Libros en Acción
Montes que se manejan de forma comunal, cofradías de pescadores/as que insisten en realizar una pesca artesanal y sostenible, programadores/as que reproducen entornos comunicativos basados en el software libre, mercados que ligan directamente a personas productoras y consumidoras, redes de semillas que trabajan para mantener la biodiversidad cultivada, cooperativas que apuestan por una energía sostenible, iniciativas de crédito colectivo o comunitario, grupos educativos o de crianza que atienden las necesidades de las/os más pequeñas/os, organizaciones asamblearias de agricultores/as que cultivan territorios y bienes naturales, grupos locales que construyen monedas sociales, aprovechamiento compartido de dehesas, experiencias de economía social con criterios de sostenibilidad y horizontalidad como base de su funcionamiento, medios de comunicación y de difusión de información que se construyen según pautas cooperativas: todo este paisaje de autoorganización social formaría parte de lo que podemos reconocer como el “paradigma de los comunes”. Evocadoras realidades que apuntan a otras formas de recrear un mundo que se nos aparece roto ambiental y socialmente, donde la economía convencional insiste en provocar desigualdades, depredar recursos, precarizar vidas y esclavizar a base de deudas externas y hogares endeudados.
Muchas de estas prácticas tienen una larga tradición en el mundo. Son y han sido formas resilientes de gestionar, de forma sostenible y democrática, bienes naturales que resultaban esenciales para la reproducción de las comunidades. Son los comunales tradicionales, que desde antaño han llegado al presente, reivindicando tanto su vigencia como su necesidad de reinventarse, para continuar desarrollando su papel en el funcionamiento de ecosistemas y economías a escala planetaria. En el Estado español, los terrenos gestionados de forma comunal ocupan más de 4 millones de hectáreas, la pesca artesanal apoyada en cofradías locales es la ocupación de miles de personas, las redes de semillas agrupan por todo el territorio a plataformas que pretenden “resembrar” e “intercambiar” la biodiversidad cultivada. Iniciativas con larga historia, como el Tribunal de las Aguas en Valencia, o más recientemente, comunidades de regantes revitalizadas desde administraciones públicas y agricultores/as, son un referente de manejo que impulsa la gestión comunitaria del riego.
Más longevos y con mayor arraigo inclusive serían los comunes entendidos desde tradiciones indígenas, campesinas o de esclavos/as rebeldes en toda América Latina y África: los ejidos mexicanos, la concepción comunitaria del territorio a lo largo de los Andes o en buena parte de los territorios del África subsahariana, las prácticas de trabajo cooperativo como las mingas en el seno de los ayllús bolivianos, los quilombos 1 en Brasil, la familia extensa que se gobierna en solidaridad (el ujamaa que acuñara posteriormente Julius Nyere como el socialismo de base africana).
Dichas formas, adaptadas a distintos contextos geográficos y culturales, ayudaban a crear sinergias entre territorios, comunidades y economías que aseguraban la disposición sostenible de ciertos recursos. No conviene forjarse visiones románticas o idealizadas: no aseguraban necesariamente una redistribución de las riquezas producidas en un territorio, garantizaban solo el acceso a estos bienes a una parte de la población, pues frecuentemente no encontraremos en ellos mujeres o jóvenes. Y sin embargo, con todas sus carencias, limitaciones y contradicciones resurgen como inspiradoras referencias, en un contexto de previsible naufragio social y de transición inaplazable hacia nuevos sistemas políticos y socioeconómicos.
Experiencias surgidas de la necesidad y perfiladas por siglos de práctica, que invitan a indagar los aprendizajes que se pueden extraer de estas iniciativas que ya tuvieron que lidiar con la conflictividad de la organización colectiva, la gestión del poder o el cuidado del territorio en clave de sostenibilidad socioambiental. Este libro surge del afán por generar un conocimiento, anclado en prácticas concretas, pero que aspire a construir nuevas instituciones económicas, que mantengan el espíritu de lo que Elinor Ostrom señalara en El gobierno de los bienes comunes: experiencias de gestión sostenible en materia política y ambiental, basadas en reglas nítidas que garantizan condiciones de acceso a bienes, respetando ciertos límites y arraigadas en unos principios culturales y políticos, que apuntan a una distribución del poder y a ciertas garantías de inclusión social. Apuntes que nos permitan sistematizar prácticas y construir economías pegadas al territorio, a la democratización desde abajo y a la satisfacción de nuestras necesidades humanas por encima de visiones de la economía depredadoras, injustas e insostenibles.
