El
desarrollo económico tiene sus límites, como por ejemplo, la
finitud de los recursos naturales. Sin embargo, las sociedades
industriales los han rebasado y ya se comienza a hablar de una
«cuesta abajo» inevitable en la producción económica. La cuestión
está en si ese descenso se hará de manera ordenada y próspera o
si, por el contrario, dará paso al caos.
El
desarrollo ha sido la gran religión universal de la segunda mitad
del siglo XX y la televisión y los refrescos de cola su eucaristía»,
señala en la entrevista con Teína
el sociólogo Ernest García, autor de El trampolín
fáustico. Ciencia, mito y poder en el desarrollo sostenible.
El
término crecimiento o desarrollo se
escucha con asiduidad en las bocas de quienes representan a
los poderes establecidos, aquellos que sazonan sus discursos con el
dogmatismo de la expansión económica, a la que el imaginario común
liga directamente y sin discriminaciones con la prosperidad.
Empero,
el desarrollo tiene límites claros, y las sociedades industriales
que embanderaron y embanderan este concepto los han traspasado
claramente. Sólo basta observar los desastres ecológicos y las
consecuencias sociales que este sistema de producción, con sus
juguetes tecnológicos y su irrefutable fe en la ciencia, ha
engendrado, so pretexto quizá de una relación directa entre una
mayor productividad y una existencia más feliz.
A
Ernest García, profesor de Sociología y Antropología Social de la
Universidad de Valencia, no le cabe duda de que «la era del
desarrollo se ha acabado», y que lo que ahora viene es un descenso
inevitable. Lo importante está en saber si tal caída se hará en
forma ordenada o caótica. Él se muestra optimista en cuanto a las
posibilidades teóricas, pero sumamente negativo en las prácticas,
es decir, en si la humanidad elegirá realmente ese camino.
A
este modelo económico (toda una concepción filosófica y cultural
de la vida, por otra parte), sus secuelas alarmantes y el devenir de
la especie que transita por las vías del consumo poseso y la
tecnología de altos costos ecológicos, se refiere en esta
entrevista Ernest García.
-
La idea del crecimiento permanente impregna el imaginario social y
la retórica política. ¿El crecimiento siempre va ligado a un mayor
bienestar de la sociedad?
-
No siempre; sólo en ciertas fases y hasta un cierto punto. En
España, por ejemplo, entre finales de los cincuenta y mediados de
los ochenta del siglo pasado. Entonces, el crecimiento permitió a la
mayoría de la gente comer más (y en algunos aspectos, mejor),
permitió estudiar y tener acceso a medicinas y cuidados médicos,
tener una vivienda en condiciones y tener vacaciones, tener luz y
agua corriente y hasta caliente. La expansión económica condujo a
más bienestar. Bienestar material, claro, pero es que de ése
precisamente faltaba mucho. En una sociedad donde la memoria del
hambre, de las condiciones terribles de las primeras etapas de la
dictadura fascista de Franco, está todavía viva, esa experiencia de
mejora generalizada de las condiciones materiales de la existencia,
ligada al desarrollo económico, me parece innegable. Todo puede
discutirse, claro, pero demasiada gente lo vivió de esa manera y no
me parece razonable mantener que se equivocaron.
-
Entonces, crecimiento y bienestar social no siempre van de la
mano.
-
En general, las necesidades humanas se satisfacen con bienes y
servicios procedentes de tres fuentes. De la producción económica,
distribuida a través del mercado o del estado (muebles, vehículos,
lecciones recibidas en la escuela o atención médica en un
hospital). Del intercambio no mercantil con otros seres humanos
(crianza, afecto, cuidados, identidad, reconocimiento social). Y del
medio ambiente natural (agua para beber, aire para respirar, petróleo
para quemar). Cuando la primera de esas fuentes es escasa y las otras
dos son abundantes, entonces el crecimiento económico contribuye
mucho al bienestar, porque permite obtener más de lo que más falta,
porque incrementa lo que escasea. Porque el desarrollo es
precisamente expansión de la esfera económica a costa de las otras
dos. El problema comienza cuando hay mucha producción
económica pero las otras dos fuentes del bienestar humano se han
vuelto escasas; que es lo que pasa hoy.
-
¿Y cuáles son las consecuencias de un crecimiento
ilimitado o desmedido?
-
Hay varios límites, no sólo uno. Hay, por una parte, el punto en
que, precisamente, más desarrollo económico no comporta más
bienestar, sino menos. El desarrollo tiene siempre costes sociales y
ambientales: con él se gana poder adquisitivo pero se pierde calidad
en los contactos humanos y se pierden funciones útiles de la
naturaleza. Hay más dinero para pagar cuidadores de niños, de
ancianos y de perros, consejeros personales, restaurantes y viajes en
automóvil a bosques o playas lejanos; pero falta tiempo para
disfrutar de los hijos o de una larga y lenta comida con los amigos y
amigas (y el aire de la propia ciudad es un asco y las playas
próximas una cloaca). Este intercambio es inevitable: para poder
dedicar todo el tiempo a ganar más dinero hay que sacrificar los
contactos humanos y destruir el medio ambiente. Llega un momento en
que las pérdidas superan a los beneficios. Y entonces más
crecimiento ya no produce mayor bienestar, sino al contrario. El
desarrollo se convierte entonces en una condena. En muchas sociedades
ricas, y seguramente también en la nuestra, ese umbral ya ha sido
traspasado. El crecimiento es aún posible, pero ya hace años que no
es realmente deseable. Lo que ocurre es que nadie sabe cómo parar la
máquina sin dar paso al caos, pero está muy claro que esa máquina
no nos lleva ya a ninguna parte. En el menos malo de los casos,
supone un esfuerzo extenuante para permanecer en el mismo sitio.
