y se hace más
notoria la necesidad de confrontar propuestas, la urgencia por generar e
implementar alternativas al statu quo. Como hemos dicho, sistema
y grandes compañías son hermanas siamesas, por lo que es momento de
disputar el poder, el ser y el saber a las transnacionales: disputar la
soberanía y autonomía de las personas y pueblos para decidir sobre su
presente y futuro; disputar la primacía de las lógicas de justicia y
sostenibilidad frente a las del ánimo de lucro y el crecimiento
incesante; disputar los diversos saberes populares frente al pensamiento
único y corporativizado.
Alternativas a las transnacionales… ¿Hacia dónde?
Vivimos un momento de agudización del conflicto
capital-vida, por lo que es necesario y urgente que nos empeñemos no
sólo en resistir ante los embates del capital, sino también en proponer alternativas que prefiguren y desarrollen en la práctica otras formas de organización social. En este sentido, debemos iniciar y consolidar procesos de transición en defensa de la vida que nos permitan colocar diques de contención que frenen la actuación de las transnacionales, a la vez que nos posibiliten avanzar en la consecución de espacios emancipadores que escapen a sus lógicas.
Además, es posible. Así, y a pesar del poder omnímodo que
acumulan estas empresas, hoy en día ya se están formulando e impulsando
alternativas que confrontan directamente el poder corporativo. No se
trata entonces de una esperanza basada en vagas utopías, sino más bien
en prácticas existentes y en la creencia en la capacidad de la humanidad
para tomar las riendas de su futuro. El reto consiste por tanto en cómo
articularlas para ir progresivamente arrebatando espacios para la
democracia, la igualdad y la sostenibilidad, desde estrategias políticas
confrontativas y de disputa de espacios, valores y legitimidades.
Estas iniciativas son de una naturaleza
muy diversa. En primer lugar, alcanzan diferentes intensidades dentro de
la lógica de transición, desde la resistencia (ocupación de
monocultivos por parte de campesinas brasileñas este 8 de marzo) hasta
la propuesta alternativa (soberanía alimentaria, ecofeminismo, economía
solidaria), pasando por la regulación (normas vinculantes y
observatorios internacionales). En segundo lugar, son impulsadas por
diferentes actores, como los movimientos sociales (nacionalización de
sectores estratégicos, control público y/o social de los bienes
naturales, reparto del trabajo), los gobiernos (leyes de regulación de
la mercantilización de la información, normativa en defensa de
derechos), las personas (consumo responsable, boicot) e incluso las
propias empresas (democracia interna, primacía del trabajo frente al
capital, tratamiento no capitalista del capital). Por último, y en
tercer lugar, se formulan en función de los diferentes ámbitos
competenciales de nuestra sociedad global, desde el territorio (mercado
social, lucha contra la minería a gran escala), pasando por el Estado
(nacionalización de la seguridad social), el nivel regional (como los
valores de reciprocidad defendidos en ALBA-TCP[3]) y el internacional (propuesta del Tratado Internacional de los Pueblos[4]).
Es por tanto fundamental reconocer, visibilizar, articular y vincular
toda esta miríada de alternativas (las señaladas son sólo unos ejemplos)
en una lógica de transición y de disputa integral respecto a las
multinacionales.
No obstante, es necesario que en este
punto nos preguntemos por el horizonte de nuestras alternativas. ¿Hacia
dónde se dirigen? ¿Alternativas a qué y para qué? No toda propuesta
tiene por qué ser considerada una alternativa al sistema actual por el
hecho de no circunscribirse estrictamente a los parámetros y principios
hegemónicos. Al mismo tiempo, no toda iniciativa nace desde una lógica
procesual de transición, ni desde análisis certeros de la compleja
realidad global estructurada en torno al sistema de dominación múltiple.
Es en este momento donde se vuelve indispensable contar no con un
modelo cerrado y universal, sino más bien con una serie de principios e
ideas-fuerza que nos ayuden a definir cuáles son los horizontes de
emancipación que nos pueden servir de referencia para reconocer,
priorizar y construir alternativas.
Muchas son las perspectivas (economía feminista,
ecológica, marxista, solidaria, soberanía alimentaria, decolonialidad,
buen vivir, etc.) que aportan su granito de arena en este sentido. Sin
ánimo de ser exhaustivos, y a modo de propuesta tentativa, planteamos a
continuación una serie de ideas-fuerza que consideramos sugerentes: la centralidad de la sostenibilidad de la vida, frente a la que se otorga actualmente a la reproducción ampliada del capital; el reconocimiento y articulación de la diversidad, frente a la pretendida universalidad del modelo hegemónico y a la jerarquización de seres, poderes y saberes; la democracia participativa, que se contrapone a la democracia de baja intensidad actual; la relevancia de lo colectivo y de la comunidad frente al individualismo; la politización de lo cotidiano dentro de dinámicas que unen lo general con lo personal; y la confrontación con el sistema y sus agentes fundamentales, entre ellos las empresas transnacionales.
Aterrizando estas ideas-fuerza al ámbito socio-económico y
a la disputa con las grandes corporaciones, proponemos una serie de
claves que nos permitirían vislumbrar hacia dónde dirigir los esfuerzos
en el impulso de alternativas:
• asunción de los ciclos de energía, materiales y residuos;
• gestión democrática de la demanda en relación con un consumo menor y más responsable;
• democratización de las decisiones económicas (Estados, pueblos, comunidades, empresas, hogares);
• desmercantilización capitalista de la economía (bienes comunes, propiedad pública y/o social);
• redistribución y reparto equitativo de los trabajos;
• redistribución igualitaria de los recursos;
• democratización cultural (comunicación, conocimiento, etc.);
• reconocimiento de economías diversas;
• fomento de economías no capitalistas;
• apuesta por sistemas económicos basados en la reciprocidad y la intercooperación.
Asistimos a un momento civilizatorio muy complejo, pero
reiteramos la necesidad, la urgencia y la esperanza en visibilizar y
construir nuevas sendas, nuevos horizontes por los que transitar,
disputando el poder, el ser y el saber a las transnacionales. Es un
compromiso de todas y todos, es nuestro compromiso.
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