Como sabemos, bajo la modernidad se impuso un modelo de desarrollo basado en métodos “científicos”, se consolidó el capitalismo como modelo económico, se conformaron los nuevos Estados-nación, surgió la colonización y se terminó imponiendo la razón técnica, de manos de personas consideradas expertas que se encargarían de “civilizar” el mundo. Un proceso que desvertebró las economías campesinas e hizo saltar por los aires buena parte de estos manejos comunales. Territorio, comunidad y reglas para resolver conflictos, garantizar el acceso y la reproducción de bienes naturales, se fueron desacoplando.
Posteriormente, entre los años sesenta y ochenta, la Guerra Fría estableció recurrentemente una aparente dicotomía política en torno a las instituciones: ¿debía ser el Estado o el mercado el motor de un “desarrollismo” que no se ponía en duda?, ¿era el camino institucional, el llamado socialismo real de la extinta URSS, y su propuesta de centralización económica, o por el contrario era el capitalismo estadounidense montado a lomos de un individualismo consumista y de marcada desconfianza hacia los poderes públicos? Como advertía Karl Polanyi, economía y política se daban la mano: cada salto en los procesos de acumulación capitalista se sustenta en decisiones políticas orientadas a legitimar nuevas depredaciones comunitarias, la mercantilización de nuevas esferas de la vida o la elaboración de una gramática económica acorde con estos intereses.
Y contra todo pronóstico, muchas de estas iniciativas comunales resistieron y resisten a las nuevas legislaciones que impulsan la desposesión a través de ajustes estructurales del FMI o de la Unión Europea, los programas de desarrollo rural para la inserción de territorios como industrias subordinadas al capitalismo global o la regulación de determinadas administraciones locales, de manera que se garantice su servidumbre a las demandas de las grandes empresas. Los comunes tradicionales son islas en un océano de mercantilización y de enfoques estadocéntricos, capaces de reproducirse a contracorriente y de servir de inspiración para nuevas prácticas emergentes que denominamos nuevos comunes. Las islas se van interconectando y aspiran a conformar un archipiélago.
Los nuevos comunes son aquellas prácticas que intentan cerrar circuitos (políticos, energéticos, alimentarios) en un territorio dado y nos ayudan a democratizar fragmentos del mundo. Agrupaciones desde las que desarrollar formas diferenciadas de producir (economía solidaria, cooperativismo de trabajo, consumo justo, cooperativas para una transición energética, el mundo de la agroecología…); aprender (cooperativas de enseñanza, escuelas populares, comunidades de aprendizaje…); convivir (grupos de crianza, formas cooperativas de organizar los cuidados, cooperativas de vivienda, recuperación de pueblos abandonados….); cuidarse (mutualidades, cooperativas de salud, grupos de crianza…); relacionarse con las culturas y las nuevas tecnologías, de forma que sean accesibles y no se mercantilicen (software libre, cultura libre…); en definitiva, instituciones capaces de sostener y hacer deseables otros estilos de vida.
Iniciativas innovadoras que arrancan de un sustrato de cooperación social, que surgen de procesos vivos antes que de modelos estancos y de instituciones formalizadas administrativamente, asumen la gestión colectiva y la reproducción de bienes naturales (agua, bases alimentarias, montes, etc.) o bienes que nos permiten la cooperación (conocimiento, tecnologías de comunicación, mercados, espacios públicos o comunitarios, educación…) y no lo hacen de forma restringida, sino poniendo el acento en la democratización de las relaciones económicas, dentro y fuera de las propias experiencias. La importancia de los nuevos comunes se basa en las diversas iniciativas que se multiplican hoy en día, y que queremos ayudar a visibilizar con la publicación de este libro. No se trata de una nueva filosofía política, sino más bien, de una práctica que desarrolla transiciones hacia otros sistemas económicos y políticos. De esta manera, si hablamos de economías sociales en una ciudad como Barcelona, la economía en régimen cooperativo atiende a un 8% del total de lo producido y valorado monetariamente en la ciudad. Los grupos que ligan directamente producción y consumo, generalmente bajo iniciativas locales y asamblearias, suponen más de 100.000 personas dedicando tiempo en este Estado a la construcción cooperativa de sistemas agroalimentarios locales.