-
¿Y los otros límites?
-
Otro viene impuesto por la finitud del planeta. Por el hecho de que
se agota el petróleo barato, de que la atmósfera ya no puede
absorber más dióxido de carbono sin recalentarse en exceso o de que
el ritmo de extinción de especies animales y vegetales supera el que
se produjo cuando la desaparición de los dinosaurios. Más allá de
la capacidad de carga de la Tierra, el crecimiento deja de ser
posible y sólo apunta a un colapso económico y demográfico. Aún
pasarán diez o quince años antes de que esos efectos sean visibles,
pero seguramente se han traspasado ya los límites que los hacen
inevitables. En este sentido, la era del desarrollo se ha acabado.
Las propuestas interesantes y constructivas no se refieren ya al
desarrollo sostenible o cosas así, sino a las diferentes versiones
del postdesarrollo, a cómo se podría conseguir que la inevitable
cuesta abajo sea más o menos ordenada y próspera.
-
Tenemos, entonces, la pérdida de calidad en las relaciones
interpersonales y la escasez de los recursos naturales.
-
y aún hay otro límite interno, de tipo socioeconómico. Algunos
costes ambientales pueden repararse. Pero eso tiene un precio. Por
ejemplo, en el País Valenciano la playa y el sol eran bienes libres,
gratuitos. Ya no lo son: el muro de cemento en el litoral, el saqueo
de los ríos y la construcción de puertos han hecho que la tierra
erosionada ya no llegue a las playas y, por eso, hay que gastar
dinero cada año para reconstruirlas mediante el transporte
artificial de arena. Ni siquiera el sol es del todo gratis, porque el
agujero de ozono obliga a gastar dinero en cremas protectoras. Hay
miles de ejemplos similares. La parte del PIB que se dedica cada año
a compensar costes es cada vez mayor, tan grande o más que la que
permite incrementar la satisfacción. En el límite, no hay nada a
ganar con el crecimiento: la rueda gira cada vez más deprisa para
mantenerse en el mismo sitio (y eso si hay suerte). El resumen: un
crecimiento desmedido se vuelve contraproductivo; primero se
autocancela y luego se torna destructivo. Estamos más o menos en esa
fase histórica, aunque todavía no se perciba a primera vista.
-
¿Ha rebasado este límite el modelo de desarrollo capitalista
neoliberal?
-
Más que el capitalismo, la civilización industrial ha rebasado ese
límite. La huella ecológica mundial es un 20% superior a la
capacidad de reposición natural. La emisión de gases de efecto
invernadero debería reducirse a entre el 10 y el 20% de sus niveles
actuales. La apropiación humana de la fotosíntesis es tan elevada
que no queda espacio y alimento para las demás criaturas. Los
niveles de riesgo asociados a la proliferación nuclear, a la sopa
química en que todos los organismos nos bañamos cada día, a la
ingeniería genética y a ciertas formas de la nanotecnología son
espeluznantes. Así que, si bien es cierto que algunas sociedades
capitalistas, más ricas o “avanzadas” (no sé por qué se dice
así, quizás porque han avanzado hasta más cerca del abismo), son
punteras en ese camino, no es un problema del modelo económico y
político. Más bien de la sociedad industrial, en todas sus
modalidades conocidas hasta hoy. No hay que olvidar que el balance
ecológico del socialismo del siglo XX ha sido espantoso. Si los
países comunistas no destrozaron más el medio ambiente fue por
ineficacia económica, no porque no lo hubiesen intentado. Algunos
que hoy van de “ecosocialistas” parecen haberse olvidado de ello.
Por un lado, el mercado es el mejor dispositivo que conocemos para
asignar recursos entre usos alternativos; y estimula la inventiva y
la iniciativa del personal. Por otro, es ciego a la escala total del
uso de recursos y, por tanto, hay que ponerle límites desde fuera.
Hay que regularlo ecológicamente, igual que se acepta que hay que
regularlo socialmente. La democracia liberal o pluralista es mejor
que los sistemas políticos no democráticos (todos los demás).
Culpemos al mercado y al liberalismo de aquello en que tiene culpa,
pero no de todo lo que funciona mal bajo la luz del sol.
-
¿Cómo logra esta concepción de desarrollo instalarse tan
fuertemente en la cultura occidental y desembarazarse de las
consecuencias ecológicas y sociales evidentes? Se dice: “los seres
humanos somos una plaga”, pero sin embargo nadie cuestiona los
hábitos de vida que el sistema económico fomenta.
