Manuel Casal Lodeiro - Última Llamada
Las naciones sin Estado
luchan, legítimamente, por su reconocimiento y, en no pocos casos, por
su independencia. Pero... ¿ser independientes de qué? o ¿de quién? La
reclamación clásica consiste en crear su propio Estado para ser
independientes de aquel bajo cuyas estructuras legales, jurídicas y
militares se encuentran encajados a la fuerza, y crear las suyas propias
a partir de una delimitación diferente de la soberanía sobre el
territorio ocupado por dicha nación. Hasta aquí, algo conocido.
No obstante, si nos paramos a pensar qué es lo que hace mover realmente
la sociedad y la economía de un territorio, más allá de la política,
veremos que de lo que depende en última instancia es de las fuentes de
energía que lo sostienen desde un punto de vista físico, así como de los
materiales, productos de uso diario y alimentos, a lo que cabe añadir a
nivel ecosistémico la dependencia de todo un conjunto de servicios
ambientales prestados por la Naturaleza y de un cierto equilibrio o
estabilidad en los parámetros climáticos. Si todo eso fallase, ¿de qué
nos serviría disponer de nuestro propio Estado? Pues bien, es
precisamente esta la situación que tienen ante sí todos nuestros países y
el factor de la cuestión de la soberanía/independencia del que menos se
habla (aunque haya notables excepciones).
La otra manera de enfrentarse a esta cuestión —tanto
desde las naciones a la búsqueda de su propio Estado, como desde los
Estados actualmente reconocidos— implicaría seguir una hoja de ruta
política y social bien diferente a la actual. En primer lugar, sería
necesario visibilizar el problema, ser conscientes de él, como conditio
sine-qua-non para poder afrontarlo. Y nuestro Problema —con mayúscula—
se llama choque de la civilización industrial contra los límites biofísicos del planeta;
algunas personas y colectivos lo denominamos a partir de la
consecuencia inevitable de dicho choque, el colapso de nuestra
civilización, dado que una vez que deje de aumentar la energía
disponible, resultará imposible mantener una complejidad siempre
creciente y eso dará lugar a una necesaria descomplejización y
decrecimiento acelerado de nuestros sistemas socioeconómicos: eso, y no otra cosa, es un colapso.
En segundo lugar, una vez existiese una consciencia social mínimamente
amplia, habría que trazar estrategias para lograr el objetivo obvio de
hacer dicho colapso lo más llevadero posible. Y es aquí donde entra en
juego la palabra resiliencia. El propio Dennis Meadows, uno de los
autores supervivientes de aquel informe al Club de Roma titulado Los límites del crecimiento,
que venía a inaugurar cuatro décadas de advertencias desde el mundo
científico de que íbamos a acabar donde hemos acabado si no se hacía
nada por evitarlo, advertía en 2012
de que era ya tarde para buscar la sostenibilidad y de que sólo cabía
intentar aumentar la resiliencia, esto es, nuestra capacidad de
adaptarnos y sobrevivir como sociedades ante el impacto del fin de la
energía fósil, del acelerado cambio climático y otras graves crisis
convergentes a nivel planetario. La imagen del sauce o del avellano
doblándose ante el huracán, perdiendo apenas follaje y algunas ramas,
pero sin partirse, es una buena representación de lo que significa ser
resilientes.
Dentro de ese cambio de rumbo,
necesariamente urgente, es muy notable la línea de actuación que está
llevando a cabo una pequeña organización, Solidaridad Internacional Andalucía,
que tras varios años de intensa actividad formativa y promoviendo el
debate a nivel de movimientos sociales a lo largo y ancho de Andalucía
acerca del colapso civilizatorio, ha dado un paso importante a la hora
de visibilizar el camino que seguir.
En las próximas semanas lanzarán una potente campaña para
dar a conocer el concepto y la necesidad de una “Andalucía resiliente”,
y en la cual señalan los retos y oportunidades para construir nada
menos que “una mayoría social consciente del colapso y que sea capaz de
movilizarse hacia la reconstrucción de la resiliencia de nuestros
territorios y poblaciones, en un marco de justicia ecosocial y global”.
Y todo este reto lo plantean desde la consciencia de que sólo será
posible si se da una profundización, una radicalización, de la
democracia, puesto que la alternativa por omisión, ya en marcha, es un
recorte de libertades, un desmontaje del pacto social hijo de la
abundancia energética de la última mitad del siglo XX, y un aumento del
autoritarismo que con facilidad desembocará en fascismos gestores de la
escasez (decrecimiento elitista, como lo denomina Ángel Calle) para mantenimiento del nivel de vida y del status de unas élites poscapitalistas.
De esta bifurcación histórica ya nos advertía en su parte final En la espiral de la energía,
la imprescindible obra de Fernández Durán y González Reyes. Superar a
tiempo y simultáneamente los profundos déficits de resiliencia y de
democracia de nuestras sociedades es, sin duda, una misión sumamente
difícil, que tendrá que enfrentarse a un mensaje opuesto (“Esta crisis
pasará y volveremos a crecer... La tecnología salvará cualquier
dificultad con la energía... Los políticos y los expertos se ocuparán de
todo... No pasa nada grave, no hay ningún colapso...”) que
constantemente bombardea a la población desde las noticias, la
publicidad y todo el entramado de la cultura capitalista moderna.
Pero el cambio de percepción tiene que comenzar por algún lado, y es
vital hacerlo anticipadamente, cuando aún no es evidente que nos estamos
adentrando en un colapso sin vuelta atrás, para evitar que sea el
fascismo excluyente y expoliador el que se apropie del concepto. Hay que
vacunar el imaginario social contra estas derivas, y S.I.A. asume el
reto de realizar una campaña de vacunación preventiva imprescindible
para que el resultado del colapso no sea un fascismo poscapitalista sino
unas sociedades más simples y modestas, sí, pero más libres y democráticas; y también más independientes.
Mientras el foco mediático se sitúa en el conflicto político en
Cataluña, en Andalucía se está comenzando a luchar por ese otro tipo de
independencia más estructural: del modelo turístico de masas y de la
agroindustria dependientes de los combustibles fósiles, del consumismo
de bienes y servicios dependientes de una abundancia energética que
tiene los días contados, de un modo de vida dependiente de una
estabilidad climática que se desvanece, de un tipo de economía
dependiente de un crecimiento continuo que se hace imposible en un
contexto de declive energético permanente, etc.
Prestémosle atención y repliquemos estas iniciativas donde quiera que
vivamos, también en las naciones sin Estado, puesto que cuando los
Estados colapsen o se conviertan en un mero brazo armado de las élites,
la resiliencia de nuestras comunidades será lo único que nos quede.
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