Comunales y nuevos comunes tienen mucho en común, aunque los separe y política se daban la mano: cada salto en los procesos de acumulación capitalista se sustenta en decisiones políticas orientadas a legitimar nuevas depredaciones comunitarias, la mercantilización de nuevas esferas de la vida o la elaboración de una gramática económica acorde con estos intereses.
Y contra todo pronóstico, muchas de estas iniciativas comunales resistieron y resisten a las nuevas legislaciones que impulsan la desposesión a través de ajustes estructurales del FMI o de la Unión Europea, los programas de desarrollo rural para la inserción de territorios como industrias subordinadas al capitalismo global o la regulación de determinadas administraciones locales, de manera que se garantice su servidumbre a las demandas de las grandes empresas. Los comunes tradicionales son islas en un océano de mercantilización y de enfoques estadocéntricos, capaces de reproducirse a contracorriente y de servir de inspiración para nuevas prácticas emergentes que denominamos nuevos comunes. Las islas se van interconectando y aspiran a conformar un archipiélago.
Los nuevos comunes son aquellas prácticas que intentan cerrar circuitos (políticos, energéticos, alimentarios) en un territorio dado y nos ayudan a democratizar fragmentos del mundo. Agrupaciones desde las que desarrollar formas diferenciadas de producir (economía solidaria, cooperativismo de trabajo, consumo justo, cooperativas para una transición energética, el mundo de la agroecología…); aprender (cooperativas de enseñanza, escuelas populares, comunidades de aprendizaje…); convivir (grupos de crianza, formas cooperativas de organizar los cuidados, cooperativas de vivienda, recuperación de pueblos abandonados….); cuidarse (mutualidades, cooperativas de salud, grupos de crianza…); relacionarse con las culturas y las nuevas tecnologías, de forma que sean accesibles y no se mercantilicen (software libre, cultura libre…); en definitiva, instituciones capaces de sostener y hacer deseables otros estilos de vida.
Iniciativas innovadoras que arrancan de un sustrato de cooperación social, que surgen de procesos vivos antes que de modelos estancos y de instituciones formalizadas administrativamente, asumen la gestión colectiva y la reproducción de bienes naturales (agua, bases alimentarias, montes, etc.) o bienes que nos permiten la cooperación (conocimiento, tecnologías de comunicación, mercados, espacios públicos o comunitarios, educación…) y no lo hacen de forma restringida, sino poniendo el acento en la democratización de las relaciones económicas, dentro y fuera de las propias experiencias. La importancia de los nuevos comunes se basa en las diversas iniciativas que se multiplican hoy en día, y que queremos ayudar a visibilizar con la publicación de este libro. No se trata de una nueva filosofía política, sino más bien, de una práctica que desarrolla transiciones hacia otros sistemas económicos y políticos. De esta manera, si hablamos de economías sociales en una ciudad como Barcelona, la economía en régimen cooperativo atiende a un 8 % del total de lo producido y valorado monetariamente en la ciudad. Los grupos que ligan directamente producción y consumo, generalmente bajo iniciativas locales y asamblearias, suponen más de 100.000 personas dedicando tiempo en este Estado a la construcción cooperativa de sistemas agroalimentarios locales.
Comunales y nuevos comunes tienen mucho en común, aunque los separe lazos sociales (expresión, afectos, identidad) a la casa donde habitamos (el hogar, el territorio, el planeta).
Lo común es un concepto, que de forma innegable, está de plena actualidad en los debates de la esfera pública sobre nuevas institucionalidades y mecanismos de gobernanza, conformando un nuevo campo de investigación académica pero, sobre todo, porque forma parte del léxico compartido entre quienes se enfrentan a la oleada de privatizaciones, la mercantilización o el acaparamiento de recursos (agua, tierra, semillas…), construyendo nuevas realidades.
1 Los quilombos eran los lugares ubicados en selvas, bosques y montañas, donde convivían las comunidades políticamente organizadas de negros esclavos cimarrones que se rebelaban o se fugaban de su vida de esclavitud
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