Cuidado,
se ha instalado en la cultura occidental y en todas las culturas
(bueno, digamos que en casi todas). El desarrollo ha sido la gran
religión universal de la segunda mitad del siglo XX y la televisión
y los refrescos de cola su eucaristía. No está muy claro el
significado de esa expresión: “los seres humanos somos una plaga”.
Tal vez se refiere a la dinámica demográfica, al paso de mil a seis
mil millones de habitantes en poco más de un siglo. ¿Por qué no se
acepta que hay que poner freno al crecimiento de la población? Quizá
los discursos pronatalistas tienen mucha fuerza: de los obispos, de
los marxistas, de los neoliberales, de los empresarios del sector de
la reproducción asistida... Pero creo que el problema está en otro
sitio: en materia de población, las preferencias colectivas son
inconsistentes. Queremos una esperanza de vida alta, porque vivir
mucho tiempo es deseable. Queremos una proporción elevada de
jóvenes, porque tenemos miedo de que quiebre el sistema de
pensiones. Y queremos una demografía más o menos estable,
porque eso de tener muchos hijos es algo propio del subdesarrollo y
lo moderno es ‘la parejita'. Pedimos los tres deseos al genio de la
historia, pero éste, como todos los genios, nos responde que puede
saltarse de vez en cuando las leyes de la física (volar en alfombras
y todo eso) pero no puede violar las leyes de la lógica; y que los
tres deseos no pueden satisfacerse simultáneamente; sólo dos de
ellos. Y como no nos decidimos a sacrificar ninguno de los tres, pues
puede pasar cualquier cosa, según sople el viento.
-
El sentido de la metáfora se refiere también a la repercusión
ecológica del accionar humano.
-
Bueno, y somos una plaga porque, además de prolíficos, consumimos
como posesos y somos adictos a los juguetitos tecnológicos más
costosos y de mayor impacto. No es que no se cuestione todo eso. En
realidad, la crítica de los excesos consumistas y de los monstruos
tecnológicos es un género literario floreciente. Una especie de
subsector parasitario del propio exceso consumista. Pero, como decía
Marx de la religión, la denuncia moralista de los excesos del
materialismo es el corazón de un mundo sin corazón, pura espuma.
Por debajo de esa espuma hay, como usted dice, una concepción del
desarrollo fuertemente instalada sobre dos pilares. Uno de ellos es
la fe en la ciencia y la tecnología: ¡si tenemos algún problema,
ya se inventará algo para solucionarlo! Esta fe está muy arraigada,
tiene un arraigo popular, pero además hay legiones de sociólogos y
de economistas que la ponen cada día en solfa solemne, analizando
los efectos sociales de esta o aquella nueva tecnología, la sociedad
de la información o lo que sea. El otro pilar es la fe en la
revolución (o en la reforma, que viene a ser lo mismo): si tenemos
un problema, una organización social más justa y solidaria se
encargará de resolverlo. Estos dos pilares de la religión del
progreso están aún en pie. Están algo resquebrajados y muestran
fisuras, pero aún se mantienen. ¿Por qué, entonces, habría que
criticar los hábitos de vida propios de esa religión?
CAÍDA
LIBRE, FIN DEL DESARROLLO
-
El consumo ilimitado es la piedra angular del modelo de
desarrollo económico occidental, que se alimenta de la asociación
directa que el imaginario colectivo entabla entre las mayores
posibilidades de comprar y una vida más feliz. ¿Cuáles serían los
efectos económicos si se dejara de consumir a los niveles actuales;
se abriría una gran recesión con graves repercusiones sociales,
como los economistas neoliberales sugieren?
-
La sociología-ficción es de mucho riesgo. Le confieso que no me
gusta. ¿Qué pasaría si, de repente, dejáramos masivamente de
consumir? Bueno, sería un experimento social interesante. Y, con
todo lo demás igual, un tanto paradójico. Si consumiésemos menos
pero trabajando y ganando lo mismo, entonces ahorraríamos mucho, y
el banco usaría esos ahorros en actividades probablemente aún más
destructivas que nuestro consumo corriente. Por tanto, para evitar
que el remedio fuese peor que la enfermedad, habría que acompañar
la reducción del consumo de muchas otras cosas: reducción de la
jornada laboral y del salario a cambio de más tiempo libre; uso
creativo del tiempo libre con menos consumo (no mucho turismo, pues);
banca y fondos de inversión éticos y sostenibles; aumento de la
calidad y durabilidad de los productos para compensar su demanda
decreciente; reorganización de los espacios y los tiempos de la vida
para fomentar la proximidad; etc. ¿Sería una gran recesión y un
terrible desorden social? Bueno, quién sabe... Hay en los últimos
años un debate teórico que me parece de sumo interés en este
sentido. En él, los economistas convencionales, neoliberales o
postmarxistas, e incluso los “sostenibilistas” ortodoxos, no
tienen mucho que decir. El punto de partida de ese debate es la
aceptación de que la era de la expansión económica y demográfica
de la sociedad industrial se ha acabado y que estamos en el punto de
inflexión, en las proximidades del inicio de la cuesta abajo.
-
Imagino que la idea ha generado confrontaciones entre los
intelectuales.
