Noemí López Trujillo - La Marea
Llueve en Madrid y Yayo Herrero
lleva un paraguas en la mano. Prefiere no abrirlo y mojarse un poco.
Parece una planta amazónica a la que han trasplantado a un entorno
urbano. A su alrededor, los coches y autobuses circulan con el frenesí
de las grandes ciudades; ella, clavada en el paso de cebra y con su pelo
color tierra a la intemperie, espera a que el semáforo se ponga en
verde. Herrero (Madrid, 1965) es antropóloga e ingeniera técnica
agrícola. Estuvo al frente de Ecologistas en Acción y ahora dirige Fuhem.
Para ella, el cambio climático es el reto fundamental del presente. No
por su implicación personal, que también, sino porque considera que las
desigualdades territoriales y de clase están íntimamente ligadas a la
naturaleza. No hace concesiones al lenguaje y emplea términos como
“fascismo territorial” para definir la explotación de recursos en países
pobres por parte de países ricos. La Marea habla con ella sobre cómo mitigar el daño hecho al planeta. Toca cuestionar, y no solo asumir.
Arde Galicia, queman Galicia. ¿Qué lectura haría de los incendios, tanto desde el punto de vista ambiental como del político?
El Gobierno está encantado con la idea de decir que hay
unos cuantos pirómanos, que los hay, es cierto, pero se concatenan
muchísimas otras cosas. Por ejemplo, la climatología del Estado español
durante el verano, con sus sequías, hace proclive que haya incendios. Y
de siempre los hemos tenido. Pero no cabe duda de que la dinámica del
calentamiento global agrava y crea un caldo de cultivo ideal para que
proliferen los incendios.
¿Cuál es ese caldo de cultivo?
La incidencia del calentamiento global dentro de la
Península Ibérica provoca sequías más intensas. Por otro lado, favorece
la aparición de eventos climáticos extremos en momentos no adecuados.
Ese tema [el cambio climático] está ahí y ha venido para quedarse.
Porque cuando estábamos a tiempo de poderlo evitar no se ha evitado.
Ahora mismo ya tenemos que hablar de mitigación para intentar evitar los
peores efectos, y también de adaptación. Y hablar de adaptación supone,
precisamente, redoblar todos los esfuerzos para prevenir y controlar
incendios si se producen. Aquí es donde entra una dejadez absoluta de un
gobierno que vive de espaldas a la dinámica del calentamiento global y
de espaldas a la profundísima crisis ecológica que vivimos. La tormenta
perfecta la forman un cambio climático y una dejadez política que es
criminal. Es criminal porque no afrontarlo y no poder remedio a lo que
está ocurriendo afecta a la vida de otras especies, pero también a la
nuestra, la humana.
¿Cuándo se hizo irreversible el cambio climático?
Desde mediados de los 80 puede decirse que vivimos por
encima de lo que el planeta nos puede proporcionar, y además de una
forma desigual. Yo siempre digo que la lucha de clases, en el momento
actual, tiene que ser resignificada porque no solo se plasma en la
posición capital-trabajo, sino también en la tensión capital-todos los
trabajos (incluidos los que no se pagan) y capital-naturaleza. El
crecimiento económico tal cual ha sido concebido como una especie de
gran tumor que crece devorando tierra, devorando minerales, devorando
ríos y estableciendo unas profundas desigualdades a nivel económico, de
género, de procedencia…
Hasta hace unos años, la conciencia ecológica era una cuestión posmaterialista. ¿Ha cambiado eso?
La preocupación ha crecido, pero creo que aún es
insuficiente, que no está extendida al nivel que hace falta para generar
formas de presión real sobre los gobiernos. Creo que no estamos solo
ante una crisis global, sino ante una crisis civilizatoria. Y es crisis
civilizatoria porque a pesar de su manifiesta gravedad, a pesar de los
momentos tremendos que vivimos a nivel material, permanece política y
socialmente desapercibida. Nuestra civilización no es capaz de actuar
ante las señales que nos llegan de la naturaleza.
El cambio climático es un tema de urgencia en tanto que
pone en cuestión nuestra supervivencia en el futuro. Pero hay otras
urgencias del día a día, cuestiones como tener un salario que te permita
dar de comer a tus hijos. ¿Cómo se cultiva una conciencia ecológica en
clases bajas en las que la preocupación inminente es, por ejemplo,
encontrar un empleo?
Creo que el movimiento ecologista, y yo soy crítica en ese
sentido, no ha sabido (hemos sabido) expresar bien hasta qué punto
existe una correlación estrechísima entre el deterioro de las
condiciones laborales, el empobrecimiento de mayorías sociales y el
deterioro de la naturaleza. Es decir, no son cosas desligadas. Ha habido
un cierto ecologismo que ha sido elitista porque proponía actitudes
hacia lo verde que eran inasumibles e inalcanzables para las mayorías
sociales, e incluso imposibles de extender. Desde mi punto de vista,
cualquier propuesta que no sea universalizable no es válida porque es
injusta. Cualquier cosa que no es universalizable no es un derecho, sino
un privilegio. Es imposible mantener la vida humana al margen de la
naturaleza. El capitalismo ha sido incapaz de cumplir sus promesas:
alimentar a todo el mundo, proporcionar un sistema de bienestar
determinado… Y ha sido incapaz, en cierto modo, porque ese modelo de
constante producción dependía de materiales y energías que eran finitos.
