Lewis Mumford
En cuanto al origen de la supremacía incondicional del rey y de sus especiales facultades técnicas, no existe la menor duda: fue en la caza donde cultivó el espíritu de iniciativa, la confianza en sí mismo y la falta de escrúpulos que los reyes deben ejercer para obtener el mando y conservarlo; y eran las armas del cazador las que respaldaban sus órdenes, racionales o no, con la autoridad final de la fuerza armada y ante todo la predisposición a matar.
Semejante vínculo original entre la monarquía y la caza se ha mantenido visible a través de toda la historia documentada: desde las estelas, en las que tanto los reyes asirios como los egipcios se enorgullecían de sus proezas como cazadores de leones, hasta la reserva de cotos de caza y a veces amplios bosques destinados a ese único fin, como dominio inviolable de los reyes hasta en nuestra propia época. Benno Landsberger subraya que para los reyes de la antigua Asiria, la caza y la lucha eran ocupaciones intercambiables y permanentes. El inescrupuloso empleo de las armas de caza para controlar las actividades políticas y económicas de toda la comunidad sometida fue uno de los inventos más efectivos de la monarquía, que aprovechó, además de este, toda una serie de invenciones mecánicas subsidiarias.
Al mezclarse la cultura paleolítica con la neolítica se produjo también un intercambio de aptitudes psicológicas y sociales, lo que hasta cierto punto, puede haber sido mutuamente provechoso. Del cazador paleolítico puede haber aprendido el cultivador neolítico esas cualidades de la imaginación que la rutina, siempre monótona y torpe, de la granja y el laboreo, no suscitaban. Pero el hecho es que no se han encontrado armas de caza, y menos de guerra, en las primeras aldeas neolíticas, aunque ya eran bastante comunes en la Edad de Hierro; y esta falta de armas puede explicar la docilidad de los campesinos primitivos y la facilidad con que se sometieron y se convirtieron virtualmente en esclavos, pues no poseían ni el valor probado ni las armas necesarias, ni tampoco los medios de movilizarse en grandes multitudes para defenderse.
A la vez, la vida puntual, prudente y metódica de las comunidades agrícolas proporcionó a los incipientes rectores alguna participación en los hábitos de persistencia y ordenados ejercicios que casi desconocían los cazadores, hechos a violentas y espasmódicas explosiones de energía y a inciertas recompensas. Y ambos grupos de aptitudes se necesitaban entonces para hacer avanzar la civilización. Sin el respaldo y seguridad de los excedentes agrícolas, los reyes no podrían haber construido sus ciudades ni mantenido su clero, su ejército y su burocracia, ni hacer nuevas guerras. Tal margen de seguridad nunca fue demasiado amplio, por lo que en los tiempos antiguos era frecuente que por común consentimiento de ambos bandos se suspendieran las hostilidades con el solo objeto de recoger las cosechas.
Pero la sola fuerza bruta no habría podido producir por sí sola la prodigiosa concentración de energías humanas, la constructiva transformación de tantos entornos y las masivas expresiones que entonces se concretaron en el arte y el ceremonial. Todo eso exigía la cooperación, o al menos la sumisión temerosa y el consentimiento pasivo de toda la comunidad.
La constelación que propició este cambio, la institución de la monarquía divina, fue una coalición entre el jefe de los cazadores, que se dedicaba a exigir tributos, y los guardianes de importantes cultos religiosos. Sin esta combinación, sin esta sanción, sin este luminoso ensalzamiento, no habrían podido establecer ni mantenerse las exigencias que los nuevos dirigentes pretendían imponer al reclamar incondicional obediencia a la superior voluntad de su rey; y fue necesaria, además, una autoridad extraordinaria, sobrenatural, derivada de un gran dios o un grupo de dioses, para que la monarquía se impusiera sobre tan amplias comunidades, pues aunque eran imprescindibles las armas y los hombres armados, especialistas en homicidios, la fuerza sola no hubiera bastado.
Aun antes de que pudiéramos leerlo en los documentos escritos, las ruinas que quedan del antiguo período predinástico de Ur indican que tal transformación ya se había efectuado. Aquí como en otros lugares, Leonard Woolley halló un templo, dentro de un recinto sagrado, junto al que también había un depósito de riquezas y tesoros. La autoridad, sacerdotal o real, que recogía y almacenaba tales granos y tesoros, tenía en ellos el medio de controlar a amplias poblaciones, siempre en estado de dependencia, ya que dicho recinto estaba guardado por murallas y guerreros.
Bajo el símbolo protector de su dios, alojado ahora en un imponente templofortaleza, el rey, que oficiaba también de sumo sacerdote, ejercía poderes que ningún jefe de cazadores se habría atrevido a asumir simplemente como jefe de subanda. Por asimilación, la ciudad, que al principio fue mera ampliación de la aldea, se convirtió en lugar sagrado, en una especie de transformador (por decirlo así), donde el alto voltaje de las corrientes divinas se reducía y ponía al servicio de las necesidades humanas.
Tal fusión del poder sagrado con el poder temporal liberó inmensas explosiones de energías latentes, como lo haría una reacción nuclear, y creó al mismo tiempo una nueva forma institucional de la que no existen pruebas ni en la aldea neolítica ni en la caverna paleolítica: fue una especie de depósito de poder, mantenido y manejado por una aristocracia que vivía magníficamente de los tributos que se le exigían por la fuerza a toda la comunidad.
La eficacia de la monarquía a lo largo de la historia se basó precisamente en esta alianza entre la audacia depredadora de los cazadores y sus dotes de mando, por un lado, y el acceso de los sacerdotes al saber astronómico y la orientación divina. En sociedades más elementales, tales oficios los ejercieron por separado durante mucho tiempo un jefe de guerra y un jefe de paz. En ambos casos, los atributos mágicos de la monarquía se basaban en su eficacia funcional: en su aptitud para aceptar las responsabilidades del gobierno y tomar decisiones, reforzada por las observaciones que hacían los sacerdotes de los fenómenos naturales, junto con su capacidad de interpretar los signos, recoger informaciones y asegurar la ejecución de las órdenes. El rey se arrogaba, o se le imputaba, el poder de vida o muerte sobre toda la comunidad. Tal modo de asegurarse la colaboración, en áreas mucho más amplias que las que eran habituales anteriormente, contrasta con lo que era costumbre, y no órdenes, en la vida de las pequeñas aldeas, cuyas rutinas se llevaban adelante por mutuo consentimiento de sus moradores.
Extraído de: 'El mito de la máquina'. Lewis Mumford
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