-
El debate enfrenta a quienes mantienen que la cuesta abajo puede ser
próspera con quienes vislumbran un colapso catastrófico. Los
primeros mantienen que una reducción de escala hecha de forma
ordenada puede llevar a una sociedad más humana, libre de
congestión, menos competitiva, con ciudades habitables, con
tecnologías accesibles, más rica en tiempo y más creativa. Los
segundos atisban un rápido descenso a la garganta de Olduvai, un
colapso brusco de la vida civilizada. Bueno, no lo sé, pero está
claro que existen alternativas. De hecho, en los últimos años, las
utopías están floreciendo tanto como en la primera mitad del XIX.
Las hay por todas partes y para todos los gustos. Yo no sé cuál
puede ser la alternativa, pero si me plantea la pregunta alguien con
aficiones culturales, le diría: bueno, lea, por ejemplo, a Illich,
Tainter, Odum, Duncan, Diamond, Ehrlich, Kohr, Esteva, Shiva y
Morrison, y luego piense en cómo puede ser esa alternativa.
-
En todo caso, ¿se pueden identificar diferentes etapas históricas
en los hábitos de consumo? ¿Podemos encontrar en otros tiempos o
culturas sistemas económicos más “sanos”?
-
Sí, claro, la irrupción del capitalismo de consumo de masas ha sido
una mutación histórica gigantesca. Pasolini decía que había sido
un cambio antropológico sólo comparable a la primera revolución
campesina en la antigüedad, y creo que tenía razón. Por supuesto
que tiene pleno sentido hablar de un antes y un después del consumo
de masas. Ahora bien, para hablar de formas antiguas más “sanas”
hay que tener mucho cuidado. Es claro que pueden encontrarse rasgos
culturales inspiradores, valiosos, sugerentes, en muchas culturas
tradicionales, comenzando por nuestra propia cultura: Epicuro, los
cínicos o Francisco de Asís, por citar sólo unos pocos nombres.
Pero no modelos; no hay modelos en el pasado porque no hay regreso
posible.
-
La satisfacción es algo bastante abstracto y subjetivo y, por tanto,
difícil de determinar. De hecho, indicar formas “buenas” o
“malas” de consumir implica asumir una postura ética. ¿Eluden
los índices que miden el desarrollo o el crecimiento económico de
los países este aspecto y se limitan sólo a cuantificar resultados?
-
Consumo ético puede referirse a muchas cosas. Al que es
ambientalmente sostenible, al que se basa en comercio justo, al que
no causa un sufrimiento innecesario a otros seres vivos, etcétera,
etcétera. Está bien tener en cuenta todo esto, pero yo no creo
mucho en un consumo basado en la conciencia del deber. También
cuentan el placer, la belleza, incluso el estatus. Y la cosa se
complica mucho más si nos planteamos reglas morales para el consumo
en un contexto de escasez: la ética del bote salvavidas es un asunto
sombrío. Las medidas económicas corrientes no tienen mucho en
cuenta todo eso, pero hay un montón de indicadores alternativos que
sí lo hacen: la huella ecológica, el indicador de progreso genuino,
la felicidad interior bruta, entre otras. El problema no es si
sabemos medirlo de otra manera, que sí que sabemos; el problema es
si queremos hacerlo.
-
Usted decía que quienes proyectan el devenir de la humanidad
sobre la base de las características del sistema económico actual
aparecen divididos en dos grupos: unos optimistas y otros pesimistas
¿Podría precisar ambas posturas?
-
Más que de pesimistas y optimistas prefiero hablar de ignorantes,
creyentes y agnósticos.
·
Los ignorantes piensan que no hay problemas ecológicos.
·
Los creyentes piensan que los problemas ecológicos podrán
resolverse sin cambios sustanciales en nuestra forma de vida. Creen
que la transición demográfica culminará antes de que el mundo esté
realmente superpoblado y que el crecimiento económico se está
volviendo mucho menos intensivo en energía y materiales y mucho
menos contaminante, de modo que la riqueza podrá continuar
aumentando sin sobrepasar la capacidad de carga del planeta. A todo
esto se le llama ahora desarrollo sostenible.
·Los
agnósticos sospechan que ya se han traspasado los límites al
crecimiento y que hay que prepararse para la cuesta abajo, para una
reducción considerable de la población y de la economía. Aceptan
que los datos en que basan ese punto de vista pueden ser erróneos, y
están dispuestos a revisar sus conclusiones si alguien aporta datos
mejores.
Hay
optimistas y pesimistas en cada uno de los tres grupos. Entre los
agnósticos, los optimistas esperan que la cuesta abajo pueda
recorrerse sin costes excesivos, e incluso con alguna ganancia;
mientras que los pesimistas mantienen que los seres humanos son
incapaces de hacer el descenso de una forma ordenada y pacífica.
-
¿Y cuál de estas posturas prefiere usted?
-
Yo soy un agnóstico, optimista en tanto que creo que podríamos
hacer un descenso ordenado, pero muy pesimista en cuanto a si lo
haremos. Muchas veces me dicen que mi punto de vista es pesimista,
pero eso me irrita. Busco los mejores datos disponibles y extraigo
las conclusiones pertinentes. Si alguien me demuestra que mis datos
son erróneos o mi lógica incorrecta, entonces cambio mis
conclusiones. ¿Acaso debe hacerse de otra manera?