En el momento en que topas con los límites del planeta, ese modelo de
crecimiento se ve dificultado.
¿Las clases populares sufrirán más el impacto ambiental?
Claro, la gente más empobrecida es la que acaba viviendo
en lugares donde se colocan estructuras más contaminantes. Hay una
especie de clasismo ambiental que afecta a la vida de la gente más
pobre. A mí me da mucha rabia cuando escucho afirmaciones como que el
ecologismo no es ni de derechas ni de izquierdas porque los efectos
medioambientales afectan a todos por igual. No es así, no afectan por
igual. Los sitios en los que la gente vive, el tipo de atenciones
sanitarias a las que puede acceder si desarrollan una determinada
enfermedad, los propios ritmos de vida, el puesto de trabajo… Son
factores que condicionan tu salud. La salud tiene que ver mucho con las
condiciones socioeconómicas de las personas. Hay una injusticia
ambiental que, a veces, es estructural. Sé que los gobernantes no dicen:
“A ver, dónde ponemos el vertedero; pues aquí, donde hay más pobres”.
No, muy probablemente lo que sucede es que los suelos donde vive la
gente con menos recursos son mucho más baratos y te permiten instalar
determinadas fábricas. Si eso lo llevamos al terreno de las relaciones
norte-sur es tremendo, porque todos los países que llamamos ricos son
países que tienen huellas ecológicas que superan con mucho lo que pueden
proporcionar sus propios territorios. Es decir, si le pusiéramos una
valla a la periferia de cualquier país como Noruega, Alemania o España y
no entrase energía, minerales o alimentos, los países ricos no duraban
nada. Hace mucho tiempo que agotamos la base natural de nuestros
recursos. Por eso ya no es solo cuestión de clases, es que es fascismo.
Si para poder tener un determinado estilo de vida necesitas otros
territorios, y encima esa gente se ve desposeída de sus propios
recursos, es una muestra evidente de fascismo.
Antes comentaba que habría que hablar de la tensión
capital-naturaleza. Una de las estrategias de la nueva extrema derecha
es confrontar, en términos culturales, a las clases populares nativas
con los migrantes. Esa confrontación no es una lucha de clases, sino una
lucha del último contra el penúltimo (en la misma clase social). ¿Cómo
se relaciona esto con el medioambiente?
Creo que una de las razones por las que hay muchas
personas que acaban adoptando las propuestas de movimientos
ultraderechistas es que no tienen una mirada clara sobre la realidad
medioambiental. Si cuando un fascista le dice a gente empobrecida que la
culpa la tiene el extranjero que viene a quitarle los recursos, esa
persona no es consciente de que de la tierra de ese extranjero proceden
recursos que mantienen al país. Llevado al extremo, el fascista, para
evitar que esas personas vengan y no le quiten a su población sus
recursos, querría que hubiese una redistribución: así los migrantes se
quedarían en sus países. Eso, como sabemos, no ocurre.
Clasismo ambiental, fascismo territorial… Son conceptos
muy contundentes. ¿Se corre el riesgo de dejar fuera a mucha gente a la
que quizá no se la convence con ese lenguaje?
Fíjate que he ido a espacios muy hostiles
a dar charlas y formación, y yo sé que si entro y digo “¡Muerte al
capitalismo y al patriarcado!” los he perdido en el minuto cero. La
economía ecológica tiene instrumentos incontestables como que el planeta
tiene recursos finitos o que quedan determinados años para alcanzar el
pico del cobre y del litio. He estado delante de personas que me dicen:
“No me gusta nada lo que has explicado, intento rebelarme contra ello
pero no encuentro con qué argumento y me has dejado enormemente
inquieto”. Creo que no hay que empeñarse en una defensa a ultranza de
ciertas palabras, sino que donde las puedas usar las usas y donde no,
no. Luego hay gente que dice: “Lo que me cuentas ya lo sé, pero yo no
quiero renunciar a mi estilo de vida”.
¿Y qué pueden hacer quienes sí están dispuestos a modificar su estilo de vida?
Cualquier cambio de actitud tiene su incidencia. La forma
de cambiar y de aprender es haciendo, así que las pequeñas cosas que
cada persona puede hacer no son en absoluto estériles, sino
fundamentales. Desde el uso del transporte público hasta la
alimentación, que es un elemento muy potente para que haya un cambio
real. Ya no hablamos solo de alimentos ecológicos, sino de consumir
alimentos de temporada, que son mucho menos contaminantes. Y creo que
hay que reducir de forma drástica el consumo de proteína animal. ¿Por
qué? Por la explotación de los terrenos, por ejemplo. Óscar Carpintero
contaba que había hecho un estudio que determinaba que un bocado de
carne requería el uso de 103 metros cuadrados de suelo. ¡Un bocado de
diez gramos de carne! Es insignificante y mira qué impacto tiene. La
clave es consumir mucho menos de todo, sobre todo de productos
superfluos.
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