Entrevista a Ernest García en la revista Teína
El
desarrollo ha sido la gran religión universal de la segunda
mitad del siglo XX y la televisión y los refrescos de cola su
eucaristía», señala en la entrevista con Teína
el sociólogo Ernest García, autor de El trampolín fáustico. Ciencia, mito y poder en el
desarrollo sostenible.
El término crecimiento o desarrollo se escucha con asiduidad en las bocas de quienes
representan a los poderes establecidos, aquellos que sazonan
sus discursos con el dogmatismo de la expansión económica, a
la que el imaginario común liga directamente y sin discriminaciones
con la prosperidad.
Empero,
el desarrollo tiene límites claros, y las sociedades industriales
que embanderaron y embanderan este concepto los han traspasado
claramente. Sólo basta observar los desastres ecológicos y las
consecuencias sociales que este sistema de producción, con sus
juguetes tecnológicos y su irrefutable fe en la ciencia, ha
engendrado, so pretexto quizá de una relación directa entre
una mayor productividad y una existencia más feliz.
A Ernest
García, profesor de Sociología y Antropología Social de la Universidad
de Valencia, no le cabe duda de que «la era del desarrollo
se ha acabado», y que lo que ahora viene es un descenso
inevitable. Lo importante está en saber si tal caída se hará
en forma ordenada o caótica. Él se muestra optimista en cuanto
a las posibilidades teóricas, pero sumamente negativo en las
prácticas, es decir, en si la humanidad elegirá realmente ese
camino.
A este modelo
económico (toda una concepción filosófica y cultural de la vida,
por otra parte), sus secuelas alarmantes y el devenir de la
especie que transita por las vías del consumo poseso y la tecnología
de altos costos ecológicos, se refiere en esta entrevista Ernest
García.
- La
idea del crecimiento permanente impregna el imaginario social y la
retórica política. ¿El crecimiento siempre va ligado a un mayor
bienestar de la sociedad?
-
No siempre; sólo en ciertas fases y hasta un cierto punto. En España,
por ejemplo, entre finales de los cincuenta y mediados de los ochenta
del siglo pasado. Entonces, el crecimiento permitió a la mayoría de la
gente comer más (y en algunos aspectos, mejor), permitió estudiar y
tener acceso a medicinas y cuidados médicos, tener una vivienda en
condiciones y tener vacaciones, tener luz y agua corriente y hasta
caliente. La expansión económica condujo a más bienestar. Bienestar
material, claro, pero es que de ése precisamente faltaba mucho. En una
sociedad donde la memoria del hambre, de las condiciones terribles de
las primeras etapas de la dictadura fascista de Franco, está todavía
viva, esa experiencia de mejora generalizada de las condiciones
materiales de la existencia, ligada al desarrollo económico, me parece
innegable. Todo puede discutirse, claro, pero demasiada gente lo vivió
de esa manera y no me parece razonable mantener que se equivocaron.
- Entonces, crecimiento y bienestar social no siempre van de la mano.
- En
general, las necesidades humanas se satisfacen con bienes y servicios
procedentes de tres fuentes. De la producción económica, distribuida a
través del mercado o del estado (muebles, vehículos, lecciones recibidas
en la escuela o atención médica en un hospital). Del intercambio no
mercantil con otros seres humanos (crianza, afecto, cuidados, identidad,
reconocimiento social). Y del medio ambiente natural (agua para beber,
aire para respirar, petróleo para quemar). Cuando la primera de esas
fuentes es escasa y las otras dos son abundantes, entonces el
crecimiento económico contribuye mucho al bienestar, porque permite
obtener más de lo que más falta, porque incrementa lo que escasea.
Porque el desarrollo es precisamente expansión de la esfera económica a
costa de las otras dos. El problema comienza cuando hay mucha
producción económica pero las otras dos fuentes del bienestar humano se
han vuelto escasas; que es lo que pasa hoy.
- ¿Y cuáles son las consecuencias de un crecimiento ilimitado o desmedido?
-
Hay varios límites, no sólo uno. Hay, por una parte, el punto en que,
precisamente, más desarrollo económico no comporta más bienestar, sino
menos. El desarrollo tiene siempre costes sociales y ambientales: con él
se gana poder adquisitivo pero se pierde calidad en los contactos
humanos y se pierden funciones útiles de la naturaleza. Hay más dinero
para pagar cuidadores de niños, de ancianos y de perros, consejeros
personales, restaurantes y viajes en automóvil a bosques o playas
lejanos; pero falta tiempo para disfrutar de los hijos o de una larga y
lenta comida con los amigos y amigas (y el aire de la propia ciudad es
un asco y las playas próximas una cloaca). Este intercambio es
inevitable: para poder dedicar todo el tiempo a ganar más dinero hay que
sacrificar los contactos humanos y destruir el medio ambiente. Llega un
momento en que las pérdidas superan a los beneficios. Y entonces más
crecimiento ya no produce mayor bienestar, sino al contrario. El
desarrollo se convierte entonces en una condena. En muchas sociedades
ricas, y seguramente también en la nuestra, ese umbral ya ha sido
traspasado. El crecimiento es aún posible, pero ya hace años que no es
realmente deseable. Lo que ocurre es que nadie sabe cómo parar la
máquina sin dar paso al caos, pero está muy claro que esa máquina no nos
lleva ya a ninguna parte. En el menos malo de los casos, supone un
esfuerzo extenuante para permanecer en el mismo sitio.
- ¿Y los otros límites?
-
Otro viene impuesto por la finitud del planeta. Por el hecho de que se
agota el petróleo barato, de que la atmósfera ya no puede absorber más
dióxido de carbono sin recalentarse en exceso o de que el ritmo de
extinción de especies animales y vegetales supera el que se produjo
cuando la desaparición de los dinosaurios. Más allá de la capacidad de
carga de la Tierra, el crecimiento deja de ser posible y sólo apunta a
un colapso económico y demográfico. Aún pasarán diez o quince años antes
de que esos efectos sean visibles, pero seguramente se han traspasado
ya los límites que los hacen inevitables. En este sentido, la era del
desarrollo se ha acabado. Las propuestas interesantes y constructivas no
se refieren ya al desarrollo sostenible o cosas así, sino a las
diferentes versiones del postdesarrollo, a cómo se podría conseguir que
la inevitable cuesta abajo sea más o menos ordenada y próspera.
- Tenemos, entonces, la pérdida de calidad en las relaciones interpersonales y la escasez de los recursos naturales.
- y
aún hay otro límite interno, de tipo socioeconómico. Algunos costes
ambientales pueden repararse. Pero eso tiene un precio. Por ejemplo, en
el País Valenciano la playa y el sol eran bienes libres, gratuitos. Ya
no lo son: el muro de cemento en el litoral, el saqueo de los ríos y la
construcción de puertos han hecho que la tierra erosionada ya no llegue a
las playas y, por eso, hay que gastar dinero cada año para
reconstruirlas mediante el transporte artificial de arena. Ni siquiera
el sol es del todo gratis, porque el agujero de ozono obliga a gastar
dinero en cremas protectoras. Hay miles de ejemplos similares. La parte
del PIB que se dedica cada año a compensar costes es cada vez mayor, tan
grande o más que la que permite incrementar la satisfacción. En el
límite, no hay nada a ganar con el crecimiento: la rueda gira cada vez
más deprisa para mantenerse en el mismo sitio (y eso si hay suerte). El
resumen: un crecimiento desmedido se vuelve contraproductivo; primero se
autocancela y luego se torna destructivo. Estamos más o menos en esa
fase histórica, aunque todavía no se perciba a primera vista.
- ¿Ha rebasado este límite el modelo de desarrollo capitalista neoliberal?
-
Más que el capitalismo, la civilización industrial ha rebasado ese
límite. La huella ecológica mundial es un 20% superior a la capacidad de
reposición natural. La emisión de gases de efecto invernadero debería
reducirse a entre el 10 y el 20% de sus niveles actuales. La apropiación
humana de la fotosíntesis es tan elevada que no queda espacio y
alimento para las demás criaturas. Los niveles de riesgo asociados a la
proliferación nuclear, a la sopa química en que todos los organismos nos
bañamos cada día, a la ingeniería genética y a ciertas formas de la
nanotecnología son espeluznantes. Así que, si bien es cierto que algunas
sociedades capitalistas, más ricas o “avanzadas” (no sé por qué se dice
así, quizás porque han avanzado hasta más cerca del abismo), son
punteras en ese camino, no es un problema del modelo económico y
político. Más bien de la sociedad industrial, en todas sus modalidades
conocidas hasta hoy. No hay que olvidar que el balance ecológico del
socialismo del siglo XX ha sido espantoso. Si los países comunistas no
destrozaron más el medio ambiente fue por ineficacia económica, no
porque no lo hubiesen intentado. Algunos que hoy van de “ecosocialistas”
parecen haberse olvidado de ello. Por un lado, el mercado es el mejor
dispositivo que conocemos para asignar recursos entre usos alternativos;
y estimula la inventiva y la iniciativa del personal. Por otro, es
ciego a la escala total del uso de recursos y, por tanto, hay que
ponerle límites desde fuera. Hay que regularlo ecológicamente, igual que
se acepta que hay que regularlo socialmente. La democracia liberal o
pluralista es mejor que los sistemas políticos no democráticos (todos
los demás). Culpemos al mercado y al liberalismo de aquello en que tiene
culpa, pero no de todo lo que funciona mal bajo la luz del sol.
- ¿Cómo
logra esta concepción de desarrollo instalarse tan fuertemente en la
cultura occidental y desembarazarse de las consecuencias ecológicas y
sociales evidentes? Se dice: “los seres humanos somos una plaga”, pero
sin embargo nadie cuestiona los hábitos de vida que el sistema económico
fomenta.
Cuidado,
se ha instalado en la cultura occidental y en todas las culturas
(bueno, digamos que en casi todas). El desarrollo ha sido la gran
religión universal de la segunda mitad del siglo XX y la televisión y
los refrescos de cola su eucaristía. No está muy claro el significado de
esa expresión: “los seres humanos somos una plaga”. Tal vez se refiere a
la dinámica demográfica, al paso de mil a seis mil millones de
habitantes en poco más de un siglo. ¿Por qué no se acepta que hay que
poner freno al crecimiento de la población? Quizá los discursos
pronatalistas tienen mucha fuerza: de los obispos, de los marxistas, de
los neoliberales, de los empresarios del sector de la reproducción
asistida... Pero creo que el problema está en otro sitio: en materia de
población, las preferencias colectivas son inconsistentes. Queremos una
esperanza de vida alta, porque vivir mucho tiempo es deseable. Queremos
una proporción elevada de jóvenes, porque tenemos miedo de que quiebre
el sistema de pensiones. Y queremos una demografía más o menos estable,
porque eso de tener muchos hijos es algo propio del subdesarrollo y lo
moderno es ‘la parejita'. Pedimos los tres deseos al genio de la
historia, pero éste, como todos los genios, nos responde que puede
saltarse de vez en cuando las leyes de la física (volar en alfombras y
todo eso) pero no puede violar las leyes de la lógica; y que los tres
deseos no pueden satisfacerse simultáneamente; sólo dos de ellos. Y como
no nos decidimos a sacrificar ninguno de los tres, pues puede pasar
cualquier cosa, según sople el viento.
- El sentido de la metáfora se refiere también a la repercusión ecológica del accionar humano.
-
Bueno, y somos una plaga porque, además de prolíficos, consumimos como
posesos y somos adictos a los juguetitos tecnológicos más costosos y de
mayor impacto. No es que no se cuestione todo eso. En realidad, la
crítica de los excesos consumistas y de los monstruos tecnológicos es un
género literario floreciente. Una especie de subsector parasitario del
propio exceso consumista. Pero, como decía Marx de la religión, la
denuncia moralista de los excesos del materialismo es el corazón de un
mundo sin corazón, pura espuma. Por debajo de esa espuma hay, como usted
dice, una concepción del desarrollo fuertemente instalada sobre dos
pilares. Uno de ellos es la fe en la ciencia y la tecnología: ¡si
tenemos algún problema, ya se inventará algo para solucionarlo! Esta fe
está muy arraigada, tiene un arraigo popular, pero además hay legiones
de sociólogos y de economistas que la ponen cada día en solfa solemne,
analizando los efectos sociales de esta o aquella nueva tecnología, la
sociedad de la información o lo que sea. El otro pilar es la fe en la
revolución (o en la reforma, que viene a ser lo mismo): si tenemos un
problema, una organización social más justa y solidaria se encargará de
resolverlo. Estos dos pilares de la religión del progreso están aún en
pie. Están algo resquebrajados y muestran fisuras, pero aún se
mantienen. ¿Por qué, entonces, habría que criticar los hábitos de vida
propios de esa religión?
CAÍDA LIBRE, FIN DEL DESARROLLO
- El
consumo ilimitado es la piedra angular del modelo de desarrollo
económico occidental, que se alimenta de la asociación directa que el
imaginario colectivo entabla entre las mayores posibilidades de comprar y
una vida más feliz. ¿Cuáles serían los efectos económicos si se dejara
de consumir a los niveles actuales; se abriría una gran recesión con
graves repercusiones sociales, como los economistas neoliberales
sugieren?
-
La sociología-ficción es de mucho riesgo. Le confieso que no me gusta.
¿Qué pasaría si, de repente, dejáramos masivamente de consumir? Bueno,
sería un experimento social interesante. Y, con todo lo demás igual, un
tanto paradójico. Si consumiésemos menos pero trabajando y ganando lo
mismo, entonces ahorraríamos mucho, y el banco usaría esos ahorros en
actividades probablemente aún más destructivas que nuestro consumo
corriente. Por tanto, para evitar que el remedio fuese peor que la
enfermedad, habría que acompañar la reducción del consumo de muchas
otras cosas: reducción de la jornada laboral y del salario a cambio de
más tiempo libre; uso creativo del tiempo libre con menos consumo (no
mucho turismo, pues); banca y fondos de inversión éticos y sostenibles;
aumento de la calidad y durabilidad de los productos para compensar su
demanda decreciente; reorganización de los espacios y los tiempos de la
vida para fomentar la proximidad; etc. ¿Sería una gran recesión y un
terrible desorden social? Bueno, quién sabe... Hay en los últimos años
un debate teórico que me parece de sumo interés en este sentido. En él,
los economistas convencionales, neoliberales o postmarxistas, e incluso
los “sostenibilistas” ortodoxos, no tienen mucho que decir. El punto de
partida de ese debate es la aceptación de que la era de la expansión
económica y demográfica de la sociedad industrial se ha acabado y que
estamos en el punto de inflexión, en las proximidades del inicio de la
cuesta abajo.
- Imagino que la idea ha generado confrontaciones entre los intelectuales.
-
El debate enfrenta a quienes mantienen que la cuesta abajo puede ser
próspera con quienes vislumbran un colapso catastrófico. Los primeros
mantienen que una reducción de escala hecha de forma ordenada puede
llevar a una sociedad más humana, libre de congestión, menos
competitiva, con ciudades habitables, con tecnologías accesibles, más
rica en tiempo y más creativa. Los segundos atisban un rápido descenso a
la garganta de Olduvai, un colapso brusco de la vida civilizada. Bueno,
no lo sé, pero está claro que existen alternativas. De hecho, en los
últimos años, las utopías están floreciendo tanto como en la primera
mitad del XIX. Las hay por todas partes y para todos los gustos. Yo no
sé cuál puede ser la alternativa, pero si me plantea la pregunta alguien
con aficiones culturales, le diría: bueno, lea, por ejemplo, a Illich,
Tainter, Odum, Duncan, Diamond, Ehrlich, Kohr, Esteva, Shiva y Morrison,
y luego piense en cómo puede ser esa alternativa.
- En todo caso, ¿se
pueden identificar diferentes etapas históricas en los hábitos de
consumo? ¿Podemos encontrar en otros tiempos o culturas sistemas
económicos más “sanos”?
-
Sí, claro, la irrupción del capitalismo de consumo de masas ha sido una
mutación histórica gigantesca. Pasolini decía que había sido un cambio
antropológico sólo comparable a la primera revolución campesina en la
antigüedad, y creo que tenía razón. Por supuesto que tiene pleno sentido
hablar de un antes y un después del consumo de masas. Ahora bien, para
hablar de formas antiguas más “sanas” hay que tener mucho cuidado. Es
claro que pueden encontrarse rasgos culturales inspiradores, valiosos,
sugerentes, en muchas culturas tradicionales, comenzando por nuestra
propia cultura: Epicuro, los cínicos o Francisco de Asís, por citar sólo
unos pocos nombres. Pero no modelos; no hay modelos en el pasado porque
no hay regreso posible.
-
La satisfacción es algo bastante abstracto y subjetivo y, por tanto,
difícil de determinar. De hecho, indicar formas “buenas” o “malas” de
consumir implica asumir una postura ética. ¿Eluden los índices que miden
el desarrollo o el crecimiento económico de los países este aspecto y
se limitan sólo a cuantificar resultados?
-
Consumo ético puede referirse a muchas cosas. Al que es ambientalmente
sostenible, al que se basa en comercio justo, al que no causa un
sufrimiento innecesario a otros seres vivos, etcétera, etcétera. Está
bien tener en cuenta todo esto, pero yo no creo mucho en un consumo
basado en la conciencia del deber. También cuentan el placer, la
belleza, incluso el estatus. Y la cosa se complica mucho más si nos
planteamos reglas morales para el consumo en un contexto de escasez: la
ética del bote salvavidas es un asunto sombrío. Las medidas económicas
corrientes no tienen mucho en cuenta todo eso, pero hay un montón de
indicadores alternativos que sí lo hacen: la huella ecológica, el
indicador de progreso genuino, la felicidad interior bruta, entre otras.
El problema no es si sabemos medirlo de otra manera, que sí que
sabemos; el problema es si queremos hacerlo.
- Usted
decía que quienes proyectan el devenir de la humanidad sobre la base de
las características del sistema económico actual aparecen divididos en
dos grupos: unos optimistas y otros pesimistas ¿Podría precisar ambas
posturas?
- Más que de pesimistas y optimistas prefiero hablar de ignorantes, creyentes y agnósticos.
· Los ignorantes piensan que no hay problemas ecológicos.
· Los creyentes piensan que los problemas
ecológicos podrán resolverse sin cambios sustanciales en nuestra forma
de vida. Creen que la transición demográfica culminará antes de que el
mundo esté realmente superpoblado y que el crecimiento económico se está
volviendo mucho menos intensivo en energía y materiales y mucho menos
contaminante, de modo que la riqueza podrá continuar aumentando sin
sobrepasar la capacidad de carga del planeta. A todo esto se le llama
ahora desarrollo sostenible.
·Los agnósticos sospechan que ya se han traspasado
los límites al crecimiento y que hay que prepararse para la cuesta
abajo, para una reducción considerable de la población y de la economía.
Aceptan que los datos en que basan ese punto de vista pueden ser
erróneos, y están dispuestos a revisar sus conclusiones si alguien
aporta datos mejores.
Hay
optimistas y pesimistas en cada uno de los tres grupos. Entre los
agnósticos, los optimistas esperan que la cuesta abajo pueda recorrerse
sin costes excesivos, e incluso con alguna ganancia; mientras que los
pesimistas mantienen que los seres humanos son incapaces de hacer el
descenso de una forma ordenada y pacífica.
- ¿Y cuál de estas posturas prefiere usted?
-
Yo soy un agnóstico, optimista en tanto que creo que podríamos hacer un
descenso ordenado, pero muy pesimista en cuanto a si lo haremos. Muchas
veces me dicen que mi punto de vista es pesimista, pero eso me irrita.
Busco los mejores datos disponibles y extraigo las conclusiones
pertinentes. Si alguien me demuestra que mis datos son erróneos o mi
lógica incorrecta, entonces cambio mis conclusiones. ¿Acaso debe hacerse
de otra manera?
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El
desarrollo económico tiene sus límites,
como por ejemplo, la finitud de los recursos naturales.
Sin embargo,
las sociedades industriales los han rebasado y ya se
comienza
a hablar de una «cuesta abajo» inevitable en la
producción
económica. La cuestión está en si ese descenso se hará
de manera
ordenada y próspera o si, por el contrario, dará paso al
caos. - See more at:
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